Pero cuando llegó la 823ª noche

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Ella dijo:

... Al ver aquello, Harún llegó al límite de la sorpresa, y no pudo por menos de preguntar a que obedecía. Y Abulcassem contestó: "Señor, nada tiene de asombroso. ¡Esta copa es obra de un antiguo sabio que poseía todos los secretos de la tierra!" Y habiendo pronunciado estas palabras, cogió de la mano al niño y salió de la sala con precipitación. Y el impetuoso Harún se indignó ya. Y pensó: "¡Por vida de mi cabeza! o este joven ha perdido la razón, o lo que todavía es peor, no ha conocido nunca los miramientos que se deben al huésped y las buenas maneras. Me trae todas esas curiosidades sin que yo se las pida, las ofrece a mis ojos, y cuando advierte que me gusta verlas se las lleva. ¡Por Alah, que jamás vi nadie tan mal educado y tan grosero! ¡Maldito Giafar! ¡Ya te enseñaré, si Alah quiere, a juzgar a los hombres y a revolver la lengua en la boca antes de hablar!"

En tanto que Al-Raschid se hacía estas reflexiones acerca del carácter de su huésped, le vió entrar en la sala por tercera vez. Y a algunos pasos de él le seguía una joven como no se encontraría más que en los jardines del Edén. Y estaba toda cubierta de perlas y de pedrerías y aun más ataviada con su belleza que con sus galas. Y al verla, Harún se olvidó del árbol, del pavo real y de la copa inagotable, y sintió que el encanto le penetraba el alma. Y después de hacerle una profunda reverencia, la joven fué a sentarse entre sus manos, y en un laúd hecho de madera de áloe, de marfil, de sándalo y de ébano, se puso a tocar de veinticuatro maneras diferentes, con un arte tan perfecto, que Al-Raschid no pudo contener su admiración, y exclamó: "¡Oh jovenzuela! ¡cuán digna de envidia es tu suerte!" Pero en cuanto Abulcassem notó que su convidado estaba encantado de la joven, la cogió de la mano al punto y se la llevó de la sala con presteza.

Cuando el califa vió aquella conducta de su huésped, quedó extremadamente mortificado, y temiendo dejar estallar su resentimiento, no quiso permanecer más tiempo en una morada donde se le recibía de manera tan extraña. Así es que, en cuanto el joven volvió a la sala, le dijo, levantándose: "¡Oh generoso Abulcassem! estoy muy confundido, en verdad, de la manera como me has tratado, sin conocer mi rango y mi condición. Permíteme, pues, que me retire y te deje tranquilo, sin abusar por más tiempo de tu munificencia". Y por temor a molestarle, no quiso el joven oponerse a su deseo, y haciéndole una graciosa reverencia, le condujo hasta la puerta de su palacio, pidiéndole perdón por no haberle recibido tan magníficamente como se merecía.

Y Harún emprendió de nuevo el camino de su khan, pensando con amargura: "¡Qué hombre tan lleno de ostentación ese Abulcassem! Se complace en poner de manifiesto sus riquezas a los ojos de los extraños para satisfacer su orgullo y su vanidad. Si en eso estriba su largueza, seré yo un insensato y un ciego. ¡Pero no! En el fondo, ese hombre no es más que un avaro de la especie más detestable. ¡Y pronto sabrá Giafar lo que cuesta engañar a su soberano con la más vulgar mentira!"

Y reflexionando de tal suerte, Al-Raschid llegó a la puerta del khan. Y vió en el patio de entrada un gran cortejo en forma de media luna, compuesto de un número considerable de jóvenes esclavos blancos y negros, los blancos a un lado y los negros a otro. Y en el centro de la media luna se mantenía la hermosa joven del laúd que le había encantado en el palacio de Abulcassem, teniendo a su derecha al amable niño cargado con la copa de rubíes y a su izquierda a otro muchacho, no menos simpático y hermoso, cargado con el árbol de esmeraldas y el pavo real.

No bien Al-Raschid franqueó la puerta del khan, todos los esclavos se prosternaron en el suelo, y la exquisita joven avanzó entre sus manos y le presentó en un cojín de brocato un rollo de papel de seda. Y Al-Raschid, muy sorprendido de todo aquello, cogió la hoja, la desenrolló, y vió que contenía estas líneas:


"La paz y la bendición para el huésped encantador cuya llegada honró nuestra morada y la perfumó. Y ahora, ¡oh padre de los convidados graciosos! dígnate posar tu vista en los escasos objetos sin valor que envía a tu señoría nuestra mano de poco alcance, y admitirlos de parte nuestra como humilde homenaje de nuestra lealtad para con el que ha iluminado nuestro techo. Hemos notado, en efecto, que los diversos esclavos que forman el cortejo, los dos muchachos y la joven, así como el árbol, la copa y el pavo real, no han desagradado de particular manera a nuestro convidado; y por eso le suplicamos que los considere como si siempre le hubiesen pertenecido. Por lo demás, de Alah viene todo y a El retorna todo. ¡Uassalam!"


Cuando Al-Raschid hubo acabado de leer esta carta y hubo comprendido todo su sentido y todo su alcance, quedó extremadamente maravillado de semejante largueza, y exclamó: "¡Por los méritos de mis antecesores (¡Alah honre sus rostros!), convengo en que he juzgado mal al joven Abulcassem! ¿Qué eres tú, liberalidad de Al-Raschid, al lado de semejante liberalidad? ¡Caigan sobre tu cabeza las bendiciones de Alah, ¡oh visir mío Giafar! que eres causa de que yo me haya curado de mi falso orgullo y de mi arrogancia! ¡He aquí que, en efecto, sin la menor pena y sin que parezca molestarle lo más mínimo, un simple particular acaba de exceder en generosidad y en munificencia al monarca más rico de la tierra!" Luego, recapacitando de pronto, pensó: "Bueno; pero, por Alah, ¿cómo un simple particular puede ofrecer tales presentes, y dónde ha podido procurarse o encontrar tantas riquezas? ¿Y cómo es posible que un hombre lleve en mis Estados una vida más fastuosa que la de los reyes sin que sepa yo por qué medio ha llegado a semejante grado de riqueza? ¡Es preciso, en verdad, que sin tardanza, y aun a riesgo de parecer inoportuno, vaya a comprometerle para que me descubra cómo ha podido reunir una fortuna tan prodigiosa!"

Al punto, dominado por la impaciencia de satisfacer su curiosidad, dejando en el khan a sus nuevos esclavos y lo que le llevaban, Al-Raschid volvió al palacio de Abulcassem. Y cuando estuvo en presencia del joven, le dijo, después de las zalemas:

"¡Oh mi generoso señor! ¡Alah aumente sobre ti Sus beneficios y haga durar los favores de que te ha colmado! Pero son tan considerables los presentes que me ha hecho tu mano bendita, que temo, al aceptarlos, abusar de mi calidad de convidado y de tu generosidad sin igual. ¡Permite, pues, que, sin temor a ofenderte, me sea dable devolvértelos, y que, encantado de tu hospitalidad, vaya a Bagdad, mi ciudad, a publicar tu magnificencia!"

Pero Abulcassem contestó con un aire muy afligido: "Al hablar así, señor, sin duda es porque tienes algún motivo de queja de mi recibimiento, o acaso porque mis presentes te han desagradado por su poca importancia. De no ser así no habrías vuelto desde tu khan para hacerme sufrir esta afrenta". Y Harún, disfrazado siempre de mercader, contestó: "Alah me libre de responder a tu hospitalidad con semejante proceder, ¡oh más que generoso Abulcassem! ¡Mi venida obedece únicamente al escrúpulo que me asalta al verte prodigar así objetos tan raros a extranjeros a quienes has visto por primera vez, y a mi temor de ver agotarse, sin que recojas de ello la satisfacción que mereces, un tesoro que, por muy inagotable que sea, debe tener un fondo!"

Al oír estas palabras de Al-Raschid, Abulcassem no pudo por menos de sonreír, y contestó: "Calma tus escrúpulos, ¡oh mi señor! si verdaderamente es ése el motivo que me ha procurado el placer de tu visita. Has de saber, en efecto, que todos los días de Alah pago las deudas que tengo con el Creador (¡glorificado y exaltado sea!), haciendo a los que llaman a mi puerta uno o dos o tres regalos equivalentes a los que están entre tus manos. Porque el tesoro que me concedió el Distribuidor de riquezas es un tesoro sin fondo". Y como viera reflejarse un asombro grande en las facciones de su huésped, añadió: "¡Ya veo, ¡oh mi señor! que es preciso que te haga confidente de ciertas aventuras de mi vida y que te cuente la historia de ese tesoro sin fondo, que es una historia tan asombrosa y tan prodigiosa, que si se escribiera con agujas en el ángulo interior del ojo serviría de enseñanza a quien la leyera con atención!"

Y tras de hablar así, el joven Abulcassem cogió de la mano a su huésped y le condujo a una sala llena de frescura, donde perfumaban el aire varios pebeteros muy gratos y donde se veía un amplio trono de oro con ricos tapices para los pies. Y el joven hizo subir a Harún al trono, se sentó a su lado y empezó de la manera siguiente su historia: "Has de saber, ¡oh mi señor! (¡Alah es señor de todos nosotros!) que soy hijo de un gran joyero, oriundo de El Cairo, que se llamaba Abdelaziz. Pero, aunque nacido en El Cairo, como su padre y su abuelo, mi padre no había vivido toda su vida en su ciudad natal. Porque poseía tantas riquezas, que, temiendo atraerse la envidia y la codicia del sultán de Egipto, que en aquel tiempo era un tirano sin remedio, se vió obligado a dejar su país y a venir a establecerse en esta ciudad de Bassra, a la sombra tutelar de los Bani-Abbas. (¡Qué Alah extienda sobre ellos sus bendiciones!) Y mi padre no tardó en casarse con la hija única del mercader más rico de la ciudad. Y yo nací de este matrimonio bendito. Y antes de mí y después de mí no vino a aumentar la genealogía ningún otro fruto. De modo que, al incautarme de todos los bienes de mi padre y de mi madre después de su muerte (¡Alah les conceda la salvación y esté satisfecho de ellos!), tuve que administrar, muy joven todavía, una gran fortuna en bienes de todas clases y en riquezas...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 824ª noche

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Ella dijo:

"... tuve que administrar, muy joven todavía, una gran fortuna en bienes de todas clases y en riquezas. Pero como me gustaba el dispendio y la prodigalidad, me dediqué a vivir con tanta profusión, que en menos de dos años se vió disipado todo mi patrimonio. ¡Porque, ¡oh mi señor! de Alah nos viene todo y a El vuelve todo! Entonces, viéndome en un estado de completa penuria, me puse a reflexionar sobre mi conducta pasada. Y pensando en la vida y el papel que había hecho en Bassra, resolví dejar mi ciudad natal para ir a pasar en otra parte días miserables: que la pobreza es más soportable ante ojos extraños. Vendí, pues, mi casa, única hacienda que me quedaba, y me agregué a una caravana de mercaderes, con los cuales fui primero a Mossul y luego a Damasco. Tras de lo cual atravesé el desierto para ir en peregrinación a la Meca; y desde allí volví al gran Cairo, cuna de nuestra raza y de nuestra familia.

Y he aquí que, estando yo en aquella ciudad de hermosas casas y de mezquitas innumerables, rememoré que allí era donde había nacido Abdelaziz, el rico joyero, y al recordarlo no pude por menos de lanzar profundos suspiros y de llorar. Y me figuré el dolor de mi padre si hubiese visto la deplorable situación de su hijo único y heredero. Y preocupado con estos pensamientos que me enternecían, llegué, paseando, a orillas del Nilo, por detrás del palacio del sultán. Y he aquí que en una ventana apareció una cabeza arrebatadora, que me dejó inmóvil mirándola. Pero de repente se retiró, y no vi nada más. Y permanecí allí con beatitud hasta la noche, esperando en vano una nueva aparición. Y acabé por retirarme, aunque muy a mi pesar, e ir a pasar la noche en el khan donde paraba.

Pero al día siguiente, como se ofrecieran a mi espíritu sin cesar las facciones de la jovenzuela, no dejé de apostarme debajo de la ventana consabida. Pero fueron vanas mi paciencia y mi esperanza, pues no se mostró el delicioso rostro, si bien se estremeció un poco la cortina de la ventana, y creí adivinar tras de la celosía un par de ojos babilónicos. Y aquella abstención me afligió mucho, sin desanimarme, no obstante, porque no dejé de volver al mismo sitio al día siguiente.

¡Y cuál no sería mi emoción cuando vi entreabrirse la celosía y descorrerse la cortina para dejar aparecer la luna llena de su rostro! Y me apresuré a prosternarme con la faz contra la tierra, y levantándome después, dije: "¡Oh dama soberana! soy un extranjero llegado hace poco a El Cairo y que ha inaugurado su entrada en esta ciudad con la contemplación de tu belleza. ¡Ojalá que el Destino, que me ha conducido de la mano hasta aquí, acabe su obra con arreglo a los deseos de tu esclavo!" Y me callé, esperando la respuesta. Y en vez de contestarme, la joven mostró una actitud tan asustadiza, que no supe si debía permanecer allí o echar a correr. Y me decidí a permanecer en mi puesto aún, insensible a todos los peligros que pudiera correr. Hice bien, pues de pronto la joven se inclinó sobre el alféizar de su ventana, y me dijo con voz temblorosa: "Vuelve a medianoche. ¡Pero huye ahora cuanto antes!" Y tras estas palabras, desapareció con precipitación y me dejó en el límite del asombro, del amor y del júbilo. Y al instante me olvidé de mis desgracias y de mi penuria. Y me apresuré a volver a mi khan para mandar llamar al barbero público, que se dedicó a afeitarme la cabeza, los sobacos y las ingles, a arreglarme y a hermosearme. Luego fui al hammam de los pobres, en donde, por algunas monedas, tomé un baño perfecto y me perfumé y me refresqué para salir de allí completamente aseado y con el cuerpo ligero como una pluma.

Así es que, cuando llegó la hora indicada, a favor de las tinieblas me puse debajo de la ventana del palacio. Y encontré una escala de seda que colgaba desde aquella ventana hasta el suelo. Y como a la sazón no tenía nada que perder más que una vida a la que no me ataba ya ningún lazo y que carecía de sentido, trepé por la escala y penetré por la ventana al aposento. Atravesé rápidamente dos habitaciones y llegué a otra, en donde, sobre un lecho de plata, estaba tendida, sonriendo, la que yo esperaba. ¡Ah, señor mercader, huésped mío, qué encanto era aquella obra del Creador! ¡Qué ojos y qué boca! A su vista sentí que se me huía la razón, y no pude pronunciar ni una palabra. Pero se incorporó ella a medias, y con una voz más dulce que el azúcar cande me dijo que me acomodara a su lado en el lecho de plata. Luego me preguntó con interés quién era. Y le conté mi historia con toda sinceridad desde el principio hasta el fin, sin omitir un detalle. Pero no hay utilidad en repetirla.

Y he aquí que la joven, que me había escuchado con mucha atención, pareció realmente conmovida de la situación a que hubo de reducirme el Destino. Y al ver yo aquello, exclamé: "¡Oh mi señora! ¡por muy desgraciado que yo sea, ceso de estar quejoso, ya que eres lo bastante buena para compadecerte de mis desgracias!" Y ella tuvo la respuesta oportuna, e insensiblemente nos enredamos en una charla que cada vez se hizo más tierna e íntima. Y acabó ella por declararme que, por su parte, había sentido cierta inclinación hacia mí al verme. Y exclamé: "¡Loores a Alah, que enternece los corazones y dulcifica los ojos de las gacelas!" A lo cual tuvo ella también la respuesta oportuna, y añadió: "¡Ya que me has enterado de quién eres, Abulcassem, no quiero que sigas ignorando quién soy yo!"

Y tras de quedarse silenciosa un momento, dijo: "Sabe, ¡oh Abulcassem! que soy la esposa favorita del sultán y que me llamo Sett Labiba. Pero a pesar de todo el lujo con que vivo aquí, no soy dichosa. Porque, además de estar rodeada de rivales celosas y prontas a perderme, el sultán, que me ama, no puede llegar a satisfacerme, pues Alah, que distribuye la potencia a los gallos, se olvidó de él al hacer la distribución. Y por eso, al verte bajo mi ventana, lleno de valor y desdeñando el peligro, me pareció que eras un hombre potente. Y te he llamado para hacer la experiencia. ¡De ti, pues, depende ahora demostrarme que no me equivoqué en mi elección y que tu gallardía es igual a tu temeridad!"

Entonces, ¡oh mi señor! yo, que no necesitaba que me incitasen a obrar, puesto que no había ido allí más que para eso, no quise perder un tiempo precioso cantando versos, como es costumbre en tales circunstancias, y me apresté al asalto. Pero en el mismo momento en que nuestros brazos se enlazaban, llamaron fuertemente a la puerta de la habitación. Y la bella Labiba me dijo muy asustada: "Nadie tiene derecho para llamar así no siendo el sultán: ¡Estamos vencidos y perdidos sin remedio!"

Al punto pensé en la escala de la ventana para escaparme por donde había subido. Pero quiso la suerte que precisamente llegase el sultán por aquel lado; y no me quedaba ninguna probabilidad de fuga. Así es que, tomando el único partido que me quedaba, me escondí debajo del lecho de plata, mientras la favorita del sultán se levantaba para abrir.

Y en cuanto la puerta estuvo abierta, entró el sultán seguido de sus eunucos, y antes de que yo tuviese tiempo siquiera para darme cuenta de lo que iba a suceder, me sentí cogido debajo del lecho por veinte manos terribles y negras, que me sacaron como a un fardo y me levantaron del suelo. Y aquellos eunucos corrieron cargados conmigo hasta la ventana, en tanto que otros eunucos negros, cargados con la favorita, ejecutaban la misma maniobra hacia otra ventana. Y todas las manos a la vez soltaron su carga, precipitándonos ambos desde lo alto del palacio al Nilo.

Y he aquí que estaba escrito en mi destino que yo tenía que escapar a la muerte por ahogo. Por eso, aunque aturdido por la caída, después de ir a parar al fondo del río logré salir a la superficie del agua y ganar, a favor de la oscuridad, la ribera opuesta al palacio. Y libre ya de un peligro tan grande, no quise irme sin haber intentado extraer a aquella cuya pérdida fué debida a mi imprudencia, y entré en el río con más bríos que había salido, y me sumergí y me volví a sumergir diversas veces para ver si daba con ella. Pero fueron vanos mis propósitos, y como me faltaban las fuerzas, me vi en la necesidad de ganar tierra otra vez para salvar mi alma. Y muy triste, me lamenté por la muerte de aquella encantadora favorita, diciéndome que no debí acercarme a ella estando bajo la influencia de la mala suerte, ya que la mala suerte es contagiosa.

Así es que, penetrado de dolor y abrumado de remordimientos, me apresuré a huir de El Cairo y de Egipto y a tomar el camino de Bagdad, la ciudad de paz.

Y he aquí que Alah me escribió la seguridad, y llegué a Bagdad sin contratiempos, pero en una situación muy triste, porque estaba sin dinero y de toda mi fortuna anterior me quedaba un dinar de oro justo en el fondo de mi cinturón. Y no bien fui al zoco de los cambistas, cambié mi dinar en monedas pequeñas, y para ganarme la vida compré una bandeja de mimbre y confituras, manzanas de olor, bálsamos, dulces secos y rosas. Y me puse a pregonar mi mercancía a la puerta de las tiendas, vendiendo todos los días y ganando para el sustento del día siguiente.

Y he aquí que este pequeño comercio me daba buen resultado, porque yo tenía una voz hermosa y no pregonaba mi mercancía como los mercaderes de Bagdad, sino cantando en vez de gritar. Y un día en que cantaba con una voz más clara aún que de costumbre, un venerable jeique, propietario de la tienda más hermosa del zoco, me llamó, escogió una manzana de olor de mi bandeja, y tras de aspirar su perfume repetidamente, mirándome con atención, me invitó a sentarme junto a él. Y me senté, y me hizo diversas preguntas, inquiriendo quién era y cómo me llamaba. Pero yo, muy apurado por sus preguntas, contesté: "¡Oh mi señor! relévame de hablar de cosas de que no puedo acordarme sin avivar heridas que el tiempo empieza a cerrar. ¡Porque el solo hecho de pronunciar mi propio nombre sería para mí un sufrimiento!" Y debí pronunciar estas palabras suspirando y con un acento tan triste, que el anciano no quiso ni apremiarme a ello. Al punto cambió de conversación, limitándose a preguntar sobre la venta y compra de mis confituras; luego, despidiéndose de mí, sacó de su bolsa diez dinares de oro, que me puso entre las manos con mucha delicadeza, y me abrazó como un padre abrazaría a su hijo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 825ª noche

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Ella dijo:

"... sacó de su bolsa diez dinares de oro, que me puso entre las manos con mucha delicadeza, y me abrazó como un padre abrazaría a su hijo.

Y he aquí que alabé con toda mi alma a aquel venerable jeique, cuya liberalidad resultaba para mí más preciosa dada mi penuria, y pensé en que los señores más dignos de consideración a quienes tenía yo costumbre de presentar mi bandeja de mimbre jamás me habían dado la centésima parte de lo que acababa de recibir de aquella mano, que no dejé de besar con respeto y gratitud. Y al día siguiente, aunque no estaba muy seguro de las intenciones de mi bienhechor de la víspera, no dejé tampoco de ir al zoco. Y en cuanto me advirtió él, me hizo seña de que me acercara, y cogió un poco de incienso de mi bandeja. Luego me hizo sentar muy cerca de él, y tras de algunas preguntas y respuestas, me invitó con tanto interés a contarle mi historia, que aquella vez no pude defenderme sin que se enfadara. Le enteré, pues, de quién era y de todo lo que me había ocurrido, sin ocultarle nada. Y cuando le hube hecho esta confidencia, me dijo, con una gran emoción en la voz: "¡Oh hijo mío! en mí encontrarás un padre más rico que Abdelaziz (¡Alah esté satisfecho de él!) y que no sentirá por ti menos afecto. Como no tengo hijos ni esperanzas de tenerlos, te adopto. ¡Así, pues, ¡oh hijo mío! calma tu alma y refresca tus ojos, porque, si Alah quiere, vas a olvidar junto a mí tus pasados males!"

Y habiendo hablado así, me besó y me estrechó contra su corazón. Luego me obligó a tirar mi bandeja de mimbre con su contenido, cerró su tienda, y cogiéndome de la mano me condujo a su morada, donde me dijo: "Mañana partiremos para la ciudad de Bassra, que también es mi ciudad, y donde quiero vivir contigo en adelante, ¡oh hijo mío!"

Y efectivamente, al otro día tomamos juntos el camino de Bassra, mi ciudad natal, adonde llegamos sin contratiempo, gracias a la seguridad de Alah. Y cuantos me encontraban y me reconocían se regocijaban de verme convertido en hijo adoptivo de un mercader tan rico.

En cuanto a mí, no tengo para qué decirte, señor, que puse toda mi inteligencia y todo mi saber en complacer al anciano. Y estaba él encantado de mis complacencias para con su persona, y me decía a menudo: "Abulcassem, ¡qué día tan bendito fué el de nuestro encuentro en Bagdad! ¡Cuán hermoso es mi destino, que te puso en mi camino, ¡oh hijo mío! ¡Y cuán digno eres de mi afecto, de mi confianza y de lo que he hecho por ti y pienso hacer para tu porvenir!" Y estaba yo tan conmovido por los sentimientos que me demostraba él, que, a pesar de la diferencia de edad, le quería verdaderamente y me adelantaba a todo lo que pudiera complacerle. Así, por ejemplo, en vez de ir a divertirme con los jóvenes de mi edad, le hacía compañía, sabiendo que le hubiera dado celos la menor cosa o el menor gesto que no tuviese destinado para él.

Y he aquí, que al cabo de un año, mi protector se sintió aquejado, por orden de Alah, de una enfermedad gravísima, hasta el punto de que todos los médicos desesperaron de curarle. Así es que se apresuró a llamarme a su lado, y me dijo: "Sea contigo la bendición, ¡oh hijo mío Abulcassem! Me has dado la felicidad en el transcurso de un año entero, mientras que la mayoría de los hombres apenas pueden contar con un día feliz en toda su vida. Hora es ya, pues, antes de que la Separadora venga a detenerse a mi cabecera, de que pague yo las muchas deudas que contraje contigo. Sabe, pues, hijo mío, que tengo que revelarte un secreto cuya posesión te hará más rico que todos los reyes de la tierra. Porque, si no tuviera yo por toda hacienda más que esta casa con las riquezas que contiene, me parecería que sólo te dejaba una fortuna exigua; pero todos los bienes que he amontonado en el curso de mi vida, aunque considerables para un mercader, no son nada en comparación del tesoro que quiero descubrirte. No te diré desde cuándo, por quién, ni de qué manera se encuentra en nuestra casa el tesoro, pues lo ignoro. Todo lo que sé es que es muy antiguo. ¡Mi abuelo, al morir, se lo descubrió a mi padre, quien también me hizo la misma confidencia pocos días antes de su muerte!"

Y tras de hablar así, el anciano se inclinó a mi oído, mientras lloraba yo al ver que se le escapaba la vida, y me enteró del sitio de la morada en que estaba el tesoro. Luego me aseguró que por muy grande que fuese la idea que pudiera yo formarme de las riquezas que encerraba, me parecerían más considerables todavía de lo que me figuraba. Y añadió: "Y hete aquí, ¡oh hijo mío! dueño absoluto de todo eso. Ten muy abierta la mano, sin temor a llegar nunca a agotar lo que no tiene fondo. ¡Sé dichoso! ¡Uassalam!" Y habiendo pronunciado estas últimas palabras, falleció en la paz. (¡Que Alah le tenga en Su misericordia y extienda a él Sus bendiciones!).

Y he aquí que, después de haber cumplido con él los últimos deberes, como único heredero, tomé posesión de todos sus bienes, y fui a ver al tesorero sin tardanza. Y deslumbrado, pude comprobar que mi difunto padre adoptivo no había exagerado su importancia; y me dispuse a hacer de ello el mejor uso posible.

En cuanto a todos los que me conocían y habían asistido a mi primera ruina, quedaron convencidos en seguida de que iba a arruinarme por segunda vez. Y se dijeron entre sí: "Aun cuando el pródigo Abulcassem tuviera todos los tesoros del Emir de los Creyentes, los disiparía sin vacilar". Así es que cuál no fué su asombro cuando, en lugar de ver en mis negocios el menor desorden, advirtieron que, por el contrario, eran más florecientes cada día. Y no llegaban a concebir cómo podía aumentar mi hacienda prodigándola, máxime cuando veían que cada vez hacía yo gastos más extraordinarios, y que tenía a mis expensas a todos los extranjeros de paso por Bassra, albergándolos como a reyes.

Así es que pronto corrió por la ciudad el rumor de que yo había encontrado un tesoro, y no fué preciso más para atraer sobre mí la codicia de las autoridades. En efecto, no tardó el jefe de policía en venir un día a buscarme, y después de recapacitar algún tiempo, me dijo "¡Señor Abulcassem, mis ojos ven y mis oídos oyen! Pero como ejerzo mis funciones para vivir, mientras que tantos otros viven para ejercer funciones, no vengo a pedirte cuenta de la vida fastuosa que llevas y a interrogarte por un tesoro que tanto interés tienes en guardar. Vengo a decirte sencillamente que si soy un hombre avisado se lo debo a Alah y no me enorgullezco de ello. Pero el pan está caro y nuestra vaca ya no da leche". Y comprendiendo yo el motivo del paso que daba, le dije: "¡Oh padre de los hombres de ingenio! ¿cuánto te hace falta para comprar pan a tu familia y reemplazar la leche que ya no da tu vaca?" El contestó: "Nada más que diez dinares de oro al día, ¡oh mi señor!" Yo dije: "Eso no es bastante, y quiero darte ciento al día. ¡Y a tal fin no tendrás más que venir aquí a primeros de cada mes, y mi tesorero te contará los tres mil dinares necesarios a tu subsistencia!" Al oírlo, quiso él besarme la mano, pero me defendí de ello, sin olvidar que todos los dones son un préstamo del Creador. Y se marchó, invocando sobre mí las bendiciones.

Y he aquí que, al otro día de la visita del jefe de policía, el kadí me hizo llamar a su casa y me dijo: "¡Oh joven! Alah es el dueño de los tesoros y le corresponde por derecho la quinta parte de ellos. ¡Paga, pues, la quinta parte de tu tesoro y serás el tranquilo poseedor de las otras cuatro partes!" Yo contesté: "No sé qué quiere significar nuestro amo el kadí a su servidor. Pero me comprometo a darle todos los días, para los pobres de Alah, mil dinares de oro, a condición de que me dejen en paz". Y el kadí aprobó mis palabras y aceptó mi proposición.

Pero, algunos días más tarde, vino un guardia a buscarme de parte del walí de Bassra. Y cuando estuve en su presencia, el walí, que me había acogido con una actitud benévola, me dijo: "¿Me crees lo bastante injusto para quitarte tu tesoro si me lo enseñaras?" Y yo contesté:

"¡Alah prolongue mil años los días de nuestro amo el walí! Pero, aunque me arranque la carne con tenazas al rojo, no descubriré el tesoro que está, efectivamente, en mi poder. Sin embargo, consiento en pagar cada día a nuestro amo el walí dos mil dinares de oro para los menesterosos que conozca". Y ante una oferta que le pareció tan considerable, el walí no vaciló en aceptar mi proposición, y me despidió después de colmarme de atenciones.

Y desde entonces pago fielmente a estos tres funcionarios el tributo diario que les he prometido. Y en cambio, me dejan ellos que lleve la vida de largueza y de generosidad para la cual he nacido. ¡Y ése es, ¡oh mi señor! el origen de una fortuna que ya veo que te asombra y cuya cuantía no conoce nadie más que tú!"

Cuando el joven Abulcassem hubo acabado de hablar, el califa, en el límite del deseo de ver al maravilloso tesoro, dijo a su huésped: "¡Oh generoso Abulcassem! ¿es realmente posible que haya en el mundo un tesoro que tu generosidad no sea capaz de agotar pronto? No, por Alah, no puedo creerlo, y si no fuera exigir demasiado de ti, te rogaría que me lo enseñaras, jurándote por los derechos sagrados de la hospitalidad, sobre mi cabeza y por cuanto pueda hacer inviolable un juramento, que no abusaré de tu confianza y que tarde o temprano sabré corresponder a este favor único".

Al oír estas palabras del califa, a Abulcassem se le cambió el color y se le demudó la fisonomía, y contestó con triste acento: "Mucho me aflige, señor, que tengas esa curiosidad, que no puedo satisfacer más que con condiciones muy desagradables, aunque tampoco puedo decidirme a dejarte partir de mi casa con un deseo reconcentrado y un anhelo sin satisfacer. Así, pues, será preciso que te vende los ojos y que te conduzca, tú sin armas y con la cabeza descubierta, y yo con la cimitarra en la mano, pronto a descargarla sobre ti si intentas violar las leyes de la hospitalidad. No obstante, bien sé que, aun obrando así, cometo una imprudencia grande y que no debería ceder a tu pretensión. ¡En fin, sea como está escrito para nosotros en este día bendito! ¿Estás dispuesto a aceptar mis condiciones?"

El califa contestó: "Estoy dispuesto a seguirte y acepto esas condiciones y otras mil semejantes. Y te juro por el Creador del cielo y de la tierra que no te arrepentirás de haber satisfecho mi curiosidad. ¡Por lo demás, apruebo tus precauciones y ni por asomo me ofendo por ellas!"

Inmediatamente Abulcassem le puso una venda en los ojos, y cogiéndole de la mano le hizo bajar por una escalera disimulada a un jardín de vasta extensión. Y allí, después de varias vueltas por las avenidas que se entrecruzaban, le hizo penetrar en un profundo y espacioso subterráneo cuya entrada tapaba una gran piedra a ras del suelo. Y pasaron a un largo corredor en cuesta, que se abría en una gran sala sonora. Y Abulcassem quitó la venda al califa, que vió maravillado aquella sala iluminada sólo con el resplandor de los carbunclos incrustados en todas las paredes, así como en el techo. Y en medio de aquella sala se veía un estanque de alabastro blanco de cien pies de circunferencia lleno de monedas de oro y de cuantas joyas pueda soñar el cerebro más exaltado. Y alrededor de aquel estanque brotaban, como flores que surgieran de un suelo milagroso, doce columnas de oro que sostenían otras tantas estatuas de gemas de doce colores.

Y Abulcassem condujo al califa al borde del estanque, y le dijo: "Ya ves este montón de dinares de oro y de joyas de todas formas y de todos colores. ¡Pues bien; todavía no ha bajado más que dos dedos, aunque la profundidad del estanque es insondable! ¡Pero no hemos terminado!" Y le condujo a una segunda sala, semejante a la primera por la refulgencia de las paredes, pero más vasta aún, con un estanque en medio lleno de piedras talladas y de piedras en cabujones, y sombreado por dos hileras de árboles análogos al que le había regalado. Y por la bóveda de aquella sala corría en letras brillantes esta inscripción:


"No tema el dueño de este tesoro agotarlo; no podría dar fin a él. ¡Mejor es que lo utilice para llevar una vida agradable y para adquirir amigos, porque la vida es una y no vuelve, y vida sin amigos no es vida!"


Tras de lo cual Abulcassem todavía hizo visitar a su huésped otras varias salas que en nada desmerecían de las anteriores; luego, al ver que ya estaba fatigado de contemplar tantas cosas deslumbradoras, le condujo fuera del subterráneo, tras de vendarle los ojos, empero.

Una vez que regresaron al palacio, el califa dijo a su guía: "¡Oh mi señor...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 826ª noche

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Ella dijo:

... Una vez que regresaron al palacio, el califa dijo a su guía: "¡Oh mi señor! después de lo que acabo de ver, y a juzgar por la joven esclava y los dos amables muchachos que me has dado, entiendo que no solamente debes ser el hombre más rico de la tierra, sino indudablemente el hombre más dichoso. ¡Porque en tu palacio debes poseer las más hermosas hijas de Oriente y las jóvenes más hermosas de las islas del mar!" Y contestó tristemente el joven: "¡Cierto ¡oh mi señor! que en mi morada tengo esclavas de una belleza notable; pero ¿me es dado amarlas a mí, cuya memoria llena la querida desaparecida, la dulce, la encantadora, la que por causa mía fué precipitada en las aguas del Nilo? ¡Ah! ¡mejor quisiera no tener por toda fortuna más que la contenida en el cinturón de un mandadero de Bassra y poseer a Labiba, la sultana favorita, que vivir sin ella con todos mis tesoros y todo mi harén!" Y el califa admiró la constancia de sentimientos del hijo de Abdelaziz; pero le exhortó a esforzarse cuanto pudiera para sobreponerse a sus penas. Luego le dió gracias por el magnífico recibimiento que le había hecho, y se despidió de él para volverse a su khan, habiéndose asegurado de tal suerte por sí mismo de la verdad de los asertos de su visir Giafar, a quien había hecho arrojar a un calabozo. Y emprendió otra vez al día siguiente el camino de Bagdad con todos los servidores, la joven, los dos mozalbetes y todos los presentes que debía a la generosidad sin par de Abulcassem.

Y he aquí que, no bien estuvo de regreso en palacio, Al-Raschid se apresuró a poner de nuevo en libertad a su gran visir Giafar, y para demostrarle cuánto sentía el haberle castigado de manera preventiva, le dió de regalo a los dos mozalbetes y le devolvió toda su confianza. Luego, tras de contarle el resultado de su viaje, le dijo: "¡Y ahora, ¡oh Giafar! dime qué debo hacer para corresponder al buen comportamiento de Abulcassem! Ya sabes que el agradecimiento de los reyes debe superar al bien que se les haga. Si me limitara a enviar al magnífico Abulcassem lo más raro y más precioso que tengo en mi tesoro, sería poca cosa para él. ¿Cómo vencerle, pues, en generosidad?"

Y Giafar contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡el único medio de que dispones para pagar tu deuda de agradecimiento es nombrar a Abulcassem rey de Bassra!" Y Al-Raschid contestó: "Verdad, dices, ¡oh visir mío! Ese es el único medio de corresponder con Abulcassem. ¡Y en seguida vas a partir para Bassra y a entregarle las patentes de su nombramiento, conduciéndole aquí luego para que podamos festejarle en nuestro palacio!" Y Giafar contestó con el oído y la obediencia, y partió sin demora para Bassra. Y Al-Raschid fué a buscar a Sett Zobeida a su aposento, y le regaló la joven, el árbol y el pavo real, sin guardar para sí más que la copa. Y la joven le pareció a Zobeida tan encantadora, que dijo a su esposo, sonriendo, que la aceptaba con más gusto aún que los otros presentes. Luego hizo que le narrara los detalles de aquel viaje asombroso.

En cuanto a Giafar, no tardó en volver de Bassra con Abulcassem, a quien había tenido cuidado de poner al corriente de lo que había sucedido y de la identidad del huésped que había alojado en su morada.

Y cuando entró el joven en la sala del trono, el califa se levantó en honor suyo, avanzó hacia él, sonriendo, y le besó como a un hijo. Y quiso ir por sí mismo con él hasta el hammam, honor que todavía no había otorgado a nadie desde su advenimiento al trono. Y después del baño, mientras les servían sorbetes, helados de almendras y frutas, fué allí a cantar una esclava llegada al palacio recientemente. Pero no bien hubo mirado Abulcassem el rostro de la joven esclava, lanzó un gran grito y cayó desvanecido. Y Al-Raschid, acudiendo solícito a socorrerle, le tomó en sus brazos y le hizo recobrar el sentido poco a poco.

Y he aquí que la joven cantarina no era otra que la antigua favorita del sultán de El Cairo, a quien un pescador había sacado de las aguas del Nilo y se la había vendido a un mercader de esclavos. Y aquel mercader, después de tenerla escondida en su harén mucho tiempo, la había conducido a Bagdad y se la había vendido a la esposa del Emir de los Creyentes.

Así es como Abulcassem convertido en rey de Bassra, recuperó a su bienamada y pudo en lo sucesivo vivir con ella entre delicias hasta la llegada de la Destructora de placeres, ¡la Constructora inexorable de tumbas!


"Pero no sabes ¡oh rey! -continuó Schehrazada- que esta historia es, ni por asomo, tan asombrosa y está tan llena de utilidad moral como la Historia complicada del adulterino simpático".

Y preguntó el rey Schahriar frunciendo las cejas: "¿De qué adulterino quieres hablar, Schehrazada?"

Y la hija del visir contestó: "¡De aquel precisamente cuya vida agitada ¡oh rey! voy a contarte!"


Y dijo:



Historia complicada del adulterino simpático

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Se cuenta -¡pero Alah es más sabio!- que en una ciudad entre las ciudades de nuestros padres árabes había tres amigos que eran genealogistas de profesión. Ya se explicará esto, si Alah quiere.

Y los tales tres amigos eran al mismo tiempo bravos entre los listos. Y era tanta su listeza, que por diversión podían quitar su bolsa a un avaro sin que se enterase. Y tenían costumbre de reunirse todos los días en una habitación de un khan aislado, que habían alquilado a este efecto, y donde, sin que se les molestara, podían concertar a su gusto la mala pasada que proyectaban jugar a los habitantes de la ciudad o la hazaña que tenían en preparación para pasar el día alegremente. Pero también hay que decir que de ordinario sus actos y gestos estaban desprovistos de maldad y llenos de oportunidad, como que sus maneras eran por cierto distinguidas y simpático su rostro. Y como les unía una amistad de hermanos enteramente, juntaban sus ganancias y se las repartían con toda equidad, fuesen considerables o módicas. Y siempre gastaban la mitad de estas ganancias en comprar haschisch para emborracharse por la noche, después de un día bien empleado. Y su borrachera ante las bujías encendidas era siempre de buena ley y jamás degeneraba en pendencias o en palabras impropias, sino al contrario. Porque el haschisch exaltaba más bien sus cualidades fundamentales y avivaba su inteligencia. Y en aquellos momentos encontraban expedientes maravillosos que, en verdad, hubiesen hecho las delicias de quien los escuchase.

Un día, cuando el haschisch hubo fermentado en su razón, les sugirió cierta estratagema de una audacia sin precedente. Porque, una vez combinado su plan, se fueron muy de mañana a las cercanías del jardín que rodeaba el palacio del rey. Y allí se pusieron a armar querella y a dirigirse invectivas de un modo ostensible, lanzándose mutuamente, contra su costumbre, las imprecaciones más violentas, y amenazándose, a vuelta de muchos gestos y ojos inyectados, con matarse o por lo menos, con ensartarse por detrás.

Cuando el sultán, que se paseaba por su jardín, hubo oído aquellos gritos y el tumulto que se alzaba, dijo: "¡Que me traigan a los individuos que hacen todo ese ruido!" Y al punto corrieron chambelanes y eunucos a apoderarse de ellos, y les arrastraron, moliéndolos a golpes, entre las manos del sultán.

Y he aquí que, en cuanto estuvieron en su presencia, el sultán, que había sido molestado en su paseo matinal por aquellos gritos intempestivos, les preguntó con cólera: "¿Quiénes sois, ¡oh forajidos!? ¿Y por qué armáis querella sin vergüenza bajo los muros del palacio de vuestro rey?" Y contestaron: "¡Oh rey del tiempo! Nosotros somos maestros de nuestro arte. Y cada uno de nosotros ejerce una profesión diferente. En cuanto a la causa de nuestro altercado -¡perdónenos nuestro señor!-, era precisamente nuestro arte. Porque discutíamos la excelencia de nuestras profesiones, y como poseemos nuestro arte a la perfección, cada cual de nosotros pretendía ser superior a los otros dos. Y de palabra en palabra nos hemos dejado invadir por la cólera; y se ha recorrido la distancia que media de ella a las invectivas y las groserías. ¡Y así fué como, olvidando la presencia de nuestro amo el sultán, nos hemos tratado mutuamente de maricas y de hijos de zorra, y de tragadores de zib! ¡Alejado sea el maligno! ¡La cólera es mala consejera, ¡oh amo nuestro! y hace perder a las gentes bien educadas el sentimiento de su dignidad! ¡Qué vergüenza sobre nuestra cabeza! ¡Sin duda merecemos ser tratados sin clemencia por nuestro amo el sultán!"

Y el sultán les preguntó: "¿Cuáles son vuestras profesiones?" Y el primero de los tres amigos besó la tierra entre las manos del sultán, y levantándose, dijo: "Por lo que a mí respecta, ¡oh mi señor! soy genealogista de piedras finas, y es muy general el admitir que soy un sabio dotado del talento más distinguido en la ciencia de las genealogías lapidarias!" Y le dijo el sultán, muy asombrado: "¡Por Alah, que, a juzgar por tu mirada atravesada, más pareces un bellaco que un sabio! ¡Y sería la primera vez que viera yo reunidas en el mismo hombre la ciencia y la diablura! Pero, sea de ello lo que sea, ¿puedes decirme, al menos, en qué consiste la genealogía lapidaria...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 827ª noche

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Ella dijo:

"... Pero, sea de ello lo que sea, ¿puedes decirme, al menos, en qué consiste la genealogía lapidaria?" Y contestó el interpelado: "Es la ciencia que trata del origen y de la raza de las piedras preciosas, y el arte de diferenciarlas, al primer golpe de vista, de las piedras falsas, y de distinguir unas de otras a la vista y al tacto.

Y el sultán exclamó: "¡Qué cosa tan extraña! ¡Pero ya pondré a prueba su ciencia y juzgaré de su talento!" Y se encaró con el segundo comedor de haschisch y le preguntó: "¿Y cuál es tu profesión?" Y el segundo hombre, tras de besar la tierra entre las manos del sultán, se levantó y dijo: "Por mi parte, ¡oh rey del tiempo! soy genealogista de caballos. Y están todos acordes en considerarme como el hombre más sabio entre los árabes en el conocimiento de la raza y del origen de los caballos. Porque, al primer golpe de vista, sin equivocarme nunca, puedo decir si un caballo viene de la raza de Anazeh o de la tribu de los Muteyr o de los Beni-Khaled o de la tribu de los Dafir o del Jabal Schammar. Y puedo adivinar con certeza si se ha criado en las altas planicies del Nejed o en medio de los prados de los Nefuds, y si es de la raza de los Kehilán El-Ajuz, o de los Seglawi-Jedrán, o de los Seglawi-Scheyfi, o de los Hamdani Simri, o de los Kehilán El Krusch. Y puedo decir la distancia exacta de pies que puede recorrer ese caballo en un tiempo dado a galope, al paso y al trote ligero. Y puedo revelar las enfermedades ocultas del animal y sus enfermedades futuras, y decir de qué mal han muerto el padre, la madre y los antecesores hasta la quinta generación ascendente. Y puedo curar las enfermedades caballunas reputadas incurables, y poner en pie a un animal agónico. Y he aquí ¡oh rey del tiempo! una parte solamente de lo que sé, pues, por temor a exagerar mis méritos, no me atrevo a enumerarte los demás detalles de mi ciencia. ¡Pero Alah es más sabio!" Y después de hablar así, bajó los ojos con modestia, inclinándose ante el sultán.

Y al oír y al escuchar, exclamó el sultán: "¡Por Alah que ser sabio y forajido a la vez resulta un prodigio asombroso! ¡Pero ya sabré comprobar lo que dice y experimentar su ciencia genealógica!"

Luego se encaró con el tercer genealogista y le preguntó: "¿Y cuál es tu profesión, ¡oh tú, tercero!?"

Y el tercer comedor de haschisch, que era el más avispado de los tres, contestó, después de los homenajes debidos: "¡Oh rey del tiempo! mi profesión es la más noble sin disputa y la más difícil. Porque si estos dos sabios compañeros míos son genealogistas en piedras y en caballos, yo soy genealogista de la especie humana. Y si mis compañeros son sabios entre los más distinguidos, yo paso por corona de su cabeza incontestablemente. Porque ¡oh mi señor y corona de mi cabeza! Yo tengo el poder de conocer el verdadero origen de mis semejantes, no el origen indirecto, sino el directo, el que la madre del niño apenas puede conocer y el padre ignora generalmente. Sabe, en efecto, que a la sola vista de un hombre y a la sola audición del timbre de su voz, puedo decirle sin vacilar si es hijo legítimo o si es adulterino, Y a decirle, además si su padre y su madre han sido hijos legítimos o productos de copulación ilícita, y revelarle lo legal o lo ilegal del nacimiento de los miembros de su familia, remontándome hasta nuestro padre Ismael ben-Ibrahim (con ambos las gracias de Alah , y la más escogida de las bendiciones!). Y de tal suerte he podido, gracias a la ciencia de que me ha dotado el Retribuidor (¡exaltado sea!), desengañar a buen número de grandes señores acerca de la nobleza de su nacimiento, y probarles con las pruebas más fehacientes que no eran más que el resultado de una copulación de su madre, ora con un camellero, ora con un arriero, ora con un cocinero, ora con un falso eunuco, ora con un negro de betún, ora con un esclavo entre los esclavos o con cualquier otro análogo. ¡Y si ¡oh mi señor! la persona que examino es una mujer, también puedo, sólo con mirarla al rostro a través de su velo, decirle su raza, su origen y hasta la profesión de sus padres! Y he aquí ¡oh rey del tiempo! una parte solamente de lo que sé, pues la ciencia de la genealogía humana abarca tanto, que para enumerarte nada más que sus diversas ramas necesitaría estar un día entero con mi pesada presencia delante de los ojos de nuestro amo el sultán. Así Pues ¡oh mi señor! Ya ves que mi ciencia es más admirable, y con mucho, que la de estos dos sabios compañeros míos, porque ningún hombre más que yo solo posee esta ciencia sobre la superficie de la tierra, y nadie la ha poseído antes que yo. ¡Pero de Alah nos viene toda ciencia, todo conocimiento es un préstamo de Su generosidad, y el mejor de Sus dones es la virtud de la humildad!"

Y después de hablar así, el tercer genealogista bajó los ojos con modestia, inclinándose de nuevo, y retrocedió en medio de sus compañeros puestos en fila ante el rey.

Y el rey se dijo en el límite del asombro: "¡Por Alah, qué enormidad! ¡Si están justificados los asertos de este último, sin duda es el sabio más extraordinario de este tiempo y de todos los tiempos! Voy, pues, a quedarme con estos tres genealogistas en mi palacio hasta que se presente una ocasión que nos permita experimentar su asombroso saber. ¡Y si se demuestran que no tienen fundamentos sus pretensiones, les espera el palo!"

Y tras de hablar así consigo mismo, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: "Que no se pierda de vista a estos tres sabios, dándoles una habitación en el palacio, así como una ración de pan y de carne al día y agua a discreción".

Y en aquella hora y en aquel instante se ejecutó la orden. Y los tres amigos se miraron, diciéndose con los ojos: "¡Qué generosidad! ¡Jamás oímos decir que un rey fuera tan munificente como este rey y tan sagaz! Pero nosotros, por Alah, no somos genealogistas de balde. Y más pronto o más tarde nos llegará nuestra hora".

Pero, volviendo al sultán, no tardó en ofrecerse la ocasión que deseaba. En efecto, un rey vecino le envió presentes muy raros, entre los cuales había una piedra preciosa de maravillosa hermosura, blanca y transparente y de un agua más pura que el ojo del gallo. Y acordándose de las palabras del genealogista lapidario, el sultán mandó a buscarle, y después que le hubo enseñado la piedra, le pidió que la examinase y le dijese qué opinaba de ella. Pero el genealogista lapidario contestó: "Por vida de nuestro amo el rey, que no tengo necesidad de examinar esa piedra en todos sus aspectos, ya por transparencia, ya por reflexión, ni de tomarla en mi mano, ni siquiera de mirarla. ¡Pues, para juzgar de su valor y su hermosura, sólo necesito tocarla con el dedo meñique de mi mano izquierda teniendo los ojos cerrados".

Y el rey, más asombrado todavía que la primera vez, se dijo: "¡He aquí por fin el momento en que vamos a saber si son ciertas sus pretensiones!" Y presentó la piedra al genealogista lapidario, que, con los ojos cerrados, extendió el dedo meñique y la rozó. Y al punto retrocedió con viveza, y sacudió su mano como si se la hubiesen mordido o quemado, y dijo: "¡Oh mi señor! ¡esta piedra no tiene valor ninguno, sino que tiene un gusano en su corazón!"

Y al oír estas palabras, el sultán sintió que se le llenaba de furor la nariz, y exclamó: "¿Qué estás diciendo, ¡oh hijo de alcahuete!? ¿No sabes que esta piedra es de un agua admirable, transparente hasta más no poder y llena de brillo, y que me la ha regalado un rey entre los reyes?" Y no escuchando más que su indignación, llamó al funcionario del palo y le dijo: "¡Pincha el ano de este indigno embustero!"

Y el funcionario del palo, que era un gigante extraordinario, cogió al genealogista y lo levantó como a un pájaro, y se dispuso a ensartarle, pinchándole lo que le tenía que pinchar, cuando el gran visir, que era un anciano lleno de prudencia y de moderación y de buen sentido, dijo al sultán: "¡Oh rey del tiempo! claro que este hombre ha debido exagerar sus méritos, y la exageración es condenable en todo.

Pero quizá no esté completamente desprovisto de verdad lo que se ha aventurado a decir, y en este caso su muerte no estaría suficientemente justificada ante el Dueño del Universo. ¡Por otra parte, ¡oh mi señor! la vida de un hombre, quienquiera que sea, es más preciosa que la piedra más preciosa, y pesa más en la balanza del Pesador! Por eso mejor es diferir el suplicio de este hombre hasta después de la prueba. Y la prueba sólo puede obtenerse rompiendo esa piedra en dos. Y entonces, si se encuentra el gusano en el corazón de esa piedra, el hombre tendrá razón; pero si la piedra está intacta y sin lasca interna, el castigo de ese hombre será prolongado y acentuado por el funcionario del palo".

Y comprendiendo el sultán la justicia que había en las palabras de su gran visir, dijo: "¡Que partan en dos esta piedra!" Y al instante rompieron la piedra. Y el sultán y todos los presentes llegaron al límite extremo del asombro al ver salir un gusano blanco del propio corazón de la piedra. Y en cuanto estuvo al aire, aquel gusano se consumió en su propio fuego en un instante, sin dejar la menor traza de su existencia.

Cuando el sultán volvió de su emoción preguntó al genealogista: "¿De qué medio te has valido para advertir en el corazón de la piedra la existencia de ese gusano que ninguno de nosotros pudo ver?" Y el genealogista contestó con modestia: "¡Me ha bastado la finura de vista del ojo que tengo en la punta de mi dedo meñique y la sensibilidad de este dedo para el calor y el frío de esa piedra!"

Y el sultán, maravillado de su ciencia y de su sagacidad, dijo al funcionario del palo: "¡Suéltale!" Y añadió: "¡Que le den hoy doble ración de pan y de carne y agua a discreción!"

¡Y he aquí lo referente al genealogista lapidario!

¡Pero he aquí ahora lo que atañe al genealogista de caballos! Algún tiempo después de aquel acontecimiento de la gema habitada por el gusano, el sultán recibió del interior de la Arabia, en prueba de lealtad de parte de un poderoso jefe de tribu, un caballo bayo oscuro de una hermosura admirable. Y encantado de aquel presente, se pasaba los días enteros admirándole en la caballeriza, Y como no olvidaba la presencia del genealogista de caballos en el palacio, hizo que le trasmitieran la orden de presentarse ante él. Y cuando estuvo entre sus manos le dijo: "¡Oh hombre! ¿sigues pretendiendo entender de caballos de la manera que nos dijiste no hace mucho tiempo? ¿Y te sientes dispuesto a probarnos tu ciencia del origen y de la raza de los caballos?" Y el segundo genealogista contestó: "Claro que sí, ¡oh rey del tiempo!" Y el sultán exclamó: "¡Por la verdad de Quien me colocó como soberano por encima de los cuellos de Sus servidores y dice a los seres y a las cosas: «¡Sed!» para que sean, que como haya el menor error, falsedad o confusión en tu declaración, te haré morir con la peor de las muertes!" Y el hombre contestó: "¡Entiendo y me someto!" Y el sultán dijo entonces: "¡Que traigan el caballo delante de este genealogista!"

Y cuando tuvo delante de él al noble bruto, el genealogista le lanzó una ojeada, una sola, contrajo sus facciones, sonrió, y dijo encarándose con el sultán: "¡He visto y he sabido!"

Y el sultán le preguntó: "¿Qué has visto ¡oh hombre! y qué has sabido...



En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 828ª noche

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Ella dijo:

... el genealogista de caballos lanzó, pues, al noble bruto una ojeada, una sola, contrajo sus facciones, sonrió, y dijo encarándose con el sultán: "¡He visto y he sabido!" Y el sultán le preguntó: "¿Qué has visto ¡oh hombre! y qué has sabido?" Y el genealogista contestó: "He visto ¡oh rey del tiempo! que este caballo es, efectivamente, de una hermosura rara y de una raza excelente, que sus proporciones son armónicas y su aspecto está lleno de arrogancia, que su poder es muy grande y su acción ideal; que tiene la espaldilla muy fina, la estampa soberbia, el lomo alto, las patas de acero, la cola levantada y formando un arco perfecto, y las crines pesadas, espesas y barriendo el suelo; y en cuanto a la cabeza, tiene todas las señales distintivas que son esenciales en la cabeza de un caballo del país de los árabes: es ancha, y no pequeña, desarrollada en las regiones altas, con una gran distancia de las orejas a los ojos, una gran distancia de un ojo a otro, y una distancia pequeñísima de una oreja a otra; y la parte delantera de esta cabeza es convexa; y los ojos están a flor de cabeza y son hermosos como los ojos de las gacelas; y el espacio que hay en torno de ellos está sin pelo y deja al desnudo, en su vecindad inmediata, el cuero negro, fino y lustroso; y el hueso de la carrillada es grande y delgado, y el de la quijada queda de relieve; y la cara se estrecha por abajo y termina casi en punta al extremo del belfo; y los nasales, cuando están quietos, quedan al nivel de la cara y sólo parecen dos hendiduras hechas en ella; y la boca tiene el labio inferior más ancho que el labio superior; y las orejas son anchas, largas finas y cortadas delicadamente como las orejas del antílope; en fin, es un animal de todo punto espléndido. Y su color bayo oscuro es el rey de los colores. Y sin duda alguna este animal sería el primer caballo de la tierra, y en ninguna parte se le podría encontrar igual, si no tuviese una tara que acaban de descubrir mis ojos, ¡oh rey del tiempo!"

Cuando el sultán hubo oído esta descripción del caballo, que tanto le gustaba, quedó al pronto maravillado, sobre todo teniendo en cuenta la simple mirada echada negligentemente al animal por el genealogista. Pero cuando oyó hablar de una tara llamearon sus ojos y se le oprimió el pecho, y con una voz que la cólera hacía temblar preguntó al genealogista: "¿Qué estás diciendo, ¡oh taimado maldito!? ¿Y qué hablas de taras con respecto a un animal tan maravilloso y que es el único retoño de la raza más noble de Arabia?"

Y el genealogista contestó sin inmutarse: "¡Desde el momento en que el sultán se enfade por las palabras de su esclavo, el esclavo no dirá más!"

Y exclamó el sultán: "¡Di lo que tengas que decir!"

Y el hombre contestó: "¡No hablaré si no me da el rey libertad para ello!"

Y dijo el rey: "¡Habla, pues, y no me ocultes nada!"

Entonces dijo él: "¡Sabe ¡oh rey¡ que este caballo es de pura y verdadera raza por parte de padre, pero nada más que por parte de padre! ¡En cuanto a su madre, no me atrevo a hablar!"

Y gritó el rey con el rostro convulso: "¿Quién es su madre, pues? ¡dínoslo en seguida!"

Y el genealogista dijo: "Por Alah, ¡oh mi señor! que la madre de este caballo soberbio es de una raza animal diferente en absoluto. ¡Porque no es una yegua, sino una hembra de búfalo marino!"

Al oír estas palabras del genealogista, el sultán se encolerizó hasta el límite extremo de la cólera y se hinchó y se deshinchó después, y no pudo pronunciar una palabra al pronto. Y acabó por exclamar: "¡Oh perro de los genealogistas! ¡preferible es tu muerte a tu vida!" E hizo una seña al funcionario del palo, diciéndole: "¡pincha el ano de ese genealogista!" Y el gigante del palo cogió en brazos al genealogista, y poniéndole el ano sobre la consabida punta perforadora, iba ya a dejarle caer sobre ella con todo su peso para dar vueltas luego al berbiquí, cuando el gran visir, que era hombre dotado del sentido de la justicia, suplicó al rey que retrasara por algunos instantes el suplicio, diciéndole: "¡Oh mi señor soberano! claro que este genealogista está afligido de un espíritu imprudente y de un raciocinio débil para así pretender que este caballo puro desciende de una madre hembra de búfalo marino. Así es que, para probarle bien que se merece su suplicio, valdría más hacer venir aquí al caballerizo que ha traído este caballo de parte del jefe de las tribus árabes. ¡Y nuestro amo el sultán le interrogará en presencia de este genealogista, y le pedirá que nos entregue la bolsita que contiene el acta de nacimiento de este caballo y que da fe de su raza y de su origen, pues ya sabemos que todo caballo de sangre noble debe llevar atada a su cuello una bolsita, a manera de estuche, que contenga sus títulos y su genealogía!"

Y dijo el sultán: "¡No hay inconveniente!" Y dió orden de llevar a su presencia al caballerizo en cuestión.

Cuando el caballerizo entró entre las manos del sultán y hubo oído y comprendido lo que se le pedía, contestó: "¡Escucho y obedezco! ¡Y aquí está el estuche!" Y sacándose del seno una bolsita de cuero labrado é incrustado de turquesas, se la entregó al sultán, que en seguida desató los cordones y sacó un pergamino, en el cual estaban estampados los sellos de todos los jefes de la tribu en que había nacido el caballo y los testimonios de todos los testigos presentes al acto de cubrir el padre a la madre. Y aquel pergamino decía en definitiva que el potranco consabido había tenido por padre a un semental de pura sangre de la raza de los Seglawi-Jedrán y por madre a una hembra de búfalo marino, a quien el semental había encontrado un día que viajaba a orillas del mar, y que la había cubierto por tres veces, relinchando sobre ella de una manera que no dejaba lugar a dudas. Y decía también que aquella hembra de búfalo marino fué capturada por los jinetes, y había dado a luz aquel potranco bayo oscuro, y le había criado ella misma durante un año en medio de la tribu. Y tal era el resumen del contenido del pergamino.

Cuando el sultán hubo oído la lectura que del documento le había hecho el propio gran visir, y la enumeración de los nombres de jeiques y testigos que lo habían sellado, quedó extremadamente confúso de hecho tan extraño, al mismo tiempo muy maravillado de la ciencia adivinatoria e infalible del genealogista de caballos. Y se encaró con el funcionario del palo, y le dijo: "¡Quítale de encima de la plancha del berbiquí!"

Y una vez que de nuevo estuvo el genealogista de pie entre las manos del rey, le preguntó éste: "¿Cómo pudiste juzgar de una sola ojeada la raza, el origen, las cualidades y el nacimiento de este potro? Porque tu aserto, por Alah ha resultado cierto y se ha probado de manera irrefutable. ¡Date prisa, pues, a iluminarme respecto a las señales por las cuales has conocido la tara de este animal espléndido!" Y contestó el genealogista: "La cosa es fácil, ¡oh mi señor! No he tenido más que mirar los cascos de este caballo. Y nuestro amo puede hacer lo que he hecho yo". Y el rey miró los cascos del animal y vió que estaban hendidos y eran pesados y largos, como los de los búfalos, en vez de estar unidos y ser ligeros y redondos como los de los caballos. Y al ver aquello exclamó el sultán: "¡Alah es Todopoderoso!"

Y se encaró con los servidores, y les dijo: "¡Que le den hoy a ese sabio genealogista doble ración de carne, así como dos panes y agua a discreción!"

¡Y he aquí lo referente a él!

Pero respecto al genealogista de la especie humana, ocurrió cosa muy distinta.

En efecto, cuando el sultán hubo visto aquellos dos descubrimientos extraordinarios, debidos a los dos genealogistas con la gema que contenía un gusano en su corazón y con el potro nacido de un semental de pura sangre y de una hembra de búfalo marino, y cuando hubo puesto a prueba por sí mismo la ciencia prodigiosa de ambos hombres, se dijo: "¡Por Alah, que no lo sé; pero creo que el tercer bellaco debe ser un sabio más prodigioso todavía! ¡Y quién sabe si irá a descubrir algo que no sepamos!" Y le hizo llevar a su presencia acto seguido, y le dijo: "Debes acordarte ¡oh hombre! de lo que te adelantaste a decir en mi presencia con respecto a tu ciencia de la genealogía de la especie humana, que te permite descubrir el origen directo de los hombres, lo cual no puede conocer apenas la madre del niño, y lo ignora el padre, generalmente. Y también debes acordarte de que aventuraste un aserto parecido respecto a las mujeres. Deseo, pues, saber por ti si persistes en tus afirmaciones y si estás dispuesto a demostrarlas ante nuestros ojos". Y el genealogista de la especie humana, que era el tercer comedor de haschisch, contestó: "Así hablé, ¡oh rey del tiempo! Y persisto en mis afirmaciones. ¡Y Alah es el más grande!"

Entonces el sultán se levantó de su trono, y dijo al hombre: "¡Echa a andar detrás de mí!" Y el hombre echó a andar detrás del sultán, que le condujo a su harén, en contra de lo establecido por la costumbre, aunque después de haber hecho prevenir a las mujeres por los eunucos para que se envolvieran en sus velos y se taparan el rostro. Y llegados que fueron ambos al aposento reservado a la favorita del momento, el sultán se encaró con el genealogista, y le dijo: "¡Besa la tierra en presencia de tu señora y mírala para decirme luego lo que hayas visto!"

Y el comedor de haschisch dijo al sultán: "Ya la he examinado, ¡oh rey del tiempo!" Y he aquí que no había hecho más que posar en ella una mirada, una sola, y nada más.

Y el sultán le dijo: "¡En ese caso, echa a andar detrás de mí!"

Y salió, y el genealogista echó a andar detrás de él, y llegaron a la sala del trono. Y tras de hacer evacuar la sala, el sultán se quedó solo con su gran visir y el genealogista, a quien preguntó: "¿Qué has descubierto en tu señora?" Y contestó el interpelado: "¡Oh mi señor! he visto en ella una mujer adornada de gracias, de encantos, de elegancia, de lozanía; de modestia y de todos los atributos y todas las perfecciones de la belleza. Y sin duda no se podría desear nada más en ella, porque tiene todos los dones que pueden encantar el corazón y refrescar los ojos, y por cualquier parte que se la mire está llena de proporción y armonía; y si he de juzgar por su aspecto exterior y por la inteligencia que anima su mirada, sin duda debe poseer en su centro interior todas las cualidades deseables de listeza y de comprensión. Y he aquí lo que he visto en esa dama soberana, ¡oh mi señor! ¡Pero Alah es omnisciente!"

El sultán le dijo: "¡No se trata de eso, ¡oh genealogista! sino de que digas qué has descubierto con respecto al origen de tu señora, mi honorable favorita...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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