Pero cuando llegó la 817ª noche

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Ella dijo:

... Sin pronunciar una palabra aquella vez, puso el dedo en un tapete de terciopelo del que pendían joyas inestimables, y se limitó a acentuar su sonrisa. Y al instante ¡oh Emir de los Creyentes! aparté el tapete de terciopelo, lo doblé con todo lo que contenía, y se lo entregué a la hechicera, que lo cogió y se marchó sin más ni más.

Pero al verla desaparecer aquella vez, no pude determinarme a seguir inmóvil, y sobreponiéndome a mi timidez, que me hacía temer una afrenta semejante a la que había sufrido mi contable, me levanté y seguí sus huellas. Y caminando de tal suerte tras ella, llegué a orillas del Tigris, donde la vi embarcarse en un barquito que, con remos rápidos, ganó el palacio de mármol del Emir de los Creyentes Al-Motawakkil, abuelo tuyo, ¡oh mi señor! Y al ver aquello, llegué al límite de la inquietud y pensé para mi ánima: "¡Hete aquí ahora, ya Abu'l Hassán, metido en aventuras y llevado en el molino de la complicación!"

Y a pesar mío, medité en esta frase del poeta:


¡Ten cuidado y examina bien el brazo blanco y dulce de la bienamada, el cual te parece más blando, para apoyar en él tu frente, que el plumón de los cisnes!


Y permanecí pensativo mucho rato, mirando sin verla el agua del río, y toda mi vida, pasada sin tropiezos y tan dulcemente monótona, desfiló ante mis ojos, siguiendo la corriente de aquella agua, en barcas sucesivas y semejantes todas. Y de pronto reapareció ante mis ojos la barca colgada de púrpura que la joven hubo de utilizar y que entonces estaba amarrada al pie de la escalera de mármol y sin remeros. Y exclamé: "¡Por Alah! ¿no te da vergüenza de tu vida somnolienta, ya Abu'l Hassán? ¿Y cómo te atreves a vacilar entre esa pobre vida y la vida ardiente que llevan los que no temen la complicación? Por lo visto, no conoces esta otra frase del poeta:


¡Levántate, amigo, y sacude tu modorra! ¡La rosa de la dicha no florece en el sueño! ¡No dejes pasar sin quemarlos los instantes de esta vida! ¡Siglos tendrás para dormir!


Y reconfortado con estos versos y con el recuerdo de la emocionante joven, entonces, que ya sabía donde habitaba, resolví no perdonar nada para llegar hasta ella. Y alimentando este proyecto, fui a casa y entré en el aposento de mi madre, que me quería con toda su ternura, y sin ocultarle nada le conté lo que acaecía en mi vida. Y mi madre, asustada, me estrechó contra su corazón y me dijo: "¡Alah te resguarde ¡oh hijo mío! y preserve tu alma de la complicación! ¡Ah! hijo mío Abu'l Hassán, único lazo que me une a la vida, ¿en dónde vas a comprometer tu reposo y el mío? Si esa joven habita en el palacio del Emir de los Creyentes, ¿cómo te obstinas en querer encontrártela de nuevo? ¿No ves el abismo a que corres al atreverte a dirigirte, aunque no sea más que con el pensamiento, a la morada de nuestro señor el califa? ¡Oh hijo mío! ¡por los nueve meses durante los cuales incubé tu vida, te suplico que abandones el proyecto de volver a ver a esa desconocida y no dejes que en tu corazón se imprima una pasión funesta!" Y contesté, procurando tranquilizarla: "¡Oh madre mía! apacigua tu alma cara y refresca tus ojos. No sucederá nada que no debe suceder. Y lo que está escrito ha de ocurrir. ¡Y Alah es el más grande!"

Y al día siguiente, que había ido yo a mi tienda del zoco de los joyeros recibí la visita del representante mío que estaba al frente de los negocios de mi tienda del zoco de los drogueros. Y era un hombre de edad, en quien mi difunto padre tenía una confianza ilimitada y a quien consultaba todos los asuntos difíciles o complicados. Y después de las zalemas y deseos de rigor, me dijo: "¡Ya sidi! ¿a qué obedece esa mudanza que veo en tu fisonomía y esa palidez y ese aire preocupado? ¡Alah nos preserve de malos negocios y de clientes de mala fe! ¡Pero sea cual sea la desgracia que haya podido sobrevenirte, no es irremediable, puesto que estás con buena salud!" Y le dije: "No, por Alah ¡oh venerable tío! que no tengo malos negocios ni soy víctima de la mala fe de otro. Pero mi vida ha cambiado por completo de rumbo. Y ha entrado en mí la complicación al pasar una jovenzuela de catorce años".

Y le conté lo que me había sucedido, sin olvidar un detalle. Y le describí, como si se encontrase allí ella, a la arrebatadora de mi corazón.

Y tras de haber reflexionado un momento, me dijo el venerable jeique: "Ciertamente, el asunto es complicado. Pero no está por encima de la experiencia de tu viejo esclavo, ¡oh mi señor! En efecto, entre mis conocimientos tengo a un hombre que se aloja en el propio palacio del califa Al-Motawakkil, pues se trata del sastre de los funcionarios y de los eunucos. Por tanto, voy a presentarte a él; y le encargarás algún trabajo, remunerándoselo espléndidamente. ¡Y te será él de gran utilidad entonces!" Y sin tardanza me condujo al palacio y entró conmigo a ver al sastre, que nos recibió con afabilidad. Y para inaugurar mis pedidos de ropa, le enseñé uno de mis bolsillos, que en el camino había tenido cuidado de descoser, y le rogué que me lo recosiera con urgencia. Y el sastre lo hizo de buen grado. Y para remunerar su trabajo, le deslicé en la mano diez dinares de oro, excusándome por lo poco que era y prometiéndole indemnizarle espléndidamente al segundo pedido. Y el sastre no supo qué pensar de mi manera de conducirme; pero mirándome con estupefacción, me dijo: "¡Oh mi señor! vistes como un mercader y estás lejos de tener sus modales. Por lo general, un mercader repara en gastos y no saca un dracma sin estar seguro de ganar diez. ¡Y tú, por una labor insignificante, me das el precio de un traje de emir!"

Luego añadió: "¡Sólo los enamorados son tan magníficos! ¡Por Alah sobre ti!, ¡oh mi señor! ¿acaso estás enamorado?" Yo contesté, bajando los ojos: "¿Cómo no estarlo después de haber visto lo que he visto?" El me preguntó: "¿Y quién es el objeto de tus tormentos? ¿Es un cervatillo o una gacela?" Yo contesté: "¡Una gacela!" El me dijo: "Está bien. ¡Aquí me tienes dispuesto, ¡oh mi señor! a servirte de guía, si su morada es este palacio, ya que se trata de una gacela, y aquí se encuentran las más hermosas variedades de esa especie!" Yo dije: "¡Sí, aquí es donde habita!" El dijo: "¿Y cuál es su nombre?" Yo dije: "¡Sólo Alah le conoce, y tú mismo quizá!" El dijo: "Descríbemela entonces". Y se la describí lo mejor que pude, y exclamó él: "¡Por Alah, que es nuestra señora Sarta-de-Perlas, la tañedora de laúd del Emir de los Creyentes Al-Motawakkil Ala'llah! Y añadió: "He aquí precisamente a su pequeño eunuco, que se dirige hacia nosotros. ¡No dejes escapar la ocasión de sobornarle ¡oh mi señor! para que te sirva de introductor ante su señora Sarta-de-Perlas!"

Y, efectivamente, ¡oh Emir de los Creyentes! vi entrar en el taller del sastre a un esclavito blanco, tan hermoso como la luna del mes de Ramadán. Y después de saludarnos con amabilidad, dijo al sastre, indicándole una pequeña túnica de brocato: "¿Cuánto cuesta esta túnica de brocato, ¡oh jeique Alí!? ¡Precisamente tengo necesidad de ella para acompañar a mi ama Sarta-de-Perlas!" Y al punto descolgué yo la túnica del sitio en que estaba, y se la entregué, diciendo: "¡Está pagada, y te pertenece!"

El niño me miró sonriendo de soslayo, igual que su ama, y me dijo cogiéndome de la mano y llevándome aparte: "Sin duda alguna eres Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani". Y en el límite del asombro, al ver yo tanta sagacidad en un niño y al oír que me llamaba por mi nombre, le puse en el dedo un anillo de precio, que hube de quitarme, y contesté: "Verdad dices, ¡oh encantador jovenzuelo! Pero ¿quién te ha revelado mi nombre?" El dijo: "Por Alah, ¿cómo no he de saberlo, cuando mi ama lo pronuncia tantas veces al día delante de mí todo el tiempo que lleva enamorada de Abu'l Hassán Alí el magnífico señor? ¡Por los méritos del Profeta (¡con El las gracias y las bendiciones!), que si estás tan enamorado de mi ama como ella lo está de ti, me encontrarás dispuesto a secundarte para llegar hasta ella!"

Entonces ¡oh Emir de los Creyentes! juré al niño, con los juramentos más sagrados, que estaba perdidamente enamorado de su señora, y que sin duda moriría como no la viera en seguida...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 818ª noche

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Ella dijo:

... Entonces ¡oh Emir de los Creyentes! juré al niño, con los juramentos más sagrados, que estaba perdidamente enamorado de su señora, y que sin duda moriría como no la viera en seguida. Y el niño eunuco me dijo: "Ya que así es, ¡oh mi señor Abu'l Hassán! te pertenezco en absoluto. ¡Y no quiero tardar más en ayudarte a tener una entrevista con mi señora!" Y me dejó, diciéndome: "¡Vuelvo al instante!"

Y en efecto, no tardó en volver a casa del sastre en busca mía. Y llevaba un paquete, que desenvolvió; e hizo salir de él una túnica de lino bordada de oro fino y un manto, que era uno de los mantos del propio califa, como pude observar por las señales que lo distinguían y por el nombre inscrito en la trama con letras de oro, y que era el nombre de Al-Motawakkil Ala'llah. Y me dijo el pequeño eunuco: "Te traigo ¡oh mi señor Abu'l Hassán, la ropa con que se viste el califa cuando va por la noche al harén!" Y me obligó a ponérmela, y me dijo: "Una vez que hayas llegado a la larga galería interior, en que están los aposentos reservados de las favoritas, tendrás mucho cuidado, al pasar, de ir cogiendo granos de almizcle del pomo que aquí ves, y de ir dejando uno a la puerta de cada aposento, pues el califa acostumbra a hacer eso todas las noches cuando atraviesa la galería del harén. ¡Y una vez que hayas llegado a la puerta que tiene el umbral de mármol azul, la abrirás sin llamar, y te encontrarás en los brazos de mi señora!" Luego añadió: "¡Respecto a tu salida de allí después de la entrevista, Alah proveerá!"

Tras de darme estas instrucciones, me dejó, deseándome buena suerte, y desapareció.

Entonces yo, ¡oh mi señor! aunque no estaba acostumbrado a aquella clase de aventuras y se trataba de mi entrada en la complicación, no vacilé en vestirme con la ropa del califa, y como si toda mi vida hubiese habitado en el palacio y hubiese nacido allí, me puse en marcha resueltamente, atravesando patios y columnatas, y llegué a la galería de los aposentos reservados para el harén. Y al punto saqué de mi bolsillo el pomo que contenía los granos de almizcle, y conforme a las instrucciones del eunuco, al llegar a la puerta de cada favorita no dejé de echar un grano de almizcle en el platillo de porcelana que estaba allí a ese efecto. Y de tal suerte llegué a la puerta que tenía el umbral de mármol azul. Y ya me disponía a empujarla para penetrar por fin en el aposento de la tan deseada, felicitándome de que hasta entonces no me hubiera reconocido nadie, cuando de pronto oí un rumor muy pronunciado, y en el mismo momento me sorprendió la claridad de gran número de antorchas. Y he aquí que llegaba el califa Al-Motawakkil en persona, rodeado de la muchedumbre de sus cortesanos y de su séquito habitual. Y sólo tuve tiempo para volver sobre mis pasos, sintiendo que el corazón se me sobresaltaba de emoción. Y mientras huía por la galería, oía las voces de las favoritas, que desde dentro lanzaban exclamaciones, diciendo: "¡Por Alah, qué cosa tan asombrosa! He aquí que el Emir de los Creyentes pasa hoy por la galería por segunda vez. El fué sin duda quien pasó hace un momento, echando en la salvilla de cada cual el grano de almizcle acostumbrado. ¡Y además le hemos reconocido por el perfume de su ropa!"

Y continué huyendo desatentadamente; pero hube de pararme, no pudiendo avanzar más por la galería sin peligro de descubrirme. Y oía siempre el rumor de la escolta, y veía acercarse las antorchas. Entonces, sin querer ser sorprendido en aquella situación y con aquel disfraz, empujé la primera puerta que se ofreció a mi mano, y me precipité dentro, olvidando que iba disfrazado de califa y todo lo consiguiente. Y me hallé en presencia de una joven de rasgados ojos asustados, que, levantándose sobresaltada de la alfombra en que estaba tendida, lanzó un grito estridente de terror y de confusión, y con rápido ademán se levantó la orla de su traje de muselina y se cubrió con ella el rostro y los cabellos.

Y ante ella me quedé muy embobado, muy perplejo y deseando con el alma, para escapar a aquella situación, que se abriese la tierra a mis pies y me tragase. ¡Ah! en verdad que lo deseaba ardientemente, y además maldecía la confianza inmoderada que tuve en aquel eunuco de perdición, quien, a no dudar, iba a ser la causa de mi muerte por ahogo o por empalamiento. Y conteniendo la respiración, esperaba ver salir de labios de aquella joven espantada los gritos de alarma que harían de mí un motivo de lástima y un ejemplo del castigo reservado a los aficionados a las complicaciones.

Y he aquí que tras la orla de muselina se movieron los labios jóvenes, y la voz que salía de allí era encantadora, y me decía: "¡Bienvenido seas a mi aposento, ¡oh Abu'l Hassán! ya que eres el que ama a mi hermana Sarta-de-Perlas y es amado por ella!" Y al oír estas palabras inesperadas, ¡oh mi señor! me eché de bruces en tierra entre las manos de la joven, y le besé el borde de sus vestiduras y me cubrí la cabeza con su velo protector. Y me dijo ella: "¡Bienvenida y larga vida a los hombres generosos, ya Abu'l Hassán! ¡Con tus procedimientos has superado a mi hermana Sarta-de-Perlas! ¡Y cuán ventajosamente saliste de las pruebas a que hubo de someterte ella! De modo que no cesa de hablarme de ti y de la pasión que has sabido inspirarle. Puedes, pues, bendecir tu destino, que te ha traído a mí, cuando hubiera podido conducirte a tu perdición, disfrazado como estás con esa ropa del califa. ¡Y puedes estar tranquilo a este respecto, porque voy a arreglarlo todo de manera que no suceda nada más que lo que está marcado con el sello de la prosperidad!"

Y sin saber cómo darle las gracias, continué besándole en silencio el borde de su túnica. Y añadió: ella: "Solamente, ya Abu'l Hassán, quisiera, antes de intervenir en interés tuyo, estar bien segura de tus intenciones con respecto a mi hermana. ¡Porque no conviene que haya equívocos acerca del particular!" Y contesté, alzando los brazos: "Alah te guarde y te conserve en el camino de la rectitud, ¡oh caritativa señora mía! ¡Por tu vida! ¿crees acaso que mis intenciones pudieran no ser puras y desinteresadas? No deseo, en efecto, más que una cosa, y es volver a ver a tu dichosa hermana Sarta-de-Perlas, sencillamente para que mis ojos se regocijen con su vista y mi lánguido corazón vuelva a la vida. ¡Sólo deseo eso y nada más! ¡Y pongo por testigo de mis palabras a Alah el Omnividente, que nada ignora de mis pensamientos!"

Entonces me dijo ella: "¡En ese caso, ya Abu'l Hassán, nada perdonaré para hacerte lograr el móvil lícito de tus deseos!"

Y tras de hablar así, dió una palmada, y dijo a una pequeña esclava que acudió a aquella señal: "Ve en busca de tu ama Sarta-de-Perlas, y dile: «Tu hermana Pasta-de-Almendras te envía la zalema y te ruega que vayas a verla sin tardanza, pues se siente esta noche con el pecho oprimido, y sólo tu presencia podrá dilatárselo. ¡Y además, entre tú y ella hay un secreto!"

Y la esclava salió inmediatamente a ejecutar la orden.

A los pocos momentos ¡oh mi señor! la vi entrar con su belleza, en la plenitud de su gracia. E iba envuelta en un velo grande de seda azul por todo vestido; y tenía los pies descalzos y los cabellos sueltos.

Y he aquí que en un principio no me vió, y dijo a su hermana Pasta-de-Almendras: "Aquí me tienes, querida mía. Salgo del hammam y todavía no he podido vestirme. ¡Pero dime pronto qué secreto hay entre tú y yo!"

Y por toda respuesta mi protectora me mostró con el dedo a Sarta-de-Perlas, haciéndome seña de que me aproximara. Y salí de la sombra en que permanecía.

Al verme, mi bienamada no manifestó vergüenza ni azoramiento, sino que fué a mí, blanca y temblorosa, y se arrojó en mis brazos como un niño en los brazos de su madre. Y creí tener contra mi corazón a todas las huríes del Paraíso. Y no sabía ¡oh mi señor! si era ella un rollo de manteca o una pasta de almendras, de tan tierna y frágil como la sentía por doquiera. ¡Bendito sea Quien la ha formado! Mis brazos no osaban oprimir aquel cuerpo infantil. Y al besarla entró en mí una nueva vida de cien años.

Y así permanecimos enlazados no sé cuánto tiempo. Pues creo que debí caer en el éxtasis o en algo parecido ...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 819ª noche

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Ella dijo:

... Y así permanecimos enlazados no sé cuánto tiempo. Pues creo que debí caer en el éxtasis o en algo parecido.

Pero cuando volví a la realidad un poco, iba a contarle todo lo que había sufrido, y he aquí que oímos en la galería un rumor creciente. Y era el propio califa, que iba a ver a su favorita Pasta-de-Almendras, hermana de Sarta-de-Perlas. Y sólo tuve tiempo para levantarme y meterme en un cofre grande, que cerraron ellas encima de mí como si no hubiese pasado nada.

Y tu abuelo el califa Al-Motawakkil ¡oh mi señor! entró en el aposento de su favorita, y advirtiendo a Sarta-de-Perlas, le dijo:

"Por vida mía, ¡oh Sarta-de-Perlas! que me alegro de encontrarte hoy con tu hermana Pasta-de-Almendras. ¿Dónde estabas estos últimos días, que no te veía yo por ninguna parte en el palacio ni oía tu voz que tanto me gusta?" Y añadió, sin aguardar respuesta: "¡Coge ya el laúd que tienes abandonado y cántame una cosa apasionada, acompañándote con él!"

Y a Sarta-de-Perlas, que sabía que el califa estaba en extremo enamorado de una joven esclava llamada Benga, no le costó trabajo dar con la canción requerida; porque, como ella misma estaba enamorada, dejóse llevar sencillamente de sus sentimientos, y afinando su laúd, se inclinó ante el califa y cantó:


¡El bienamado a quien amo -¡ah! ¡ah!
Con su mejilla aterciopelada- ¡oh noche!
Supera en dulzura -¡oh los ojos!
A la mejilla lavada de las rosas!- ¡oh noche!
¡El bienamado a quien amo -¡ah! ¡ah!
Es un lozano jovenzuelo -¡oh noche!
Cuya amorosa mirado ¡ah! ¡ah!
Habría hechizado- ¡oh los ojos!
A los reyes de Babilonia! -¡oh noche!
¡Y tal es- ¡ah! ¡ah!
El bienamado a quien amo!

Cuando el califa Al-Motawakkil hubo oído este canto, quedó extremadamente emocionado, y encarándose con Sarta-de-Perlas, le dijo: "¡Oh joven bendita! ¡oh boca de ruiseñor! para darte una prueba de mi satisfacción, quiero que me formules un deseo. ¡Y por los merecimientos de mis gloriosos antecesores, los beneméritos, te juro que aun la mitad de mi reino te concederé!"

Sarta-de-Perlas contestó, bajando los ojos: "¡Alah prolongue la vida de nuestro señor! ¡pero no deseo nada más que la continuación de la gracia del Emir de los Creyentes sobre mi cabeza y la de mi hermana Pasta-de-Almendras!" Y dijo el califa: "¡Es preciso, Sarta-de-Perlas, que me pidas algo!" Entonces ella dijo: "¡Puesto que me lo ordena nuestro amo, he de pedirle que me liberte y me deje, por toda hacienda, los muebles de este aposento y cuanto contiene este aposento!" Y le dijo el califa: "Dueña de ello eres, ¡oh Sarta-de-Perlas! Y tu hermana Pasta-de-Almendras tendrá por aposento en lo sucesivo el pabellón más hermoso de palacio. ¡Y como eres libre, puedes quedarte o marcharte!" Y levantándose, salió del cuarto de su favorita para ir en busca de la joven Benga, favorita del momento.

En cuanto se marchó él, mi amiga mandó a su eunuco que avisase a los mandaderos y cargadores, e hizo transportar a mi casa todos los muebles del aposento, las tapicerías, los cofres y las alfombras. Y el cofre en que yo estaba encerrado salió el primero, a hombros de los mozos, y gracias a la Seguridad, llegó sin contratiempos a mi casa. Y aquel mismo día ¡oh Emir de los Creyentes! me casé ante Alah con Sarta-de-Perlas, en presencia del kadí y de los testigos. ¡Y lo demás pertenece al misterio de la fe musulmana!

¡Y tal es ¡oh mi señor! la historia de estos muebles, de estas tapicerías y de estas ropas marcadas con el nombre de tu glorioso abuelo el califa Al-Motawakkil Ala'llah. Y -¡lo juro por mi cabeza!- no he añadido a esta historia una sílaba, ni la he disminuido en una sílaba. ¡Y el Emir de los Creyentes es la fuente de toda generosidad y la mina de todos los beneficios!"

Y tras de hablar así Abu'l Hassán se calló. Y el califa Al-Motazid Bi'llah exclamó: "¡Tu lengua ha segregado la elocuencia ¡oh huésped nuestro! y tu historia es una historia maravillosa! ¡Así, pues, para demostrarte la alegría que experimento, te ruego que me traigas un cálamo y una hoja de papel!" Y cuando Abu'l Hassán llevó el cálamo y el papel, el califa se los entregó al narrador Ibn-Hamdún, y le dijo: "¡Escribe lo que yo te dicte!"

Y le dictó: "¡En el nombre de Alah el Clemente, el Misericordioso! Por este firmán, firmado de nuestro puño y sellado con nuestro sello, eximimos de impuestos durante toda su vida a nuestro fiel súbdito Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani. ¡Y le nombramos nuestro principal chambelán!" Y después de sellar el firmán, se lo entregó, y añadió: "¡Y desearé verte en mi palacio como fiel comensal y amigo mío!"

Y desde entonces Abu'l Hassán fué el compañero inseparable del califa Al-Motazid Bi'llah. Y vivieron todos entre delicias, hasta la inevitable separación que hace habitar las tumbas a los mismos que habitaban los palacios más hermosos. ¡Gloria al Altísimo que habita un palacio por encima de todos los niveles!


Y tras de contar así su historia, Schehrazada no quiso dejar pasar aquella noche sin empezar la



Historia de las dos vidas del sultán Mahmud

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Las dos vidas del sultán Mahmud

Schehrazada dijo al rey Schahriar:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el sultán Mahmud, que fué uno de los más cuerdos y de los más gloriosos entre los sultanes de Egipto, con frecuencia se sentaba solo en su palacio, presa de accesos de tristeza sin causa, durante los cuales el mundo entero se ennegrecía ante su rostro. Y en aquellos momentos la vida le parecía llena de insulsez y desprovista de toda significación. Y sin embargo, no le faltaba ninguna de las cosas que hacen la dicha de las criaturas; porque Alah le había otorgado sin tasa la salud, la juventud, el poderío y la gloria, y para capital de su imperio le había dado la ciudad más deliciosa del Universo, la cual, para regocijar el alma y los sentidos, tenía la hermosura de su tierra, la hermosura de su cielo y la hermosura de sus mujeres, doradas como las aguas del Nilo. Pero todo eso se borraba a los ojos de él durante sus reales tristezas; y envidiaba entonces la de los felahs encorvados sobre los surcos de la tierra, y la de los nómadas perdidos en los desiertos sin agua.

Un día en que, con los ojos anegados en la negrura de sus preocupaciones, se hallaba sumido en un abatimiento más acentuado que de ordinario, rehusando comer, beber y ocuparse de los asuntos del reino y sin desear más que morir, el gran visir entró en la estancia en que el soberano estaba echado con la cabeza entre las manos, y después de los homenajes debidos, le dijo: "¡Oh mi amo soberano! a la puerta se halla, en solicitud de audiencia, un viejo jeique venido de los países del extremo Occidente, del fondo del Maghreb lejano. Y a juzgar por la conversación que tuve con él y por las escasas palabras que de su boca oí, sin duda es el sabio más prodigioso, el médico más extraordinario y el mago más asombroso que ha vivido entre los hombres. ¡Y como sé que mi soberano es presa de la tristeza y del abatimiento, quisiera que ese jeique obtuviese permiso para entrar, con la esperanza de que su proximidad contribuya a ahuyentar los pensamientos que pesan sobre las visiones de nuestro rey".

El sultán Mahmud hizo con la cabeza una seña de asentimiento, y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero ...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.



Y cuando llegó la 820ª noche

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Ella dijo:

... y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero.

Y en verdad que el hombre que entró más bien era la sombra de un hombre que una criatura viva entre las criaturas. Y suponiendo que se le pudiese echar una edad, habría que calcularla por centenares de años. Por todo vestido flotaba sobre su grave desnudez una barba prodigiosa, mientras un ancho cinturón de cuero blando ceñía su cintura apergaminada. Y se le habría tomado por algún antiquísimo cuerpo semejante a los que a veces extraen de las sepulturas graníticas los labradores de Egipto, si no le ardiesen en la faz, por debajo de sus cejas terribles, dos ojos en que vivía la inteligencia.

Y el puro anciano, sin inclinarse ante el sultán, dijo con una voz sorda que nada tenía de voz de la tierra: "¡La paz sea contigo, sultán Mahmud! Me envían a ti mis hermanos los santones del extremo Occidente. ¡Vengo a que te des cuenta de los beneficios del Retribuidor sobre tu cabeza!"

Y sin hacer un gesto, avanzó hacia el rey con un paso solemne, y cogiéndole de la mano lo obligó a levantarse y a acompañarle hasta una de las ventanas de las salas del trono.

Aquella sala del trono tenía ventanas, y cada una de las tales ventanas tenía distinta orientación. Y el viejo jeique dijo al sultán: "¡Abre la ventana!" Y el sultán obedeció como un niño, y abrió la primera ventana. Y el viejo jeique le dijo sencillamente: "¡Mira!"

Y el sultán Mahmud sacó la cabeza por la ventana y vió un inmenso ejército de jinetes que, con la espada desenvainada; se precipitaban a toda brida desde las alturas de la ciudadela del monte Makattam. Y las primeras columnas de aquel ejército, que ya había llegado al pie mismo del palacio, echaron pie a tierra y empezaron a escalar las murallas, lanzando clamores de guerra y de muerte. Y al ver aquello comprendió el sultán que sus tropas se habían amotinado e iban a destronarle. Y cambiando de color exclamó: "¡No hay más Dios que Alah! ¡Ha llegado la hora de mi destino!"

Al punto cerró el jeique la ventana, pero para abrirla de nuevo por sí mismo un instante después. Y había desaparecido todo el ejército. Y sólo la ciudadela se elevaba pacíficamente en lontananza, agujereando con su minaretes el cielo de mediodía.

Entonces, sin dar al rey tiempo para reponerse de su profunda emoción, le condujo a la segunda ventana, desde la cual se avizoraba la ciudad inmensa, y le dijo: "¡Abre y mira!" Y el sultán Mahmud abrió la ventana, y el espectáculo que se ofreció a su vista le hizo retroceder con horror. Los cuatrocientos minaretes que dominaban las mezquitas, las cúpulas de las mezquitas, los domos de los palacios y las terrazas que se extendían por millares hasta los confines del horizonte, no eran más que un brasero humeante y llameante, del cual partían, para desplegarse en la región media del aire, nubes negras que cegaban el ojo del sol entre aullidos de espanto. Y un viento salvaje impulsaba llamas y cenizas hacia el propio palacio, que en seguida se encontró envuelto por un mar de fuego, del que no estaba separado más que por el fresco cendal de sus jardines. Y en el límite del dolor, al ver aniquilada su hermosa ciudad, el sultán dejó caer sus brazos, y exclamó: "¡Sólo Alah es grande! ¡Las cosas tienen su destino, como todas las criaturas! ¡Mañana el desierto se reunirá con el desierto a través de las llanuras sin nombre de una tierra que fué ilustre entre todas. ¡Gloria al único Viviente!" Y lloró por su ciudad y por sí mismo. Pero el jeique cerró al punto la ventana, y la abrió de nuevo al cabo de un instante. Y había desaparecido toda huella de incendio. Y la ciudad de El Cairo se extendía en su gloria intacta, en medio de sus vergeles y de sus palmeras, mientras las cuatrocientas voces de los muezines anunciaban a los creyentes la hora de la plegaria y se confundían en una misma ascensión hacia el Señor del Universo.

Y al punto el jeique, llevándose al rey, le condujo a la tercera ventana, que daba sobre el Nilo, y le hizo abrirla. Y el sultán Mahmud vió que el río se salía de cauce y sus olas invadían la ciudad, y anegando en seguida las terrazas más altas, iban a estrellarse con furia contra las murallas del palacio. Y una ola más fuerte que las anteriores derribó de una vez todos los obstáculos que se oponían a su paso y fué a meterse en el piso inferior del palacio. Y el edificio, desmoronándose como un terrón de azúcar en el agua, se hundió por un lado, y estaba ya casi derruído, cuando el jeique cerró de pronto la ventana y la abrió de nuevo. Y fué como si no hubiese habido la menor crecida. Y el hermoso río continuaba paseándose con majestad, como antes, entre los infinitos campos de pastos y durmiendo en su lecho.

Y el jeique hizo que abriera el rey la cuarta ventana, sin darle tiempo para reponerse de su sorpresa. Esta cuarta ventana tenía vistas a la admirable llanura verdeante que se extiende a las puertas de la ciudad hasta perderse de vista, llena de aguas corrientes y de sus rebaños lucidos; la que han cantado todos los poetas desde Omar; donde los plantíos de rosas, de albahacas, de narcisos y de jazmines alternaban con bosquecillos de naranjos; donde en los árboles habitan tórtolas y ruiseñores a los que sumen en delirio plantas amorosas; donde la tierra es tan fértil y está tan adornada como en los antiguos jardines del Iram-de-las-Columnas, y tan embalsamada como las praderas del Edén. Y en vez de prados y bosques de árboles frutales, el sultán Mahmud no vió más que un horrible desierto rojo y blanco, abrasado por un sol inexorable, un desierto pedregoso y arenoso, que servía de refugio a hienas y chacales y de campo de acción a serpientes y alimañas dañinas. Y aquella siniestra visión no tardó en borrarse, como las anteriores, cuando el jeique, con su propia mano, hubo cerrado y vuelto a abrir la ventana. Y de nuevo la llanura se hizo magnífica y sonrió el cielo con todas las flores de sus jardines.

Eso fué todo, y el sultán Mahmud no sabía si dormía, si velaba o si estaba bajo la acción de algún sortilegio o alguna alucinación. Pero el jeique, sin dejarle que se calmara después de todas las violentas impresiones que acababa de experimentar, de nuevo le cogió de la mano, sin que el otro pensara siquiera en oponer la menor resistencia, y le condujo junto a un pequeño estanque que refrescaba la sala con su murmullo de agua. Y le dijo: "¡Inclínate sobre el estanque y mira!" Y el sultán Mahmud inclinóse sobre el estanque para mirar, y he aquí que, con un movimiento brusco, el jeique le metió la cabeza por entero en el agua.

Y el sultán Mahmud se vió naufragando al pie de una montaña que dominaba el mar. Y todavía, como en tiempos de su esplendor, estaba revestido de sus atributos reales con su corona a la cabeza. Y no lejos de allí le miraban unos felahs como a un objeto raro, y se le señalaban unos a otros, riéndose mucho. Y al ver aquello, el sultán Mahmud sintió un furor sin límites, más aún contra el jeique que contra los felahs, y exclamó: "¡Ah! ¡maldito mago, causante de mi naufragio! ¡ojalá me llevase Alah a mi reino para que yo te castigara con arreglo a tu crimen! ¿Por qué me engañaste tan cobardemente?" Luego, en un rapto, se acercó a los felahs y les dijo con tono solemne: "¡Soy el sultán Mahmud! ¡Idos!" Pero ellos continuaron riéndose con las bocas abiertas hasta las orejas. ¡Ah, qué bocas! ¡eran grutas! ¡eran grutas! Y para evitar que le tragasen vivo, quiso huir; pero el que parecía jefe de los felahs se acercó a él, le quitó su corona y sus atributos y los arrojó al mar, diciendo: "¡Oh pobre! ¿para qué llevas encima tanto hierro? ¡Hace mucho calor para cubrirse de ese modo! Toma, ¡oh pobre! ¡Aquí tienes vestidos como los nuestros!" Y desnudándole, le puso un traje de cotonada azul, le metió los pies en un par de babuchas viejas, amarillas, con suela de cuero de hipopótamo, y le puso a la cabeza un gorrito de fieltro color castaño claro. Y le dijo: "¡Vamos, ¡oh pobre! ven a trabajar con nosotros, si no quieres morirte de hambre aquí donde trabaja todo el mundo!" Pero dijo el sultán Mahmud: "¡Yo no sé trabajar!" Y el felah le dijo: "¡En ese caso, nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.



Y cuando llegó la 821ª noche

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Ella dijo:

"¡... nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez!" Y como ya habían acabado su jornada de trabajo, les pareció muy bien cargar una espalda ajena con el peso de sus herramientas de labor. Y el sultán Mahmud, doblado bajo la carga de azadas, rastrillos, azadones y mielgas, y sin poder arrastrarse apenas, se vió obligado a seguir a los felahs. Y cansado y sin poder respirar casi, llegó con ellos al pueblo, donde fué víctima de las persecuciones de los chicos, que corrían desnudos detrás de él, haciéndole sufrir mil vejaciones. Y para que pasase la noche, le metieron en una cuadra abandonada, donde le echaron, para que comiera, un pan duro y una cebolla. Y al día siguiente se había convertido en burro de verdad, en burro con cola, cascos y orejas. Y le echaron una cuerda al pescuezo, y le pusieron una albarda al lomo y se lo llevaron al campo para que arrastrase el arado. Pero como se mostraba reacio, le confiaron al molinero del pueblo, que en seguida le hizo ponerse en razón, obligándole a dar vueltas a la rueda del molino después de vendarle los ojos. Y estuvo cinco años dando vueltas a la rueda del molino, sin descansar más que el tiempo preciso para comerse su ración de habas y beberse un cubo de agua. Y fueron cinco años de palos, de aguijonazos, de injurias humillantes y de privaciones. Y ya no le quedaba más consuelo y alivio que la serie de cuescos que desde por la mañana hasta por la noche soltaba en respuesta a las injurias, dando vueltas al molino. Y he aquí que de repente se derrumbó el molino, y de nuevo se vió él bajo su prístina forma de hombre y no de burro. Y se paseaba por lo zocos de una ciudad que no conocía; y no sabía adónde ir. Y como ya estaba cansado de andar, buscaba con la vista un sitio en que descansar, cuando un mercader viejo, que por su aspecto comprendió que era extranjero, le invitó cortésmente a entrar en su tienda. Y al ver que estaba fatigado, le hizo sentarse en un banco, y le dijo: "¡Oh extranjero! eres joven y no serás desgraciado en nuestra ciudad, donde los jóvenes son muy apreciados y muy buscados, sobre todo cuando son buenos mozos, como tú. Dime, pues, si estás dispuesto a habitar en nuestra ciudad, cuyas costumbres son muy favorables a los extranjeros que quieren establecerse en ella". Y contestó el sultán Mahmud: "¡Por Alah, que no pido nada mejor que vivir aquí, con tal de que encuentre otra cosa de comer que las habas con que me he alimentado durante cinco años!" Y el viejo mercader le dijo: "¿Qué hablas de habas, ¡oh pobre! ? ¡Aquí te alimentarás con cosas exquisitas y reconfortantes para la tarea que tienes que cumplir! ¡Escúchame, pues, con atención, y sigue el consejo que voy a darte!"

Y añadió: "Date prisa a ir a apostarte a la puerta del hammam de la ciudad, que está ahí, a la vuelta de la calle. Y abordando a cada mujer que salga, le preguntarás si tiene marido. ¡Y la que te diga que no lo tiene será tu esposa en el momento, según la costumbre del país! ¡Y sobre todo, ten mucho cuidado de hacer la pregunta a todas las mujeres sin excepción que veas salir del hammam, pues de no hacerlo así correrías el peligro de que te expulsaran de nuestra ciudad!" Y el sultán Mahmud fué a apostarse a la puerta del hammam, y no llevaba mucho rato allí, cuando vió salir a una espléndida jovenzuela de trece años. Y al verla, pensó: "¡Por Alah, que con ésta me consolaría bien de todas mis desdichas!" Y la paró y le dijo: "¡Oh mi señora! ¿eres casada o soltera?" Ella contestó: "Soy casada desde el año pasado". Y he aquí que salía del hammam una vieja de fealdad espantosa. Y a su vista se estremeció de horror el sultán Mahmud, y pensó: "¡Ciertamente, prefiero morir de hambre y volver a ser burro o mozo de carga antes que casarme con esa antigualla! ¡Pero ya que el viejo mercader me ha dicho que haga la pregunta a todas las mujeres, tendré que decidirme a interrogarla a la calamitosa!" Y la abordó y le dijo, volviendo la cabeza: "¿Eres casada o soltera?" Y la espantosa vieja contestó babeando: "Soy casada, ¡oh corazón mío!" ¡Ah! ¡qué peso se quitó él de encima! Y dijo: "Me alegro tanto, ¡oh tía mía!" Y pensó: "¡Alah tenga en Su misericordia al desgraciado extranjero que me ha precedido!" Y la vieja continuó su camino, y he aquí que salió del hammam una estantigua mucho más desagradable que la anterior y mucho más horrible. Y el sultán Mahmud se acercó a ella temblando, y le preguntó: "¿Eres casada o soltera?" Y contestó ella, sonándose con los dedos: "Soy soltera, ¡oh ojos míos!" Y el sultán Mahmud exclamó: "¡Vaya, vaya! pues yo soy un burro, ¡oh tía mía! soy un burro. ¡Mírame las orejas, y la cola, y el zib! Son las orejas, y la cola, y el zib de un burro. ¡Las personas no se casan con los burros!"

Pero la horrible vieja se acercó a él y quiso besarle. Y el sultán Mahmud, en el límite de la repugnancia y del terror, se puso a gritar: "¡No, no, que soy un burro, ya setti, que soy un burro! ¡Por favor, no te cases conmigo, que soy un pobre burro de molino! ¡Ay, ay!" Y haciendo un esfuerzo sobrehumano, sacó la cabeza del estanque.

Y el sultán Mahmud se vió en medio de la sala del trono de su palacio, con su gran visir a la derecha y el jeique extranjero a la izquierda. Y una de sus favoritas le presentaba en una bandeja de oro una copa de sorbete que había pedido algunos instantes antes de la entrada del jeique. ¡Vaya, vaya! ¿conque seguía siendo sultán? ¿conque seguía siendo sultán? ¡Y no podía llegar a creer semejante prodigio! Y se puso a mirar a su alrededor, palpándose y restregándose los ojos. ¡Vaya, vaya! Era hermoso y era el sultán, el propio sultán Mahmud, y no el pobre náufrago, ni el mozo de carga, ni el burro del molino, ni el esposo de la formidable estantigua. ¡Ah! ¡por Alah, que era grato volver a encontrarse sultán después de aquellas tribulaciones! Y cuando abría la boca para pedir la explicación de fenómeno tan extraño, se elevó la voz sorda del puro anciano, que le decía:

"¡Sultán Mahmud, he venido a ti, enviado por mis hermanos los santones del extremo Occidente, para que te des cuenta de los beneficios que el Retribuidor ha hecho caer sobre tu cabeza!"

Y tras de hablar así, desapareció el jeique maghrebín, sin que se supiese si había salido por la puerta o si había volado por las ventanas. Y cuando se hubo calmado su emoción, el sultán Mahmud comprendió la lección que de su señor había recibido. Y comprendió que su vida era buena y que hubiese podido ser el más desgraciado de los hombres. Y comprendió que todas las desgracias que había entrevisto, bajo la mirada dominadora del anciano, hubiesen podido ser desgracias reales de su vida si el Destino lo hubiera querido. Y cayó de rodillas bañado en lágrimas. Y desde entonces ahuyentó de su corazón toda tristeza. Y viviendo en la dicha, repartió dicha en torno suyo. Y tal es la vida real del sultán Mahmud, y tal otra hubiese sido la vida que habría podido llevar a un sencillo cambio del Destino. ¡Porque Alah es el amo Todopoderoso!


Tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló. Y exclamó el rey Schahriar: "¡Qué enseñanza guarda para mí lo que contaste, ¡oh Schehrazada!"

Y la hija del visir sonrió, y dijo: "¡Pues esa enseñanza, ¡oh rey! no es nada en comparación de la que encierra El tesoro sin fondo!" Y dijo Schahriar: "¡No sé cuál es ese tesoro, Schehrazada!"



El tesoro sin fondo

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Y dijo Schehrazada:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! ¡oh dotado de buenas maneras! que el califa Harún Al-Raschid que era el príncipe más generoso de su época y el más magnífico, a veces tenía la debilidad (¡sólo Alah no tiene debilidades!) de alardear, en la conversación, de que ningún hombre entre los vivos competía con él en generosidad y en mano abierta.

Y he aquí que un día, mientras él se alababa así de los dones que, en suma, no le había concedido el Retribuidor más que para que precisamente usase de ellos con generosidad, el gran visir Giafar alma delicada, no quiso que su señor continuara por más tiempo faltando al deber de la humildad para con Alah.

Y resolvió tomarse la libertad de abrirle los ojos.

Se prosternó, pues, entre sus manos, y después de besar por tres veces la tierra, le dijo:

"¡Oh Emir de los Creyentes! ¡oh corona de nuestras cabezas! perdona a tu esclavo si se atreve a alzar la voz en tu presencia para advertirte que la principal virtud del creyente es la humildad ante Alah, única cosa de que puede estar orgullosa la criatura. Porque todos los bienes de la tierra, y todos los dones del espíritu, y todas las cualidades del alma no son para el hombre más que un simple préstamo del Altísimo (¡exaltado sea!). Y el hombre no debe enorgullecerse de este préstamo más que el árbol por estar cargado de frutos o el mar por recibir las aguas del cielo.

¡En cuanto a las alabanzas que te merece tu munificencia, mejor es que dejes las hagan tus súbditos, que sin cesar dan gracias al cielo por haberles hecho nacer en tu imperio, y que no tienen otro gusto que pronunciar tu nombre con gratitud!"

Luego añadió: "¡Por otra parte!, oh mi señor no creas que eres el único a quien Alah ha cubierto con sus inestimables dones! Sabe, en efecto, que en la ciudad de Bassra hay un joven que, aunque es un simple particular vive con más fasto y magnificencia que los reyes más poderosos. ¡Se llama Abulcassem, y ningún príncipe en el mundo, incluso el Emir de los Creyentes mismo, le iguala en mano abierta y en generosidad...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 822ª noche

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Ella dijo:

"¡... Se llama Abulcassem, y ningún príncipe en el mundo, incluso el Emir de los Creyentes mismo, le iguala en mano abierta y en generosidad!"

Cuando el califa hubo oído estas últimas palabras de su visir, se sintió extremadamente despechado, y se puso muy colorado y se le inflamaron los ojos; y mirando a Giafar con altivez, le dijo: "¡Mal hayas!, ¡oh perro entre los visires! ¿cómo te atreves a mentir delante de tu señor, olvidando que semejante conducta acarreará tu muerte sin remedio?" Y contestó Giafar: "¡Por vida de tu cabeza, ¡oh Emir de los Creyentes! que las palabras que osé pronunciar en tu presencia son palabras de verdad! Y si he perdido todo crédito en tu ánimo, puedes comprobarlas y castigarme luego si te parece que son falsas. Por lo que a mí respecta, ¡oh mi señor! no temo afirmarte que en mi último viaje a Bassra he sido el huésped deslumbrado del joven Abulcassem. Y todavía no han olvidado mis ojos lo que han visto, mis oídos lo que han oído, y mi espíritu lo que le ha encantado. ¡Por eso, aun a riesgo de atraerme la desgracia de mi señor, no puedo menos de proclamar que Abulcassem es el hombre más magnífico de su tiempo!"

Y tras de hablar así, calló Giafar.

El califa, en el límite de la indignación, hizo seña al jefe de los guardias para que detuviese a Giafar. Y en el momento se ejecutó la orden. Y después de aquello, Al-Raschid salió de la sala, y sin saber cómo desahogar su cólera, fué al aposento de su esposa Sett Zobeida, que palideció de espanto al verle con el rostro de los días negros.

Y con las cejas contraídas y los ojos dilatados, Al-Raschid fué a echarse en el diván, sin pronunciar una palabra. Y Sett Zobeida, que sabía cómo abordarle en sus momentos de mal humor, se guardó mucho de importunarle con preguntas ociosas; pero tomando un aire de extremada inquietud, le llevó una copa llena de agua perfumada de rosa, y ofreciéndosela, le dijo:

"El nombre de Alah sobre ti, ¡oh hijo del tío! ¡Que esta bebida te refresque y te calme! La vida está formada de dos colores: blanco y negro. ¡Ojalá marque tus largos días sólo el blanco!"

Y dijo Al-Raschid: "¡Por el mérito de nuestros antecesores, los gloriosos, que marcará mi vida el negro, ¡oh hija del tío! Mientras vea delante de mis ojos al hijo del Barmecida, a ese Giafar de maldición, que se complace en criticar mis palabras, en comentar mis acciones y en dar preferencia sobre mí a oscuros particulares de entre mis súbditos!" Y enteró a su esposa de lo que acababa de pasar, y se quejó a ella de su visir en términos que le hicieron comprender que la cabeza de Giafar corría aquella vez el mayor peligro. Así es que al principio no dejó ella de abundar en el sentir de él, manifestando su indignación por ver que el visir se permitía tales libertades para con su soberano.

Luego, muy hábilmente, le hizo ver que era preferible diferir el castigo sólo el tiempo preciso para enviar a Bassra a cualquiera que diese fe de la cosa.

Y añadió: "Entonces podrás asegurarte de la verdad o de la falsedad de lo que te ha contado Giafar y tratarle en consecuencia". Y Harún, a quien había calmado a medias el lenguaje lleno de cordura de su esposa, contestó: "Verdad dices, ¡oh Zobeida! Ciertamente, debo esa justicia a un hombre cual el hijo de Yahia. Y como no puedo tener una confianza absoluta en la relación que me haga quien envíe a Bassra, quiero ir yo mismo a esa ciudad para comprobar la cosa. Y entablaré conocimiento con ese Abulcassem. Y te juro que le costará la cabeza a Giafar si me ha exagerado la generosidad de ese joven o si me ha dicho mentira".

Y sin más tardanza en ejecutar su proyecto, se levantó en aquella hora y en aquel instante, y sin querer escuchar lo que decía Sett Zobeida para decidirle a no hacer completamente solo ese viaje, se disfrazó de mercader del Irak, recomendó a su esposa que durante su ausencia velara por los asuntos del reino, y saliendo del palacio por una puerta secreta, abandonó Bagdad.

Y Alah le escribió la seguridad; y llegó sin contratiempo a Bassra, y paró en el khan principal de los mercaderes. Y sin tomarse tiempo siquiera para descansar y probar un bocado, se apresuró a interrogar al portero del khan acerca de lo que le interesaba, preguntándole, después de las fórmulas de la zalema: "¿Es cierto, ¡oh jeique! que en esta ciudad hay un hombre llamado Abulcassem que supera a los reyes en generosidad, en mano abierta y en magnificencia?"

Y contestó el viejo portero, meneando la cabeza con aire suficiente: "¡Alah haga descender sobre él Sus bendiciones! ¿Qué hombre no ha sentido los efectos de su generosidad? ¡Por mi parte, ya sidi! aun cuando en mi cara tuviera cien bocas y en cada una cien lenguas y en cada lengua un tesoro de elocuencia, no podría hablarte como es debido de la admirable generosidad del señor Abulcassem!"

Y luego, como llegaran de viaje con sus fardos otros mercaderes, el portero del khan no tuvo tiempo de ser más explícito. Y Harún se vió obligado a alejarse, y subió a reponer sus fuerzas y a descansar algo aquella noche.

Al día siguiente, muy de mañana, salió del khan y fué a pasearse por los zocos. Y cuando los mercaderes hubieron abierto sus tiendas, se acercó a uno de ellos, al que le pareció el de más importancia, y le rogó que le indicara el camino que conducía a la morada de Abulcassem. Y el mercader, muy asombrado, le dijo: "¿De qué lejano país llegas para ignorar la morada del señor Abulcassem? ¡Aquí es más conocido que lo que fué nunca un rey en su propio imperio!" Y Harún manifestó que, en efecto, llegaba de muy lejos; pero que el objeto de su viaje era precisamente entablar conocimiento con el señor Abulcassem. Entonces el mercader ordenó a uno de sus criados que sirviera de guía al califa, diciéndole: "¡Conduce a este honorable extranjero al palacio de nuestro magnífico señor!"

Y he aquí que el tal palacio era un palacio admirable. Y estaba enteramente construido con piedras de talla en mármol jaspeado, con puertas de jade verde. Y Harún quedó maravillado de la armonía de su construcción; y al entrar en el patio vió una multitud de pequeños esclavos blancos y negros, elegantemente vestidos, que se divertían jugando en espera de las órdenes de su amo. Y abordó a uno de ellos y le dijo: "¡Oh joven! te ruego que vayas a decir al señor Abulcassem: "¡Oh mi señor! ¡en el patio hay un extranjero que ha hecho el viaje de Bagdad a Bassra con el sólo propósito de regocijarse los ojos con tu rostro bendito!" Y el joven esclavo al punto advirtió en el lenguaje y el aspecto de quien se dirigía a él que no era un hombre vulgar. Y corrió a avisar a su amo, el cual fué hasta el patio para recibir al huésped extranjero. Y después de las zalemas y los deseos de bienvenida, le cogió de la mano y le condujo a una sala que era hermosa por sí propia y por su perfecta arquitectura.

Y en cuanto estuvieron sentados en el amplio diván de seda bordada de oro que daba vuelta a la sala, entraron doce esclavos blancos, jóvenes y muy hermosos, cargados con vasos de ágata y de cristal de roca. Y los vasos estaban enriquecidos de gemas y de rubíes y llenos de licores exquisitos. Luego entraron doce jóvenes como lunas, que llevaban fuentes de porcelana llenas de frutas y de flores las unas, y grandes copas de oro llenas de sorbetes de nieve de un sabor excelente las otras. Y aquellos jóvenes esclavos y aquellas jóvenes miraron si estaban en su punto los licores, los sorbetes y los demás refrescos antes de presentárselos al huésped de su señor. Y probó Harún aquellas diversas bebidas, y aunque estaba acostumbrado a las cosas más deliciosas de todo el Oriente, hubo de confesar que jamás había bebido nada comparable a ellas. Tras de lo cual, Abulcassem hizo pasar a su convidado a una segunda sala, donde estaba servida una mesa cubierta de platos de oro macizo con los manjares más delicados. Y con sus propias manos le ofreció los bocados selectos. Y a Harún le pareció extraordinario el aderezo de los tales manjares.

Luego, terminada la comida, el joven cogió de la mano a Harún y le llevó a una tercera sala, amueblada con más riqueza que las otras dos. Y unos esclavos, más hermosos que los anteriores, llevaron una prodigiosa cantidad de vasos de oro incrustados de pedrerías y llenos de toda clase de vinos, como también tazones de porcelana llenos de confituras secas y bandejas cubiertas de pasteles delicados. Y mientras Abulcassem servía a su convidado, entraron cantarinas y tañedoras de instrumentos, dando principio a un concierto que habría conmovido al granito. Y se decía Harún en el límite del entusiasmo: "¡En mi palacio tengo, ciertamente, cantarinas de voces admirables, y aun cantores como Ishak, que no ignoran ningún resorte del arte; pero ninguno de ellos podría compararse con éstas! ¡Por Alah! ¿cómo ha podido arreglarse un simple particular, un habitante de Bassra, para reunir semejante ramillete de cosas perfectas?"

Y en tanto que Harún estaba particularmente atento a la voz de una almea, cuya dulzura le encantaba, Abulcassem salió de la sala y volvió un momento después llevando en una mano una varita de ámbar y en la otra un arbolito con el tronco de plata, las ramas y las hojas de esmeraldas y las frutas de rubíes. Y en la copa de aquel árbol estaba encaramado un pavo real de una hermosura que glorificaba a quien lo había fabricado. Y dejando aquel árbol a los pies del califa, Abulcassem tocó con su varita la cabeza del pavo real. Y al punto la hermosa ave abrió sus alas y desplegó el esplendor de su cola, y se puso a girar con rapidez sobre sí misma. Y a medida que giraba esparcía por todos lados emanaciones tenues de perfumes de ámbar, de nadd, de áloe y otros olores de que estaba lleno y que embalsamaban la sala.

Pero estando Harún ocupado en contemplar el árbol y el pavo real, Abulcassem cogió con brusquedad uno y otro y se los llevó. Y Harún se resintió mucho por aquel acto inesperado, y dijo para sí: "¡Por Alah! ¡qué cosa tan extraña! ¿Y qué significa todo esto? ¿Y es así como se portan los huéspedes con sus invitados? Me parece que este joven no sabe hacer las cosas tan bien como Giafar me hizo presumir. Me quita el árbol y el pavo real cuando me ve ocupado precisamente en mirarlos. Sin duda alguna teme que yo le ruegue que me lo regale. ¡Ah! no me pesa haber comprobado por mí mismo esa famosa generosidad que, según mi visir, no tiene igual en el mundo!"

Mientras asaltaban el espíritu del califa estos pensamientos, el joven Abulcassem volvió a la sala. Y le acompañaba un joven esclavo tan hermoso como el sol. Y aquel amable niño llevaba un traje de brocato de oro realzado con perlas y diamantes. Y tenía en el mano una copa hecha de un solo rubí y llena de un vino de púrpura. Y se acercó a Harún, y después de besar la tierra entre sus manos le presentó la copa. Y Harún la cogió y se la llevó a los labios. Pero ¡cual no sería su asombro cuando, tras de beberse el contenido, advirtió, al devolvérsela al lindo esclavo, que todavía estaba llena hasta el borde! Así es que la cogió otra vez de manos del niño, y llevándosela a la boca la vació hasta la última gota. Luego se la entregó al esclavito, observando que de nuevo se llenaba sin que nadie vertiese nada dentro.

Al ver aquello, Harún llegó al límite de la sorpresa...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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