Pero cuando llegó la 811ª noche

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Ella dijo:

... Pero por lo que atañe al príncipe Hossein, cuya flecha habíase perdido en la lejanía, he aquí lo que le aconteció!

Así como su hermano Alí se había abstenido de asistir a las bodas del príncipe Hassán y la princesa Nurennahar, también se abstuvo de tomar parte en ellas. Pero no vistió, como su hermano, el hábito de derviche, y lejos de renunciar a la vida del mundo, resolvió averiguar qué era lo que hubo de privarle de su merecido, y a tal fin se dedicó a la busca de la flecha, que no creía irremediablemente desaparecida. Y mientras en el palacio proseguían las fiestas con motivo de las bodas, salió sin tardanza, a escondidas de su servidumbre, y fué al paraje del meidán en que tuvo lugar la experiencia. Y desde allí echó a andar en línea recta, en la dirección seguida por la flecha, mirando a derecha y a izquierda con atención a cada paso. Y así llegó muy lejos, sin descubrir nada. Pero, en vez de desalentarse, continuó andando más y más, siempre en línea recta, hasta que llegó a una pared de rocas que tapaban completamente el horizonte. Y se dijo que; si la flecha había de encontrarse en alguna parte, no podría estar ya más que allí, puesto que no habría podido clavarse en aquel muro de rocas. Y apenas había él acabado de formular para sí este pensamiento, cuando divisó en tierra, caída con la punta hacia adelante y no clavada en el suelo, la flecha marcada con su nombre, la misma que hubo de lanzar con su propia mano. Y se dijo: "¡Oh prodigio! ¡Ualahi! ni yo ni nadie en el mundo podríamos con nuestro solo esfuerzo disparar tan lejos una flecha. Y el caso es que no solamente ha llegado a esta distancia inaudita, sino que incluso ha debido rebotar con vigor contra la roca, que la ha rechazado con su resistencia. ¡He ahí una cosa extraordinaria! ¿Y quién sabe qué misterio hay en todo esto?"

Y cuando, tras de recoger la flecha, estaba tan pronto contemplándola como mirando la roca en que había rebotado, observó en aquella roca una cavidad tallada en forma de puerta. Y se acercó a ella y vió que, realmente, era una puerta disimulada, sin candado ni cerradura, tallada a golpes en la roca, y que solo se advertía por la ligera separación que la circundaba. Y con un movimiento muy natural en caso semejante, la empujó, sin poder creer que fuera a abrirse con aquella presión. Y se asombró mucho al notar que la puerta cedía bajo su mano y giraba sobre sí misma, lo mismo que si descansase sobre goznes engrasados recientemente. Y sin reflexionar mucho en lo que hacía, entró el joven, con su flecha en la mano, en la galería de pendiente suave a que daba acceso aquella puerta. Pero en cuanto hubo él franqueado el umbral, como movida por su propio esfuerzo, la puerta volvió a girar sobre sí misma y tapó por completo la entrada de la galería. Y el príncipe se encontró sumido en densas tinieblas. Y por más que trató de abrir la puerta otra vez, sólo consiguió lastimarse las manos y romperse las uñas.

Entonces, como ya no podía pensar en salir, y como estaba dotado de un corazón valeroso, no vaciló en aventurarse por las tinieblas siguiendo la pendiente suave de la galería. Y en seguida vió brillar una luz, hacia la cual hubo de dirigirse presuroso; y se encontró en la salida de la galería. Y de pronto se vió bajo el cielo, frente a una llanura verdeante, en medio de la cual se alzaba un magnífico palacio. Y antes de que tuviese tiempo de admirar la arquitectura de aquel palacio, salió de él una dama que avanzó hacia el joven rodeada por un grupo de otras damas, de las cuales, a no dudar, era el ama, a juzgar solamente por su belleza milagrosa y su porte majestuoso. E iba vestida con telas inconsútiles y llevaba sueltos los cabellos, que le caían hasta los pies. Y se adelantó con paso ligero hasta la entrada de la galería, y extendiendo la mano con un gesto lleno de cordialidad, dijo: "Bienvenido seas aquí, ¡oh príncipe Hossein!"

Y el joven príncipe, que se había inclinado profundamente al verla, llegó al límite del asombro cuando oyó llamarle por su nombre a una dama a quien jamás había visto y que vivía en un país del que jamás había oído hablar él, aunque estuviese tan próximo a la capital de su reino. Y como abriera ya la boca para manifestar su sorpresa, la maravillosa joven le dijo: "¡No me interrogues! ¡Yo misma satisfaré tu legítima curiosidad cuando estemos en mi palacio!" Y sonriendo, le cogió de la mano y le condujo por las avenidas a la sala de recepción, que se abría por un pórtico de mármol que daba al jardín. Y le hizo sentarse junto a ella en el sofá que había en medio de aquella sala espléndida. Y tomándole una mano entre las suyas, le dijo: "¡Oh encantador príncipe Hossein! tu sorpresa cesará cuando sepas que te conozco desde que naciste y que te sonreí en tu cuna. Y mi destino está escrito sobre ti. Y yo fui quien hice poner a la venta en Samarcanda la manzana milagrosa que compraste, y en Mischangar la alfombra de plegaria que se llevó tu hermano Alí, y en Schiraz el canuto de marfil que encontró tu hermano Hassán. Y esto debe bastar para hacerte comprender que no ignoro nada de lo que te concierne. Y puesto que mi destino va unido al tuyo, me ha parecido que eras digno de una dicha mayor que la de ser esposo de tu prima Nurennahar. Y por eso hice desaparecer tu flecha y la traje hasta aquí, con objeto de que vinieras tú mismo. ¡Y de ti solo depende ahora dejar escapar la felicidad de entre tus dedos!"

Y tras de pronunciar estas últimas palabras con un tono impregnado de gran ternura, la bella princesa gennia bajó los ojos y se ruborizó mucho. Y su tierna belleza resultó así más exquisita. Y el príncipe Hossein, que sabía bien que su prima Nurennahar no podría ya pertenecerle, al ver cuán superior a ella era la princesa gennia en belleza, en atractivos, en atavíos, en ingenio y en riquezas, al menos según podía él conjeturar por lo que acababa de ver y por la magnificencia del palacio en que se hallaba, no tuvo más que bendiciones para su destino, que le había conducido, como de la mano, hasta aquellos lugares tan próximos y tan ignorados; e inclinándose ante la bella gennia, le dijo: "¡Oh princesa de los genn! ¡oh dama de la belleza! ¡oh soberana! ¡la dicha de ser esclavo de tus ojos y verme encadenado a tus perfecciones, sin méritos por mi parte, es capaz de arrebatar la razón a un ser humano como yo! ¡Ah! ¿cómo es posible que una hija de los genn pueda posar sus miradas en un adamita inferior y preferirle a los reyes invisibles que gobiernan los países del aire y las comarcas subterráneas? ¿Acaso es ¡oh princesa! que estás enfadada con tus padres, y, a consecuencia de un disgusto, has venido a habitar en este palacio en que me recibes sin el consentimiento de tu padre, el rey de los genn, y de tu madre, la reina de los genn, y de tus demás parientes? ¡Y quizá, en ese caso, vaya a ser yo para ti causa de sinsabores y motivo de molestias y fastidios!" Y así diciendo, el príncipe Hossein se inclinó hasta la tierra y besó la orla del traje de la gennia princesa, que le dijo, levantándole y cogiéndole la mano: "Sabe ¡oh príncipe Hossein! que yo soy mi única dueña y que obro siempre a mi antojo, sin sufrir jamás que nadie, entre los genn, se inmiscuya en lo que hago o pienso hacer. ¡Puedes estar tranquilo, a ese respecto, y nada nos sucederá que no sea grato!" Y añadió: "¿Quieres ser mi esposo y amarme mucho?" Y el príncipe Hossein exclamó: "¡Ya Alah! ¿qué si quiero? ¡Pues si daría mi vida entera por pasar un día, no ya como tu esposo, sino como el último de tus esclavos!" Y tras de hablar así, se arrojó a los pies de la bella gennia, que le levantó y dijo: "¡Puesto que así lo quieres, te acepto por esposo y soy tu esposa para en lo sucesivo!" Y añadió: "¡Y ahora, como ya debes tener hambre, vamos a tomar juntos nuestra primera comida!"

Y le condujo a una segunda sala, todavía más espléndida que la primera, iluminada por una infinidad de bujías perfumadas de ámbar, colocadas con una simetría que daba gusto verlas. Y se sentó con él ante una admirable bandeja de oro cargada de manjares de un aspecto regocijante para el corazón. Y se dejó oír en seguida, al son de los instrumentos de armonía, un coro de voces de mujeres que parecía descender del mismo cielo. Y la hermosa gennia se puso a servir con sus propias manos a su reciente esposo, ofreciéndole los trozos más delicados de los manjares, cuyos nombres le iba diciendo. Y al príncipe le parecían exquisitos aquellos manjares de que nunca había oído hablar, así como los vinos, las frutas, los pasteles y las confituras, cosas todas ellas como jamás las había probado en las fiestas y bodas de los seres humanos.

Y cuando se terminó la comida, la bella gennia princesa y su esposo fueron a sentarse en una tercera sala, coronada por una cúpula y más hermosa que la anterior. Y apoyaban la espalda en cojines de seda con flores de diferentes colores, hechos a aguja con una delicadeza maravillosa. Y en seguida entraron en la sala muchas bailarinas, hijas de genn, y bailaron una danza arrebatadora con la ligereza de los pájaros. Y al mismo tiempo se dejaba oír una música invisible, pero presente, que llegaba de arriba. Y continuó la danza hasta que se levantaron la hermosa gennia y su esposo. Y con un ritmo más armonioso, salieron de la sala las bailarinas como una bandada de aves, marchando delante de los recién casados hasta la puerta de la cámara, en que estaba preparado el lecho nupcial. Y se pusieron en hilera para que entrasen ellos, y se retiraron después, dejándoles en libertad de acostarse o de dormir.

Y los dos jóvenes esposos se acostaron en el lecho perfumado, y no lo hicieron para dormir, sino para gozar...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 812ª noche

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Ella dijo:

...Y los dos jóvenes esposos se acostaron en el lecho perfumado, y no lo hicieron para dormir, sino para gozar. Y de aquel modo pudo el príncipe Hossein probar y comparar. Y encontró en aquella gennia virgen una excelencia a que jamás se habían aproximado, ni por asomo, las más maravillosas jóvenes hijas de los humanos. Y cuando de nuevo quiso recrearse con sus atractivos incomparables, encontró el sitio tan intacto como si no lo hubieran tocado. Y entonces comprendió que en las hijas de los genn se reconstituía la virginidad indefinidamente. Y se deleitó hasta el límite del deleite con aquel hallazgo. Y cada vez hubo de felicitarse más de su destino, que le había conducido de la mano hacia aquella historia inesperada. Y se pasó aquella noche, y otras muchas noches, y otros días, en las delicias de los predestinados. Y lejos de disminuir su amor con la posesión, lo que ocurría era que aumentaba con los nuevos descubrimientos que sin cesar hacía en su bella gennia princesa, lo mismo en los encantos de su espíritu que en las perfecciones de su persona.

Y he aquí que, al cabo de seis meses de aquella vida dichosa, el príncipe Hossein, que siempre había sentido mucho afecto filial por su padre, pensó que su prolongada ausencia debía tenerle sumido en un dolor sin límites, máxime siendo inexplicable, y experimentó un deseo ardiente de volver a verle. Y se lo confío sin rodeos a su esposa la gennia, que en un principio se alarmó mucho de aquella resolución, pues temía que fuese un pretexto para abandonarla. Pero el príncipe Hossein le había dado y continuaba dándole tantas pruebas de adhesión, y tantas muestras de violenta pasión, y le habló de su anciano padre con tal ternura y tal elocuencia, que no quiso ella oponerse a la expansión filial. Y le dijo abrazándole: "¡Oh bienamado mío! en verdad que, si sólo escuchara a mi corazón, no podría decidirme a verte alejar de nuestras moradas, aunque sólo fuese por un día o por menos tiempo aún. Pero estoy ya tan convencida de tu adhesión a mí, y tengo tanta confianza en la firmeza de tu amor y en la verdad de tus palabras, que no quiero negarte el permiso de ir a ver a tu padre el sultán. ¡Pero es con la condición de que tu ausencia no dure mucho y de que así me lo jures, a fin de tranquilizarme!" Y el príncipe Hossein se echó a los pies de su esposa la gennia para demostrarle cuán lleno de agradecimiento estaba por su bondad para con él, y le dijo: "¡Oh soberana mía! ¡oh dama de la belleza! se todo lo que vale el favor que me otorgas, y por mucho que te diga para darte gracias, ten la seguridad de que pienso más aún. Y por mi cabeza te juro que mi ausencia será de corta duración. Y además, amándote como te amo, ¿crees que podría gastar más tiempo del necesario para ir a ver a mi padre y volver? Tranquiliza, pues, tu alma y refresca tus ojos, porque todo el tiempo estaré pensando en ti y no me sucederá nada desagradable, ¡inschalah!"

Y estas palabras acabaron de calmar la emoción de la encantadora gennia, que contestó, abrazando de nuevo a su esposo: "Parte, pues, ¡oh bienamado mío! bajo la salvaguardia de Alah, y vuelve a mí con buena salud. Pero antes he de rogarte no tomes a mal que te haga algunas indicaciones con respecto a la manera como tienes que portarte en el palacio de tu padre mientras dure tu ausencia de aquí. Y ante todo creo preciso que tengas mucho cuidado de no hablar de nuestro matrimonio a tu padre el sultán o a tus hermanos, ni de mi calidad de hija del rey de los genn, ni del lugar en que habitamos, ni del camino que a él conduce. ¡Diles únicamente a todos que se contenten con saber que eres perfectamente dichoso, que se ven satisfechos todos tus deseos, que no anhelas nada más que vivir en la bienandanza en que vives y que el solo motivo que te lleva a su lado es sencillamente el de hacer cesar las inquietudes que pudieran tener respecto a tu destino!"

Y habiendo hablado así, la gennia dió a su esposo veinte jinetes genn bien armados, bien montados y bien equipados, e hizo que le llevaran un caballo tan hermoso como no lo había en el palacio ni en el reino de su padre. Y cuando todo estuvo dispuesto, el príncipe Hossein se despidió de su esposa la gennia princesa, besándola y renovando la promesa que le había hecho de volver en seguida. Luego se aproximó al hermoso caballo inquieto, le acarició con la mano, le habló al oído, le besó y saltó a la silla con gracia. Y su esposa le vió y le admiró. Y después que se dieron el último adiós, partió él a la cabeza de sus jinetes.

Y como no era largo el camino que conducía a la capital de su padre, el príncipe Hossein no tardó en llegar a la entrada de la ciudad. Y en cuanto le reconoció, el pueblo se alegró mucho de verle, y le recibió con aclamaciones y le acompañó con gritos de júbilo hasta el palacio del sultán. Y su padre, al verle, se sintió muy feliz y le recibió en sus brazos, llorando y lamentando con su ternura paterna el dolor y la aflicción en que hubo de sumirle una ausencia tan larga e inexplicable. Y le dijo: "¡Ah! ¡hijo mío, creí que no iba a tener el consuelo de volver a verte! ¡Porque tenía motivo para temer que, a consecuencia de la decisión de la suerte ventajosa para tu hermano Hassán, te hubieses dejado arrastrar a cualquier acto de desesperación!" Y contestó el príncipe Hossein: "Ciertamente, ¡oh padre mío! fué muy cruel para mí la pérdida de mi prima la princesa Nurennahar, cuya conquista había sido el único objeto de mis deseos. Y el amor es una pasión que no se abandona a voluntad, sobre todo cuando es un sentimiento que nos domina, que nos martiriza y que no nos da tiempo de recurrir a los consejos de la razón. Pero ¡oh padre mío! supongo que no habrás olvidado que al disparar mi flecha, cuando acudí con mis hermanos al concurso del meidán, me sucedió una cosa extraordinaria e inexplicable: a pesar de todas las pesquisas que se hicieron, no pudo encontrarse mi flecha, disparada en una llanura uniforme y despareja. Y he aquí que, vencido de tal modo por el destino adverso, no quise perder tiempo en lamentos sin haber satisfecho por completo mi curiosidad hacia aquella aventura que no comprendía. Y me alejé durante las ceremonias de las bodas de mi hermano, sin que lo advirtiese nadie, y volví yo solo al meidán para ver si encontraba mi flecha. Y me puse a buscarla andando en línea recta, en la dirección que me parecía debió seguir, y mirando por todos lados, acá y allá, a mi derecha y a mi izquierda. Pero fueron inútiles todas mis pesquisas, aunque no me desalenté. Y proseguí mi marcha, siempre fijando los ojos de un lado a otro y tomándome el trabajo de reconocer y examinar la menor cosa que de cerca o de lejos pudiese parecerse a una flecha. Y de aquella manera recorrí una distancia muy larga, y acabé por pensar que no era posible que una flecha, aunque la disparase un brazo mil veces más fuerte que el mío, pudiese llegar tan lejos, y por preguntarme si no habría perdido todo mi buen sentido al mismo tiempo que mi flecha. Y ya me disponía a abandonar la empresa, sobre todo al ver que llegaba a una línea de rocas que tapaban completamente el horizonte, cuando de pronto, al pie mismo de una de aquellas rocas, vi mi propia flecha, no clavada en el suelo por la punta, sino caída a cierta distancia del sitio en que había debido rebotar. Y aquel descubrimiento me sumió en una perplejidad grande en vez de regocijarme. Porque yo no podía imaginarme razonablemente que fuese capaz de lanzar tan lejos una flecha. Y entonces ¡oh padre mío! tuve la explicación de aquel misterio y de cuanto me había acaecido en mi viaje a Samarcanda. Pero es un secreto que no puedo ¡ay! revelarte sin faltar a un juramento. Y todo lo que puedo decirte ¡oh padre mío! es que, desde aquel momento, me olvidé de mi prima, y de mi derrota, y de todas mis tribulaciones, y entré en el camino llano de la dicha. Y comenzó para mí una vida de delicias, que no han sido turbadas más que por el alejamiento en que me encontraba de un padre a quien quiero más que a nada en el mundo, y por el sentimento que tenía al pensar en lo inquieto que por mi suerte debía estar él. Y entonces creí era mi deber de hijo venir a verte y a tranquilizarte. ¡Y éste es ¡oh padre mío! el único motivo de mi llegada!"

Cuando el sultán hubo oído estas palabras de su hijo, y sólo comprendió por ellas que poseía la felicidad, contestó: "¡Oh hijo mío! ¿qué más podría desear para su hijo un padre afectuoso? Claro que me hubiese gustado mucho más verte disfrutar de esa dicha al lado mío, en mis postreros años, que en un paraje cuya situación y existencia ignoro aún. Pero ¿no puedes decirme, por lo menos, hijo mío, adónde tengo que dirigirme para tener con frecuencia noticias tuyas y no, estar en el estado de inquietud en que hubo de sumirme tu ausencia?" Y contestó el príncipe Hossein: "Sabe, para tranquilidad tuya, ¡oh padre mío! que yo mismo tendré cuidado de venir a verte con tanta frecuencia, que hasta temo ser importuno. Pero respecto al paraje en que se puedan tener noticias mías, te suplico que me dispenses de que te lo revele, porque se trata de un misterio de la fe que he jurado y de la promesa que he de mantener". Y sin querer insistir más sobre el particular, el sultán dijo al príncipe Hosseín: ¡Oh hijo mío! Alah me libre de penetrar más en el secreto, a pesar tuyo. Cuando quieras puedes regresar a ese lugar de delicias en que habitas. Solamente tengo que pedirte que también a mí, padre tuyo, me hagas una promesa, y es la de volver a verme una vez al mes, sin miedo a importunarme, como dices, ni a molestarme. Pues ¿qué ocupación más grata puede tener un padre amante que la de caldearse el corazón con la proximidad de sus hijos, y refrescarse el alma con su presencia, y alegrarse los ojos con su contemplación?" Y el príncipe Hossein contestó con el oído y la obediencia, y después de prestarse al juramento pedido, permaneció en el palacio tres días enteros; al cabo de los cuales se despidió de su padre, y a la mañana del cuarto día, por el alba, partió a la cabeza de sus jinetes, hijos de genn, como había venido...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 813ª noche

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Ella dijo:

... Y el príncipe Hossein contestó con el oído y la obediencia, y después de prestarse al juramento pedido, permaneció en el palacio tres días enteros, al cabo de los cuales se despidió de su padre, y a la mañana del cuarto día, por el alba, partió, a la cabeza de sus jinetes, hijos de genn, como había venido.

Y su esposa la bella gennia le recibó con alegría infinita y con un placer tanto más vivo cuanto que no se esperaba verle volver tan pronto. Y celebraron juntos aquel regreso feliz, amándose mucho de las maneras más agradables y diversas.

Y a partir de aquel día, nada perdonó la hermosa gennia para hacer a su esposo lo más atractiva posible la estancia en la morada encantada. Y fueron variaciones continuas en el modo de respirar el aire, de pasearse, de comer, de beber, de divertirse, de ver bailar a las bailarinas, de oír cantar a las almeas, de escuchar los instrumentos de armonía, de recitar poesías, de oler el perfume de las rosas, de engalanarse con las flores del jardín, de coger a porfía en las ramas las hermosas frutas maduras y de jugar al incomparable juego de los amantes, que es el juego de ajedrez del lecho, teniendo en cuenta todas las combinaciones sabias de que es susceptible juego tan delicado. Y al cabo de un mes de llevar aquella vida deliciosa, el príncipe Hossein, que ya había puesto a su esposa al corriente de la promesa que hubo de hacer a su padre el sultán, se vió obligado a interrumpir sus placeres y a despedirse de la entristecida gennia. Y equipado y ataviado con más magnificencia que la primera vez, montó en su hermoso caballo y se puso a la cabeza de sus jinetes, los hijos de los genn, para ir a hacer una visita a su padre el sultán.

Y he aquí que, desde que partió la última vez del palacio de su padre, los consejeros favoritos del sultán, que juzgaban del poderío del príncipe Hossein y de sus desconocidas riquezas por las pruebas que de ello había dado él en los tres días que pasó en el palacio, no dejaron, durante su ausencia, de abusar de la libertad que el sultán les concedía para hablarle y del ascendiente que sobre él habían adquirido, para tratar de hacer nacer en su alma sospechas contra su hijo y hacerle creer que el príncipe le hacía sombra. Y le manifestaron que la prudencia más elemental exigía que supiese, por lo menos, en qué lugar se hallaba el retiro de su hijo y de dónde sacaba todo el oro necesario para dispendios como los que había hecho durante su estancia y para el fasto de que alardeaba, únicamente con intención, decían, de humillar a su padre y de demostrar que no tenía necesidad de sus liberalidades ni de su tutela para vivir como un príncipe. Y le dijeron que era muy de temer que se hiciese popular y sublevase a los súbditos fieles contra su soberano para ponerse en lugar suyo.

Pero aunque aquellas palabras dejaron en él alguna duda, el sultán no quiso creer que su hijo Hossein, el preferido, fuese capaz de conspirar contra él, meditando un proyecto tan pérfido como aquél. Y contestó a sus consejeros favoritos: "¡Oh vosotros cuya lengua segrega la duda y la suspicacia! ¿acaso ignoráis que mi hijo Hossein me quiere y que estoy tanto más seguro de su ternura y de su fidelidad cuanto que jamás le he dado motivo para que esté descontento de mí?" Pero el más atendido de los favoritos repuso: "¡Oh rey del tiempo, que Alah te conceda larga vida! Pero ¿supones que el príncipe Hossein ha olvidado tan pronto lo que a él le parece una injusticia de tu parte por lo que concierne a la decisión de la suerte con respecto a la princesa Nurennahar? ¿Y no se te ocurre, aunque de todo se deduce claramente, que el príncipe Hossein no ha tenido el buen acuerdo de aceptar con sumisión el decreto del Destino en vez de imitar el ejemplo de su hermano mayor, quien, antes de rebelarse contra la cosa escrita, ha preferido vestir el hábito del derviche e ir a ponerse bajo la dirección espiritual de un santo jeique versado en el conocímiento del Libro? Y además, ¡oh amo nuestro! ¿no observaste antes que nosotros que, a la llegada del príncipe Hossein, él y sus gentes estaban descansados y sus trajes y los adornos y monturas de sus caballos tenían el mismo brillo que si acabaran de salir de la mano del fabricante? ¿Y no has notado que hasta los caballos tenían el pelo seco y reluciente y no estaban más fatigados que si viniesen de un simple paseo? ¡Pues todo eso ¡oh rey! servirá para probarte que el príncipe Hossein ha establecido su residencia secreta muy cerca de la capital para poder ejecutar a su antojo sus planes perniciosos, y fomentar disturbios en el pueblo, y entregarse a sus propagandas subversivas! ¡Habríamos, pues, faltado a nuestro deber ¡oh gran rey! si no nos hubiésemos impuesto la cruel obligación de despertar tu atención en un asunto tan delicado como importante y grave, a fin de que te decidas a velar por tu propia conservación y por el bien de tus súbditos fieles!"

Cuando el favorito hubo acabado este discurso lleno de malicia y de suspicacia, el sultán dijo: "En verdad que no sé si debo creer o no creer esas cosas sorprendentes. ¡De todos modos, os agradezco vuestra advertencia, y abriré más los ojos en el porvenir!" Y les despidió, sin hacerles ver cuánto se le había impresionado y alarmado el alma con sus palabras. Y con objeto de poder confundirles un día o darles las gracias por su consejo bien intencionado, resolvió vigilar los actos y pasos de su hijo Hossein a su próximo retorno.

Y he aquí que no tardó en llegar el príncipe, cumpliendo su promesa. Y su padre el sultán le recibió con la misma alegría y la misma satisfacción que la primera vez, teniendo mucho cuidado de no participarle las sospechas que despertaron en su espíritu los visires interesados en la perdición del joven. Pero al día siguiente llamó a una vieja, famosa en el palacio por su hechicería y su malicia, y que era capaz de destejer, sin romperlos, los hilos de una tela de araña. Y cuando estuvo ella entre sus manos, le dijo: "¡Oh vieja de bendición! ha llegado el día en que vas a poder probar tu abnegación en interés de tu rey. Sabe, pues, que desde que he vuelto a ver mi hijo Hossein no he podido obtener de él que me diga en qué lugar se ha establecido. Y por no importunarle no he querido hacer valer mi autoridad y obligarle, a pesar suyo, a revelar su secreto. Así es que te he hecho llamar, ¡oh reina de las hechiceras! porque te creo lo bastante hábil para satisfacer mi curiosidad sin que mi hijo ni nadie en el palacio pueda sospecharlo. He de pedirte, pues, que pongas en juego toda tu perspicacia y tu inteligencia, que no tiene igual, para observar a mi hijo desde el momento de su partida, que tendrá lugar mañana por el alba. 0 quizá sea mejor todavía que vayas hoy mismo, sin pérdida de tiempo, al sitio en que encontró su flecha, cerca de la línea de rocas que limita la llanura por Oriente. ¡Porque allí ha encontrado su Destino al mismo tiempo que su flecha!" Y la vieja hechicera contestó con el oído y la obediencia, y salió para ir a las proximidades de las rocas y ocultarse allí de manera que pudiese verlo todo sin ser vista.

Y he aquí que al día siguiente abandonó el palacio el príncipe Hossein con sus jinetes al despuntar el día, para no llamar la atención de los oficiales y de los transeúntes. Y llegado que fué a la excavación donde estaba la puerta de piedra, desapareció con cuantos le acompañaban. Y la vieja hechicera vió todo aquello y se asombró hasta el límite extremo del asombro.

Y cuando se repuso de su emoción salió de su escondrijo, y fué derecha a la cavidad por donde había visto desaparecer personas y caballos. Pero a pesar de su diligencia, y por más que miró en todas direcciones, yendo y volviendo sobre sus pasos varias veces, no dió con ninguna abertura ni con ninguna entrada. Porque la puerta de piedra, que había sido visible para el príncipe Hossein desde que llegó por primera vez allí, sólo se aparecía a ciertos hombres cuya presencia era agradable a la bella gennia, pero nunca y en ningún caso se aparecía aquella puerta a las mujeres, sobre todo a las viejas feas y horribles a la vista. Y rabiosa por no poder llevar más adelante sus investigaciones, la hechicera no pudo desahogarse de otro modo que lanzando un cuesco, que hizo saltar los guijarros y levantó polvareda. Y con la nariz alargada hasta los pies, volvió al lado del sultán, y le dió cuenta de todo lo que había visto, añadiendo: "¡Oh rey del tiempo! no he perdido la esperanza de ser más afortunada la vez próxima. ¡Y solamente te pido que tengas algo de paciencia y no te informes los medios de que pienso servirme!" Y el sultán, que ya estaba muy satisfecho de aquel primer resultado, contestó a la vieja: "¡Estás en completa libertad de acción! ¡Ve con la protección de Alah, y yo esperaré aquí con paciencia el efecto de tus promesas!" Y para estimularla le dió de regalo un maravilloso diamante, y le dijo: "Acepta esto como prueba de mi satisfacción. ¡Pero sabe que nada es en comparación de lo que pienso recompensarte si obtienes éxito en tu empresa!" Y la vieja besó la tierra entre las manos del rey, y se fué por su camino.

Y he aquí que, un mes después de aquel acontecimiento, salió por la puerta de piedra, como la última vez, el príncipe Hossein con su séquito de veinte jinetes soberbiamente equipados. Y al costear las rocas divisó a una pobre vieja que estaba tendida en el suelo y gemía de una manera lamentable, como una persona aquejada de un mal violento. Y estaba vestida de harapos y lloraba. Y el príncipe Hossein, compadecido, detuvo su caballo, y preguntó dulcemente a la vieja cuál era su mal y qué podía hacer él para aliviarla. Y la vieja artificiosa, que había ido a apostarse allí para conseguir lo que se proponía, contestó, sin levantar la cabeza, con voz entrecortada por gemidos y ahogos: "¡Oh mi caritativo señor! ¡Alah es quien te envía para cavarme la tumba, porque voy a morir! ¡Ah, se me escapa el alma! ¡Oh mi señor! ¡había yo salido de mi pueblo para ir a la ciudad, y en el camino se apoderó de mí una fiebre roja, que me ha dejado sin fuerzas aquí, lejos de todo ser humano, y sin esperanza de que me socorrieran!" Y el príncipe Hossein, que tenía un corazón compasivo, dijo a la vieja: "¡Permite, mi buena tía, que te levanten dos de mis hombres y te lleven al sitio adonde yo mismo voy a volver para que te cuiden!" E hizo seña a dos de sus acompañantes para que incorporaran a la vieja. Y así lo hicieron; y uno de ellos la puso luego a la grupa de su caballo. Y el príncipe desanduvo el camino, y llegó con sus jinetes a la puerta de piedra, que hubo de abrirse para dejarles entrar...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 814ª noche

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Ella dijo:

...Y el príncipe desanduvo el camino, y llegó con sus jinetes a la puerta de piedra, que hubo de abrirse para dejarles entrar.

Y al verlos volver sobre sus pasos de tal modo, y sin comprender qué motivo les había obligado a ello, la princesa gennia se apresuró a salir al encuentro de su esposo el príncipe Hossein, quien, sin apearse del caballo, le mostró con el dedo a la vieja, que parecía una agonizante, y a quien dos jinetes acababan de dejar en tierra, sosteniéndola por debajo de los brazos, y le dijo: "¡Oh soberana mía! Alah puso en nuestro camino a esta pobre vieja en el estado lamentable en que la ves, y es preciso que le procuremos socorro y asistencia. ¡La recomiendo, pues, a tu compasión, rogándote le prodigues cuantos cuidados juzgues necesarios!" Y la gennia princesa, que tenía fijas en la vieja sus miradas, dió orden a sus mujeres de que la cogieran de manos de los jinetes y la llevaran a un aposento reservado, tratándola con las mismas consideraciones y la misma atención que tendrían para su propia persona. Y cuando se alejaron con la vieja las mujeres, la bella gennia dijo a su esposo, bajando la voz: "¡Alah premie tu compasión, que parte de un corazón generoso! Pero desde ahora puedes estar tranquilo por esa vieja, que no está más enferma que mis ojos, y yo sé la causa que aquí la trae y cuáles son las personas que la han impulsado a ello y lo que se propuso al apostarse en tu camino. ¡Mas no tengas temor por eso, y estate seguro de que, tramen lo que tramen contra ti con intención de mortificarte y de perjudicarte, yo sabré defenderte, haciendo vanas cuantas emboscadas te preparen!" Y abrazándole de nuevo, le dijo: "¡Parte bajo la protección de Alah!" Y el príncipe Hossein, habituado ya a no pedir explicaciones a su esposa la gennia, se despidió de ella y otra vez emprendió su camino hacia la capital de su padre, adonde no tardó en llegar con su séquito. Y el sultán le recibió como de costumbre, sin dejar entrever ante él ni ante sus consejeros los sentimientos que le embargaban.

En cuanto a la vieja hechicera, las dos doncellas de la bella gennia la condujeron, pues, a un hermoso aposento reservado y la ayudaron a acostarse en un lecho con colchones de raso bordado, sábanas de seda fina y mantas de tisú de oro. Y una de ellas le ofreció una taza llena de agua de la Fuente de los Leones, diciéndole: "¡Aquí tienes una taza de agua de la Fuente de los Leones, que cura las enfermedades más tenaces y devuelve la salud a los moribundos!" Y la vieja bebió el contenido de la taza, y unos instantes después exclamó: "¡Qué licor tan admirable! ¡Me siento curada, como si me hubieran sacado con tenazas el mal! ¡Por favor, daos prisa a conducirme a presencia de vuestra ama, con objeto de darle gracias por su bondad y hacerle patente mi gratitud!" Y se levantó acto seguido, fingiendo encontrarse restablecida de un mal que no hubo de sufrir. Y las dos doncellas la llevaron por varios aposentos, a cual más magnífico, hasta la sala en que se hallaba su ama.

Y he aquí que la bella gennia estaba sentada en un trono de oro macizo, enriquecido de pedrerías, y rodeada por muchas de sus damas de honor, que eran todas encantadoras e iban vestidas de manera tan maravillosa como su señora. Y la vieja hechicera, deslumbrada con todo lo que veía, se prosternó a los pies del trono, balbuceando gracias. Y le dijo la gennia: "Me satisface ¡oh buena mujer! que te hayas curado. Y ahora eres libre de permanecer en mi palacio todo el tiempo que quieras. ¡Y mis mujeres van a ponerse a tu disposición para enseñarte mi palacio!" Y la vieja, tras de besar la tierra por segunda vez, se levantó y se dejó guiar por las dos jóvenes, que le enseñaron el palacio con todos sus detalles maravillosos. Y cuando la hicieron recorrerlo por completo, se dijo ella que más valdría retirarse entonces que había visto lo que quería ver. Y expuso este deseo a las dos jóvenes, después de darles las gracias por su amabilidad. Y la hicieron salir por la puerta de piedra, deseándole feliz viaje. Y en cuanto se vió ella en medio de las rocas retrocedió para observar el emplazamiento de la puerta y poder encontrarla; pero como la puerta era invisible para las mujeres de su especie, la buscó en vano; y se vió obligada a volverse sin dar con el camino.

Y cuando llegó a presencia del sultán le dió cuenta de todo lo que había hecho, de cuanto había visto y de la imposibilidad en que se hallaba de encontrar la entrada del palacio. Y el sultán, bastante satisfecho con aquellas explicaciones, convocó a sus visires y a sus favoritos y les puso al corriente de la situación, pidiéndoles su opinión.

Y unos le aconsejaron que condenara a muerte al príncipe Hossein, diciéndole que conspiraba contra su trono, y otros opinaron que más valdría apoderarse de él y encerrarle para el resto de sus días. Y el sultán se encaró con la vieja, y le preguntó: "¿Y a ti qué te parece?" Ella dijo: "¡Oh rey del tiempo! me parece que lo mejor sería utilizar las relaciones que tiene tu hijo con esa gennia para pedir y obtener de ella maravillas como las que hay en su palacio. ¡Y si se niega él o se niega ella, sólo entonces habrá que pensar en el procedimiento violento que acaban de indicarte los visires!" Y dijo el rey: "¡No hay inconveniente!" E hizo ir a su hijo, y le dijo: "¡Oh hijo mío! ya que eres más rico y más poderoso que tu padre, ¿podrás traerme, la próxima vez, alguna cosa que me complazca, por ejemplo, una tienda hermosa que me sirva para la caza y para la guerra?" Y el príncipe Hossein contestó como debía, haciendo patente a su padre la alegría que sentiría al poder satisfacerle.

Y cuando estuvo de vuelta junto a su esposa la gennia, le participó el deseo de su padre, y contestó ella: "¡Por Alah! ¡lo que nos pide el sultán es una bagatela!" Y llamó a su tesorera, y le dijo: "Id por el pabellón mayor que haya en mi tesoro! ¡Y decid a vuestro guarda Schaibar que me lo traiga!" Y la tesorera se apresuró a ejecutar la orden. Y volvió unos instantes después acompañada del guarda del tesoro, que era un genni de especie muy particular. En efecto, era de pie y medio de alto, tenía una barba de treinta pies, un bigote espeso y erguido hasta las orejas, y unos ojos como los ojos del cerdo, muy metidos en la cabeza, que era tan gorda como su cuerpo; y llevaba en un hombro una barra de hierro que pesaba cinco veces más que él, y en la otra mano llevaba un paquetito envuelto. Y la gennia le dijo: "¡Oh Schaibar! vas a acompañar en seguida a mi esposo, el príncipe Hossein, a presencia de su padre el sultán. ¡Y harás lo que debas hacer!" Y Schaibar contestó con el oído y la obediencia, y preguntó: "¿Y es preciso también ¡oh mi señora! que lleve el pabellón que tengo en la mano?" Ella dijo: "¡Claro! ¡pero antes lo desenvolverás aquí para que lo vea el príncipe Hossein!" Y Schaibar fué al jardín y desdobló el paquete que llevaba. Y de él salió un pabellón que, completamente desplegado, podría resguardar a todo un ejército, y que tenía la propiedad de agrandarse y achicarse con arreglo a lo que tenía que cubrir. Y tras de enseñarlo, lo volvió a plegar e hizo con él un paquete que cabía en la palma de la mano. Y dijo el príncipe Hossein: "¡Vamos a ver al sultán!"

Y cuando el príncipe Hossein, con Schaibar de espolique, llegó a la capital de su padre, todos los transeúntes corrieron a esconderse en las casas y en las tiendas, cuyas puertas se apresuraron a cerrar, poseídos de espanto a la vista del genni enano, que iba con su barra de hierro al hombro. Y a su llegada a palacio, los porteros, los eunucos y los guardias se pusieron en fuga, lanzando gritos de terror. Y entraron ambos en el palacio y se presentaron al sultán, que estaba rodeado de sus visires y de sus favoritos y charlaba con la vieja hechicera. Y avanzando hasta las gradas del trono, Schaibar esperó a que el príncipe Hossein hubiese saludado a su padre, y dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡te traigo el pabellón!" Y lo desplegó en medio de la sala, y se puso a agrandarlo y a achicarlo, manteniéndose a cierta distancia. Luego blandió de pronto la barra de hierro, y la descargó en la cabeza del gran visir y le mató del golpe. Después mató de la misma manera a los demás visires y a todos los favoritos, que, inmóviles de espanto, no tenían fuerzas ni para levantar un brazo con objeto de defenderse. Y mató más tarde a la vieja hechicera, diciéndole: "¡Para que aprendas a hacerte la agonizante!" Y cuando mató de tal modo a todos los que tenía que matar, volvió a echarse al hombro la barra, y dijo al rey: "¡Les he castigado para que expíen sus malos consejos! En cuanto a ti, ¡oh rey! aunque has sido débil de voluntad, como si pensaste matar o encarcelar al príncipe Hossein fué sólo impulsado por ellos, te indulto de la misma pena. Pero te destituyo de tu realeza. ¡Y si piensa protestar alguno en la ciudad, le mataré! ¡E incluso mataré a toda la ciudad, si se niega a reconocer por rey al príncipe Hossein! ¡Y ahora, baja ya y vete, o te mato!" Y el rey se apresuró a obedecer, y bajando de su trono salió de su palacio y se fué a vivir en soledad con su hijo Alí, sometiéndose a la obediencia del santo derviche.


En cuanto al príncipe Hassán y a su esposa Nurennahar, como no habían intervenido en la conspiración, cuando el príncipe Hossein fué rey les asignó como feudo la provincia más hermosa del reino y mantuvo con ellos las relaciones más cordiales. Y el príncipe Hossein vivió con su esposa, la bella gennia, en medio de delicias y prosperidades. Y dejaron ambos numerosa posteridad, que, a la muerte de ellos, reinó durante años y años. ¡Pero Alah es más sabio!


Y tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló. Y le dijo su hermana Doniazada: "¡Oh hermana mía! ¡cuán dulces y sabrosas y deleitosas son tus palabras!"

Y Schehrazada sonrió, y dijo: "¿Pues qué es eso comparado con lo que os contaré aún, si el rey me lo permite?" Y el rey Schahriar se dijo: "¿Qué podrá contarme aún que no conozca yo?" Y dijo a Schehrazada: "¡Tienes permiso para ello!"


Y Schehrazada dijo:



Historia de Sarta-de-Perlas

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En los anales de los sabios y los libros del pasado se cuenta que el Emir de los Creyentes Al-Motazid Bi'llah, décimosexto califa de la casa de Abbas, nieto de Al-Mota-wakkil, nieto de Harún Al-Raschid, era un príncipe dotado de alma superior, de corazón intrépido y de sentimientos elevados, lleno de distinción y de elegancia, de nobleza y de gracia, de bravura y de gallardía, de majestad y de inteligencia, igualando a los leones en fuerza y en valor, y además, con un ingenio tan fino, que estaba considerado como el poeta más grande de su tiempo. Y en Bagdad, su capital, tenía, para ayudarle a llevar los asuntos de su inmenso imperio, sesenta visires llenos de un celo infatigable, que velaban por los intereses del pueblo con la misma incansable actividad que su señor. Con lo cual no permanecía oculto para él nada de cuanto pasaba en su reino, en los países que extendíanse desde el desierto de Scham hasta los confines del Maghreb, y desde las montañas del Khorassán y el mar occidental hasta los límites profundos de la India y del Afghanistán, ni siquiera el acontecimento más fútil en apariencia.

Y he aquí que un día en que se paseaba con Ahmad Ibn-Hamdún el narrador, su íntimo y preferido compañero de copa, y el mismo a quien debemos la transmisión oral de tantas hermosas historias y poemas maravillosos de nuestros padres antiguos, llegó ante una morada de apariencia señorial, deliciosamente recatada entre jardines, y cuya armónica arquitectura pregonaba los gustos de su propietario con mucha más delicadeza de lo que hubiese hecho la lengua más elocuente. Porque para quien, como el califa, tenía los ojos sensibles y el alma atenta, aquella morada era la elocuencia misma.

Y estando ambos sentados en el banco de mármol que daba frente a la morada, y mientras descansaban allí de su paseo, respirando la suave brisa que llegaba embalsamada con el alma de los lirios y de los jazmines, vieron aparecer ante ellos, saliendo de lo umbrío del jardín, a dos jóvenes hermosos cual la luna en su décimocuarto día. Y charlaban los tales entre sí, sin advertir la presencia de los dos extranjeros sentados en el banco de mármol. Y uno de ellos decía a su interlocutor: "¡Haga el cielo ¡oh amigo mío! que en este día de esplendor vengan a visitar a nuestro amo huéspedes del azar! ¡Porque le entristece que haya llegado la hora de la comida sin que esté allí nadie para hacerle compañía, cuando, por lo general, tiene siempre a su lado amigos y extranjeros a quienes regala con delicias y a quienes alberga magníficamente!" Y contestó el otro joven: "Cierto que es la primera vez que sucede semejante cosa y se encuentra solo nuestro amo en la sala de los festines. Muy extraño es que, a pesar de la dulzura de este día de primavera, ningún paseante se haya fijado, para descansar, en nuestros jardines, tan hermosos, que de ordinario vienen a visitarlos desde el interior de las provincias.

Al oír estas palabras de los dos jóvenes, Al-Motazid quedó extremadamente asombrado de saber que no sólo existía en su capital un señor de alto rango, cuya morada le era desconocida, sino que aquel señor llevaba una vida tan singular y no le gustaba la soledad en las comidas. Y pensó: "¡Por Alah! ¡A mí, que soy el califa, a menudo me gusta estar a solas conmigo mismo, y moriría en el más breve plazo si tuviese que sentir a perpetuidad una vida extraña al lado de mí! ¡que tan inestimable es a veces la soledad!"

Luego dijo a su fiel comensal: "¡Oh lbn-Hamdún! ¡oh narrador de lengua de miel! tú, que conoces todas las historias del pasado y nada ignoras de los acontecimientos contemporáneos, ¿sabías de la existencia del hombre propietario de este palacio? ¿Y no te parece que nos urge entablar conocimiento con uno de nuestros súbditos, cuya vida es tan diferente a la vida de los demás hombres, y tan asombrosa de fasto solitario? Y además, ¿no me dará eso ocasión de ejercer con uno de mis súbditos nobles una generosidad que yo quisiera fuese todavía más magnífica que aquella con la cual debe tratar él a sus huéspedes fortuitos?" Y contestó el narrador lbn-Hamdún: "Sin duda que el Emir de los Creyentes no tendrá que arrepentirse de su visita a este señor desconocido para nosotros. ¡Voy, pues que tal es el deseo de mi señor, a llamar a esos dos encantadores jóvenes y a anunciarles nuestra visita al propietario de ese palacio!" Y se levantó del banco, así como Al-Motazid, que iba disfrazado de mercader, según su costumbre. Y apareció ante los dos buenos mozos, a los cuales dijo: "¡Por Alah sobre vosotros dos! id a prevenir a vuestro amo de que a su puerta hay dos mercaderes extranjeros que solicitan la entrada en su morada y reclaman el honor de presentarse entre sus manos".

Y en cuanto oyeron ambos jóvenes estas palabras, volaron, jubilosos, a la morada, en el umbral de la cual no tardó en aparecer el dueño del dominio en persona, y era un hombre de rostro claro, de facciones finas y delicadas, de aspecto elegante y de actitud llena de simpatía...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 815ª noche

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Ella dijo:

...Y era un hombre de rostro claro, de facciones finas y delicadas, de aspecto elegante y de actitud llena de simpatía. E iba vestido con una túnica de seda de Nischabur, llevaba a los hombros un manto de terciopelo con franjas de oro, y en un dedo ostentaba un anillo de rubíes. Y se adelantó hacia ellos con una sonrisa de bienvenida en los labios y llevándose la mano izquierda al corazón, les dijo: "¡La zalema y la cordialidad para los señores benévolos que nos favorecen con el favor supremo de su llegada!"

Y entraron en la morada, y al ver los visitantes su maravillosa disposición, la creyeron un trozo del propio Paraíso, porque su hermosura interior superaba con mucho a su hermosura externa, y sin duda haría perder al enamorado torturado el recuerdo de su bienamada.

Y en la pila de alabastro de la sala de reunión, donde cantaba un surtidor de diamante, mirábase un jardinillo que era una delicia de frescura y un encanto. Porque aunque el jardín grande circundaba la morada con todas las flores y todas las frondas que adornan la tierra de Alah, y aunque por su esplendor era una locura de vegetación, el jardinillo era una cordura indudablemente. Y las plantas que lo componían eran cuatro flores, sí, sólo eran cuatro flores, en verdad, pero como no las habían contemplado ojos humanos más que en los primeros días de la tierra.

La primera flor era una rosa inclinada sobre el tallo y sola en absoluto, no la de los rosales, sino la rosa original, cuya hermana había florecido en el Edén antes de la bajada furiosa del ángel. Y era una llama de oro rojo encendida por sí misma, un fuego de alegría avivado desde dentro, una aurora magnífica, vivaz, encarnadina, aterciopelada, fresca, virginal, inmaculada, deslumbradora. Y contenía en su corola la púrpura necesaria para la túnica de un rey. En cuanto a su olor hacía entreabrirse en un latido los abanicos del corazón, y decía al alma: "¡Embriágate!", y prestaba alas al cuerpo, diciéndole: ¡Vuela!"


Y la segunda flor era un tulipán erguido en su tallo y solo en absoluto, no un tulipán de cualquier parterre real, sino el tulipán antiguo, regado con sangre de dragones, aquel cuya especie, abolida, florecia en Iram-de-las-Columnas, y cuyo color decía a la copa de vino añejo: "¡Yo embriago sin que me toquen los labios!", y al tizón inflamado: "¡Yo quemo, pero no me consumo!"


Y la tercera flor era un jacinto erguido en su tallo y solo en absoluto, no el de los jardines, sino el jacinto padre de los lirios, el que tiene un blanco puro, el delicado, el oloroso, el frágil, el cándido jacinto que decía al cisne cuando salía del agua: "¡Soy más blanco que tú!"


Y la cuarta flor era un clavel inclinado sobre su tallo y solo en absoluto, no, ¡oh! no el clavel de las terrazas que riegan por la noche las jóvenes, sino un globo incandescente, una partícula del sol que se hunde por Poniente, un pomo de olor encerrando el alma volátil de la pimienta, el propio clavel cuyo hermano fué ofrecido por el rey de los genn a Soleimán para que con él adornara la cabellera de Balkis y prepararse el Elixir de larga vida, el Bálsamo espiritual, el Alcali real y la Triaca.


Y sólo con tocar estas cuatro flores, aunque no fuese más que en imagen, el agua de la pila tenía numerosos estremecimientos de emoción, incluso cuando se callaba el surtidor musical y cesaba la lluvia de diamante. Y como sabían que eran tan hermosas, las cuatro flores se inclinaban sonrientes sobre sus tallos y se miraban con atención.

Y excepto estas cuatro flores que había en aquella pila, nada adornaba aquella sala de mármol blanco y de frescura. Y descansaba allí satisfecha la mirada, sin pedir nada más.

Cuando el califa y su compañero se sentaron en el diván, cubierto con un tapiz de Khorassán, el huésped, tras de nuevos deseos de bienvenida, les invitó a compartir con él la comida, compuesta de cosas exquisitas que acababan de llevar en bandejas de oro los servidores y que colocaban en taburetes de bambú. Y la comida se celebró con la cordialidad de que usan los amigos para con sus amigos, y se animó con la entrada que, a una señal del huésped, hicieron cuatro jóvenes de rostro de luna, que eran la primera una tañedora de laúd, la segunda una tañedora de címbalos, la tercera una cantarina y la cuarta una danzarina. Y en tanto que con la música, el canto y la gracia de los movimientos completaban entre las cuatro la armonía de aquella sala y encantaban el aire, el huésped y sus dos invitados probaban los vinos en las copas y se endulzaban con las frutas cogidas en rama, tan hermosas, que sólo podrían proceder de árboles del Paraíso.

Y el narrador lbn-Hamdún, aunque estaba habituado a que le tratase suntuosamente su señor, se sintió con el alma tan exaltada por los vinos generosos y por tantas lindezas reunidas, que se volvió hacia el califa con ojos inspirados, y con la copa en la mano recitó un poema que acababa de surgir en él al recuerdo de un joven amigo que poseía:

Y dijo con su hermosa voz rítmica:

¡Oh tú, cuya mejilla está modelada en la rosa silvestre y moldeada como la de un ídolo de la China!


¡Oh jovenzuelo de ojos de azabache, de formas de hurí! ¡abandona tus posturas perezosas, cíñete los riñones y haz reír en la copa este vino color de tulipán nuevo!


Porque hay horas para la prudencia y otras para la locura! ¡Échame de este vino hoy! ¡Pues ya sabes que me gusta la sangre extraída de la garganta de los barriles cuando es pura como tu corazón!


¡Y no me digas que este licor es pérfido! ¿Qué importa la embriaguez a quien nació ebrio? ¡Hoy mis anhelos son complicados al igual de tus bucles!


¡Y no me digas que para los poetas es funesto el vino! ¡Porque mientras sea, como hoy, azul la túnica del cielo y verde el traje de la tierra, querré beber hasta morir!


¡A fin de que los jóvenes de rostro hermoso que vayan a visitar mi tumba, al respirar el olor del vino, victorioso de la tierra, que exhalarán mis cenizas, se sientan ebrios ya por el solo efecto de este olor!


Y acabando de improvisar este poema, el narrador levantó los ojos hacia el califa para sorprender en su rostro el efecto producido por los versos. Pero en vez de la satisfacción que esperaba ver, notó tal expresión de contrariedad y de cólera reconcentrada, que dejó escapar de su mano la copa llena de vino. Y tembló con toda el alma, y se habría creído perdido sin remisión, si no hubiese notado también que el califa no parecía haber oído los versos recitados, y si no le hubiese visto con los ojos extraviados y como distraídos en la solución de un problema insondable. Y se dijo: "¡Por Alah, que hace un instante tenía el rostro satisfecho, y hele aquí ahora negro de contrariedad y tan tempestuoso como no lo he visto nunca! ¡Y sin embargo, por más que estoy acostumbrado a leer sus pensamientos en la expresión de sus facciones y a adivinar sus sentimientos, no sé a qué atribuir esta mudanza súbita! ¡Alah aleje el Maligno y nos preserve de sus maleficios!"

Y mientras él se torturaba de tal suerte el espíritu para llegar a penetrar el motivo de aquella cólera, el califa lanzó de pronto a su huésped una mirada cargada de desconfianza, y contrariando todas las reglas de la hospitalidad, y a despecho de la costumbre que exige que jamás el huésped y el invitado se pregunten sus nombres y cualidades, preguntó al dueño del dominio con voz que intentaba reprimir: "¿Quién eres, ¡oh hombre!?"

El huésped, que al oír esta pregunta había cambiado de color y se sintió en extremo mortificado, no quiso, empero, negarse a contestar, y dijo: "Me llaman generalmente Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani".

Y añadió el califa: "¿Y sabes quién soy?" Y contestó el huésped, más pálido aún: "No, por Alah, que no tengo ese honor, ¡oh mi señor!"

Entonces, advirtiendo cuán penosa se hacía la situación, Ibn-Hamdún se levantó, y dijo al joven: "¡Oh huésped nuestro! estás en presencia del Emir de los Creyentes, el califa Al-Motazid Bi'llah, nieto de Al-Motawakkil Ala'llah".

Al oír estas palabras, el dueño del dominio se levantó a su vez en el límite de la emoción, y besó la tierra: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡por las virtudes de tus generosos antecesores los beneméritos, te conjuro a que perdones a tu esclavo los errores en que sin duda alguna, por inadvertencia, haya podido incurrir para con tu augusta persona, o la falta de cortesía de que haya podido hacerse reo, o la falta de consideraciones, o la falta de generosidad!" Y contestó el califa: "¡Oh hombre! no tengo que reprocharte ninguna falta de ese género. Por el contrario, has dado prueba conmigo de una generosidad que te envidiarían los más munificentes entre los reyes. ¡Y si te he interrogado, por lo visto fué porque una causa muy grande me impulsó a ello de pronto, cuando yo no pensaba más que en darte las gracias por todo lo que de hermoso había visto en tu casa!"

Y dijo el huésped, azorado: "¡Oh mi señor soberano! ¡por favor, no hagas pesar tu cólera sobre tu esclavo sin haberle convencido de su crimen antes!" Y dijo el califa: "¡Al primer golpe de vista he notado ¡oh hombre! que en tu casa todo, desde los muebles hasta las mismas ropas que sobre ti llevas, ostenta el nombre de mi abuelo Al-Motawakkil Ala'llah! ¿Puedes explicarme circunstancia tan extraña? ¿Y no debo pensar en algún saqueo clandestino del palacio de mis santos abuelos? Habla sin reticencias, o te espera la muerte al instante".

Y en lugar de turbarse, el huésped recobró su aire afable y su sonrisa y con su voz más apacible dijo: "Sean contigo las gracias y la protección del Todopoderoso, ¡oh mi señor! ¡Ciertamente, hablaré sin reticencias pues la verdad es tu ropa interior, la sinceridad tu traje exterior, y en tu presencia nadie podría expresarse de otro modo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 816ª noche

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Ella dijo:

"¡Ciertamente hablaré sin reticencias, pues la verdad es tu ropa interior, la sinceridad tu traje exterior, y en tu presencia nadie podría expresarse de otro modo!"

Y el califa le dijo: "¡En ese caso, siéntate y habla!"

"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! (¡pluguiera a Alah prolongarte triunfos y favores!) que no soy, como pudiera suponerse, ni un hijo del rey, ni un cherif, ni un hijo de visir, ni nada que de cerca o de lejos tenga que ver con la nobleza de nacimiento. Pero mi historia es una historia tan extraña, que si se escribiese con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de enseñanza a quien la leyera con respeto y atención. Porque, aunque yo no sea noble, hijo de noble, ni de una familia noble, creo que puedo afirmar a mi señor, sin ánimo de mentir, que la tal historia le satisfará, si quiere prestarme oído, y aplacará su cólera acumulada contra el esclavo que le habla".

Y Abu'l Hassán dejó de hablar por un instante, coordinó sus recuerdos, los precisó en su pensamiento, y continuó de este modo:

"He nacido en Bagdad ¡oh Emir de los Creyentes! de un padre y una madre que sólo me tenían a mi por toda posteridad. Y mi padre era un simple mercader del zoco, si bien era el más rico entre los mercaderes y el más respetado. Y no era mercader en un zoco únicamente, sino que en cada zoco tenía una tienda que era la más hermosa, lo mismo en el zoco de los cambistas, que en el de los drogueros, que en el de los mercaderes de telas. Y en cada una de sus tiendas tenía un representante hábil para las operaciones de venta y de compra. Y en el piso de encima de cada trastienda poseía un cuarto reservado en que poder ponerse cómodo, al abrigo de las idas y venidas, y dormir la siesta en la época de los calores, mientras que, para refrescarse durante su sueño, un esclavo desempeñaba las funciones de hacerle aire con un abanico, abanicándole con respeto los testículos especialmente. Pues mi padre tenía los testículos sensibles al calor, y nada le hacía tanto bien como la brisa del abanico.

Como yo era su único hijo, me quería con ternura, no me privaba de nada y no perdonaba ningún dispendio para mi educación. Y además, de año en año se multiplicaban sus riquezas, gracias a la bendición, y resultaban difíciles de enumerar. Y entonces fué cuando, al llegar la hora de su Destino, murió (¡Plegue a Alah cubrirle con Su misericordia, admitirle en Su paz y alargar con los días que perdió el difunto la vida del Emir de los Creyentes!)

En cuanto a mí, habiendo heredado de mi padre bienes inmensos, continué haciendo marchar, como en vida suya, los negocios del zoco. Y por cierto que no me privaba de nada, comiendo, bebiendo y divirtiéndome en la medida de mis fuerzas con mis amigos predilectos. Y me pareció que la vida era excelente, y traté de hacérsela a los demás tan agradable como resultaba para mí. Por eso era mi dicha completa y sin amargura, y no deseaba yo nada mejor que mi vida de todos los días. Porque todo eso que los hombres llaman ambición, y que los vanidosos llaman gloria, y que los pobres de espíritu llaman renombre, y los honores y el ruido, eran un sentimento insoportable para mí. Y me prefería yo a todo eso. Y a las satisfacciones de fuera prefería la tranquilidad de mi existencia, y a las falsas grandezas mi sencilla felicidad escondida entre mis amigos de rostro dulce.

Pero ¡oh mi señor! por muy sencilla y límpida que sea una vida, jamás está libre de complicaciones. Y yo mismo había de experimentarlo pronto como mis semejantes. Y fué bajo el aspecto más encantador como entró en mi vida la complicación. Pues Alah, ¿hay en la tierra encanto comparable al de la belleza cuando, para manifestarse, elige el rostro y las formas de una adolescente de catorce años? ¿Y hay ¡oh mi señor! adolescente más seductora que la que no se espera, cuando, para abrasarnos el corazón, tiene el rostro y las formas de una jovenzuela de catorce años? Porque bajo ese aspecto, y no bajo otro, fué como se me apareció ¡oh Emir de los Creyentes! la que para siempre había de sellarme la razón con el sello de su imperio.

En efecto, estaba un día yo sentado delante de mi tienda, y charlaba de unas cosas y de otras con mis amigos habituales, cuando vi detenerse frente a mí a una arrebatadora y sonriente joven, ataviada con dos ojos babilónicos, que me lanzó una mirada, una sola mirada, y nada más. Y como bajo la picadura de una flecha acerada, me estremecí en mi alma y en mi carne, y sentí que se conmovía todo mi ser como ante la llegada misma de mi dicha. Y al cabo de un instante avanzó hacia mí la joven, y me dijo: "¿Es aquí, por ventura, la tienda reservada del señor Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani?" Y me preguntó esto ¡oh mi señor! con una voz de agua corriente; y se erguía ante mí, esbelta y flexible en su gracia; y bajo el velo de muselina, su boca de virgen niña era una corola de púrpura abriéndose sobre dos húmedas hileras de granizos. Y contesté, levantándome en honor suyo: "¡Sí, ¡oh mi señora! ésta es la tienda de tu esclavo!" Y mis amigos, por discreción, se levantaron todos y se marcharon.

Entonces la joven entró en la tienda, ¡oh Emir de los Creyentes! arrastrando mi razón tras su hermosura. Y se sentó en el diván como una reina, y me preguntó: "¿Y dónde está él?" Muy azorado y trabándoseme de emoción la lengua, contesté: "Soy yo mismo, ¡ya setti!" Y sonrió ella con la sonrisa de su boca, y me dijo: "Di entonces a ese dependiente tuyo que me cuente trescientos dinares de oro". Y al instante me encaré con mi primer contable, y le di orden de pesar trescientos dinares y entregárselos a aquella dama sobrenatural. Y tomó ella el saco de oro que le entregaba mi empleado, y levantándose se marchó, sin tener una palabra de agradecimiento ni un gesto de despedida. Y en verdad, ¡oh Emir de los Creyentes! que mi razón no pudo hacer otra cosa que continuar tras ella, atada a sus pies.

Y he aquí que, cuando la hermosa joven hubo desaparecido, mi dependiente me dijo respetuosamente: "¡Oh mi señor! ¿a nombre de quién debo inscribir la suma adelantada?" Yo contesté: "¡Ah! ¿lo sé yo acaso? ¿Y desde cuándo inscriben los humanos en sus libros de cuentas los nombres de las huríes? Si quieres, escribe: Adelantada la suma de trescientos dinares a la Abrasadora-de-Corazones".

Cuando mi primer contable oyó estas palabras, se dijo: "¡Por Alah! Mi amo, que de ordinario es tan mirado, no obra conmigo de un modo tan inconsecuente más que para poner a prueba mi sagacidad y mi deber. ¡Voy, pues, a echar a correr detrás de la desconocida y a preguntarle su nombre!" Y sin consultarme sobre el particular, salió de la tienda, lleno de celo, y echó a correr en pos de la joven, que ya se había perdido de vista. Y al cabo de cierto tiempo volvió a la tienda, pero con la mano en su ojo izquierdo y con el rostro bañado en lágrimas. Y se fué, cabizbajo, a ocupar su sitio en la caja, limpiándose las mejillas. Y le pregunté: "¿Qué te pasa?" Me contestó: "Alejado sea el Maligno, ¡oh mi señor! Creí obrar bien siguiendo a la joven señora que estaba aquí, con intención de preguntarle su nombre. Pero en cuanto sintió que la seguían se volvió bruscamente hacia mí, y me asestó en el ojo izquierdo un puñetazo que por poco me parte la cabeza. Y aquí me tienes con un ojo aplastado por una mano más fuerte que la de un herrero".

¡Eso fué todo!

¡Loores a Alah, ¡oh mi señor! que esconde tanta fuerza en las manos de las gacelas y pone tanta prontitud en sus movimientos!

Y todo aquel día permanecí con el espíritu encadenado por el recuerdo de aquellos ojos de asesinato, y con el alma torturada a la par que refrescada por el paso de la que me arrebató la razón.

Y he aquí que al día siguiente a la misma hora, mientras yo me abismaba en su amor, vi de pie ante mi tienda a la encantadora, que me miraba sonriendo. Y a su vista estuvo a punto de huírseme de alegría la poca razón que me quedaba. Y cuando abría yo la boca para desearle la bienvenida, me dijo ella: "Sin duda, ya Abu'l Hassán, habrás dicho para tu ánima, pensando en mí: "¿Qué trapisonda no será, que ha cogido lo que ha cogido y se ha marchado tan tranquila?"

Pero yo contesté: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, ¡oh mi soberana! ¡No has hecho más que tomar lo que te pertenecía, pues aquí todo es de tu propiedad, el recipiente con el contenido! ¡En cuanto a tu esclavo, su alma ya no es de él desde que viniste, y está comprendida en el lote de objetos sin valor de esta tienda!" Y al oír aquello, la joven se levantó el velillo del rostro, y se inclinó como una rosa en el tallo de un lirio, y se sentó riendo, con un ruido de brazaletes y de sedas. Y entró con ella en la tienda el olor balsámico de todos los jardines.

Luego me dijo: "¡Sí así es, ya Abu'l Hassán, cuéntame quinientos dinares!" Y contesté: "¡Escucho y obedezco!" Y tras de hacer pesar los quinientos dinares, se los di. Y los tomó y se marchó. Y esto fué todo. Y como la víspera, continué sintiéndome prisionero de sus encantos y cautivo de su belleza. Y sin saber qué sortilegio era el que me había dejado sin pensamiento ni raciocinio, no pude determinarme a tomar un partido o a hacer un esfuerzo que me sacara del estado de embrutecimiento en que me hallaba sumido.

Pero al día siguiente, estando yo más pálido e inactivo que nunca, apareció ante mí ella, con sus largos cabellos de llama y de tinieblas y su sonrisa enloquecedora. Y sin pronunciar una palabra aquella vez, puso el dedo en un tapete de terciopelo del que pendían joyas inestimables, y se limitó a acentuar su sonrisa ...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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