Pero cuando llegó la 905ª noche

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Ella dijo:

"... Y con todo el ímpetu de su corcel, se lanzó sobre el hermoso animal salvaje, el cual, comprendiendo que en aquel instante corría su vida gran peligro, dió un salto tremendo, y tras de desviarse rápidamente, se puso fuera del alcance con sus cuatro patas, devorando a su paso la distancia en la llanura. Y Diamante, abandonado a la embriaguez de la carrera, siguió al gamo por el desierto, alejándose de su séquito armado. Y continuó su persecución por arenas y piedras, hasta que al caballo, todo espumeante y sin aliento, le colgó seca la lengua en aquel desierto donde no aparecía huella ni olor de un hijo de Adán, y donde, por toda presencia no había más que la de lo Invisible.

A la sazón había llegado él frente a una colina arenosa que se interponía ante la vista y detrás de la cual había desaparecido el gamo. Y el desesperado Diamante subió a aquella colina, y llegado que fue a la otra vertiente, vió de pronto desarrollarse a sus miradas un espectáculo distinto. Porque, en lugar de la aridez inexorable del desierto, vivía allí una vida de verdor cierto oasis refrescante, entrecruzado de arroyos y adornado con macizos naturales de flores rojas y de flores blancas, comparables al crepúsculo vespertino y al crepúsculo matutino. Y Diamante sintió holgarse su alma y dilatarse su corazón, igual que si estuviese en el jardín de que Rizwán es el guardián alado.

Cuando el príncipe Diamante hubo contemplado la obra admirable de su Creador, y dado de beber por sí mismo a su caballo, en el hueco de la mano, el agua deliciosa del oasis, se levantó y dió expansión a sus miradas para juzgar las cosas al detalle. Y he aquí que vió un trono solitario al abrigo de un árbol añoso cuyas raíces debían llegar hasta las puertas interiores de la tierra. Y en aquel trono estaba sentado un viejo rey, con la cabeza coronada con la corona real y los pies desnudos, reflexionando. Y Diamante le abordó con la zalema, respetuoso. Y el viejo rey le devolvió su zalema, y le dijo: "¡Oh hijo de reyes! ¿a qué obedece el que hayas atravesado el desierto terrible en donde ni siquiera el pájaro puede agitar sus alas y donde la sangre de las alimañas feroces se torna hiel?" Y Diamante le contó su aventura, y añadió: "Y tú, ¡oh venerable rey! ¿puedes decirme el motivo de tu estancia en este sitio rodeado de desolación? Porque tu historia debe ser una historia extraña". Y el viejo rey contestó: "¡Ciertamente, mi historia es extraña y prodigiosa! Pero lo es de tal modo, que más valdría que renunciaras a oírla relatar de mi boca. De no hacerlo así, constituirá para ti un motivo de lágrimas y calamidades". Pero el príncipe Diamante dijo: "Puedes hablar, ¡oh venerable! porque me he criado con leche de mi madre, y soy hijo de mi padre". E insistió mucho para decidirle a que le relatara lo que anhelaba oír.

Entonces el viejo rey, que estaba sentado en el trono debajo del árbol, dijo: "Escucha, pues, las palabras que van a salir de la cáscara de mi corazón. Recógelas y ponlas en la orla de tu traje". Y bajó la cabeza un instante, luego la levantó, y habló así:

"Has de saber ¡oh joven! que antes de mi llegada a este islote perdido en medio del desierto, yo reinaba en las tierras de Babil, en medio de mis riquezas, de mi corte, de mis ejércitos y de mi gloria. Y Alah el Altísimo (¡exaltado sea!) me había concedido una posteridad de siete hijos reales que bendecían a su creador y constituían la alegría de mi corazón. Y todo era paz y prosperidad en mi Imperio, cuando un día mi hijo mayor supo, por boca de un caravanero, que en las comarcas lejanas de Sinn y de Masinn había una princesa, hija del rey Qamús, hijo de Tammuz, la cual se llamaba Mohra, y no tenía par en el mundo; que la perfección de su belleza ennegrecía el rostro de la luna nueva, y que Josef y Zuleikha tenían, ante ella, la oreja horadada por la argolla de la esclavitud. En una palabra, que estaba modelada con arreglo a estos versos del poeta:


¡Es una belleza ladrona de corazones, espléndida por todos lados! ¡Los bucles de sus cabellos son el nardo del jardín de la excelencia, y su mejilla es la rosa lozana!


¡Sus labios tienen a la vez rubíes y azúcar cande!


¡Sus dientes son de una pureza asombrosa, y hasta en la cólera sonríen!


¡Es una belleza ladrona de corazones, espléndida por todos lados!


"Y el caravanero enteró también a mi hijo de que el tal rey Qamús no tenía otra hija que aquella bienaventurada. Y como retoño encantador de la hermosura había llegado a la primavera de su desarrollo, y las abejas empezaban a agruparse junto a su cuerpo florido, se hizo urgente, según la costumbre, reunir, para escoger esposo, a los príncipes de todas las comarcas, siempre que estuviesen en edad de merecer y de ser admitidos. Pero se impuso por toda condición la de que los pretendientes respondieran a una pregunta que les haría la princesa, y que consistía sencillamente en estas palabras: "¿Qué clase de relaciones hay entre Piña y Ciprés?". Y esto era cuanto del pretendiente se reclamaba a modo de viudedad para la princesa, pero con la cláusula de que a aquel que no pudiera contestar satisfactoriamente a la pregunta se le cortaría la cabeza, clavándola en el pináculo del palacio.

"Y he aquí que cuando mi hijo mayor supo estos detalles por boca del caravanero, se abrasó su corazón como carne a la parrilla; y fué a mí vertiendo llanto cual un chaparrón tempestuoso. Estaba decidido a arriesgar su vida. Y gimiendo me pidió permiso de partir, para irse a ver si obtenía a la princesa de los países de Sinn y de Massin. Y aunque yo estaba en extremo asustado de aquella empresa loca, por más que procuré remediar semejante situación, la medicina del aviso no dió resultado en la vehemencia del mar del amor. Y dije entonces a mi hijo: "¡Oh luz de mis ojos! si, a trueque de morir de tristeza, no puedes por menos de ir a las comarcas de Sinn y de Massin, donde reina el rey Qamús, hijo de Tammuz, padre de la princesa Mohra, yo te acompañaré, llevándote a la cabeza de mis ejércitos. Y si el rey Qamus consiente de buen grado en concederme a su hija para ti, todo irá bien; pero de no ser así, ¡por Alah! que haré derrumbarse sobre su cabeza los escombros de su palacio y aventaré su reino. Y de tal suerte la joven se tornará en cautiva tuya y propiedad tuya". Pero parece que mi hijo mayor no encontró de su gusto este proyecto, y me contestó: "No es digno de nosotros, ¡oh padre nuestro! tomar por fuerza lo que no se conceda por persuasión. Es preciso, pues, que vaya yo mismo a dar la respuesta exigida y a contestar a la hija del rey."

"Entonces comprendí mejor que nunca que ninguna criatura puede borrar lo escrito por el Destino, ni siquiera un carácter de las palabras que en el libro de los destinos traza el escriba alado. Y viendo que la cosa estaba así decretada en la suerte de mi hijo, le concedí, no sin muchos suspiros, el permiso de partir. Y acto seguido se despidió él de mí y se fué en busca de su destino.

"Y llegó a las comarcas profundas donde reinaba el rey Qamús, y se presentó en el palacio donde residía la princesa Mohra, y no pudo contestar a la pregunta de que te he hablado, ¡oh extranjero! Y la princesa hizo que le cortaran la cabeza sin piedad, y la mandó clavar en el pináculo de su palacio. Y al tener noticia de ello, lloré todas mis lágrimas de desesperación. Y vestido con trajes de luto, permanecí enterrado con mi dolor durante cuarenta días. Y mis íntimos se cubrieron la cabeza con polvo. Y nos desgarramos la vestidura de la paciencia. Y los gritos de duelo hicieron retemblar todo el palacio con un ruido parecido al de la resurrección.

"Entonces mi segundo hijo produjo en mi corazón con su propia mano la segunda herida penosa, tragando, como su hermano, la bebida de la muerte. Porque, como el mayor, quiso intentar la empresa. Igual ocurrió después a mis otros cinco hijos, que de la propia manera pusiéronse por turno en marcha hacia el camino de la defunción, y perecieron mártires del sentimiento del amor.

"Y mordido incurablemente por el Destino negro, y abatido por un dolor sin esperanza, abandoné la realeza y mi país, y salí errante por el camino de la fatalidad. Y atravesé, como un sonámbulo, llanuras y desiertos. Y llegué, como ves, con la corona a la cabeza y los pies descalzos, al rincón en que estoy esperando la muerte sobre este trono". Cuando el príncipe Diamante oyó este relato del viejo rey. Quedó herido por la flecha del sentimiento torturador, y lanzó suspiros de amor que echaban chispas. Porque, como dice el poeta:


¡El amor se ha insinuado en mí sin que yo haya visto al objeto que lo infunde por el oído solamente!


¡E ignoro lo que ha pasado entre la amiga desconocida y mi corazón!


¡Y esto es lo referente al anciano rey de Babil, que estaba sentado sobre el trono en el oasis, y a su dolorosa historia!

En cuanto a los compañeros de cacería de Diamante, se inquietaron mucho por la desaparición del príncipe, y al cabo de cierto tiempo, a pesar de la orden que les había dado de no seguirle, se pusieron en busca suya, y acabaron por encontrarle cuando salía del oasis. Y llevaba él la cabeza inclinada tristemente sobre el pecho y el rostro atacado de palidez. Y le rodearon, cual las mariposas a la rosa, y le presentaron un caballo de repuesto, rápido en la carrera, un céfiro por la ligereza, pues marchaba más de prisa que la imaginación. Y Diamante confió su primer caballo a las gentes de su séquito, y montó en el que le presentaban, que tenía una silla dorada y unas bridas enriquecidas con perlas. Y llegaron todos sin contratiempo al palacio del rey Schams-Schah, padre de Diamante.

Y en lugar de encontrarse a su hijo con el rostro satisfecho y el corazón dilatado a consecuencia de aquel paseo y de aquella cacería, el rey le halló muy alterado de color y sumido en un océano de pena negra. Porque el amor le había penetrado hasta los huesos, le había tornado débil y sin energías, y al presente le consumía el corazón y el hígado...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 906ª noche

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Ella dijo:

Porque el amor le había penetrado hasta los huesos, le había tornado débil y sin energías, y al presente le consumía el corazón y el hígado. Y el rey, a fuerza de súplicas y de ruegos, acabó por decidir a su hijo a revelarle la causa de su doloroso estado. Y al descorrerse el velo de aquel camino oculto, el rey besó a su hijo y le estrechó contra su pecho y le dijo: "¡No te importe! refresca tus ojos y calma tu alma cara, pues voy a enviar embajadores míos al rey Qamús, hijo de Tammuz, que reina en las comarcas de Sinn y de Massin, con una carta de mi puño y letra, en que le pediré en matrimonio para ti a su hija Mohra. Y le mandaré, en camellos, fardos de trajes preciosos, joyas valiosas y presentes de todos los colores, dignos de reyes. Y si por desdicha para su vida, el padre de la princesa Mohra no accede a nuestra demanda y con ello se torna en motivo de humillación y de pena para nosotros, enviaré contra él ejércitos de devastación que harán hundirse en sangre su trono y arrojarán al viento su corona. ¡Y de tal suerte nos apoderaremos honorablemente de la bella Mohra la de maneras encantadoras! ".

Así habló, con su trono dorado, el rey Schams-Schah a su hijo Diamante ante los visires, los emires y los ulemas, que aprobaron con la cabeza las palabras reales.

Pero el príncipe Diamante contestó: "¡Oh asilo del mundo! eso no puede hacerse; antes bien, iré yo mismo y daré la respuesta exigida. Y sólo por mis méritos me llevaré a la princesa milagrosa".

Y al oír esta respuesta de su hijo, el rey Schams-Schah empezó a lanzar gemidos dolorosos, y dijo: "¡Oh alma de tu padre! hasta ahora he conservado por ti la claridad de mis ojos y la vida de mi cuerpo, porque tú eres el único consuelo de mi viejo corazón de rey y el único sostén de mi frente. ¿Cómo, pues, puedes abandonarme para correr en pos de una muerte sin remedio?" Y continuó hablando en estos términos para enternecer su corazón. Pero fué en vano. Y para no verle morir de pena reconcentrada ante sus ojos, se vió obligado a dejarle en libertad de partir.

Y el príncipe Diamante montó en un caballo hermoso como un animal feérico, y emprendió el camino que conducía al reino de Qamús. Y su padre y su madre y todos los suyos se retorcieron las manos de desesperación, y quedaron sumidos en el pozo sin fondo de su desolación.

Y el príncipe Diamante recorrió etapa tras etapa, y gracias a la seguridad que le fué escrita, acabó por llegar a la capital profunda del reino de Qamús. Y se encontró frente a un palacio más alto que una montaña. Y en los pináculos de aquel palacio había colgadas millares de cabezas de príncipes y de reyes, unas con su corona y otras desnudas y melenudas. Y en la plaza del meidán se habían armado tiendas de tisú de oro y de raso chino; con cortinas de muselina dorada.

Y cuando hubo contemplado todo aquello, el príncipe Diamante observó que en la puerta principal del palacio estaba colgado un tambor enriquecido de pedrerías, así como el palillo correspondiente. Y sobre el tambor aparecía escrito en letras de oro: "Todo aquel, de sangre real, que desee ver a la princesa Mohra, debe hacer sonar este tambor por medio de este palillo". Y Diamante, sin vacilar, se apeó de su caballo, y fué resueltamente a la puerta consabida. Y tomó el palillo enriquecido de pedrerías, y tocó el tambor con tanta fuerza, que el sonido que sacó de él hizo retemblar toda la ciudad.

Y al punto se presentaron los criados del palacio y condujeron al príncipe a presencia del rey Qamús. Y a la vista de su hermosura, el rey quedó seducido hasta el alma y quiso salvarle de la muerte.

Y entonces le dijo: "¡Ay de tu juventud, oh hijo mío! ¿Por qué quieres perder la vida, como todos los que no pudieron responder a la pregunta de mi hija? Renuncia a esa empresa, ten compasión de ti mismo, y serás mi chambelán. Porque nadie, a no ser Alah el Omnisciente, desentraña los misterios ni puede explicar las ideas fantásticas de una joven".

Y como el príncipe Diamante persistiera en su propósito, el rey Qamús aún le dijo: "Escucha, ¡oh hijo mío! Me duele mucho ver exponerse a esa muerte sin gloria a tan hermoso joven de las comarcas orientales. Por eso te ruego que, antes de afrontar la prueba fatal, reflexiones durante tres días y vuelvas luego a pedir la audiencia que ha de separar tu graciosa cabeza del reino de tu cuerpo". Y le hizo seña de que se retirara.

Y el príncipe Diamante se vió obligado a salir del palacio aquel día. Y para pasar el tiempo, se dedicó a andar por zocos y tiendas, y observó que las gentes de aquel país de Sinn y de Massin estaban llenas de tacto y de inteligencia. Pero se sintió atraído invenciblemente por la morada donde vivía aquella cuya influencia le había atraído desde el fondo de su país como el imán atrae a la aguja. Y llegó ante el jardín del palacio, y pensó que, si conseguía introducirse en aquel jardín, podría atisbar a la princesa y satisfacer su alma con la vista. Pero no sabía cómo arreglarse para entrar sin que le detuviesen los guardias en las puertas, cuando advirtió un canal que iba a desaguarse en el jardín por debajo de la muralla. Y se dijo que bien podría él entrar en el jardín con el agua. Así es que, tirándose de pronto al canal, entró sin dificultad en el jardín. Y se sentó un instante, en un paraje retirado, para que se le secasen al sol las vestiduras.

Entonces se levantó y empezó a pasearse a pasos lentos por entre los macizos. Y admiraba aquel jardín verdeante, bañado por el agua de los arroyos, donde la tierra estaba adornada como un rico en día de fiesta; donde la rosa blanca sonreía a su hermana la rosa roja; donde el lenguaje de los ruiseñores, enamorados de sus amantes, las rosas, era conmovedor como una hermosa música puesta a versos tiernos; donde se manifestaban múltiples bellezas sobre los lechos de flores de los parterres; donde las gotas de rocío, sobre el púrpura de las rosas, eran como las lágrimas de una joven honesta que ha recibido una ligera afrenta; donde los pájaros, ebrios de alegría, cantaban en el vergel todos los cánticos de su gaznate, mientras que, entre las ramas de los cipreses erguidos a orillas del agua, arrullaban las tórtolas, que tienen el cuello adornado con el collar de la obediencia; donde todo era tan perfectamente hermoso, en fin, que los jardines de Irem, en comparación con aquél, sólo hubieran sido un matorral de abrojos.

Y paseándose de aquel modo, con lentitud y precaución, el príncipe Diamante se encontró de pronto, a la vuelta de una avenida, frente a un estanque de mármol blanco, al borde del cual estaba extendido un tapiz de seda. Y en aquel tapiz estaba sentada perezosamente, como una pantera en reposo, una joven tan bella, que a su resplandor brillaba todo el jardín. Y tan penetrante era el aroma de los bucles de sus cabellos, que iba hasta el cielo a perfumar de ámbar el cerebro de las huríes.

Y el príncipe Diamante, a la vista de aquella bienaventurada a quien no podía dejar de mirar, como el hidrópico no puede dejar de beber agua del Eufrates, comprendió que semejante belleza no podía adjudicarse más que a Mohra, aquella por quien millares de almas se sacrificaban como las mariposas en la llama.

Y he aquí que, mientras permanecía él en el éxtasis y la contemplación, una joven del séquito de Mohra se acercó al sitio donde estaba escondido, y se dispuso a llenar con agua del arroyo una copa de oro que llevaba en la mano. Y de improviso la joven lanzó un grito de horror y dejó caer en el agua su copa de oro. Y corriendo temblorosa y con la mano en el corazón, se volvió al lado de sus compañeras. Y éstas la condujeron al punto a presencia de su señora Mohra para que explicase el motivo de su atolondramiento y la caída de la copa en el agua.

Y la joven, que tenía el nombre de Rama de Coral, cuando pudo reprimir un poco los latidos de su corazón, dijo a la princesa: "¡Oh corona de mi cabeza! ¡oh mi señora! estando yo inclinada sobre el arroyo, vi reflejarse en él de repente el rostro tierno de un joven tan hermoso, que no supe si pertenecía a un hijo de los genn o de los hombres. Y en mi emoción, dejé caer de mi mano al agua la copa de oro...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 907ª noche

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Ella dijo:

"... reflejarse en él de repente el rostro tierno de un joven tan hermoso, que no supe si pertenecía a un hijo de los genn o de los hombres. Y en mi emoción, dejé caer de mi mano al agua la copa de oro".

Al oír estas palabras de Rama de Coral, la princesa Mohra ordenó que, para comprobar la cosa, fuese en seguida otra de sus mujeres a mirar en el agua. Y al punto corrió al arroyo una segunda joven, y al ver reflejarse el rostro encantador, volvió corriendo, con el corazón abrasado y gimiendo de amor, a decir a su señora: "¡Oh nuestra señora Mohra! ¡no estoy segura, pero creo que esa imagen que se refleja en el agua es de un ángel o de un hijo de los genn! ¡0 quizá sea que la propia luna ha bajado al arroyo!"

A estas palabras de su servidora, la princesa Mohra sintió chispear en su alma el tizón de la curiosidad; y en su corazón surgió el deseo de ver por sí misma. Y se irguió sobre sus pies encantadores, y orgullosa a la manera de los pavos reales, se dirigió al arroyo. Y vió la imagen de Diamante. Y se puso muy pálida, y se sintió presa del amor.

Y tambaleándose ya y sostenida por sus mujeres, hizo llamar a toda prisa a su nodriza y le dijo: "Ve ¡oh nodriza! y tráeme a ése cuyo rostro se refleja en el agua. ¡Porque si no lo haces, me muero!" Y la nodriza contestó con el oído y la obediencia, y se alejó, mirando a todos lados. Y al cabo de cierto tiempo fué a caer su mirada en el rincón donde estaba escondido el príncipe de cuerpo encantador, el joven de cara de sol, aquel de quien tenían envidia los astros. Y por su parte, al verse descubierto, el hermoso Diamante tuvo de pronto la idea de simular la locura para salvar su vida.

Así es que, cuando la nodriza, que acababa de coger al joven por la mano con todas las precauciones que se toman para tocar las alas de la mariposa, le hubo conducido ante su señora sin par, aquel joven de cara de sol, aquel príncipe de cuerpo encantador, se echó a reír como los insensatos, y empezó a decir: "¡Estoy hambriento y no tengo hambre!" Y a decir también: "¡La mosca se ha convertido en búfalo!" Y a decir también: "¡Una montaña de algodón se ha vuelto de arcilla por efecto del agua!" Y dijo igualmente, poniendo los ojos en blanco: "¡La cera se ha derretido bajo la acción de la nieve; el camello ha comido carbón; el ratón ha devorado al gato!" Y añadió: "¡Yo, y solamente yo, voy a comerme el mundo entero!" Y continuó soltando de tal suerte, sin perder aliento, una porción de palabras sin orden ni concierto y sin ton ni son, hasta que la princesa quedó convencida de su locura.

Entonces, cuando ella hubo admirado la hermosura de él detenidamente, se emocionó su corazón y se turbó su espíritu, y dijo, llena de pena, encarándose con sus servidoras: "¡Ay! ¡qué lástima!" Y tras de pronunciar estas palabras se agitó y se tambaleó como un pollo medio muerto. Porque por primera vez entraba en su seno el amor y producía los efectos habituales.

Al cabo de algún tiempo pudo arrancarse a la contemplación del joven, y dijo tristemente a sus mujeres: "Ya veis que este joven está loco, pues tiene el espíritu habitado por los genn. Y ya sabéis que los locos de Alah son santos muy grandes, y que es tan grave faltar al respeto a los santos como dudar de la misma existencia de Alah o del origen divino del Korán. Hay que dejarle, pues, aquí en toda libertad, a fin de que viva a su gusto y haga lo que quiera. Y no pretenda nadie contrariarle o negarle cualquier cosa que anhele o pida". Luego se encaró con el joven, a quien tomaba por un santón, y le dijo, besándole la mano con religioso respeto: "¡Oh santón venerado! haznos la merced de elegir por morada este jardín y el pabellón que ves en este jardín, donde tendrás cuanto te sea necesario". Y el joven santón, que era el propio Diamante con sus mismos ojos, contestó, abriendo mucho los párpados: "¡Necesario! ¡necesario! ¡necesario!" Y añadió: "¡Nada! ¡nada! ¡nada!"

Entonces le dejó la princesa, tras de inclinarse ante él por última vez, y se marchó edificada y desolada, seguida de sus acompañantas y de la vieja nodriza.

Y, en consecuencia, el joven santón vióse desde entonces rodeado de toda clase de miramientos y cuidados. Y el pabellón que se le cedió para vivienda fué ataviado por las más abnegadas entre las esclavas de Mohra, y desde por la mañana hasta por la noche lo llenaban bandejas cargadas de manjares de todas clases y confituras de todos los colores. Y la santidad del joven sirvió de general edificación al palacio. Y rivalizaban en ir a cuál más pronto a barrer el suelo hollado por él y a recoger los restos de su comida o las recortaduras de sus uñas o cualquier otra cosa semejante para guardarla como amuleto.

Un día entre los días, la joven que se llamaba Rama de Coral, y que era la favorita de la princesa Mohra, entró en el aposento del joven santón, que estaba solo, y se acercó a él, muy pálida y temblorosa de emoción, y abatió la cabeza ante sus plantas humildemente, y lanzando suspiros y gemidos le dijo: "¡Oh corona de mi cabeza! ¡oh dueño de las perfecciones! Alah el Altísimo, autor de la belleza que te distingue, hará más en favor tuyo por mediación mía, si accedes a ello. Mi corazón, que tiembla por ti, está entristecido y se derrite de amor como la cera, porque las flechas de tus miradas lo han atravesado y el dardo del amor lo ha penetrado. Dime, pues, por favor, quién eres y cómo has llegado a este jardín, con objeto de que, conociéndote mejor, pueda yo servirte más eficazmente". Pero Diamante, que temía algún ardid de la princesa Mohra, no se dejó conquistar por las frases suplicantes y las miradas apasionadas de la joven, y continuó expresándose como los que tienen realmente sometido el espíritu al poder de los genn. Y Rama de Coral, gemebunda y suspirante, continuó suplicando al joven y dando vueltas a su alrededor, cual la mariposa nocturna en torno de la llama. Y como él se abstenía siempre de responder concretamente, acabó ella por decirle: "¡Por Alah sobre ti y por el Profeta! ábreme los abanicos de tu corazón y aventa para acá tu secreto. Porque no cabe duda de que guardas un secreto. Y yo tengo un corazón que es un cofrecillo cuya llave se pierde cuando se cierra. ¡Date prisa, pues, en vista del amor por ti que hay ya en ese cofrecillo, a decirme con toda confianza lo que indudablemente tienes que decirme!"

Cuando el príncipe Diamante hubo oído estas palabras de la encantadora Rama de Coral, quedó convencido de que en sus palabras se hacía sentir el olor del amor, y por tanto, no había ningún inconveniente en explicar la situación a aquella encantadora joven. La miró, pues, un momento sin hablar, luego sonrió, y abriendo los abanicos de su corazón, le dijo: "¡Oh encantadora! si llegué hasta aquí después de haber sufrido mil penalidades y de exponerme a grandes peligros, fué únicamente con la esperanza de contestar a la pregunta de la princesa Mohra, que dice así: "¿Qué clase de relaciones hay entre Piña y Ciprés?" Por tanto, ¡oh compasiva! si sabes la verdadera respuesta que hay que dar a esta pregunta obscura, dímela, y la sensibilidad de mi corazón trabajará en favor tuyo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 908ª noche

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Ella dijo:

"... y la sensibilidad de mi corazón trabajará en favor tuyo". Y añadió: "¡No lo dudes!" Y Rama de Coral contestó: "¡Oh joven insigne! claro que no dudo de la sensibilidad del gamo de tu corazón; pero si quieres que te responda con respecto a la pregunta obscura, prométeme por la verdad de nuestra fe que me tomarás por esposa y en tu reino me pondrás a la cabeza de todas las damas del palacio de tu padre". Y el príncipe Diamante cogió la mano de la joven y la besó y la puso sobre su corazón, prometiéndole los desposorios y el rango que pedía.

Cuando la joven Rama de Coral tuvo esta promesa y esta seguridad del príncipe Diamante, se tambaleó de satisfacción y de contento, y le dijo: "¡Oh capital de mi vida! has de saber que debajo del lecho de marfil de la princesa Mohra está un negro sombrío. Y el tal negro ha venido a establecer allí su morada, ignorado por todos, excepto por la princesa, después de huir de su país, que es la ciudad de Wakak. Y precisamente ese negro calamitoso es quien ha incitado a nuestra princesa a formular pregunta tan obscura a los hijos de reyes. Por lo tanto, si quieres conocer la verdadera solución del problema es preciso que vayas a la ciudad de Wakak. Y de esta sola manera podrá descubrirse el secreto. ¡Y esto es cuanto sé acerca de la clase de relaciones que hay entre Piña y Ciprés! ¡Pero Alah es más sabio!"

Cuando el príncipe Diamante hubo oído estas palabras de boca de Rama de Coral, dijo para sí: "¡Oh corazón mío! conviene tener un poco de paciencia antes de que se haga para nosotros la claridad detrás de la cortina del misterio. Porque, por el pronto, ¡oh corazón mío! sin duda tendrás que experimentar en esta ciudad del negro, o sea en la ciudad de Wakak, muchas cosas enojosas que te pesarán". Luego se encaró con la joven, y le dijo: "¡Oh caritativa! en verdad que mientras no vaya a la ciudad de Wakak, que es la ciudad del negro, y no penetre el misterio de que se trata, me parecerá que me está prohibido el reposo. Pero si Alah me depara la seguridad y me hace obtener el resultado apetecido, cumpliré entonces tu deseo. Si no lo hago, consiento en no volver a levantar la cabeza hasta el día de la resurrección".

Y tras de hablar así, el príncipe Diamante se despidió de la suspirante, la gemebunda, la sollozante Rama de Coral, y con el corazón derretido, salió del jardín, sin ser visto, y se dirigió al khan en donde había dejado sus efectos de viaje, y montó en un caballo hermoso como un animal feérico, y salió al camino de Alah.

Pero como ignoraba hacia qué lado estaba situada la ciudad de Wakak, y el camino que había que tomar para llegar a ella, por dónde había de pasar para llegar a ella, empezó a girar la cabeza en busca de algún indicio que pudiera orientarle, cuando divisó a un derviche que iba en dirección suya, vestido con un traje verde y calzados los pies con babuchas de cuero amarillo limón, llevando un báculo en la mano, y semejante a Khizr el Guardián, de tan radiante como tenía el rostro y claro el espíritu ante las cosas. Y Diamante fué en busca de aquel derviche venerable, y le abordó con la zalema, apeándose del caballo. Y cuando le devolvió la zalema el derviche, le preguntó el príncipe: "¿Hacia qué lado ¡oh venerable! está situada la ciudad de Wakak, y a qué distancia se halla?" Y el derviche, tras de mirar atentamente al príncipe durante una hora de tiempo, le dijo: "¡Oh hijo de reyes! abstente de aventurarte en un camino sin salida y en una ruta espantosa. Renuncia a tan loco proyecto, y ocúpate en otra tarea, porque, aunque te pasaras toda la vida en busca de ese camino, no encontrarías ni vestigios de él. ¡Además, al querer ir a la ciudad de Wakak, entregas, al viento de la muerte, tu existencia y tu vida cara!" Pero el príncipe Diamante le dijo: "¡Oh respetable y venerado jeique! el asunto que me mueve es un asunto decisivo, y mi propósito es un propósito tan importante, que prefiero sacrificar mil vidas como la mía antes que renunciar a ello. Así, pues, si sabes algo referente a ese camino, sírveme de guía como Khizr el Guardián".

Cuando el derviche vió que Diamante en manera alguna desistía de su idea, no obstante los útiles consejos de todas clases que seguía dándole, le dijo: "¡Oh joven bendito! sabe que la ciudad de Wakak está situada en el centro de la montaña Kaf, allí donde los genn, los mareds y los efrits habitan por dentro y fuera. Y para llegar allá hay tres caminos: el de la derecha, el de la izquierda y el del medio; pero es preciso ir por el camino de la derecha, y no por el de la izquierda, como tampoco debe intentarse tomar el de en medio. Además, cuando hayas viajado un día y una noche, y aparezca la verdadera aurora, verás un minarete en el cual se encuentra una losa de mármol con una inscripción en caracteres kúficos. Hay que leer esa inscripción precisamente. ¡Y tendrás que ajustar tu conducta a esa lectura!"

Y el príncipe Diamante dió gracias al anciano y le besó la mano. Luego volvió a montar en su caballo y emprendió el camino de la derecha, que debía conducirle a la ciudad de Wakak.

Y anduvo por aquel camino un día y una noche, y llegó al pie del minarete que le indicó el derviche. Y vió que el minarete era tan grande como el firmamento cerúleo. Y estaba empotrada en él una losa de mármol grabada con caracteres kúficos. Y decían así los tales caracteres: "Los tres caminos que tienes ante ti ¡oh caminante! Conducen todos al país de Wakak. Si tomas el de la izquierda, experimentarás gran número de vejaciones. Si tomas el de la derecha, te arrepentirás. Si tomas el de en medio, te ocurrirá algo espantoso".

Cuando hubo descifrado esta inscripción y comprendido todo su alcance, el príncipe Diamante cogió un puñado de tierra, y echándola por la abertura de su traje, dijo: "¡Que yo me vea reducido a polvo, pero que llegue a la meta!" Y se acomodó de nuevo en la silla, y sin vacilar, tomó por el más peligroso de los tres caminos, el de en medio. Y anduvo por él resueltamente un día y una noche. Y a la mañana, se ofreció a su vista un ancho espacio que estaba cubierto de árboles con ramas que llegaban hasta el cielo. Y los árboles estaban dispuestos en hilera para servir de límite y abrigo contra el viento salvaje a un jardín verdeante. Y la puerta de aquel jardín aparecía cerrada por un bloque de granito. Y para guardar aquella puerta y aquel jardín había un negro cuyo rostro daba un tinte sombrío a todo el jardín y a quien robaba sus tinieblas la noche sin luna. Y aquel producto de brea era gigantesco. Su labio superior se alzaba muy por encima de sus narices, que tenían forma de berenjena, y el labio de abajo le caía hasta el cuello. Llevaba al pecho una muela de molino que le servía de escudo; y una espada de hierro chino iba sujeta a su cinturón, que lo constituía una cadena de hierro tan gorda, que por cada uno de sus anillos hubiera podido pasar con toda facilidad un elefante de guerra.

Y en aquel momento, el tal negro estaba echado cuán largo era sobre pieles de animales, y de su ancha boca abierta salían ronquidos hijos del trueno.

Y el príncipe Diamante echó pie a tierra sin conmoverse, ató la brida de su caballo a la cabecera del negro, y retirando la puerta de granito, entró en el jardín.

Y el aire de aquel jardín era tan excelente, que las ramas de los árboles se balanceaban como personas ebrias. Y debajo de los árboles pacían gamos grandes que llevaban sujetos a sus cuernos adornos de oro guarnecidos de pedrerías, cubriéndoles los lomos un ropaje bordado y llevando atados al cuello pañuelos de brocado. Y todos aquellos gamos, con sus patas delanteras y sus patas traseras, con sus ojos y sus cejas, se pusieron a hacer señas expresivas a Diamante para que no entrase. Pero Diamante, sin tener en cuenta sus advertencias, y antes bien, pensando que aquellos gamos sólo agitaban así sus ojos, sus cejas y sus extremidades para manifestarle el gusto que tenían en recibirle, empezó a circular tranquilamente por las avenidas de aquel jardín.

Y paseándose de tal modo, acabó por llegar a un palacio al que no habría igualado el del Kessra o el de Kaissar. Y la puerta de aquel palacio estaba entreabierta como el ojo del amante. Y por la abertura de aquella puerta se mostraba una cabeza encantadora de jovenzuela, que era feérica y que habría hecho retorcerse de envidia a la luna nueva. Y aquella cabecita, cuyos ojos avergonzarían a los del narciso, miraba a un lado y a otro, sonriendo.

Pero, en cuanto advirtió a Diamante, quedó estupefacta a la vez que rendida a su hermosura. Y permaneció algunos instantes en aquel estado; luego le devolvió la zalema, y le dijo: "¿Quién eres, ¡oh joven lleno de audacia! que te permites penetrar en este jardín donde ni los pájaros se atreven a agitar sus alas?"

Así habló a Diamante la joven, que se llamaba Latifa y era bella hasta constituir el alboroto del tiempo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 909ª noche

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Ella dijo:

... Así habló a Diamante la joven, que se llamaba Latifa y era bella hasta constituir el alboroto del tiempo. Y Diamante se inclinó hasta besar la tierra entre sus manos, y tras de incorporarse luego, contestó: "¡Oh retoño del jardín de la perfección! ¡oh mi señora! ¡soy Fulano, hijo de Mengano, y he venido aquí para tal y cual cosa!" Y le contó su historia desde el principio hasta el fin, sin omitir un detalle. Pero no hay utilidad de repetirla.

Y Latifa, cuando oyó su historia, le cogió de la mano y le hizo sentarse al lado de ella en la alfombra tendida bajo la parra trepadora de la entrada. Luego, empleando palabras dulces, le dijo: "¡Oh ciprés ambulante del jardín de la belleza! ¡lástima de juventud la tuya!" Después dijo: "¡Qué malhadada idea tuviste! ¡qué proyecto tan difícil de ejecutar meditaste! ¡cuántos peligros corres!" Y aun dijo: "Hay que renunciar a eso, si en algo estimas tu alma cara. Y quédate aquí conmigo; a fin de que tu mano bendita acaricie el cuello de mi deseo. Porque la unión con una hermosa que tiene cara de hada, como yo, es más deseable que la busca de lo desconocido". Pero Diamante contestó: "Mientras no vaya a la ciudad de Wakak y no resuelva el problema que me trae, a saber: "¿Qué clase de relaciones hay entre Piña y Ciprés?", me están prohibidos los placeres y la dicha. Pero cuando haya ejecutado mi proyecto, ¡oh encantadora! pondré el collar de la unión al cuello de tu deseo, casándome contigo". Y Latifa suspiró, diciendo: "¡Oh corazón abandonado! Luego hizo seña de que se acercaran a unas escanciadoras con mejillas de rosa. E hizo llegar a unas jóvenes cuya contemplación asombraba al sol y a la luna, y cuyos cabellos ondulados hacían experimentar una torsión involuntaria a los corazones de los amantes. Y circularon las copas de bienvenida para festejar al huésped encantador con música y cánticos. Y las delicias de las mujeres, unidas a las de la armonía, seducían y arrebataban los corazones, fuesen abiertos o cerrados.

Pero, cuando se vaciaron las copas, el príncipe Diamante se irguió sobre ambos pies para despedirse de la jovenzuela. Y le dijo, después de formularle sus votos y darle las gracias: "¡Oh princesa el mundo! tengo que despedirme de ti ahora; porque ya sabes que el camino que he de recorrer es largo, y si permaneciese un momento más, el fuego de tu amor prendería llamas en las mieses de mi alma. Pero si Alah quiere; cuando logre mi propósito volveré a cortar aquí las rosas del deseo y a apagar la sed de mi sediento corazón".

Cuando la jovenzuela vió que el príncipe Diamante, por quien se abrasaba, persistía en su resolución de abandonarla, se irguió también sobre ambos pies, y cogió un báculo en forma de serpiente, sobre el cual murmuró algunas palabras en una lengua incomprensible. Y de improviso lo enarboló y con él golpeó en el hombro al príncipe de modo tan violento, que le hizo girar sobre sí mismo por tres veces y caer a tierra para perder al punto su figura humana. Y se convirtió en un gamo entre los gamos.

Y en seguida Latifa hizo que le pusiesen en los cuernos adornos semejantes a los que llevaban los otros gamos, y le ató al pescuezo un pañuelo de seda bordada, y le soltó por el jardín, gritándole: "¡Vete con tus semejantes, ya que no has querido a una hermosa con cara de hada!" Y Diamante el gamo echó a andar con sus cuatro patas, animal por la forma, pero semejante a los hijos de Adán en cualidades interiores y en las sensaciones.

Y caminando así con sus cuatro patas por las avenidas donde erraban los demás animales metamorfoseados, Diamante el gamo se dedicó a reflexionar profundamente acerca de su nueva situación y del modo de recobrar su libertad y evadirse de las manos de aquella hechicera. Y vagando de tal suerte, llegó a un rincón del jardín en que la tapia era mucho más baja que en ningún sitio. Y tras de elevar su alma hacia el dueño de los destinos, tomó impulso y franqueó la tapia de un salto. Pero no tardó en advertir que seguía encontrándose en el mismo jardín, exactamente igual que si no hubiese franqueado la tapia; y entonces se convenció de que continuaban los efectos del encanto. Por otra parte, saltó la tapia de la propia manera siete veces seguida; pero sin mejor resultado, pues siempre se encontraba en el mismo sitio. Entonces llegó a los límites extremos su perplejidad, y el sudor de la impaciencia transpiró en sus cascos. Y dedicóse a ir y venir a lo largo de la tapia, como haría un león encerrado, hasta que se encontró frente a una abertura en forma de ventana abierta en la tapia y que había permanecido invisible a sus miradas. Y se deslizó por aquella abertura, y tras de mil trabajos se encontró fuera del recinto del jardín aquella vez.

Y fué a parar a un segundo jardín que perfumaba el cerebro con su buen olor. Y se le apareció un palacio al final de las avenidas de aquel jardín. Y en una ventana de aquel palacio vió una joven y encantadora cara con tiernos colores de tulipán, cuyas pupilas habrían dado envidia a la gacela de China. Sus cabellos, color de ámbar, habían retenido todos los rayos del sol, y su tez era de jazmín persa. Y la joven mantenía erguida la cabeza, y sonreía en dirección a Diamante.

Cuando Diamante el gamo estuvo muy próximo a su ventana, ella se levantó a toda prisa y bajó al jardín. Y arrancó algunos puñados de hierba, y como para atraerle e impedirle que huyera al acercársele, le tendió la hierba desde lejos muy cariñosamente, chasqueando la lengua. Y Diamante el gamo, que no esperaba otra cosa que ver cómo salía de aquel segundo paso, se acercó a la joven, acudiendo como los animales hambrientos. Y al punto la joven, que se llamaba Gamila, y que era hermana de padre de Latifa, pero no de la misma madre, cogió el cordón de seda que llevaba al cuello el príncipe gamo y lo utilizó de ronzal para conducirle al interior del palacio. Y se apresuró a ofrecerle frutas y refrescos exquisitos. Y bebió él hasta que estuvo harto.

Y hecho lo cual, inclinó la cabeza y la apoyó en el hombro de la joven, y se echó a llorar. Y Gamila, muy conmovida al ver que de tal suerte fluían lágrimas de los ojos de aquel gamo, le acarició delicadamente con su dulce mano. Y al sentir que le compadecía, el gamo humilló su cabeza a los pies de la joven, y lloró aún más. Y ella dijo: "¡Oh gamo mío querido! ¿por qué lloras? ¡te quiero más que a mí misma!" Pero él redobló en su llanto y lagrimeo, y restregó su cabeza contra los pies de la dulce y compasiva Gamila, que a la sazón comprendió, sin género de duda, que le suplicaba le devolviese su figura humana.

Entonces, aunque tenía mucho miedo a su hermana mayor, la maga Latifa, se levantó ella y cogió de un agujero del muro una cajita enriquecida con pedrerías. Y acto seguido hizo las abluciones rituales, se puso siete trajes de lino recién planchados y tomó de la cajita un poco del electuario que contenía...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 910ª noche

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Ella dijo:

... Y acto seguido hizo las abluciones rituales, se puso siete trajes de lino recién planchados y tomó de la cajita un poco del electuario que contenía. Y dió de comer al gamo aquel electuario. Y en el mismo momento le tiró con fuerza del cordón mágico que le rodeaba el cuello. Y al punto el gamo dió una sacudida, y abandonando su forma de animal, recobró su apariencia de hijo de Adán.

Luego fué a besar la tierra entre las manos de la joven Gamila, y en acción de gracias, le dijo: "He aquí ¡oh princesa! que me has salvado de las garras de la desdicha y me has devuelto mi vida de ser humano. ¿Cómo podría, pues, mi lengua darte gracias con arreglo a tus méritos, cuando todos los pelos de mi cuerpo celebran con alabanzas tu benevolencia y tu generosidad, ¡oh bienhechora!?" Pero Gamila se apresuró a ayudarle a incorporarse, y después de ponerle vestiduras reales, le dijo: "¡Oh joven príncipe cuya blancura se manifiesta a través de tus vestidos y cuya belleza ilumina nuestra morada y este jardín! ¿quién eres y cuál es tu nombre? ¿Qué motivo nos hace el honor de tu venida y cómo has sido preso en las redes de mi hermana Latifa?"

Entonces el príncipe Diamante contó a su libertadora toda su historia. Y cuando hubo acabado de hablar él, le dijo ella: "¡Oh Diamante! renuncia, por favor, a la idea peligrosa y sin fruto que te asalta. y no expongas a los poderes desconocidos tu juventud encantadora y tu vida que tan preciosa es. Porque está fuera de toda sabiduría el exponerse a perecer sin motivo. Mejor será que te quedes aquí y llenes la copa de tu vida, con el vino de la voluptuosidad. ¡Porque aquí me tienes dispuesta a servirte conforme a tu deseo, y a poner tu bienestar por encima del mío, obedeciéndote como un niño a la voz de su madre!" Y Diamante contestó: "¡Oh princesa! el agradecimiento que hacia ti siento pesa tanto sobre las alas de mi alma, que sin tardanza debería hacer con mi piel sandalias y calzarlas en tus pequeños pies. Porque me has revestido con la vestidura de la forma humana, sacándome de mi piel de gamo y librándome de los artificios de la hechicería de tu hermana. Pero, hoy por hoy, si tu generosidad quiere llegar hasta mí, te suplico que me concedas sin tardanza licencia por algunos días, a fin de que consiga yo realizar mi deseo. Y cuando, merced a la seguridad que espero de Alah el Altísimo, regrese de la ciudad de Wakak, únicamente me ocuparé de darte gusto y de volver a ver tus pies mágicos. Y con ello no haré más que cumplir los deberes de un corazón que sabe el agradecimiento".

Cuando la joven vió que Diamante, a pesar de que ella seguía insistiendo para ablandarle, no accedía a lo que le proponía ella, y permanecía apegado a su idea desesperante, no pudo por menos de permitirle partir. Así es que, lanzando quejas, suspiros y gemidos, le dijo: "¡Oh ojos míos! ¡ya que nadie puede rehuir el destino que lleva atado al cuello, y puesto que tu destino es abandonarme a raíz de nuestro encuentro, quiero darte, para ayudarte en tu empresa, asegurar tu regreso y resguardar tu alma cara, tres cosas que me tocaron en herencia!" Y cogió un cajón que había en otro agujero del muro, lo abrió y sacó de él un arco de oro con sus flechas, una espada de acero chino y un puñal con el puño de jade, y se los entregó a Diamante, diciéndole: "Este arco y sus flechas han pertenecido al profeta Saleh (¡con él la plegaria y la paz!). Esta espada que es conocida bajo el nombre de Escorpión de Soleimán, es tan excelente que si se golpeara con ella una montaña la partiría como jabón. Y por último, este puñal, fabricado en otro tiempo por el sabio Tammuz, es inapreciable para quien lo posee, porque preserva de todo ataque la virtud oculta en su hoja". Luego añadió: "Sin embargo, ¡oh Diamante! no podrás llegar a la ciudad de Wakak, que está separada de nosotros por siete océanos, como no te ayude mi tío Al-Simurg. Por eso acerco mis labios a tu oído para que escuches bien las instrucciones que van a salir de ellos en tu honor". Y se calló un momento, y dijo: "Has de saber, en efecto, ¡oh amigo Diamante! que a una jornada de marcha de aquí hay una fuente; y muy cerca de esa fuente se encuentra el palacio de un rey negro llamado Tak-Tak. Y este palacio de Tak-Tak está guardado por cuarenta etíopes sanguinarios, cada uno de los cuales manda un ejército de cinco mil negros feroces. Pero el tal rey Tak-Tak, será benévolo contigo a causa de los objetos de que te hago entrega; e incluso se portará contigo muy amistosamente, aunque de ordinario acostumbra a mandar asar a los transeúntes del camino y a comérselos sin pan ni condimentos. Y permanecerás dos días en su compañía. Tras de lo cual hará que te acompañen al palacio de mi tío Al-Simurg, gracias al cual acaso puedas llegar a la ciudad de Wakak y resolver el problema de la clase de relaciones que hay entre Piña y Ciprés". Y como conclusión, dijo: "¡Sobre todo, oh Diamante, guárdate bien de desviarte ni en un pelo siquiera de lo que te digo!" Luego le besó, llorando, y le dijo: "Y ahora que a causa de tu ausencia mi vida se convierte en desdicha para mi corazón, hasta tu regreso no sonreiré más, no hablaré más y abriré sin cesar a mi espíritu la puerta de la tristeza. De mi corazón se elevarán suspiros constantemente, y ya no tendré noticias de mi cuerpo. Porque, sin fuerza y sin sostén interior, mi cuerpo no será en lo sucesivo más que el espejo de mi alma". Luego se puso a recitar estas estrofas:


¡No rechaces mi corazón lejos de esos ojos de quienes está enamorado el narciso!


¡Oh abstemio! ¡no se deben desoír las quejas de los beodos, sino conducirlos de nuevo a la taberna!


¡Mi corazón no podrá librarse del ejército de tu bozo; y como una rosa rota, la abertura de mi traje no podrá zurcirse!


¡Oh tiránica belleza! ¡oh hermoso, moreno y encantador! ¡mi corazón yace a tus pies de jazmín!

¡Mi corazón de muchacha sencilla, en la tierna edad de la adolescencia, yace a los pies del raptor de corazones!


Después la joven dijo adiós a Diamante, invocando sobre él las bendiciones y deseándole la seguridad. Y se apresuró a entrar de nuevo en el palacio para ocultar las lágrimas que le cubrían el rostro.

En cuanto a Diamante, se marchó, montado en su caballo hermoso como un hijo de los genn, y prosiguió su camino, etapa tras de etapa, preguntando por la ciudad de Wakak.

Y cabalgando de este modo acabó por llegar sin contratiempo a una fuente. Aquella era precisamente la fuente de que le había hablado la joven. Y allí era donde se alzaba el castillo fortificado del rey de los negros, el terrible Tak-Tak. Y Diamante vió que, en efecto, las cercanías del castillo estaban guardadas por etíopes de diez codos de altos, con caras espantosas...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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