Pero cuando llegó la 787ª noche

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Ella dijo:

"... la estranguló, exclamando: "¡Mueran así las desvergonzadas de tu especie!"

Y el mercader Abd-el-Rahmán, para acabar de reparar los yerros de su hijo Kamar con el joyero, creyó equitativo y meritorio ante Alah el Altísimo casar, el mismo día de las bodas de Kamar, a su hija Estrella-de-la-Mañana con Osta-Obeid. ¡Pero Alah es más grande y más generoso!


Tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló.

Y exclamó el rey Schahriar: "Haga Alah ¡oh Schehrazada! que todas las mujeres desvergonzadas sufran la suerte de la esposa del joyero. ¡Porque así es como debieran terminar varias historias de las que me has contado! Con frecuencia, en efecto, me he irritado en el alma, Schehrazada, al ver que ciertas mujeres tenían un fin contrario a mis ideas y a mis inclinaciones. ¡Pues ya sabes cómo he tratado, por mi parte, a la esposa impúdica y maligna (que Alah no la tenga en su compasión), así como a todas sus infieles esclavas!"

Pero Schehrazada, sin querer que el rey se entregase por mucho tiempo a tales pensamientos, se guardó mucho de responder al particular, y apresuróse a comenzar, como sigue, la Historia de la pierna de carnero.



Historia de la pierna de carnero

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Cuentan -¡pero Alah es más sabio!- que en El Cairo, bajo el reinado de un rey entre los reyes de aquel país, había una mujer dotada de tanta astucia y de tanta destreza, que pasar por el ojo de la aguja más pequeña era para ella tan sencillo como beberse un sorbo de agua. Y he aquí que Alah (que distribuye a su antojo cualidades y defectos) había infundido a aquella mujer tal ardor de temperamento, que si le hubiese cabido en suerte ser una de las cuatro esposas de un creyente y compartir con justicia las cuatro noches en cuatro lotes, uno para cada una, se hubiera muerto de deseo reconcentrado. Así es que supo ella arreglarse de manera que llegó, no sólo a ser la esposa única de un hombre, sino a casarse a la vez con dos hombres, de la raza de los gallos del Alto Egipto, que podían consolar una tras otra a veinte gallinas. Y había usado de tanta sutileza, y tan bien supo tomar sus medidas, que ninguno de los dos hombres sospechaba un reparto tan contrario a la ley y a las costumbres de los verdaderos creyentes. Y por cierto que favorecía los manejos de ella la profesión que ejercían sus dos maridos, porque uno era ladrón nocturno y el otro ratero diurno. Con lo cual, cuando uno regresaba a casa por la noche, una vez terminada su tarea, el otro había salido ya en busca de algún trabajo apropiado. En cuanto a sus nombres, se llamaban: el ladrón, Haram, y el ratero, Akil.

Y transcurrieron días y meses, y el ladrón Haram y el ratero Akil se dedicaban con provecho en casa a su oficio de gallos, y fuera de casa al de zorros.

Un día entre los días, el ladrón Haram, después que el heredero de su padre hubo consolado a la hija del tío más excelentemente aún que de costumbre, dijo a la mujer: "Un asunto de gran importancia ¡oh mujer! me obliga a ausentarme por algún tiempo. ¡Plugue a Alah escribirme el éxito, a fin de que esté yo de vuelta junto a ti lo más pronto posible!" Y contestó la mujer: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, ¡oh cabeza de los hombres! Pero ¿qué va a ser de esta desventurada mientras dura la ausencia de su enamorado?" Y se desoló mucho y le dijo mil palabras de desconsuelo, y sólo le dejó partir después de las más cálidas pruebas de afecto. Y cargado con un saco de provisiones de boca que la joven había tenido cuidado de prepararle para el viaje, el ladrón Haram se fué por su camino, satisfecho y chasqueando la lengua de contento.

Haría apenas una hora de tiempo que había partido él, cuando regresó Akil el ratero. Y quiso la suerte que, teniendo necesidad de abandonar la ciudad, precisamente fuese a anunciar su marcha a su esposa. Y la joven no dejó de hacer presente a su otro marido toda la pena que le producía su alejamiento, y después de las pruebas diversas y multiplicadas de una pasión extraordinaria, le llenó de provisiones de boca un saco para el viaje, y le dijo adiós, invocando sobre su cabeza las bendiciones de Alah (¡exaltado sea!) Y el ratero Akil salió de su casa alabándose de tener una esposa tan cálida y tan atenta y chasqueando la lengua de contento.

Y como por lo general, a cada criatura le espera su destino en cualquier encrucijada del camino, ambos maridos debían encontrar el suyo donde menos pensaban. En efecto, al fin de la jornada, el ratero Akil entró en un khan que le pillaba de camino, proponiéndose pasar allí la noche. Y al entrar en el khan, sólo encontró en él a un viajero, con el cual entabló conversación en seguida, después de las zalemas y cumplimientos por una y otra parte. Y he aquí que su interlocutor era precisamente el ladrón Haram, que tomó el mismo camino que su asociado, a quien no conocía. Y el primero dijo al segundo: "¡Oh compañero! ¡parece que estás muy fatigado!" Y el otro contestó: "¡Por Alah! ¡hoy me he hecho de una tirada todo el camino de El Cairo! Y tú, compañero, ¿de dónde vienes?" El aludido contestó: "¡De El Cairo también! Y glorificado sea Alah, que pone en mi camino un compañero tan agradable para continuar el viaje. Porque ha dicho el profeta (¡con él la plegaria y la paz!) : "¡Un compañero es la mayor provisión para el camino!" ¡Pero, entretanto, para sellar nuestra amistad, partamos juntos el mismo pan y probemos la misma sal! ¡He aquí ¡oh compañero! mi saco de provisiones, en el que tengo, para ofrecértelos, dátiles frescos y asado con ajo!" Y el otro contestó: "Alah aumente tus bienes, ¡oh compañero! Acepto la oferta de todo corazón amistoso. ¡Pero permíteme que también contribuya con lo mío!" Y mientras el primero sacaba del saco sus provisiones, puso él las suyas en la estera donde estaban sentados.

Cuando acabaron ambos de colocar sobre la estera lo que tenían que ofrecerse, advirtieron que llevaban provisiones exactamente iguales: panes de sésamo, dátiles y media pierna de carnero. Y hubieron de asombrarse hasta el límite extremo del asombro en cuanto observaron que las dos medias piernas de carnero se acoplaban con perfecta exactitud. Y exclamaron: "¡Alahu akbar! ¡estaba escrito que esta pierna de carnero vería reunirse sus dos mitades, a pesar de la muerte, el horno y el guiso!"

Luego el ratero preguntó al ladrón: "Por Alah sobre ti, ¡oh compañero! ¿puedo saber de dónde procede ese trozo de pierna de carnero?" Y el ladrón contestó: "¡Me lo ha dado la hija de mi tío antes de ponerme en marcha! Pero, por Alah sobre ti, ¡oh compañero! ¿puedo, a mi vez, saber de dónde sacaste esa media pierna?" Y el ratero dijo: "¡También me la metió en el saco la hija del tío! Pero ¿puedes decirme en qué barrio se encuentra tu honorable casa?" El aludido dijo: "¡Junto a la Puerta de las Victorias!" Y el otro exclamó: "¡Y la mía también!" Y de pregunta en pregunta, pronto ambos ladrones adquirieron la convicción de que desde el día de su matrimonio eran, sin saberlo, asociados de la misma cama y del mismo tizón. Y exclamaron: "¡Alejado sea el Maligno! ¡He aquí que nos ha burlado la maldita!"

Luego, aunque en un principio este descubrimiento les incitó a realizar alguna violencia, como eran avisados y prudentes, acabaron por pensar que el mejor partido que podían tomar consistía en volver sobre sus pasos y esclarecer por sus propios ojos y sus propias orejas lo que tenían que esclarecer con la taimada. Y de acuerdo sobre el particular, emprendieron de nuevo ambos la ruta de El Cairo, y no tardaron en llegar a su vivienda común.

Cuando, tras de abrirles la puerta, la joven vió juntos a sus dos maridos, no pudo dudar de que habían descubierto su estratagema, y como era prudente y avisada, comprendió que sería inútil buscar entonces un pretexto con que ocultar por más tiempo la verdad. Y pensó: "¡El corazón del hombre más duro no puede resistir a las lágrimas de la mujer amada!" Y de pronto, estallando en sollozos y despeinándose los cabellos, se arrojó a los pies de sus dos maridos, implorando su misericordia.

Y he aquí que la amaban ambos y tenían el corazón prendado por los encantos de ella. Así que, a pesar de tan notoria perfidia, sintieron que no se había debilitado su afecto hacia ella y la levantaron y le otorgaron su perdón, pero después de haberle hecho los cargos con ojos furibundos. Luego, como ella permaneciera silenciosa con un aire muy contrito, le dijeron que aquello no era todo, pues tenía que cesar sin tardanza aquel estado de cosas tan contrario a las costumbres y usos de los creyentes. Y añadieron: "¡Es absolutamente necesario que, al punto, te decidas a escoger entre nosotros dos al que quieras conservar como esposo!"

Al oír estas palabras de sus dos maridos, la joven bajó la cabeza, y reflexionó profundamente. Y por más que la apremiaron ellos para que, sin tardanza, tomase una determinación, les fué imposible hacerle designar al que prefería, porque a ambos les encontraba iguales gallardía, fuerza y resistencia. Pero como, impacientes por el silencio de ella, le gritasen con voz amenazadora que tenía que escoger, acabó por levantar la cabeza, y dijo: "¡No hay recurso y misericordia más que en Alah el Altísimo, el Todopoderoso! ¡Oh hombres! ¡ya que me obligáis a escoger entre vosotros y a tomar un partido me lastima al afecto que os dediqué por igual, y como, hecha la reflexión y pesadas las consecuencias, no tengo ningún motivo para preferir el uno al otro, he aquí lo que os propongo! Ambos vivís de vuestra destreza, y sobre eso tenéis tranquila la conciencia, y Alah, que juzga las acciones de sus criaturas conforme a las aptitudes que les ha puesto en el corazón, no os rechazará del seno de Su bondad. Tú, Akil, escamoteas durante el día, y tú, Haram, robas por la noche. ¡Pues bien; declaro ante Alah y ante vosotros que conservaré como esposo a aquel de vosotros dos que dé la mejor prueba de destreza y realice la proeza más ingeniosa!" Y ambos contestaron con el oído y la obediencia, admitiendo en seguida la proposición y preparándose al punto a rivalizar en ingenio.

Y he aquí que el ratero Akil fué quien empezó a actuar, yendo con su asociado Haram al zoco de los cambistas. Y le mostró con el dedo a un viejo judío que se paseaba con lentitud de una tienda a otra, y dijo: "¿Ves ¡oh Haram! a ese hijo de perro? ¡Pues me comprometo a quitarle su saco de cambista antes de que acabe de dar ese paseo!" Y habiendo hablado así, ligero como una pluma, se acercó al judío que paseaba y le sustrajo el saco lleno de dinares de oro que llevaba consigo. Y volvió al lado de su compañero, el cual, poseído de extremado pavor, quiso evitarle en un principio para no arriesgarse a que le detuvieran como cómplice del otro; pero maravillado luego de golpe de mano tan feliz, empezó a felicitarle por la maestría de que acababa de dar prueba, y le dijo: "¡Por Alah! ¡me parece que, por mi parte, jamás podré llevar a cabo una empresa tan brillante! ¡Yo creía que robar a un judío era cosa que superaba a las fuerzas de un creyente!" Pero el ratero se echó a reír, y le dijo: "¡Oh pobre! ¡eso no es más que el principio de la cosa, pues no es así como pretendo apropiarme el saco del judío! Porque un día u otro podría ponerse sobre mi pista la justicia y obligarme a decir la verdad. ¡Quiero convertirme en propietario legal del saco con su contenido, conduciéndome de manera que el propio kadí me adjudique lo que le pertenece a ese judío relleno de oro!" Y así diciendo, se marchó a un rincón retirado del zoco, abrió el saco, contó las monedas de oro, que contenía, quitó de ellas diez dinares y puso en su lugar un anillo de cobre que le pertenecía. Tras de lo cual volvió a cerrar el saco cuidadosamente, y acercándose de nuevo al judío despojado, se lo deslizó diestramente en el bolsillo del kaftán, como si no hubiese pasado nada.

La destreza es un don de Alah, ¡oh creyentes!

Y he aquí que, apenas había dado algunos pasos el judío, cuando el ratero se lanzó otra vez sobre él, pero entonces muy ostensiblemente, gritándole: "¡Miserable hijo de Aarón, se acerca tu castigo! ¡Devuélveme mi saco o vamos ambos a casa del kadi!" Y en el límite de la sorpresa, al verse tratado así por un hombre a quien no conocía, ni de padre, ni de madre, y a quien nunca en su vida había visto, el judío, para eludir los golpes, empezó a deshacerse en excusas, y juró por Ibrahim, Ishak y Yacub que su agresor se equivocaba de persona y que, por su parte, jamás se le había ocurrido, ni por pienso, arrebatarle el saco. Pero Akil, sin querer escuchar sus protestas, amotinó contra el judío a todo el zoco y acabó por agarrarle del kaftán, diciéndole: "¡Yo y tú a casa del kadí!" Y como el otro se resistiese, le cogió de la barba, y entre el tumulto le arrastró a la presencia del kadí.

Y el kadí preguntó: "¿De qué se trata?" Y al punto contestó Akil: "¡Oh nuestro amo el kadí! este judío, de la tribu de los judíos, que traigo entre tus manos, dispensadoras de justicia, es sin duda el ladrón más audaz que ha entrado en la sala de tus decretos. ¡He aquí que, después de haberme robado mi saco lleno de oro, se atreve a pasearse por el zoco con la tranquilidad del musulmán irreprochable!" Y gimió el judío, con la barba a medio arrancar: "¡Oh nuestro amo el kadí, protesto de eso! ¡Jamás he visto ni conocido a este hombre que me ha maltratado y reducido al estado lamentable en que me hallo, después de haber amotinado al zoco contra mí y haber destruído para siempre mi crédito y arruinado mi reputación de cambista irreprochable!"

Pero Akil exclamó: "¡Oh maldito hijo de Israel! ¿desde cuándo la palabra de un perro de tu raza prevalece sobre la palabra de un creyente? ¡Oh nuestro amo el kadí! ¡este embaucador niega su robo con tanta audacia como cierto mercader de las Indias, cuya historia contaré a tu señoría, si no la conoce!"

Y el kadí contestó: "¡No conozco la historia del mercader de las Indias! ¿Pero qué le sucedió? ¡Dímelo brevemente!" Y Akil dijo: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡oh amo nuestro! Para hablar brevemente, te diré que el tal mercader de las Indias era un hombre que había conseguido inspirar tanta confianza a la gente del zoco, que un día le confiaron en depósito una importante cantidad de dinero, sin pedirle recibo. Y se aprovechó de esta circunstancia para negar el depósito el día en que fué a reclamárselo el propietario. Y como éste no podía exhibir contra el demandado testigos ni escrituras, sin duda el mercader se habría comido con toda tranquilidad la hacienda ajena, si el kadí de la ciudad, con su talento, no hubiese logrado hacerle declarar la verdad. ¡Y obtenida esta declaración, le hizo aplicar doscientos palos en la planta de los pies, y le echó de la ciudad!" Luego continuó Akil: "¡Y ahora, ¡oh nuestro amo el kadí! espero de Alah que tu señoría, llena de sagacidad y de talento, hallará fácilmente el medio de demostrar la doblez de este judío! ¡Y primeramente permite a tu esclavo que te ruegue des orden de registrar a mi ladrón para convencerte de su robo!"

Cuando el kadí hubo oído este discurso de Akil, ordenó a los guardias que registraran al judío. Y no tardaron mucho tiempo en encontrarle encima el saco consabido. Y el acusado, gimiendo, insistió en que el saco era de su propiedad legítima. Y por su parte, Akil aseguraba, con toda clase de juramentos e injurias dirigidas al descreído, que él reconocía perfectamente el saco que le habían sustraído. Y el kadí, como juez avisado, ordenó entonces que cada una de las partes declarase lo que había dentro del saco en litigio. Y el judío declaró: "¡En el saco ¡oh amo nuestro! hay quinientos dinares de oro que metí en él esta mañana, ni uno más, ni uno menos!" Y Akil exclamó: "¡Mientes, ¡oh hijo de judíos! a no ser que, al revés de lo que ocurre con los de tu raza, me devuelvas más de lo que cogiste! Y o declaro que en el saco sólo hay cuatrocientos noventa dinares, ni uno más, ni uno menos. ¡Y, además, debe estar guardado ahí un anillo de cobre con mi sello, como no sea que lo hayas tú quitado ya!" Y el kadí abrió el saco en presencia de los testigos, y su contenido hubo de dar la razón al ratero. Y al punto el kadí entregó el saco a Akil y ordenó que inmediatamente se administrase una paliza al judío, ¡que se había quedado mudo de estupefacción!

Cuando el ladrón Haram vió el éxito de la acertada jugarreta de su asociado Akil, le felicitó y le dijo que a él le resultaría muy difícil superarle. No obstante, se citó con él para aquella misma noche en las inmediaciones del palacio del sultán, a fin de intentar, a su vez, alguna hazaña que no fuese indigna de la maravillosa jugarreta de que acababa de ser testigo.

Así es que, al caer la noche, ya estaban en el punto de cita convenido ambos asociados. Y Haram dijo a Akil: "Compañero, te has reído de la barba de un judío y de la del kadí. Yo quiero obrar sobre el propio sultán. ¡Aquí tienes una escala de cuerda, de la que voy a valerme para penetrar en el aposento del sultán! ¡Pero tienes que acompañarme para ser testigo de lo que ocurra!" Y a Akil, que no estaba acostumbrado al robo, sino sencillamente a las raterías, en un principio le asustó mucho la temeridad de aquella tentativa; pero se avergonzó de retroceder ante su asociado, y le ayudó a arrojar por encima de la muralla del palacio la escala de cuerda. Y treparon ambos por ella, bajaron por el lado opuesto, atravesaron los jardines y se adentraron en el mismo palacio, a favor de las tinieblas, y se deslizaron por las galerías hasta el propio aposento del sultán; y levantando una cortina, Haram hizo a su compañero ver al sultán dormido y junto al cual había un mozalbete que le hacía cosquillas en la planta de los pies...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 788ª noche

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Ella dijo:

"...Un mozalbete que le hacía cosquillas en la planta de los pies. E incluso el mozalbete aquél, que favorecía el dormir del rey con semejante maniobra, parecía abrumado de sueño, y para no dejarse vencer por el sopor mascaba un trozo de almácigo.

Al ver aquello, Akil, lleno de pavor, estuvo a punto de caerse de espaldas, y Haram le dijo al oído: "¿Por qué te asustas así compañero? ¡Tú has hablado con el kadí, y yo, a mi vez, quiero hablar con el rey!" Y dejándole escondido detrás de la cortina, se acercó al mozalbete con una agilidad maravillosa, le amordazó, le ató, y le colgó del techo como a un fardo. Luego se sentó en el sitio del otro, y se puso a hacer cosquillas al rey en la planta de los pies con la ciencia de un masajista del hammam. Y al cabo de un momento, maniobró de manera que se despertase el sultán, quien empezó a bostezar. Y Haram, imitando la voz de un mozalbete, dijo al sultán: "¡Oh rey del tiempo! ya que tu Alteza no duerme, ¿quiere que le cuente algo?" Y cuando contestó el sultán: "¡Está bien!" Haram dijo: "En una ciudad entre las ciudades había ¡oh rey del tiempo! un ladrón llamado Haram y un ratero llamado Akil, que rivalizaban en audacia y destreza. ¡Y he aquí lo que cada uno de ellos hizo un día!" Y contó al sultán la jugarreta de Akil con todos sus detalles, y llevó su audacia hasta enterarle de cuanto pasaba en su propio palacio, cambiando solamente el nombre del sultán y el lugar de la escena. Y cuando hubo terminado su relato, dijo: "Y ahora, ¡oh rey del tiempo! ¿me dirás a cuál de ambos compañeros encuentra más hábil tu señoría?"

Y contestó el sultán: "¡Indudablemente, al ladrón que se introdujo en el palacio del rey!"

Cuando hubo oído esta respuesta, Haram pretextó una urgente necesidad de orinar, y salió como si fuera a los retretes. Y fué a reunirse con su compañero, que, durante todo el tiempo que duró la conversación, estuvo sintiendo que el alma se le escapaba de terror por la nariz. Y de nuevo emprendieron el camino que ya habían recorrido y salieron del palacio tan felizmente como habían entrado.

Al día siguiente, el sultán, que estaba muy asombrado de no haber vuelto a ver a su favorito, a quien creía en los retretes, llegó al límite de la sorpresa al hallarle colgado del techo, exactamente igual que en la historia que oyó contar. Y en seguida adquirió la certeza de que él mismo acababa de ser víctima de tan audaz ladrón. Pero, lejos de irritarse contra quien así le había burlado, quiso conocerle; y a tal fin hizo proclamar, por los pregoneros públicos, que perdonaba al que se introdujo de noche en su palacio y le prometía una gran recompensa si se presentaba ante él. Y fiado en esta promesa, fué Haram al palacio y se presentó entre las manos del sultán, que hubo de alabarle mucho por su valor, y para recompensar tanta maestría, le nombró en el momento jefe de policía del reino. Y la joven, por su parte, al enterarse de la cosa, no dejó de escoger a Haram por único esposo, y vivió con él entre delicias y alegrías. ¡Pero Alah es más sabio!


Y Schehrazada no quiso dejar al rey aquella noche bajo la impresión de esta historia, e inmediatamente comenzó a contarle la prodigiosa historia que sigue.


Dijo:



Las llaves del destino

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He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que el califa Mohammad ben-Theilún, sultán de Egipto, era un soberano tan mesurado y bueno como cruel y opresor fué su padre Theilún. Porque, lejos de obrar como éste, torturando a sus súbditos con objeto de que pagasen tres y cuatro veces los mismos impuestos, y haciendo que les administrasen palizas para obligarles a desenterrar los pocos dracmas que guardaban bajo tierra por temor a los recaudadores, se apresuró a hacer que renaciera la tranquilidad y de nuevo se aposentara entre su pueblo la justicia. Y los tesoros que su padre Theilún había acumulado a fuerza de violencia los empleaba él en proteger a los poetas y a los sabios, en recompensar a los valientes y en acudir en ayuda de los pobres y de los desgraciados. Así es que Alah el Retribuidor hizo que todo saliese bien bajo el reinado bendito de aquel rey; pues jamás fueron tan regulares y abundantes las crecidas del Nilo, jamás las mieses fueron tan ricas y multiplicadas, jamás estuvieron tan verdes los campos de alfalfa y de altramuz y jamás los mercaderes vieron afluir a sus tiendas tanto oro.

Un día entre los días el sultán Mohammad hizo ir a su presencia a todos los dignatarios de su palacio para interrogarles, por turno, acerca de sus funciones, de sus servicios pretéritos y de la paga que recibían del tesoro. Porque de tal suerte quería enterarse por sí mismo de su conducta y de sus medios de existencia, diciéndose: "Si veo que alguno tiene un empleo penoso y una paga ligera, disminuiré su trabajo y aumentaré su sueldo pero si veo que uno tiene una paga considerable y un empleo fácil, disminuiré su sueldo y aumentaré su trabajo".

Y los primeros que se presentaron entre sus manos fueron sus visires, que eran cuarenta, todos ancianos venerables, con luengas barbas blancas y rostro marcado por la sabiduría. Y llevaban a la cabeza tiaras enturbantadas, enriquecidas con piedras preciosas; y se apoyaban en largas pértigas con remate de ámbar, signo de su poder. Luego llegaron los walíes de provincias los jefes del ejército y cuantos, de cerca o de lejos, tenían que mantener la tranquilidad y hacer justicia. Y unos tras de otros, se arrodillaron y besaron la tierra entre las manos del califa, que les interrogó largamente, y les retribuyó o destituyó con arreglo a lo que opinaba de sus méritos.

Y el último que se presentó fué el eunuco portaalfanje, ejecutor de la justicia. Y aunque estaba gordo, como hombre bien alimentado que no tiene nada que hacer, ofrecía un aspecto muy triste y en vez de ir orgullosamente con su alfanje desnudo al hombro, llevaba la cabeza baja y tenía el alfanje envainado. Y cuando estuvo entre las manos del sultán Mohammad ben-Theilún, besó la tierra y dijo: "¡Oh señor nuestro y corona de nuestra cabeza! ¡he aquí que por fin va a lucir el día de la justicia para el esclavo ejecutor de la justicia! ¡Oh mi señor, oh rey del tiempo! desde la muerte de tu difunto padre, el sultán Theilún (¡Alah lo tenga en Su misericordia!), he visto disminuir día por día las ocupaciones de mi cargo y desaparecer el provecho que me proporcionaban. Y mi vida, que antaño era dichosa, transcurre ahora aburrida e inútil. Y si el Egipto continúa de tal suerte gozando de tranquilidad y de abundancia, corro mucho riesgo de morirme de hambre, no dejando ni siquiera lo preciso para que me compren un sudario (¡Alah prolongue la vida de nuestro señor!)".

Cuando el sultán Mohammad ben-Theilún hubo oído estas palabras de su portaalfanje, reflexionó durante un buen rato, y comprendió que tales quejas eran justificadas, porque el provecho mayor que su cargo le producía al verdugo no procedía de su paga, que era poco considerable, sino de los dones y herencias que sacaba de quienes ejecutaba.

Y exclamó: "¡De Alah venimos y a El retornaremos! ¡Verdad es que la dicha de todos es una ilusión, y que lo que ocasiona la alegría de uno hace correr las lágrimas de otro! ¡Oh portaalfanje! ¡tranquiliza tu alma y refresca tus ojos, pues en adelante, para ayudarte a subsistir, ahora que casi no se retribuyen tus funciones, recibirás cada año doscientos dinares de emolumentos! ¡Y haga Alah que, durante todo mi reinado permanezca siendo tu alfanje tan inútil como lo es en este momento y se cubra con el orín pacífico de reposo!" Y el portaalfanje besó la orla del traje del califa y se volvió a su sitio. He narrado lo anterior para demostrar qué soberano tan justo y clemente era el sultán Mohammad.

Cuando ya iba a levantarse la sesión, el sultán divisó, detrás de las filas de dignatarios, a un jeique de edad, con la cara llena de arrugas y cargado de espaldas, que aun no había sido interrogado. Y le hizo seña de que se acercara, y le preguntó cuál era su empleo en el palacio. Y el jeique contestó: "¡Oh rey del tiempo! mi empleo se reduce sencillamente a vigilar un cofrecillo que me fué entregado; para su custodia, por tu padre el difunto sultán. ¡Y por este empleo se me dan del tesoro todos los meses diez dinares de oro!" Y el sultán Mohammad se asombró de aquello, y dijo: "¡Oh jeique! ¡ése es un sueldo muy crecido para un empleo tan descansado! Pero ¿qué hay en el cofrecillo?" El otro contesté: "¡Por Alah, ¡oh señor nuestro! que hace cuarenta años que lo guardo, e ignoro lo que contiene!" Y dijo el sultán: "¡Ve a traerlo cuanto antes!" Y el jeique se apresuró a ejecutar la orden.

Y he aquí que el cofrecillo que el jeique llevó al sultán era de oro macizo y estaba ricamente labrado. Y por orden del sultán, lo abrió el jeique por primera vez. Pero no contenía más que un manuscrito trazado con letras brillantes sobre piel de gacela teñida de púrpura. Y en el fondo había un poco de tierra roja.

Y el sultán cogió el manuscrito de piel de gacela, que estaba escrito en caracteres brillantes, y quiso leer lo que decía. Pero, aunque se hallaba muy versado en la escritura y en las ciencias, no pudo descifrar ni una sola palabra de los caracteres desconocidos que había trazados en él. Y ni los visires ni los ulemas que estaban presentes lograron un resultado mejor. Y el sultán hizo ir, unos tras otros, a todos los sabios afamados de Egipto, Siria, Persia e Indias; pero ninguno de ellos pudo decir siquiera en qué lenguaje estaba escrito aquel manuscrito. Porque, por lo general, los sabios no son más que pobres ignorantes con sus grandes turbantes por toda ciencia.

Entonces el sultán Mohammad hizo publicar por todo el imperio que otorgaría la mayor de las recompensas a quien pudiera solamente indicarle un hombre lo bastante instruido para descifrar los desconocidos caracteres.

Poco tiempo después de la publicación de aquel aviso; se presentó en la audiencia del sultán un anciano de turbante blanco, y después de obtener permiso para hablar, dijo: "¡Alah prolongue la vida de nuestro amo el sultán! ¡El esclavo que está entre tus manos es un antiguo servidor de tu padre, el difunto sultán Theilún, y hoy mismo acaba de volver del destierro a que había sido condenado! ¡Alah tenga en su compasión al difunto, que me condenó a verme relegado! ¡Pero me presento entre tus manos ¡oh señor soberano nuestro! para decirte que sólo un hombre puede leer el manuscrito de piel de gacela! Y es su dueño legítimo, el jeique Hassán Abdalah, hijo de El-Aschar, que hace cuarenta años fué arrojado a un calabozo por orden del difunto sultán. ¡Y sólo Alah sabe si gemirá él allá aún o si estará muerto!" Y el sultán preguntó: "¿Por qué motivo se encerró en un calabozo al jeique Hassan Abdalah?"

El otro contestó: "¡Porque el difunto sultán quería obligar por fuerza al jeique a leerle el manuscrito, después que le desposeyó de él!"

Al oír estas palabras, el sultán Mohammad al punto envió a los jefes de los guardias a visitar todas las prisiones, con la esperanza de encontrar en ellas al jeique Hassán Abdalah vivo todavía, y hacerle salir de allí. Y quiso la suerte que aún estuviese vivo el jeique. Y los jefes de los guardias, por orden del sultán, le vistieron con un traje de honor, y le llevaron entre las manos de su amo. Y el sultán Mohammad vió que el prisionero era un hombre de aspecto venerable y de rostro dolorido por los sufrimientos. Y se levantó en honor suyo, y le rogó que perdonara el injusto trato que le había hecho sufrir su padre, el califa Theilún. Luego le hizo sentarse junto a él, y entregándole el manuscrito de piel de gacela, le dijo: "¡Oh venerable jeique! ¡no quiero guardar por más tiempo este objeto que no me pertenece, aunque por él poseyera todos los tesoros de la tierra!"

Al oír estas palabras del sultán, el jeique Hassán Abdalah vertió abundantes lágrimas, y volviendo hacia el cielo las palmas de las manos, exclamó: "¡Señor, fuente de toda sabiduría eres Tú, que en el mismo suelo haces brotar el veneno y la planta salutífera! ¡En el fondo de un calabozo pasé cuarenta años de mi vida, y he aquí que es al hijo de mi opresor a quien ahora tengo que agradecer el morir al sol! ¡Señor, loores y gloria a Ti, cuyos decretos son insondables!"

Luego se encaró con el sultán, y dijo: "¡Oh amo, nuestro soberano! ¡lo que rehusé a la violencia se lo concedo a la bondad! ¡Este manuscrito, para la posesión del cual arriesgué varias veces mi vida, te pertenece como propiedad legítima en lo sucesivo! ¡Es el principio y fin de toda ciencia, y el único bien que traje de la ciudad de Scheddad ben-Aad, la ciudad misteriosa donde no puede entrar ningún humano, Aram-de-las-columnas!"

El califa abrazó al anciano, y le dijo: "¡Oh padre mío! ¡por favor, apresúrate a decirme lo que sepas con respecto a ese manuscrito de piel de gacela y a la ciudad de Scheddad ben-Aad, Aram-de-las-columnas!" Y contestó el jeique Hassán Abdalah: "¡Oh rey! la historia de este manuscrito es la historia de toda mi vida. ¡Y si estuviera escrita con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de lección a quien la leyera con respeto!" Y contó:

"Has de saber ¡oh rey del tiempo! que mi padre era uno de los mercaderes más ricos y más respetados de El Cairo. Y yo soy su hijo único. Y mi padre no escatimó nada para mi instrucción, y me dió los mejores maestros de Egipto. Así que a los veinte años ya era yo famoso entre los ulemas por mi saber y mis conocimientos en los libros de los antiguos. Y queriendo regocijarme con mis bodas, mi padre y mi madre me dieron por esposa a una joven virgen de ojos llenos de estrellas, de talle flexible y gracioso, y gacela por la elegancia y la ligereza. Y mis bodas fueron magníficas. Y pasé con mi esposa días de tranquilidad y noches de ventura. Y de tal suerte viví diez años tan hermosos como la primera noche nupcial.

Pero ¡oh mi señor! ¿quién puede saber lo que le reserva la suerte del mañana? Al cabo de aquellos diez años, que pasaron como el sueño de una noche tranquila, fuí presa del Destino, y todos los azotes cayeron a la vez sobre la dicha de mi casa. Porque en el transcurso de unos días, la peste hizo perecer a mi padre, el fuego devoró mi casa y las aguas del mar se tragaron a los navíos que traficaban a lo lejos con mis riquezas. Y pobre y desnudo como el niño al salir del seno de su madre, no tuvo más recurso que la misericordia de Alah y la piedad de los creyentes. Y hube de frecuentar el patio de las mezquitas con los mendigos de Alah; y vivía en la compañía de los santones de hermosas palabras. Y en los días peores me ocurría con frecuencia volver sin un pedazo de pan a mi albergue, y después de haber ayunado toda la jornada, no tener nada que comer por la noche. Y sufría en extremo con mi propia miseria y la de mi madre, de mi esposa y de mis hijos.

Un día en que Alah no había enviado ninguna limosna a su mendigo, mi esposa se quitó su último vestido y me lo entregó llorando, y me dijo: "Ve a ver si lo vendes en el zoco, a fin de comprar a nuestros hijos un pedazo de pan". Y cogí el vestido de la mujer, y salí para ir a venderlo a la salud de nuestros hijos...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 789ª noche

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Ella dijo:

"... Y cogí el vestido de la mujer, y salí para ir a venderlo a la salud de nuestros hijos. Y cuando me dirigía al zoco, me encontré con un beduíno montado en una camella roja. Y al verme, el beduíno paró de repente a su camella, la hizo arrodillarse, y me dijo: "La zalema contigo, ¡oh hermano mío! ¿No podrías indicarme la casa de un rico mercader que se llama el jeique Hassán Abdalah, hijo de Al-Achar?" Y Yo ¡oh mi señor! tuve vergüenza de mi pobreza, aunque la pobreza, como la riqueza, nos viene de Alah, y contesté, bajando la cabeza: "Y contigo la zalema y la bendición de Alah, ¡oh padre de los árabes! ¡Pero en El Cairo, que yo sepa, no hay ningún hombre con el nombre que acabas de pronunciar!" Y quise continuar mi camino. Pero el beduíno se apeó de su camella, y tomando mis manos en las suyas, me dijo, con acento de reproche: "Alah es grande y generoso, ¡oh hermano mío! ¿Acaso no eres tú el jeique Hassán Abdalah, hijo de Al-Achar? ¿Y es posible que te desentiendas del huésped que Alah te envía, ocultando tu nombre?" Entonces yo, en el límite de la confusión, no pude contener mis lágrimas, y rogándole que me perdonara, le cogí las manos para besárselas; pero no quiso dejarme hacer, y me estrechó en sus brazos, como haría un hermano con su hermano. Y le conduje a mi casa.

Y mientras de aquel modo caminaba con el beduíno, que llevaba del ronzal a su camella, mi corazón y mi espíritu estaban torturados por la idea de no tener nada para agasajar al huésped. Y cuando llegué, me apresuré a contar a la hija de mi tío el encuentro que acababa de tener; y ella me dijo: "¡El extranjero es el huésped de Alah, y para él será incluso el pan de los hijos! Vuélvete, pues, a vender el traje que te di, y con el dinero que por ello saques compra con qué alimentar a nuestro huésped. ¡Y si deja sobras, nos las comeremos nosotros!" Y para salir, tenía yo que pasar por el vestíbulo en que había dejado al beduíno. Y como ocultara yo el traje, me dijo él: "¿Qué llevas entre la ropa, hermano mío?" Y contesté, bajando la cabeza, confuso: "¡Nada!" Pero él insistió, diciendo: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano mío! te suplico me digas qué llevas escondido entre las vestiduras!" Y contesté, muy azorado: "¡Es el traje de la hija de mi tío, que se lo llevo a nuestro vecina, la cual tiene el oficio de remendar trajes!" Y el beduíno insistió aún, y me dijo: "Déjame ver ese traje, ¡oh hermano mío!" Y ruborizándome, le enseñé el traje; y exclamó él: "¡Alah es clemente y generoso, oh hermano mío! ¡Lo que ibas a hacer ahora era vender en subasta el traje de tu esposa, madre de tus hijos, para cumplir con el extranjero los deberes de hospitalidad!" Y me abrazó, y me dijo: "¡Toma, ya Hassán Abdalah, aquí tienes diez dinares de oro, que proceden de Alah, a fin de que los gastes y nos compres con ellos lo preciso para nuestras necesidades y las de tu casa!" Y no pude rechazar la oferta del huésped, y cogí las monedas de oro. Y en mi casa entraron el bienestar y la abundancia.

Y he aquí que, a diario, me entregaba el beduíno la misma suma, y por orden suya la gastaba yo de la misma manera. Y duró aquello quince días.

Y glorifiqué al Retribuidor por sus beneficios.

Y he aquí que, a la mañana del décimosexto día, mi huésped el beduíno me dijo, después de las zalemas: "Ya Hassán Abdalah, ¿quieres venderte a mí?" Y yo le contesté: "¡Oh mi señor! ¡ya soy tu esclavo, y te pertenezco por agradecimiento!" Pero me dijo él: "¡No Hassán Abdalah, no es eso lo que quiero decirte! Al preguntarte si te vendes a mí, es porque deseo comprarte realmente. ¡Así es que no voy a regatear tu venta, y te dejo que tú mismo fijes el precio en que quieres venderte!"

Ni por un instante dudé de que hablara en broma, y contesté, burlándome: "El precio de un hombre libre ¡oh mi señor! está fijado por el Libro en mil dinares, si se le mata de un solo golpe. ¡Pero si se hacen varias intentonas para matarle, produciéndole dos o tres o cuatro heridas o si se le corta en pedazos, entonces su precio llega a mil quinientos dinares!"

Y me dijo el beduíno: "¡No hay inconveniente, Hassán Abdalah! ¡te pagaré esta última suma, si consientes en tu venta!" Y comprendiendo entonces que mi huésped no bromeaba, sino que estaba seriamente decidido a comprarme, pensé para mi ánima: "Alah es quien te envía este beduíno para salvar a tus hijos del hambre y de la miseria, ya jeique Hassán! ¡Si tu destino es ser cortado en pedazos, no te escaparás de él!" Y contesté: "¡Oh hermano árabe, acepto mi venta! ¡Pero permíteme solamente consultar acerca de ello a mi familia!" Y me contestó: "¡Está bien!" Y me dejó y salió para dedicarse a sus asuntos.

Y he aquí ¡oh rey del tiempo! que fui en busca de mi madre, de mi esposa y de mis hijos, y les dije: "¡Alah os salva de la miseria!" Y les conté la proposición del beduíno. Y al oír mis palabras, mi madre y mi esposa se maltrataron el rostro y el pecho, exclamando: "¡Oh calamidad sobre nuestra cabeza! ¿Qué quiere hacer de ti ese beduíno?" Y corrieron a mí los niños y se cogieron a mis ropas. Y lloraban todos. Y añadió mi esposa, que era prudente y de buen consejo: "¿Quién sabe si ese beduíno maldito, como te opongas a tu venta, reclamará lo que ha gastado aquí? Así es que, para que no te pille desprevenido, es preciso que vayas cuanto antes en busca de alguien que consienta en comprar esta miserable casa, última hacienda que te queda, y con el dinero que te produzca pagarás a ese beduíno. Y de tal suerte no le deberás nada, y quedará libre tu persona". Y estalló en sollozos; pensando ver ya a nuestros hijos sin asilo, en la calle. Y yo me puse a reflexionar acerca de la situación, y ya estaba en el límite de la perplejidad. Y pensaba de continuo: "¡Oh Hassán Abdalah! ¡no desaproveches la ocasión que Alah te depara! ¡Con la suma que te ofrece el beduíno por tu venta aseguras el pan de tu casa!"

Luego pensé: "¿Pero por qué quiere él comprarte? ¿Y qué quiere hacer de ti? ¡Si aun fueras joven e imberbe! Pero si tienes la barba como la cola de Agar, y ni siquiera tentarías a un indígena del Alto Egipto! ¡Por lo visto, quiere matarte poco a poco, ya que te paga con arreglo a la segunda condición!"

Sin embargo, cuando, al caer la tarde, regresó a casa el beduíno, yo había tomado mi partido y tenía decidido lo que había de hacer. Y le recibí con cara sonriente, y después de las zalemas, le dije: "¡Te pertenezco!" Entonces se desató el cinturón, sacó de él mil quinientos dinares de oro, y me los contó, diciendo: "¡Ruega por el Profeta, ya Hassán Abdalah!" Y contesté: "¡Con él la plegaria, la paz y las bendiciones de Alah!" Y me dijo: "Pues bien, hermano mío, ahora que te vendiste, puedes estar sin temor, porque tu vida será salva y tu libertad completa. Al hacer tu adquisición solamente deseé tener un compañero agradable y fiel en el largo viaje que quiero emprender. Porque ya sabes que el Profeta (¡Alah lo tenga en su gracia!) ha dicho: "¡Un compañero es la mejor provisión para el camino!"

Entonces entré muy alegre en el aposento donde se hallaban mi madre y mi esposa, y puse delante de ellas, en la estera, los mil quinientos dinares de mi venta. Y al ver aquello, sin querer escuchar mis explicaciones, empezaron ellas a lanzar gritos estridentes, mesándose los cabellos y lamentándose, como se hace junto al ataúd de los muertos. Y exclamaban: "¡Es el precio de la sangre! ¡Qué desgracia! ¡que desgracia! ¡Jamás tocaremos el precio de tu sangre! ¡Antes morir de hambre con los niños!" Y al ver la inutilidad de mis esfuerzos para calmarlas, las dejé un rato para que desahogaran su dolor. Luego me puse a hacerles razonamientos, jurándoles que el beduíno era un hombre de bien con intenciones excelentes; y acabé por conseguir que amenguaran un poco sus lamentos. Y me aproveché de aquella calma para besarlas, así como a los niños, y decirles adiós. Y con el corazón dolorido, las dejé bañadas en las lágrimas de la desolación. Y abandoné la casa en compañía de mi amo el beduíno.

Y en cuanto estuvimos en el zoco de las acémilas, por indicación suya compré una camella conocida por su rapidez. Y por orden de mi amo llené los sacos de provisiones necesarias para un viaje largo. Y terminados todos nuestros preparativos, ayudé a mi amo a montar en su camella, monté yo en la mía, y después de invocar el nombre de Alah nos pusimos en camino.

Y viajamos sin interrupción, y pronto ganamos el desierto, en donde no había más presencia que la de Alah, y en donde no se veía huella de viajeros en la movible arena. Y mi amo el beduíno se guiaba, en aquellas inmensidades, por indicaciones conocidas sólo de él y de su cabalgadura. Y así caminamos, bajo un sol abrasador, durante diez días, cada uno de los cuales me pareció más largo que una noche de pesadillas.

Al undécimo día por la mañana llegamos a una llanura inmensa, cuyo suelo brillante parecía formado de pepitas de plata...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 790ª noche

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Ella dijo:

"... Al undécimo día por la mañana llegamos a una llanura inmensa, cuyo suelo brillante parecía formado de pepitas de plata. Y en medio de aquella llanura se elevaba una alta columna de granito. Y en lo alto de la columna se erguía un joven de cobre rojo, que tenía la mano derecha extendida y abierta, con una llave colgando de cada uno de sus cinco dedos. Y la primera llave era de oro, la segunda de plata, la tercera de cobre chino, la cuarta de hierro y la quinta de plomo. Y cada una de estas llaves era un talismán. Y el hombre que se apropiara de cada una de aquellas llaves tenía que sufrir la suerte que iba aneja a ella. Porque eran las llaves del Destino: la llave de oro era la llave de las miserias, la llave de plata la de los sufrimientos, la llave de cobre chino la de la muerte, la llave de hierro la de la gloria y la llave de plomo la de la sabiduría y de la dicha.

Pero yo ¡oh mi señor! en aquel tiempo ignoraba estas cosas que mi amo era solo en conocer. Y mi ignorancia fué causa de todas mis desventuras. Pero las desventuras, como las venturas, nos vienen de Alah el Retribuidor. Y la criatura debe aceptarlas con humildad.

El caso es ¡oh rey del tiempo! que, cuando llegamos al pie de la columna, mi amo el beduíno hizo arrodillarse a su camella y echó pie a tierra. Y yo hice lo que él. Y allá mi amo sacó de su carcaj un arco de forma extraña, y puso en él una flecha. Y tendió el arco y lanzó la flecha al joven de cobre rojo. Pero, sea por torpeza real, sea por torpeza fingida, la flecha no dió en el blanco. Y entonces me dijo el beduíno: "Ya Hassán Abdalah, ahora es cuando puedes rescatarte conmigo, y si quieres, comprar tu libertad. Porque sé que eres fuerte y listo, y sólo tú podrás dar en el blanco. ¡Coge, pues, este arco y procura tirar esas llaves!"

Entonces, ¡oh mi señor! feliz yo de poder pagar mi deuda y rescatar mi libertad a aquel precio, no vacilé en obedecer a mi amo. Y cogí el arco, y al examinarle, observé que era de fabricación india y había salido de manos de un obrero hábil. Y deseoso de mostrar a mi amo mi saber y mi destreza, estiré el arco con fuerza y di en la mano del joven de la columna. Y a la primera flecha hice caer una llave: y era la llave de oro. Y muy orgulloso y alegre, la recogí y se la presenté a mi amo. Pero no quiso cogerla, y me dijo, rechazándola: "¡Guárdatela para ti ¡oh pobre! como premio por tu destreza!" Y le di las gracias, y me metí en el cinturón la llave de oro. Y no sabía que era la llave de las miserias.

Luego, al segundo tiro, hice caer otra llave, que era la llave de plata. Y el beduíno no quiso tocarla, y yo me la guardé en el cinturón con la primera. Y no sabía que era la llave de los sufrimientos.

Tras de lo cual, con otras dos flechas, descolgué dos llaves más: la llave de hierro y la llave de plomo. Y una era la de la gloria, y otra la de la sabiduría y la dicha. Pero yo no lo sabía. Y sin darme tiempo a recogerlas, mi amo se apoderó de ellas, lanzando exclamaciones de alegría y diciendo: "¡Bendito sea el seno que te ha llevado!, ¡oh Hassán Abdalah! ¡Bendito sea quien adiestró tu brazo y ejercitó tu golpe de vista!" Y me estrechó en sus brazos, y me dijo: "¡En adelante eres tu propio amo!" Y le besé la mano, y de nuevo quise devolverle la llave de oro y la llave de plata. Pero las rehusó, diciendo: "¡Para ti!"

Entonces saqué del carcaj la quinta flecha, y me apercibí a tirar la última llave, la de cobre chino, que no sabía era la llave de la muerte. Pero mi amo se opuso vivamente a mi propósito, deteniéndome el brazo y exclamando: "¿Qué vas a hacer, desgraciado?" Y muy aturdido, dejé caer inadvertidamente la flecha a tierra. Y precisamente se me clavó en el pie izquierdo y me le atravesó, haciéndome una herida dolorosa. ¡Y aquello fué el principio de mis desventuras!

Cuando mi amo, afligido por aquel accidente que hubo de sobrevenirme, me curó la herida como mejor pudo, ayudóme a montar en mi camella. Y proseguimos nuestro camino.

Después de tres días y tres noches de una marcha muy penosa a causa del pie herido, llegamos a una pradera, donde nos detuvimos para pasar la noche. Y en aquella pradera había árboles de una especie que yo no había visto nunca. Y aquellos árboles ostentaban hermosos frutos maduros, cuya apariencia, fresca y encantadora, excitaba la mano a cogerlos. Y yo, acuciado por la sed, me arrastré hasta uno de aquellos árboles, y me apresuré a coger uno de aquellos frutos. Y era de un color rojo dorado y de un perfume delicioso. Y me lo llevé a la boca y lo mordí. Y he aquí que clavé los dientes con tanta fuerza, que no pude desencajar las mandíbulas. Y quise gritar, pero de mi boca no salió más que un sonido inarticulado y sordo. Y sufría horriblemente. Y eché a correr de un lado para otro con mi pierna coja y con el fruto cogido entre mis mandíbulas encajadas, y empecé a gesticular como un loco. Luego me tiré al suelo con los ojos fuera de las órbitas.

Entonces mi amo el beduíno, al verme en aquel estado, se asustó mucho al principio. Pero cuando comprendió la causa de mi tormento, se acercó a mí e intentó desencajarme las mandíbulas. Pero sus esfuerzos sólo sirvieron para aumentar mi mal. Y al ver aquello, me dejó y fué a recoger al pie de los árboles algunos de los frutos caídos. Y los contempló atentamente, y acabó por escoger uno y tirar los demás. Y volvió conmigo y me dijo: "¡Mira este fruto, Hassán Abdalah! ¡Ya ves los insectos que lo roen y lo destruyen! Pues bien; estos insectos van a servir de remedio para tu mal. ¡Pero se necesitan calma y paciencia!" Y añadió: "¡Porque he calculado que, poniendo en el fruto que obstruye tu boca alguno de estos insectos, se dedicarán o roerlo, y en dos o tres días, a lo más, estarás libre!" Y como se trataba de un hombre de experiencia, le dejé hacer, pensando: "¡Ya Alah! ¡tres días y tres noches de semejante suplicio! ¡Oh! ¡preferible la muerte!" Y sentándose a la sombra junto a mí, mi amo hizo lo que había dicho, llevando al fruto maldito los insectos salvadores. Y en tanto que los insectos roedores comenzaban su obra, mi amo sacó de su saco de provisiones dátiles y pan seco, y se puso a comer. Y de cuando en cuando se interrumpía para recomendarme paciencia, diciéndome: "¿Ves, ya Hassán, cómo tu glotonería me detiene en mi camino y retrasa la ejecución de mis proyectos? ¡Pero soy prudente y no me atormento con exceso por este contratiempo! ¡Haz como yo!" Y se dispuso a dormir, y me aconsejó que hiciese lo propio.

Pero ¡ay! que me pasé sufriendo la noche y el día siguiente. Y aparte los dolores de mis mandíbulas y de mi pie, estaba torturado por la sed y el hambre. Y para consolarme, el beduíno me aseguraba que adelantaba el trabajo de los insectos. Y de tal suerte me hizo tener paciencia hasta el tercer día. Y por la mañana de aquel tercer día al fin sentí que se me desencajaban las mandíbulas. E invocando y bendiciendo el nombre de Alah, tiré el fruto maldito con los insectos salvadores.

Entonces, libre ya, mi primer cuidado fué registrar el saco de provisiones y palpar el odre que contenía el agua. Pero observé que mi amo lo había agotado todo en los tres días que duró mi suplicio, y me eché a llorar, acusándole de mis sufrimientos. Pero él, sin alterarse, me dijo con dulzura: "Eres injusto, Hassán Abdalah. ¿Acaso también yo iba a dejarme morir de hambre y de sed? ¡Pon, pues, tu confianza en Alah y en Su Profeta, y levántate en busca de un manantial donde aplacar tu sed!"

Y entonces me levanté y me dediqué a buscar agua o alguna fruta que me fuese conocida. Pero no había allí otros frutos que los de la especie perniciosa cuyos efectos hube de experimentar. Por fin, a fuerza de pesquisas, acabé por descubrir en el hueco de una roca un pequeño manantial de agua brillante y fresca, que invitaba a aplacar la sed.

Y me puse de rodillas, ¡y bebí, y bebí, y bebí! Y me detuve un instante, y seguí bebiendo. Tras de lo cual, un poco calmado, consentí en ponerme en camino, y seguí a mi amo, que ya se había alejado en su camella roja. Pero no habría dado cien pasos mi cabalgadura, cuando sentí que me acometían retorcijones tan violentos, que creí tener en las entrañas todo el fuego del infierno. Y me puse a gritar: ¿Oh madre mía! ¡Ya Alah! ¡Oh madre mía!" Y en vano traté de moderar el paso de mi camella que, a grandes zancadas, corría con toda su velocidad en pos de su rápida compañera. Y con los saltos que daba y el vaivén de su paso, se hizo tan intenso mi suplicio que empecé a dar aullidos espantosos y a lanzar tales imprecaciones contra mi camella contra mí mismo y contra todo, que acabó por oírme el beduíno, y retrocediendo hasta mí, me ayudó a parar mi camella y a echar pie a tierra. Y me acurruqué en la arena, y -dispensa esta confianza a tu esclavo, ¡oh rey del tiempo!- di libre curso al torrente que llevaba dentro. Y sentí como si se me desgarrasen todas las entrañas. Y en mi pobre vientre se levantó una tempestad completa, con todos los truenos de la Creación, mientras mi amo el beduíno me decía: "¡Ya Hassán Abdalah, ten paciencia!" Y a consecuencia de todo aquello, caí desmayado en el suelo.

No sé cuánto tiempo duró mi desmayo. Pero cuando volví en mí, me vi otra vez a lomos de la camella, que seguía a su compañera. Y era por la tarde. Y se ponía el sol detrás de una montaña alta, al pie de la cual llegábamos. Y nos paramos a descansar. Y mi amo dijo: "¡Loado sea Alah, que no permite que nos quedemos en ayunas hoy! ¡Pero no te preocupes tú de nada, y estate tranquilo, pues mi experiencia del desierto y de los viajes me hará encontrar un alimento sano y refrescante donde tú no podrías recoger más que venenos!" Y tras de hablar así, fué al matorral formado por plantas de hojas apretadas, carnosas y cubiertas de espinas, poniéndose a cortar con un sable algunas de ellas. Y las mondó, y extrajo una pulpa amarilla y azucarada, parecida, en el sabor, a la de los higos. Y me dió cuanta quise; Y comí hasta que estuve harto y refrescado.

Entonces empecé a olvidar un poco mis sufrimientos; y confié en pasar por fin la noche tranquilamente en un sueño, de cuyo sabor hacía tanto tiempo que no me acordaba. Y al salir la luna, extendí en tierra mi capote de pelo de camello, y ya me aprestaba a dormir, cuando me dijo mi amo el beduíno: "¡Ya Hassán Abdalah, ahora es cuando tienes ocasión de probarme si realmente me guardas alguna gratitud...!


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 791ª noche

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Ella dijo:

"¡... Ya Hassán Abdalah ahora es cuando tienes ocasión de probarme si realmente me guardas alguna gratitud! Porque deseo que esta noche asciendas a esa montaña, y cuando hayas llegado a la cima, esperes allí la salida del sol. Entonces, de pie, mirando a oriente, recitarás la plegaria de la mañana; luego bajarás: ¡Y ése es el servicio que te pido! Pero guárdate bien de dejarte sorprender por el sueño, ¡oh hijo de El-Aschar! Pues las emanaciones de esta tierra son en extremo malsanas, y tu salud se resentiría de ello sin remedio!"

Entonces, ¡oh mi señor! a pesar de mi estado de fatiga excesiva y de mis sufrimientos de toda especie, contesté con el oído y la obediencia, porque no me olvidaba de que el beduíno había dado el pan a mis hijos, a mi esposa y a mi madre; y también se me ocurrió que, si acaso yo me negara a prestarle aquel extraño servicio, me abandonaría él en aquellos lugares salvajes.

Poniendo mi confianza en Alah, trepé, pues, a la montaña, y no obstante el estado de mi pie y de mi vientre, llegué a la cima al mediar la noche. Y el suelo estaba allí blanco y pelado, sin un arbusto ni la menor brizna de hierba. Y el viento helado, que soplaba con violencia por aquella cúspide, y el cansancio de todos aquellos días calamitosos, me sumieron en un estado de modorra tal, que no pude por menos de dejarme caer en tierra y dormirme hasta por la mañana, a pesar de todos los esfuerzos de mi voluntad.

Cuando me desperté acababa de aparecer el sol en el horizonte. Y quise al punto seguir las instrucciones del beduíno. Hice, pues, un esfuerzo para saltar sobre ambos pies, pero en seguida caí al suelo, inerte, porque mis piernas, gordas a la sazón cual patas de elefante, estaban flojas y doloridas, y se negaban en absoluto a sostener mi cuerpo y mi vientre, que estaban hinchados como un odre. Y la cabeza me pesaba sobre los hombros más que si fuese toda de plomo; y no podía yo levantar mis brazos paralizados.

Entonces, temiendo disgustar al beduíno, obligué a mi cuerpo a obedecer al esfuerzo de mi voluntad, y aunque a trueque de los sufrimientos horribles que experimentaba, conseguí ponerme en pie. Y me volví hacia oriente, y recité la plegaria de la mañana. Y el sol saliente iluminaba mi pobre cuerpo y proyectaba en occidente su sombra desmesurada.

Y he aquí que, cumplido de tal suerte mi deber, pensé bajar de la montaña. Pero era tan pina su pendiente y tan débil estaba yo, que, al primer paso que quise dar, se me doblaron las piernas con mi peso y caí y rodé como una bola con asombrosa rapidez. Y las piedras y las zarzas a que intentaba yo agarrarme desesperadamente, lejos de detener mi carrera, no hacían más que arrancar jirones de mi carne y de mis vestiduras. Y no cesé de rodar de aquel modo, regando el suelo con mi sangre, hasta que llegué al principio de la montaña, al paraje donde se, hallaba mi amo el beduíno.

Y he aquí que estaba echado de bruces en tierra y trazaba líneas en la arena con tanta atención, que ni siquiera advirtió mi presencia ni se dió cuenta de la manera como llegaba yo. Y cuando le distrajeron del trabajo en que estaba absorto mis gemidos insistentes, exclamó, sin volverse hacia mí y sin mirarme: "¡Al hamdú lilah! ¡Hemos nacido bajo una feliz influencia, y todo nos saldrá bien! ¡Gracias a ti, ya Hassán Abdalah, pude descubrir por fin lo que buscaba desde hace luengos años, midiendo la sombra que proyectaba tu cabeza desde lo alto de la montaña!"

Luego añadió, sin levantar tampoco la cabeza: "¡Date prisa a venir a ayudarme a cavar el suelo en el sitio donde he clavado mi lanza!" Pero como no contestase yo más que con un silencio entrecortado por gemidos lamentables, acabó por levantar la cabeza y volverse hacia mi lado. Y vió en que estado me encontraba y que seguía inmóvil en tierra y encogido como una bola. Y avanzó a mí, y me gritó: "Imprudente Hassán Abdalah, ya veo que me has desobedecido y que te dormiste en la montaña. ¡Y los vapores malsanos se te han metido en la sangre y te han envenenado!" Y como daba yo diente con diente y movía a compasión el verme, se calmó y me dijo: "¡Bueno! ¡pero no desesperes de mi solicitud! ¡Voy a curarte!" Y así diciendo, se sacó del cinturón un cuchillo de hoja pequeña y cortante, y antes de que yo tuviese tiempo de oponerme a sus propósitos, me pinchó profundamente en varios sitios, en el vientre, en los brazos, en los muslos y en las piernas. Y al punto salió de las incisiones agua en abundancia; y me desinflé como un pellejo vacío. Y se me quedó la piel flotando sobre los huesos, como un vestido demasiado ancho que se hubiese comprado en almoneda. Pero no tardé en aliviarme un poco; y a pesar de mi debilidad, pude levantarme y ayudar a mi amo en el trabajo para que me reclamaba.

Nos pusimos, pues, a cavar la tierra en el mismo sitio en que estaba clavada la lanza del beduíno. Y no tardamos en descubrir un ataúd de mármol blanco. Y el beduíno levantó la tapa del ataúd, y encontró en él algunos huesos humanos y el manuscrito de piel de gacela teñida de púrpura que tienes entre las manos, ¡oh rey del tiempo! y en el cual hay trazados caracteres de oro que brillan.

Y mi amo cogió el manuscrito, temblando, y aunque estaba escrito en lengua desconocida, se puso a leerlo con atención. Y a medida que lo iba leyendo, su frente pálida se coloreaba de placer y sus ojos brillaban de alegría. Y acabó por exclamar: "¡Ahora conozco el camino de la ciudad misteriosa! ¡Oh Hassán Abdalah! regocíjate, que pronto entraremos en Aram-de-las-Columnas, donde jamás ha entrado ningún adamita. ¡Y allí hallaremos el principio de las riquezas de la tierra, germen de todos los metales preciosos: el azufre rojo!"

Pero yo, que ante aquella idea de viajar más, me asustaba hasta el límite extremo del susto, exclamé, al oír estas palabras: "¡Ah! ¡señor, perdona a tu esclavo! ¡Pues aunque haya compartido él tu alegría, cree que los tesoros le aprovechan poco, y prefiere ser pobre y estar con buena salud en El Cairo a ser rico sufriendo todas las miserias en Aram-de-las-Columnas!" Y al oír estas palabras, mi amo me miró con piedad, y me dijo: "¡Oh pobre! ¡Por tu dicha trabajo tanto como por la mía! ¡Y hasta el presente siempre lo hice así!" Y exclamé: "¡Verdad es, por Alah! Pero ¡ay, que a mí solo me tocó llevar la peor parte, y el Destino se ha desencadenado contra mí!"

Y sin prestar más atención a mis quejas y recriminaciones, mi amo hizo gran acopio de la planta de pulpa parecida en el sabor a la pulpa de los higos. Luego montó en su camella. Y me vi obligado a hacer lo que él. Y proseguimos nuestro camino por oriente, bordeando los flancos de la montaña.

Y aun viajamos durante tres días y tres noches. Y al cuarto día por la mañana divisamos ante nosotros, en el horizonte, como un anchuroso espejo que reflejase el sol. Y al aproximarnos a ello, vimos que era un río de mercurio que nos cortaba el camino. Y estaba surcado por un puente de cristal sin balaustrada, tan estrecho, tan pendiente y tan escurridizo, que ningún hombre dotado de razón intentaría pasar por él.

Pero mi amo el beduino, sin vacilar un momento, echó pie a tierra y me ordenó hacer lo propio y desensillar a las camellas para dejarlas paciendo hierba en libertad. Luego sacó de las alforjas unas babuchas de lana, que hubo de calzarse, y me dió otro par, ordenándome que le imitara. Y me dijo que le siguiera sin mirar a derecha ni a izquierda. Y cruzó con paso firme el puente de cristal. Y yo, todo tembloroso, me vi obligado a seguirle. Y Alah no me escribió aquella vez la muerte por ahogo en el mercurio. Y llegué a la otra orilla.

Después de algunas horas de marcha en silencio, llegamos a la entrada de un valle negro, rodeado por todos lados de rocas negras, y donde no crecían más que árboles negros. Y a través del follaje negro vi deslizarse espantables serpientes gordas, negras y cubiertas de escamas. Y poseído de terror, volví la espalda para huir de aquel lugar de horror. Pero no pude dar con el sitio por donde había entrado, pues en torno mío alzábanse por todas partes, como paredes de un pozo, rocas negras.

Y al ver aquello, me dejé caer en tierra, llorando, y grité a mi amo: "¡Oh hijo de gentes de bien! ¿por qué me has conducido a la muerte por el camino de los sufrimientos y de las miserias? ¡Ay de mí! ¡Ya nunca volveré a ver a mis hijos y a su madre y a mi madre! ¡Ah! ¿por qué me sacaste de mi vida pobre, pero tan tranquila? ¡ Verdad es que yo solamente era un mendigo en el camino de Alah, pero frecuentaba el patio de las mezquitas, y oía las hermosas sentencias de los santones...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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