Pero cuando llegó la 792ª noche

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Ella dijo:

"... y oía las hermosas sentencias de los santones!" Y mi amo, sin enfadarse, me dijo: "Sé hombre, Hassán Abdalah, y cobra valor. ¡Porque no morirás aquí, y pronto volverás a El Cairo, sin ser ya pobre entre los pobres, sino rico cual el más rico de los reyes!"

Y tras de hablar así, mi amo se sentó en tierra, abrió el manuscrito de piel de gacela, y se puso a hojearle, mojándose el pulgar, y a leerle tranquilamente como si estuviese en medio de su harem. Luego, al cabo de una hora de tiempo, levantó la cabeza, me llamó y me dijo: "¿Quieres, ya Hassán Abdalah, que salgamos de aquí cuanto antes y demos fin a nuestro viaje?" Y exclamé. "¡Ya Alah! ¡claro que quiero!" Y añadí: "Por favor, dime solamente qué tengo que hacer para eso. ¿Es preciso que recite todos los capítulos del Korán? ¿O acaso es preciso que repita todos los nombres y todos los atributos sagrados de Alah? ¿O bien es preciso que haga voto de ir en peregrinación diez años seguidos a la Meca y a Medina? ¡Habla, ¡oh mi señor! que estoy dispuesto a todo, y aun a más!"

Entonces mi amo, mirándome siempre con bondad, me dijo: "¡No, Hassán Abdalah, no! Lo que quiero pedirte es más sencillo que todo eso. Sólo tienes que coger este arco y esta flecha que ves aquí, y recorrer este valle hasta que encuentres una gran serpiente con cuernos negros. ¡Y como eres diestro, la matarás de primera intención, y me traerás su cabeza y su corazón! ¡Y esto es todo lo que necesito que hagas, si quieres salir de estos lugares de desolación!" Y al oír estas palabras, exclamé: "¡Ah! ¿Conque es una cosa tan fácil? ¿Por qué, entonces, ¡oh mi señor! no lo haces tú mismo? ¡Por mi parte, declaro que voy a dejarme morir aquí mismo, sin preocuparme de mi vida miserable!" Pero el beduíno me tocó el hombro, y me dijo: "¡Acuérdate ¡oh Hassán Abdalah! del traje de tu esposa y del pan de tu casa!" Y a este recuerdo, rompí a llorar, y comprendí que no podía rehusar nada al hombre que había salvado a mi casa y a los de mi casa. Y temblando, cogí el arco y la flecha, y me encaminé hacia las rocas negras, por donde veía arrastrarse a los reptiles aterradores. Y no estuve mucho tiempo sin descubrir al que buscaba, y al cual reconocí por los cuernos que coronaban su cabeza negra y hedionda. E invocando el nombre de Alah, apunté y disparé la flecha. Y saltó herida la serpiente, se agitó, estremeciéndose de una manera terrible, y se estiró para caer luego inmóvil en el suelo. Y cuando tuve la certeza de que estaba bien muerta, le corté la cabeza con mi cuchillo, y abriéndole el vientre, le saqué el corazón. Y llevé a mi amo el beduíno ambos despojos.

Y mi amo me recibió con afabilidad, cogió los dos despojos de la serpiente, y me dijo: "¡Ahora ven a ayudarme a encender lumbre!" Y recogí hierbas secas y ramas pequeñas, llevándoselas. Y con ellas hizo un montón muy grande. Luego se sacó del pecho un diamante, lo volvió hacia el sol, que se hallaba en el punto más alto del cielo, y con ello produjo un rayo de luz que prendió en seguida fuego al montón de ramaje seco.

Encendida ya la lumbre, el beduíno se sacó de entre el traje un vasito de hierro y una redoma, que estaba tallada en un solo rubí, y contenía una materia roja. "¡Ya ves esta redoma de rubí, Hassán Abdalah; pero no sabes lo que contiene!" Y se interrumpió un momento, y añadió: "¡Es la sangre del Fénix!" Y así diciendo, destapó la redoma, echó su contenido en el vaso de hierro, y lo mezcló con el corazón y los sesos de la serpiente cornuda. Y puso el vaso en la lumbre, y abriendo el manuscrito de piel de gacela, leyó palabras ininteligibles para mi entendimiento.

Y de pronto se irguió sobre ambos pies, dejó al descubierto sus hombros, como hacen los peregrinos de la Meca al partir, y empapando un extremo de su cinturón en la sangre del Fénix mezclada con los sesos y el corazón de la serpiente, me ordenó que le frotara la espalda y los hombros con aquella mixtura. Y me puse a ejecutar la orden. Y a medida que le frotaba, veía que la piel de los hombros y la espalda se le hinchaba y estallaba para dar paso a unas alas que, aumentando a ojos vistas, no tardaron en llegarle hasta el suelo. Y el beduíno las agitó con fuerza, y tomando impulso de improviso, se elevó por los aires. Y prefiriendo yo mil muertes antes que quedar abandonado en aquellos lugares siniestros, recurrí a lo que me quedaba de fuerza y de valor, y me agarré fuertemente al cinturón de mi amo, una de cuyas puntas colgaba, por fortuna. Y con él fui transportado fuera de aquel valle negro, del que no esperaba salir ya. Y llegamos a la región de las nubes.

No podría decirte ¡oh mi señor! cuánto tiempo duró nuestra carrera aérea. Pero si sé que al punto nos encontramos por sobre una llanura inmensa, con el horizonte limitado a lo lejos por un recinto de cristal azul. Y el suelo de aquella llanura parecía formado con polvo de oro, y sus guijarros con piedras preciosas. Y en medio de aquella llanura se alzaba una ciudad llena de palacios y de jardines.

Y exclamó mi amo: "¡Ahí está Aram-de-las-Columnas!" Y cesando de mover sus alas, se dejó caer, y yo con él. Y tocamos tierra al pie mismo de las murallas de la ciudad de Scheddad, hijo de Aad. Y poco a poco disminuyeron y desaparecieron las alas de mi amo.

Y he aquí que aquellas murallas estaban construidas con ladrillos de oro alternados con ladrillos de plata, y en ellas se abrían ocho puertas semejantes a las puertas del Paraíso. La primera era de rubí, la segunda de esmeralda, la tercera de ágata, la cuarta de coral, la quinta de jaspe, la sexta de plata y la séptima de oro.

Y penetramos en la ciudad por la puerta de oro, y avanzamos invocando el nombre de Alah. Y atravesamos calles bordeadas de palacios con columnatas de alabastro y jardines donde el aire que se respiraba era de leche y los arroyos de aguas embalsamadas. Y llegamos a un palacio que dominaba la ciudad y que estaba construido con un arte y una magnificencia inconcebibles, y cuyas terrazas estaban sostenidas por mil columnas de oro con balaustradas formadas de cristales de color y con muros incrustados de esmeraldas y zafiros. Y en el centro del palacio se glorificaba un jardín encantado, cuya tierra, odorífera como el almizcle, estaba regada por tres ríos de vino puro, de agua de rosas y de miel. Y en medio del jardín se alzaba un pabellón con bóveda formada por una sola esmeralda, que resguardaba a un trono de oro rojo incrustado de rubíes y de perlas. Y en el trono había un cofrecillo de oro.

Aquel cofrecillo ¡oh rey del tiempo! era precisamente el que ahora tienes entre tus manos.

Y mi amo el beduíno cogió el cofrecillo y lo abrió. Y encontró dentro unos polvos rojos, y exclamó: "¡He aquí el Azufre rojo, ya Hassán Abdalah! ¡Esta es la Kimia de los sabios y de los filósofos, todos los cuales murieron sin dar con ella!" Y dije yo: "¡Tira ese vil polvo ¡oh mi señor! y llenemos mejor ese cofrecillo con riquezas de las que rebosan en este palacio!" Y mi amo me miró con conmiseración, y me dijo: "¡Oh pobre! ¡Ese polvo es la fuente misma de todas las riquezas de la tierra! Y un sólo grano de este polvo basta para convertir en oro los metales más viles. ¡Es la Kimia! ¡Es el Azufre rojo!, ¡oh pobre ignorante! ¡Con este polvo, si quiero, construiré palacios más hermosos que éste, fundaré ciudades más magníficas que ésta, compraré la vida de los hombres y la conciencia de los puros, seduciré a la propia virtud y me haré rey, hijo de rey!" Y le dije: "Y con ese polvo, ¡oh mi señor! ¿podrás prolongar un sólo día tu vida o borrar una hora de tu existencia pasada?" Y me contestó: "¡Sólo Alah es grande!"

Y como yo no estaba seguro de la eficacia de las virtudes de aquel Azufre rojo, preferí recoger las piedras preciosas y las perlas. Y ya me había llenado con ellas el cinturón, los bolsillos y el turbante, cuando exclamó mi amo: "¡Mal hayas, hombre de espíritu grosero! ¿Qué estás haciendo? ¿Ignoras que, si nos lleváramos una sola piedra de este palacio y de esta tierra, caeríamos heridos de muerte en el instante?" Y salió del palacio a grandes pasos, llevándose el cofrecillo. Y yo, bien a pesar mío, vacié mis bolsillos, mi cinturón y mi turbante, y seguí a mi amo, no sin volver bastantes veces la cabeza hacia aquellas riquezas incalculables. Y en el jardín me reuní con mi amo, que me cogió de la mano para atravesar la ciudad, temeroso de que me dejara yo tentar por cuanto se ofrecía a mi vista y estaba al alcance de mis dedos. Y salimos de la ciudad por la puerta de rubí.

Y cuando nos aproximamos al horizonte de cristal azul, se abrió ante nosotros y nos dejó pasar. Y cuando le hubimos franqueado, nos volvimos para mirar por última vez la llanura milagrosa y la ciudad de Aram; pero llanura y ciudad habían desaparecido. Y nos encontramos a orillas del río de mercurio, que atravesamos por el puente de cristal como la primera vez. Y en la otra orilla hallamos a nuestras camellas paciendo hierba juntas. Y me acerqué a la mía como a un antiguo amigo. Y después de asegurar bien las correas de las sillas, montamos en nuestros brutos; y me dijo mi amo: "¡Ya regresamos a Egipto!" Y alcé los brazos en acción de gracias a Alah por aquella buena noticia.

Pero ¡oh mi señor! en mi cinturón estaban siempre la llave de oro y la llave de plata, y no sabía yo que eran las llaves de las miserias y de los sufrimientos.


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 793ª noche

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Ella dijo:

"... Y no sabía yo que eran las llaves de las miserias y de los sufrimientos.

Así es que durante todo el viaje, hasta nuestra llegada a El Cairo, soporté muchas miserias y muchas privaciones, y sufrí todos los males, que hubo de ocasionarme la pérdida de mi salud. Pero, por una fatalidad cuya causa ignoraba siempre, sólo yo era víctima de los contratiempos del viaje, mientras que mi amo, tranquilo, dilatado hasta el límite de la dilatación, parecía prosperar con todos los males que me asaltaban. Y pasaba sonriente por entre plagas y peligros, y marchaba por la vida como sobre un tapiz de seda.

Y de tal suerte llegamos a El Cairo, y mi primer cuidado fué correr a mi casa en seguida. Y me encontré la puerta rota y abierta y los perros errantes habían hecho de mi morada asilo suyo. Y nadie estaba allí para recibirme. Y no vi ni trazos de mi madre, de mi esposa y de mis hijos. Y un vecino, que me había visto entrar y oía mis gritos de desesperación, abrió su puerta, y me dijo: "¡Ya Hassán Abdalah, prolónguense tus días con los días que perdieron ellos! ¡En tu casa han muerto todos!" Y al oír esta noticia, caí al suelo, inanimado.

Y he aquí que, cuando volví de mi desmayo, vi a mi lado a mi amo el beduíno, que me auxiliaba y me echaba en la cara agua de rosas. Y ahogándome de lágrimas y de sollozos, aquella vez no pude menos de lanzar imprecaciones contra él y acusarle de ser causante de todas mis desdichas. Y durante largo rato le abrumé con injurias, haciéndole responsable de los males que pesaban sobre mí y se encarnizaban conmigo. Pero él, sin perder su serenidad y sin abandonar su calma, me tocó en el hombro, y me dijo: "¡Todo nos viene de Alah y a Alah va todo!" Y cogiéndome de la mano, me arrastró fuera de mi casa.

Y me condujo a un palacio magnífico a orillas del Nilo, y me obligó a habitar allí con él. Y como veía que nada conseguía distraer a mi alma de sus males y de sus penas, con la esperanza de consolarme, quiso compartir conmigo cuanto poseía. Y llevando la generosidad a sus límites extremos, se dedicó a iniciarme en las ciencias misteriosas, y me enseñó a leer en los libros de alquimia y a descifrar los manuscritos cabalísticos. Y con frecuencia, hacía traer ante mí quintales de plomo que ponía en fusión, y echando entonces una partícula de azufre rojo del cofrecillo, convertía el vil metal en el oro más puro. Sin embargo, aun rodeado de tesoros, y en medio de la alegría y las fiestas que a diario daba mi amo, yo tenía el cuerpo afligido de dolores y mi alma era desgraciada. Y ni siquiera podía soportar el peso ni el contacto de los ricos trajes y de las telas preciosas con que me obligaba él a cubrirme. Y se me servían los manjares más delicados y las bebidas más deliciosas; pero en vano, pues yo sólo sentía repugnancia por todo aquello. Y tenía para mí aposentos soberbios, y lechos de madera olorosa, y divanes de púrpura; pero el sueño no cerraba mis ojos. Y los jardines de nuestro palacio, refrescados por la brisa del Nilo, estaban poblados de los más raros árboles, traídos de la India, de Persia, de China y de las Islas, sin reparar en gastos; y unas máquinas construidas con arte elevaban el agua del Nilo y la hacían caer en surtidores refrescantes dentro de estanques de mármol y de pórfido; pero yo no sentía ningún gusto con todas aquellas cosas, porque un veneno sin antídoto había saturado mi carne y mi espíritu.

En cuanto a mi amo el beduíno, sus días transcurrían en el seno de los placeres y de las voluptuosidades, y sus noches eran un anticipo de las alegrías del Paraíso. Y habitaba él, no lejos de mí, en un pabellón colgado de telas de seda brochadas de oro, donde la luz era dulce como la de la luna. Y aquel pabellón estaba entre bosquecillos de naranjos y de limoneros, con cuyo aroma se mezclaba el de los jazmines y las rosas. Y allí era donde cada noche recibía a numerosos convidados, a quienes trataba magníficamente. Y cuando sus corazones y sus sentidos estaban preparados a la voluptuosidad, a causa de los vinos exquisitos y de la música y los cantos, hacía desfilar ante los ojos de ellos a jóvenes hermosas como huríes, compradas a peso de oro en los mercados de Egipto, de Persia y de Siria. Y si alguno de los convidados posaba una mirada de deseo en cualquiera de ellas, mi amo la cogía de la mano, y presentándosela al que la deseaba, le decía: "¡Oh mi señor! ¡permíteme que conduzca esta esclava a tu casa!" Y de tal suerte, cuantos se acercaban a él se hacían amigos suyos. Y ya no se le llamaba más que el Emir Magnífico.

Un día, mi amo, que a menudo iba a visitarme al pabellón donde mis sufrimientos me forzaban a vivir solitario, fué a verme de improviso, llevando consigo una nueva joven. Y tenía él la cara iluminada por la embriaguez y el placer, y unos ojos exaltados que brillaban con un fuego extraordinario. Y fué a sentarse muy cerca de mí, puso en sus rodillas a la joven, y me dijo: "¡Ya Hassán Abdalah. Voy a cantar! Todavía no has oído mi voz. ¡Escucha! Y cogiéndome de la mano, se puso a cantar estos versos con una voz extática, llevando el compás con la cabeza:


¡Ven, joven! ¡El sabio es quien deja a la alegría ocupar su vida por entero!


¡Guarden el agua para la plegaria, las gentes religiosas!


¡Tú, échame de ese vino, que harás más exquisita la rojez de tus mejillas!


¡Quiero beber hasta perder la razón!


¡Pero bebe tú primero, bebe sin temor, y dame la copa que perfuman tus labios!


¡No tenemos por testigos más que a los naranjos, que esparcen sus perfumes en el viento, y a los arroyos rientes que corren fugitivos!


¡Cánteme tu voz cosas apasionadas, y enmudecerán los ruiseñores envidiosos!


¡Canta sin temor, cántame cosas apasionadas, que estoy solo para escucharte!


¡Y no oirás otro ruido que el de las rosas que se abren y el latir de mi corazón!


¡Estoy solo para escucharte, estoy solo para verte! ¡Oh! ¡Deja caer tu velo!


¡Que no tenemos por testigos de nuestros placeres más que a la luna y a sus compañeras!


¡E inclínate y déjame besar tu frente! ¡Déjame besar tu boca y tus ojos y tu seno blanco cual la nieve!


¡Ah! ¡Inclínate sin temor, que no tenemos por testigos más que a los jazmines y a las rosas!


¡Ven a mis brazos, que el amor me abrasa y ya no puedo más! ¡Pero baja tu velo antes que nada, porque si Alah nos viera, tendría envidia!


Y tras de cantar así, mi amo el beduíno lanzó un gran suspiro de dicha, inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció dormirse. Y la joven, que estaba en sus rodillas, se desenlazó de sus brazos para no turbar su reposo y se esquivó ligeramente. Y me aproximé yo a él para taparle y recostar su cabeza en un cojín, y advertí que su aliento había cesado; y me incliné sobre él en el límite de la ansiedad, ¡y observé que había muerto como los predestinados, sonriendo a la vida! ¡Alah le tenga en su compasión!

Entonces yo, con el corazón oprimido por la desaparición de mi amo, que, a pesar de todo, siempre había estado para conmigo lleno de serenidad y de benevolencia, y olvidando que se habían acumulado sobre mi cabeza todas las desdichas desde el día en que hube de encontrarme con él, ordené que se le hiciesen funerales magníficos. Yo mismo lavé su cuerpo con aguas aromáticas, cerré cuidadosamente con algodón perfumado todas sus aberturas naturales, le depilé, peiné con esmero su barba, teñí sus cejas, ennegrecí sus pestañas y le afeité la cabeza. Luego le envolví en una especie de sudario de cierto tisú maravilloso que se labró para un rey de Persia, y le metí en un ataúd de madera de áloe incrustado en oro.

Tras de lo cual convoqué los numerosos amigos con que se había hecho la generosidad de mi amo; y ordené a cincuenta esclavos, vestidos todos con trajes apropiados a las circunstancias, que llevaran por turno el ataúd a hombros. Y formado ya el cortejo, salimos para el cementerio. Y un número considerable de plañideras, que había yo pagado a tal efecto, seguía al cortejo, lanzando gritos lamentables y agitando sus pañuelos por encima de sus cabezas, mientras abrían la marcha los lectores del Korán, cantando los versículos sagrados, a los cuales respondía la muchedumbre, repitiendo: "¡No hay más Dios que Alah! ¡Y Mohamed es el enviado de Alah!" Y cuantos musulmanes pasaban apresurábanse a ayudar a llevar el ataúd, aunque sólo fuese tocándolo con la mano. Y le sepultamos entre los lamentos de todo un pueblo. Y sobre su tumba hice degollar un rebaño entero de carneros y crías de camello.

Habiendo cumplido de tal modo mis deberes para con mi difunto amo, y después de presidir el festín de los funerales, me aislé en el palacio para empezar a poner en orden los asuntos de la sucesión. Y mi primer cuidado fué comenzar por abrir el cofrecillo de oro para ver si aún tenía los polvos del Azufre rojo. Pero no encontré más que lo poco que ahora queda y que tienes ante los ojos, ¡oh rey del tiempo! Porque, con sus prodigalidades inusitadas, mi amo había ya agotado todo para transformar en oro quintales de plomo. Pero lo poco que todavía quedaba en el cofrecillo bastaba para enriquecer al más poderoso de los reyes. Y no estaba inquieto yo por eso. Además, ni siquiera me preocupaba por las riquezas, dado el estado lamentable en que me encontraba. Sin embargo, quise saber lo que contenía el manuscrito misterioso de piel de gacela, que mi amo no había querido dejarme leer nunca, aunque me había enseñado a descifrar los caracteres talismánicos. Y lo abrí y recorrí su contenido. Y solamente entonces ¡oh mi señor! fué cuando supe, entre otras cosas extraordinarias que te diré un día, las virtudes fastas y nefastas de las cinco llaves del Destino. Y comprendí que el beduíno me había comprado y llevado consigo sólo para sustraerse a las tristes propiedades de las dos llaves de oro y de plata, atrayendo sobre mí sus malas influencias. Y hube de invocar en mi ayuda todos los pensamientos más hermosos del Profeta (¡con Él la plegaria y la paz!) para no maldecir al beduíno y escupir sobre su tumba.

Así es que me apresuré a sacar de mi cinturón las dos llaves fatales, y para desembarazarme de ellas para siempre, las eché en un crisol y encendí debajo lumbre, a fin de derretirlas y volatilizarlas. Y al mismo tiempo me dediqué a la busca de las dos llaves de la gloria, de la sabiduría y de la dicha. Pero por más que registré en los menores rincones del palacio, no pude encontrarlas. Y volví al crisol, y puse todo mi ahínco en la fusión de las dos llaves malditas.

Mientras estaba yo ocupado en aquel trabajo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 794ª noche

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Ella dijo:

"... Mientras estaba yo ocupado en aquel trabajo, creyendo verme desembarazado para siempre de mi mal destino con la anulación de las dos llaves nefastas, y en tanto que activaba el fuego para favorecer aquella destrucción, que no se hacía tan de prisa como yo quisiera, de pronto vi el palacio invadido por los guardias del califa, que se precipitaron sobre mí y me arrastraron entre las manos de su amo.

Y tu padre, el califa Theilún ¡oh mi señor! me dijo con severidad que estaba enterado de que yo poseía el secreto de la alquimia, y que era necesario que en el momento se lo revelara y le hiciera aprovecharse de él. Pero como yo sabía ¡ay! que el califa Theilún, opresor del pueblo, emplearía la ciencia contra la justicia y para el mal, me negué a hablar. Y en el límite de la cólera, el califa hizo que me cargaran de cadenas y me arrojaran al más negro de los calabozos. Y al mismo tiempo mandó saquear y destruir, de arriba a abajo, nuestro palacio, y se apoderó del cofrecillo de oro que contenía el manuscrito de piel de gacela y las escasas partículas de polvo rojo. Y encargó la custodia del cofrecillo a ese venerable jeique que la ha traído entre tus manos, ¡oh rey del tiempo! Y a diario me sometía a tortura, esperando así obtener de la debilidad de mi carne la revelación de mi secreto.

Pero Alah dióme la virtud de la paciencia. Y durante años y años he vivido de tal manera, aguardando de la muerte mi liberación. ¡Y ahora ¡oh mi señor! moriré consolado, ya que mi perseguidor fué a rendir cuenta a Alah de sus acciones, y yo pude hoy acercarme al más justo y al más grande de los reyes!"

Cuando el sultán Mohammed ben-Theilún hubo oído este relato del venerable Hassán Abdalah, se levantó de su trono y abrazó al anciano, exclamando: "¡Loores a Alah, que permite a su servidor reparar la injusticia y calmar los daños!" Y en el acto nombró a Hassán Abdalah gran visir, y le puso su propio manto real. Y le confió al cuidado de los médicos más expertos del reino, a fin de que contribuyesen a su curación. Y ordenó a los escribas más hábiles del palacio que escribieran cuidadosamente en letras de oro aquella historia extraordinaria y la conservaran en el archivo del reino.

Tras de lo cual, sin dudar ya de la virtud del Azufre rojo, el califa quiso experimentar su efecto sin tardanza. Y mandó echar y poner en fusión, en calderas enormes de barro cocido, mil quintales de plomo; y lo mezcló con las escasas partículas de Azufre rojo que quedaban en el fondo del cofrecillo, pronunciando las palabras mágicas que le dictó el venerable Hassán Abdalah. Y al punto convirtióse todo el plomo en el oro más puro.

Entonces, sin querer que todo aquel tesoro se gastara en cosas fútiles, el sultán resolvió emplearlo en una obra que resultase agradable al Altísimo. Y decidió la construcción de una mezquita que no tuviese igual en todos los países musulmanes. E hizo ir a los arquitectos más famosos de su imperio, y les ordenó que trazaran los planos de aquella mezquita con arreglo a sus indicaciones, sin pensar en las dificultades de la ejecución ni en las sumas de dinero que pudiera costar. Y al pie de la colina que dominaba la ciudad trazaron los arquitectos un cuadrilátero inmenso, cada uno de cuyos lados miraba a uno de los cuatro puntos cardinales del cielo. Y en cada ángulo dispusieron una torre de proporción admirable, cuya parte alta estaba adornada con una galería y coronada por una cúpula de oro. Y en cada fachada de la mezquita alzaron mil pilastras que soportaban arcos de una curvatura elegante y sólida, y allí establecieron una terraza cuya balaustrada era de oro maravillosamente cincelado. Y en el centro del edificio erigieron una cúpula inmensa, de construcción tan ligera y aérea, que parecía colocada entre el cielo y la tierra, sin punto de apoyo. Y la bóveda de la cúpula se recubrió de esmalte color azul y salpicado de estrellas de oro. Y el pavimento se formó con mármoles raros. Y el mosaico de los muros se hizo con jaspe, pórfido, ágatas, nácar opalino y gemas preciosas. Y los pilares y los arcos se cubrieron con versículos del Korán, entrelazados, esculpidos y pintados con colores puros. Y para que aquel maravilloso edificio estuviese al abrigo del fuego, no se empleó en su construcción madera alguna. Y en la erección de aquella mezquita se invirtieron siete años enteros y siete mil hombres y siete mil quintales de dinares de oro. Y se la llamó la Mezquita del sultán Mohammed ben-Theilún. Y todavía se la conoce con este nombre en nuestros días.

En cuanto al venerable Hassán Abdalah, no tardó en recobrar su salud y sus fuerzas, y vivió honrado y respetado hasta la edad de ciento veinte años, que fué el término marcado por su destino. ¡Pero Alah es más sabio! ¡El es el único viviente!


Y tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló. Y dijo el rey Schahriar: "¡Ciertamente, nadie puede rehuir su destino! ¡Pero cómo me ha entristecido esta historia!, ¡oh Schehrazada!"

Y Schehrazada dijo: "Perdóneme el rey; pero por eso voy a contar en seguida la historia de Las babuchas inservibles, entresacada del Diván de los fáciles donaires y de la alegre sabiduría, del jeique Magid-Eddin Abu-Taher Mohammad. (¡Alah le cubra con su Misericordia y le tenga en Su Gracia!)".


Y dijo Schehrazada:



El diván de los fáciles donaires y de la alegre sabiduría

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Las Babuchas Inservibles

Cuentan que había en El Cairo un droguero llamado Abu-Cassem Et-Tamburi, que era muy célebre por su avaricia. Y he aquí que, aunque Alah le deparaba la riqueza y la prosperidad en sus negocios de venta y compra, vivía y vestía como el más pobre de los mendigos, y no llevaba encima más ropas que pingos y harapos; y estaba su turbante tan viejo y tan sucio, que ya no era posible distinguir su color; pero, de toda su indumentaria, lo que más pregonaba la sordidez del individuo eran sus babuchas, pues no solamente estaban claveteadas con enormes tachuelas y eran resistentes como máquina de guerra, con suelas más gordas que la cabeza del hipopótamo y recompuestas mil veces, sino que sus palas habían sido remendadas, durante veinte años que hacía que las babuchas eran babuchas, por los más hábiles zapateros remendones y zurradores de El Cairo, que agotaron su arte para unir los trozos dispersos de aquel calzado. Y a consecuencia de todo eso, las babuchas de Abu-Cassem pesaban tanto ya, que desde hacía mucho tiempo se habían hecho proverbiales en todo el Egipto; porque cuando se quería expresar la pesadez de algo, se las tomaba siempre como término comparativo.

Así, cuando un invitado prolongaba demasiado su visita en casa de su huésped, se decía de él: "¡Tiene la sangre como las babuchas de Abu-Cassem!" Y cuando un maestro de escuela, de la especie de los maestros de escuela afligidos de pedantería, quería alardear de ingenio, se decía de él: "¡Alejado sea el Maligno! ¡Tiene el ingenio tan pesado como las babuchas de Abu-Cassem!" Y cuando un mandadero estaba abrumado por el peso de su carga, suspiraba, diciendo: "¡Alah maldiga al propietario de esta carga! ¡Pesa tanto como las babuchas de Abu-Cassem!" Y cuando en algún harén una matrona vieja, de la especie maldita de las viejas gruñonas, quería impedir que se divirtieran entre sí las jóvenes esposas de su amo, se decía:

"¡Haga Alah que se quede tuerta la calamitosa! ¡Es tan pesada como las babuchas de Abu-Cassem!". Y cuando un manjar demasiado indigesto obstruía los intestinos y producía una tempestad dentro del vientre, se decía: "¡Líbreme Alah! ¡Este manjar maldito es tan pesado como las babuchas de Abu-Cassem!" Y así sucesivamente en cuantas circunstancias la pesadez hacía sentir su peso.

Un día en que Abu-Cassem había hecho un negocio de compra y venta más ventajoso todavía que de costumbre, estaba de muy buen humor. Así es que, en vez de dar un festín grande o pequeño, como es uso entre los mercaderes a quienes Alah favorece con un éxito de mercado, le pareció más conveniente ir a tomar un baño en el hammam, en donde no tenía idea de haber puesto los pies nunca. Y tras de cerrar su tienda, se dirigió al hammam, cargándose las babuchas a la espalda en vez de ponérselas; porque lo hacía así desde mucho tiempo atrás para no destrozarlas. Y llegado que fué al hammam, dejó en el umbral sus babuchas con todos los pares de calzado que allí estaban puestos en fila, como es costumbre.

Y entró a tomar su baño.

Y he aquí que Abu-Cassem tenía tanta grasa infiltrada en la piel que a los frotadores y masajistas les costó un trabajo extremado llenar su cometido; y no lo consiguieron más que al fin de la jornada, cuando ya se habían marchado todos los bañistas. Y por fin pudo salir del hammam Abu-Cassem, y buscó sus babuchas; pero ya no estaban allí, y en lugar de ellas había un hermoso par de pantuflas de cuero amarillo limón. Y Abu-Cassem se dijo: "Sin duda Alah me las envía, sabiendo que desde hace tiempo estoy pensando en comprarlas parecidas. ¡0 acaso sean de alguien que las ha cambiado por las mías sin darse cuenta!". Y lleno de alegría por verse exento del disgusto de tener que comprar otras, las cogió y se marchó.

Pero las pantuflas de cuero amarillo limón pertenecían al kadí, que aún se hallaba en el hammam. Y en cuanto a las babuchas de Abu-Cassem, al ver el hombre encargado de la custodia del calzado que aquel horror olía y apestaba la entrada del hammam, se apresuró a recogerlas y a esconderlas en un rincón. Luego, como había transcurrido la jornada y la hora de su guardia había pasado, se marchó, sin acordarse de volver a ponerlas en su sitio.

Así es que, cuando concluyó de bañarse el kadí, los servidores del hammam, que se desvivían por servirle, buscaron en vano sus pantuflas; y acabaron por encontrar en un rincón las fabulosas babuchas que al punto reconocieron como las de Abu-Cassem. Y lanzándose en su persecución, y cuando le atraparon, le llevaron al hammam con el cuerpo del delito al hombro. Y tras de coger lo que le pertenecía, el kadí hizo que devolvieran al otro sus babuchas, y a pesar de sus protestas, le envió a la cárcel. Y para no morirse en la cárcel, Abu-Cassem no tuvo más remedio, bien a pesar suyo, que mostrarse generoso en propinas con los guardias y oficiales de la policía; pues, como era sabido que estaba tan relleno de dinero como podrido de avaricia, no le costó poco recobrar su libertad.

Y de tal suerte pudo salir de la prisión Abu-Cassem; pero en extremo afligido y despechado, y atribuyendo a sus babuchas su desdicha, corrió a tirarlas al Nilo para desembarazarse de ellas.

Y he aquí que algunos días después, al retirar unos pescadores su red, que pesaba más que de costumbre, encontraron en ellas las babuchas, reconociéndolas al punto como las de Abu-Cassem. Y observaron, llenos de furor, que las tachuelas con que estaban claveteadas habían estropeado las mallas de la red. Y corrieron a la tienda de Abu-Cassem y arrojaron con violencia las babuchas dentro de ella, maldiciendo a su propietario. Y como las babuchas habían sido arrojadas con ímpetu, dieron en los frascos de agua de rosas y otras aguas que había en las anaquelerías, y los derribaron, rompiéndolos en mil pedazos.

Al ver aquello, el dolor de Abu-Cassem llegó a su límite extremo, y exclamó él: "¡Ah! ¡babuchas malditas, hijas de mi trasero, no me causáis más que estragos!". Y las cogió y se fué a su jardín y se puso a cavar un agujero para enterrarlas allí. Pero un vecino suyo, que estaba resentido con él, aprovechó la ocasión para vengarse, y corrió en seguida a advertir al walí que Abu-Cassem se hallaba desenterrando un tesoro en su jardín. Y como el walí tenía conocimiento de la riqueza y la avaricia del droguero, no dudó de la realidad de aquella noticia, y al punto envió a los guardias para que se apoderaran de Abu-Cassem y le llevaran a su presencia. Y por más que el desgraciado Abu-Cassem juró que no se había encontrado ningún tesoro, sino que solamente había querido enterrar sus babuchas, el walí no se avino a creer cosa tan extraña y tan contraria a la avaricia legendaria del acusado, y como, fuese por lo que fuese, contaba éste con dinero, obligó al afligido Abu-Cassem a desembolsar una importante suma para obtener su libertad.

Y libre ya, después de aquella formalidad dolorosa, Abu-Cassem...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 795ª noche

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Ella dijo:

"... Y libre ya, después de aquella formalidad dolorosa; Abu-Cassem empezó a mesarse las barbas con desesperación, y cogiendo sus babuchas, juró desembarazarse de ellas a toda costa. Y anduvo al azar mucho tiempo, reflexionando acerca del medio mejor de llevarlo a término, y acabó por decidirse a arrojarlas en un canal situado en el campo, muy lejos. Y supuso que ya no volvería a oír hablar de ellas. Pero quiso la suerte que el agua del canal arrastrase las babuchas hasta la entrada de un molino cuyas ruedas movían aquel canal. Y las babuchas se engancharon en las ruedas y las hicieron saltar, alterando su marcha. Y acudieron a reparar el daño los dueños del molino, y observaron que todo ello obedecía a las enormes babuchas que encontraron enganchadas en el engranaje, y que al punto reconocieron como las babuchas de Abu-Cassem. Y de nuevo encarcelaron al desgraciado droguero, y aquella vez le condenaron a pagar una fuerte indemnización a los propietarios del molino por el daño que les había ocasionado. Y además hubo de pagar crecida fianza para recobrar su libertad. Y al propio tiempo se le devolvieron sus babuchas.

Entonces, en el límite de la perplejidad, regresó a su casa, y subiendo a la terraza, se recostó en la baranda y se puso a reflexionar profundamente sobre lo que haría. Y había colocado en la terraza cerca de él las babuchas; pero les daba la espalda, con objeto de no verlas. Y en aquel momento, precisamente, un perro de los vecinos divisó las babuchas, y lanzándose desde la terraza de sus amos a la de Abu-Cassem, cogió con la boca una de las babuchas y se puso a jugar con ella. Y estando en lo mejor de su juego con la babucha, el perro la tiró lejos, y el Destino funesto la hizo caer de la terraza en la cabeza de una vieja que pasaba por la calle. Y el peso formidable de la babucha barbada de hierro aplastó a la vieja, dejándola más ancha que larga. Y los parientes de la vieja reconocieron la babucha de Abu-Cassem, y fueron a querellarse al kadí, reclamando el precio de la sangre de su parienta o la muerte de Abu-Cassem. Y el infortunado se vió obligado a pagar el precio de la sangre, con arreglo a la ley. Y además, para librarse de la cárcel tuvo que pagar una gruesa fianza a los guardias y a los oficiales de policía.

Pero aquella vez había ya tomado su resolución. Regresó, pues, a su casa, cogió las dos babuchas fatales, y volviendo a casa del kadí, alzó las dos babuchas por encima de su cabeza, y exclamó con una vehemencia que hizo reír al kadí, a los testigos y a los circunstantes: "¡Oh señor kadí, he aquí la causa de mis tribulaciones! Y pronto me voy a ver reducido a mendigar en el patio de las mezquitas. ¡Te suplico, pues, que te dignes dictar un decreto que declare que Abu-Cassem ya no es propietario de las babuchas, pues las lega a quien quisiera cogerlas, y que ya no es responsable de las desgracias que ocasionen en el porvenir!" Y tras de hablar así, tiró las babuchas en medio de la sala de los juicios, y huyó con los pies descalzos, mientras, a fuerza de reír, se caían de trasero todos los presentes. ¡Pero Alah es más sabio!


Y sin detenerse, Schehrazada contó aún:



Bahlul, bufón de Al-Raschid

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He llegado a saber que el califa Harún Al-Raschid tenía, viviendo con él en su palacio, a un bufón encargado de divertirle en sus momentos de humor sombrío. Y aquel bufón se llamaba Bahlul el Cuerdo. Y un día le dijo el califa: "Ya Bahlul, ¿sabes el número de locos que hay en Bagdad?". Y Bahlul contestó: "¡Oh mi señor! un poco larga sería la lista". Y dijo Harún: "Pues quedas encargado de hacerla. ¡Y supongo que será exacta!" Y Bahlul hizo salir de su garganta una carcajada prolongada. Y le preguntó el califa: "¿Qué te pasa?" Y Bahlul dijo: "¡Oh mi señor! soy enemigo de todo trabajo fatigoso. ¡Por eso, para complacerte, voy en seguida a extender la lista de los cuerdos que hay en Bagdad! Porque ése es un trabajo que apenas exigirá el tiempo que se tarda en beber un sorbo de agua. Y con esta lista, que será muy corta, ¡por Alah que te enterarás del número de locos que hay en la capital de tu imperio!"

Y estando sentado en el trono del califa, aquel mismo Bahlul recibió, por esta temeridad, una tanda de palos que le propinaron los ujieres. Y los gritos espantosos que con tal motivo hubo de lanzar pusieron en conmoción a todo el palacio y llamaron la atención del propio califa. Y al ver que su bufón lloraba ardientes lágrimas, intentó consolarle. Pero Bahlul le dijo: "¡Ay! ¡oh Emir de los Creyentes! ¡mi dolor no tiene consuelo, pues no es por mí por quien lloro, sino por mi amo el califa! Si yo, en efecto, he recibido tantos golpes por haber ocupado un instante su trono, ¿qué tunda no le amenazará a él después de ocuparlo años y años?".

Y también el mismo Bahlul tuvo la suficiente cordura para tomar horror al matrimonio. Y con el objeto de jugarle una mala pasada, Harún le hizo casarse a la fuerza con una joven de entre sus esclavas, asegurándole que le haría dichoso, y que incluso él respondería de la cosa. Y Bahlul se vió obligado a obedecer, y entró en la cámara nupcial, donde esperaba su joven esposa, que era de una belleza selecta. Pero apenas se había echado junto a ella, cuando se levantó de pronto con terror y huyó de la habitación, como si le persiguiesen enemigos invisibles, y echó a correr por el palacio, igual que un loco. Y el califa, informado de lo que acababa de pasar, hizo ir a Buhlul a su presencia, y le preguntó, con voz severa: "¿Por qué ¡oh maldito! has inferido esa ofensa a tu esposa?".

Y contestó Bahlul: "¡Oh mi señor! ¡el terror es un mal que no tiene remedio! Claro que yo no tengo que formular reproche alguno contra la esposa que has tenido la generosidad de concederme, porque es hermosa y modesta. Pero ¡oh mi señor! apenas entré en el lecho nupcial, cuando oí distintamente varias voces que salían a la vez del seno de mi esposa. Y una de ellas me pedía un traje, y otra me reclamaba un velo de seda; y ésta, unas babuchas; y aquélla, una túnica bordada; y la de más allá, otras cosas. ¡Entonces, sin poder reprimir mi espanto, y no obstante tus órdenes y los encantos de la joven, huí a todo correr, temiendo volverme más loco y más desgraciado todavía de lo que soy!"

Y el mismo Bahlul rehusó un día cierto regalo de mil dinares que le ofreció por dos veces el califa. Y como el califa, extremadamente asombrado de aquel desinterés, le preguntara la razón que para ello tenía, Bahlul, que estaba sentado con una pierna extendida y la otra encogida, se limitó a extender bien ostensiblemente ante Al-Raschid ambas piernas a la vez, siendo ésta toda su respuesta. Y al ver semejante grosería y tan suprema falta de respeto para con el califa, el jefe eunuco quiso hacerle violencia y castigarle; pero Al-Raschid se lo impidió con una seña, y preguntó a Bahlul a qué obedecía aquel olvido de las prácticas corteses. Y Bahlul contestó: "¡Oh mi señor! ¡si hubiera extendido la mano para recibir tu regalo habría perdido para siempre el derecho de extender las piernas!".

Y por último, el propio Bahlul fué quien, entrando un día en la tienda de campaña de Al-Raschid, que regresaba de una expedición guerrera, le encontró sediento y pidiendo a grandes gritos un vaso de agua. Y Bahlul echó a correr para llevarle un vaso de agua fresca, y presentándoselo, le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡te ruego que antes de beber me digas a qué precio habrías pagado este vaso de agua si, por casualidad, hubiese sido imposible de encontrar o difícil de procurártelo!" Y dijo Al-Raschid: "¡Sin duda habría dado, por tenerlo, la mitad de mi imperio!"

Y dijo Bahlul: "¡Bébetelo ahora, y Alah lo vuelva lleno de delicias para tu corazón!" Y cuando el califa hubo acabado de beber, Bahlul le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! y si, ahora que te lo has bebido, ese vaso de agua no pudiera salir de tu cuerpo por culpa de alguna retención de orina en tu vejiga honorable, ¿a qué precio pagarías la manera de hacerlo salir?" Y Al-Raschid contestó: "¡Por Alah, que en ese caso daría todo mi imperio de ancho y de largo!"

Y Bahlul, poniéndose muy triste de pronto, dijo: "¡Oh mi señor! ¡un imperio que no pesa en la balanza más que un vaso de agua o un chorro de orines no debería producir todas las preocupaciones que te proporciona y las guerras sangrientas que nos ocasiona!"

Al oír aquello, Harún se echó a llorar.


Y aun dijo aquella noche Schehrazada:



La invitación a la paz universal

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Cuentan que un venerable jeique rural tenía en su cortijo un hermoso corral, al que dedicaba todos sus afanes, y que estaba bien provisto de aves machos y aves hembras que le producían muy buenos huevos y soberbios pollos sabrosos de comer. Y entre las aves machos poseía un grande y hermoso Gallo de voz clara y plumaje brillante y dorado, el cual, además de todas sus cualidades de belleza exterior, estaba dotado de instinto vigilante, de sabiduría y de experiencia en las cosas del mundo, las mudanzas del tiempo y los reveses de la vida. Y estaba lleno de justicia y de atención para sus esposas, y cumplía sus deberes respecto a ellas con tanto celo como imparcialidad, para no dejar entrar los celos en sus corazones y la animosidad en sus miradas. Y entre todos los habitantes del corral se le citaba como modelo de maridos por su potencia y su bondad. Y su amo le había puesto de nombre Voz-de-Aurora.

Un día, mientras sus esposas dedicábanse a cuidar de sus pequeñuelos y a peinarse las plumas, Voz-de-Aurora salió a visitar las tierras del cortijo. Y sin dejar de maravillarse de lo que veía, revolvía y picoteaba a más y mejor en el suelo, según iba encontrando a su paso granos de trigo o de cebada o de maíz o de sésamo o de alforfón o de mijo. Y como sus hallazgos y pesquisas le llevaron más lejos de lo que hubiese querido, en un momento dado se vió fuera del cortijo y del villorrio, y completamente solo en un paraje abrupto que jamás había visto. Y por más que miró a derecha y a izquierda, no vió ninguna cara amiga ni ningún ser que le fuese familiar. Y empezó a quedarse perplejo, y dejó oír algunos gritos leves de inquietud. Y en tanto que tomaba sus disposiciones para volver sobre sus pasos...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 796ª noche

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Ella dijo:

"... Y en tanto que tomaba sus disposiciones para volver sobre sus pasos, he aquí que su mirada se posó en un Zorro que a lo lejos iba en dirección suya a grandes zancadas. Y al ver aquello, tembló por su vida, y volviendo la espalda a su enemigo, tomó impulso con toda la fuerza de sus alas abiertas, y ganó la altura de un muro en ruinas, donde no había más que el sitio preciso para agarrarse, y donde no podría atraparle de ninguna manera el Zorro.

Y llegó al pie del muro el Zorro, sin aliento, husmeando y ladrando. Pero, al ver que no había medio de encaramarse hasta donde estaba el volátil que apetecía, levantó la cabeza hacia él, y le dijo: "La paz sea contigo, ¡oh rostro de buen augurio! ¡oh hermano mío! ¡oh encantador camarada!" Pero Voz-de-Aurora no le devolvió su zalema y ni quiso mirarle. Y el Zorro, al ver aquello, le dijo: "¡Oh amigo mío! ¡oh tierno! ¡oh hermoso! ¿por qué no quieres favorecerme con un saludo o con una mirada, cuando tan vehementemente deseo anunciarte una gran noticia?" Pero el Gallo declinó con su silencio toda proposición y toda cortesía, y el Zorro insistió: "¡Ah! -¡hermano mío, si supieras solamente lo que tengo el encargo de anunciarte, bajarías cuanto antes a abrazarme y a besarme en la boca!" Pero el Gallo continuaba fingiendo indiferencia y distracción; y sin contestar nada, miraba a lo lejos con ojos redondos y fijos. Y el Zorro añadió: "Sabe, pues, ¡oh hermano mío! que el sultán de los animales, que es el señor León, y la sultana de las aves, que es la señora Aguila, acaban de darse cita en una verdeante pradera adornada de flores y de arroyos, y han congregado en torno suyo a los representantes de todas las fieras de la Creación: los tigres, las hienas, los leopardos, los linces, las panteras, los chacales, los antílopes, los lobos, las liebres, los animales domésticos, los buitres, los gavilanes, los cuervos, las palomas, las tórtolas, las codornices, las perdices, las aves de corral y todos los pájaros. Y cuando estuvieron entre sus manos los representantes de todos sus súbditos, nuestros dos soberanos proclamaron, por real decreto, que en adelante habrán de reinar juntas, en toda la superficie de la tierra habitable, la seguridad, la fraternidad y la paz; que el afecto, la simpatía, la camaradería y el amor habrán de ser los únicos sentimientos permitidos entre las tribus de las fieras, de los animales domésticos y de las aves; que el olvido deberá borrar las antiguas enemistades y los odios de raza; y que la meta a que deben tender todos los esfuerzos es la dicha general y universal. Y decidieron que cualquier transgresión que se realizara de tal estado de cosas se llevaría sin tardanza al tribunal supremo y se juzgaría y se condenaría sin remisión. Y me nombraron heraldo del presente decreto, y me encargaron ir proclamando por toda la tierra la decisión de la asamblea, con orden de darles los nombres de los rebeldes, a fin de que se les castigase con arreglo a la gravedad de su rebeldía. Y por eso ¡oh hermano mío Gallo! me ves actualmente al pie de este muro en que estás encaramado, pues en verdad que soy yo, yo con mis propios ojos, yo y no otro, el representante, el comisionado, el heraldo y el apoderado de nuestros señores y soberanos. Y por eso te abordé hace poco con el deseo de paz y las palabras de amistad, ¡oh hermano mío!"

¡Eso fué todo!

Pero el Gallo, sin prestar a toda aquella elocuencia más atención que si no la oyese, continuaba mirando a lo lejos en actitud indiferente y con unos ojos redondos y distraídos, que cerraba de cuando en cuando, meneando la cabeza. Y el Zorro, cuyo corazón ardía en deseos de triturar deliciosamente aquella presa, insistió: "¡Oh hermano mío! ¿por qué no quieres honrarme con una respuesta o acceder a dirigirme una palabra o posar solamente tu mirada en mí, que soy el emisario de nuestro sultán el León, soberano de los animales, y de nuestra sultana el Aguila, soberana de las aves? Permíteme, pues, que te recuerde que, si persistes en tu silencio para conmigo, me veré obligado a dar cuenta de la cosa al consejo; y sería muy de lamentar que cayeses bajo el peso de la nueva ley, que es inexorable en su deseo de establecer la paz universal, aun a trueque de hacer degollar a la mitad de los seres vivos. ¡Así es que por última vez te ruego ¡oh hermano mío encantador! que me digas solamente por qué no me respondes!"

A la sazón el Gallo, que hasta entonces se había encastillado en su altanera indiferencia, estiró el pescuezo, e inclinando a un lado la cabeza, posó la mirada de su ojo derecho en el Zorro, y le dijo: "En verdad ¡oh hermano mío! que tus palabras están por encima de mi cabeza y de mis ojos, y te honro en mi corazón como enviado y comisionado y mensajero y apoderado y embajador de nuestra sultana el Aguila. ¡Pero no vayas a creer que, si no te respondía, era por arrogancia o por rebeldía o por cualquier otro sentimiento reprobable; no, por tu vida que no, si no solamente porque me tenía turbado lo que veía y sigo viendo ante mí allá lejos!"

Y el Zorro preguntó: "Por Alah sobre ti, ¡oh hermano mío! ¿Y qué veías y sigues viendo para que así te turbe? ¡Alejado sea el Maligno! ¡Supongo que no será nada grave ni calamitoso!" Y el Gallo estiró el pescuezo más todavía, y dijo: ¿¡Cómo, ¡oh hermano mío!? ¿Acaso no divisas lo que estoy divisando yo, por más que Alah puso encima de tu venerable hocico dos ojos penetrantes, aunque un poco bizcos, dicho sea sin ánimo de ofenderte?" Y el Zorro preguntó con inquietud: "¡Pero acaba, por favor, de decirme qué ves! ¡Porque tengo los ojos hoy un poco malos, aunque no sabía que fuese bizco ni por asomo, dicho sea sin ánimo de contrariarte!"

Y el Gallo Voz-de-Aurora dijo: "¡La verdad es que estoy viendo levantarse una nube de polvo, y en el aire diviso una bandada de halcones de caza que describen inciertos giros!" Y al oír estas palabras, el Zorro se echó a temblar, y preguntó, en el límite de la ansiedad: "¿Y es eso todo lo que divisas, ¡oh rostro de buen augurio!? ¿Y no ves correr a nadie por el suelo?" Y el Gallo fijó en el horizonte una mirada prolongada, imprimiendo a su cabeza un movimiento de derecha a izquierda, y acabó por decir: "¡Sí! veo que por el suelo corre a cuatro pies un animal de patas largas, grande, delgado, con cabeza fina y puntiaguda y largas orejas gachas. ¡Y se acerca a nosotros con rapidez!" Y el Zorro preguntó, temblando con todo su cuerpo: "¿No será un perro lebrel lo que ves, ¡oh hermano mío!? ¡Alah nos proteja!" Y el Gallo dijo: "¡No sé si es un lebrel, porque nunca los he visto de esa especie, y sólo Alah lo sabrá! Pero, de todos modos, creo que es un perro, ¡oh cara hermosa!"

Cuando el Zorro hubo oído estas palabras, exclamó: "¡Me veo obligado ¡oh hermano mío! a despedirme de ti!" Y así diciendo, le volvió la espalda y echó a correr azorado, confiándose a la Madre-de-la-Seguridad. Y el Gallo le gritó: "¡Escucha, escucha, hermano mío, que ya bajo, que ya bajo! ¿Por qué no me esperas?" Y el Zorro dijo: "¡Es que siento una gran antipatía por el lebrel, que no se cuenta entre mis amigos ni entre mis relaciones!" Y el Gallo añadió: "¿Pero no me has dicho hace un instante ¡oh rostro de bendición! que venías como comisionado y heraldo de parte de nuestros soberanos para proclamar el decreto de la paz universal, decidida en asamblea plena de los representantes de nuestras tribus?" Y el Zorro contestó desde muy lejos: "¡Sí, por cierto! ¡sí, por cierto! ¡oh hermano mío Gallo! pero ese lebrel entrometido (¡Alah le maldiga!) se abstuvo de ir al congreso, y su raza no ha enviado allá ningún representante, y su nombre no se ha pronunciado en la proclamación de las tribus adheridas a la paz universal. ¡Y por eso ¡oh Gallo lleno de ternura! siempre existirá enemistad entre mi raza y la suya, y aversión entre mi individuo y el suyo! ¡Y que Alah te conserve con buena salud hasta mi regreso!"

Y tras de hablar así, el Zorro desapareció en la lejanía. Y de tal suerte escapó el Gallo a los dientes de su enemigo, gracias a su ingenio y a su sagacidad. Y se dió prisa en bajar desde lo alto del muro y a volver al cortijo, glorificando a Alah, que le reintegraba a su corral en seguridad. Y se apresuró a contar a sus esposas y a sus vecinos la jugarreta que acababa de hacer a su enemigo hereditario. Y todos los gallos del corral lanzaron al aire el canto sonoro de su alegría para celebrar el triunfo de Voz-de-Aurora.


Y aquella noche aun dijo Schehrazada:



Las agujetas

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Se cuenta que un rey entre los reyes estaba un día sentado en su trono, en medio de su diwán, y daba audiencia a sus súbditos, cuando entró un jeique, hortelano de oficio, que llevaba a la cabeza un cesto de hermosas frutas y de legumbres diversas, primicias de la estación. Y besó la tierra entre las manos del rey, e invocó sobre él las bendiciones y le ofreció como regalo el cesto de primicias. Y después de devolverle la zalema, el rey le preguntó: "¿Y qué hay en este cesto cubierto de hojas, ¡oh jeique!?" Y el hortelano dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡son las primeras verduras y las primeras frutas nacidas en mis tierras, que te traigo como primicias de la estación!" Y el rey dijo: "¡Las acepto de corazón amistoso!" Y quitó las hojas que preservaban del mal de ojo al contenido del cesto, y vió que había en él magníficos cohombros rizados, gombos muy tiernos, dátiles, berenjenas, limones y otras diversas frutas y legumbres tempranas. Y exclamó: "¡Maschala!" y cogió un cohombro rizado y lo engulló con mucho gusto. Luego dijo a los eunucos que llevaran los demás al harén. Y los eunucos se apresuraron a ejecutar la orden. Y también se deleitaron mucho las mujeres comiendo aquellas primicias. Y cada cual cogió lo que quería, felicitándose mutuamente diciendo: "¡Que las primicias del año que viene nos den salud y nos encuentren con vida y con belleza!" Luego distribuyeron a las esclavas lo que quedaba en el cesto. Y de común acuerdo, dijeron: "¡Por Alah, que son exquisitas estas primicias! ¡Y tenemos que dar una buena propina al hombre que las ha traído!" Y enviaron al felah, por mediación de los eunucos, cien dinares de oro.

Y el rey, asimismo, estaba extremadamente satisfecho del cohombro rizado que había comido, y aun añadió doscientos dinares al donativo de sus mujeres. Y de tal suerte percibió el felah trescientos dinares de oro por su cesto de primicias.

Pero no fué eso todo. Porque el sultán que le había hecho diversas preguntas acerca de cosas agrícolas y de otras cosas más, le había encontrado en absoluto de su conveniencia y se había complacido con sus respuestas, pues el felah tenía la palabra elegante, la lengua expedita, la réplica en los labios, el ingenio fértil, la actitud muy cortés y el lenguaje correcto y distinguido. Y el sultán quiso hacer de él su comensal inmediatamente, y le dijo: "¡Oh jeique! ¿sabes hacer compañía a los reyes?" Y el felah contestó: "Sé". Y el sultán le dijo: "Bueno, ¡oh jeique! ¡Vuélvete en seguida a tu pueblo para llevar a tu familia lo que Alah te ha concedido hoy, y regresa conmigo a toda prisa para ser mi comensal en adelante!"

Y el felah contestó con el oído y la obediencia. Y después de llevar a su familia los trescientos dinares que Alah le había otorgado, volvió al lado del rey, que en aquel momento estaba cenando. Y el rey le mandó sentarse junto a él, ante la bandeja, y le hizo comer y beber lo que tenía gana. Y le encontró aún más divertido que la primera vez, y acabó de encariñarse con él, y le preguntó:

"¿Verdad que sabes historias hermosas de contar y de escuchar, ¡oh jeique!?"

Y el felah contestó: "¡Sí, por Alah! ¡Y la próxima noche le contaré una al rey!" Y al oír esta noticia, el rey llegó al límite del júbilo y se estremeció de contento. Y para dar a su comensal una prueba de cariño y de amistad, hizo salir de su harén a la más joven y más bella mujer del séquito de la sultana, una muchacha virgen y sellada...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 797ª noche

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Ella dijo:

"... hizo salir de su harén a la más joven y bella mujer del séquito de la sultana, una muchacha virgen y sellada, y se la dió como regalo, aunque la había hecho apartar para sí mismo el día en que la compraron, reservándosela como bocado selecto. Y puso a disposición de los recién casados un hermoso aposento del palacio, contiguo al suyo, y magníficamente amueblado y provisto de todas las comodidades. Y tras de desearles todo género de delicias aquella noche, les dejó solos y entró en su harén.

Cuando la joven se hubo desnudado, esperó, acostada, que fuera a ella su nuevo señor. Y el jeique hortelano, que en su vida había visto ni probado la carne blanca, se maravilló de lo que veía y glorificó en su corazón a Quien forma la carne blanca. Y se acercó a la joven, y empezó a hacer con ella todas las locuras usuales en casos como aquél. Y he aquí que, sin que pudiese él saber cómo ni por qué, el niño de su padre no quiso levantar cabeza y siguió adormecido con la mirada sin vida y mustio. Y por más que el frutero le amonestaba y alentaba, no quiso oír nada, y permaneció obstinado, oponiendo a todas las exhortaciones una inercia y una tozudez inexplicable. Y el pobre frutero llegó al límite de la confusión, y exclamó: "¡En verdad que es cosa prodigiosa!"

Y la joven, con objeto de despertar los deseos del niño, se puso a hacerle cosquillas y a juguetear con él con mano ardiente, y a mimarle con todos los mimos, y a hacerle entrar en razón, tan pronto con caricias como con golpes; pero tampoco consiguió decidirle a despertarse.

Y acabó por exclamar: "¡Oh mi señor! ¡puede que Alah lo anime!" Y al ver que nada servía de nada, dijo: "¡Oh mi señor! ¿a que no sabes por qué no quiere despertarse el niño de su padre?" El jeique dijo: "¡No, por Alah, que no lo sé!" Ella dijo: "¡Pues porque su padre tiene agujetas!'' El jeique preguntó: "¿Y qué hay que hacer ¡oh perspicaz para curar las agujetas!?" Ella dijo: "No te preocupes por eso. ¡Yo sé lo que tengo que hacer!" Y se levantó en aquella hora y en aquel instante, tomó incienso macho, y echándolo en un pebetero se puso a dar fumigaciones a su esposo, como se hace sobre el cuerpo de los muertos, diciendo: "¡Alah resucite a los muertos! ¡Alah despierte a los dormidos!" Y hecho lo cual, cogió un cántaro lleno de agua y empezó a regar al niño de su padre, como se hace con el cuerpo de los muertos antes de amortajarles. Y tras de bañarle así, cogió un pañuelo de muselina y cubrió con él al niño dormido, como se cubre a los muertos con el sudario. Y después de llevar a cabo todas aquellas ceremonias preparatorias de un sepelio, y que ella hacía por simulacro, llamó a las numerosas esclavas que el sultán había puesto a su servicio y al de su esposo, y les mostró lo que tenía que mostrarles del pobre frutero, que estaba tendido inmóvil, con el cuerpo cubierto a medias por el pañuelo y envuelto en una nube de incienso. Y al ver aquello, lanzando gritos de hilaridad y carcajadas, las mujeres echaron a correr por el palacio, contando lo que acababan de ver a todas las que no lo habían visto.

Por la mañana, el sultán, que se había levantado más temprano que de costumbre, envió a buscar a su comensal el frutero, y le formuló los deseos de la mañana, y le preguntó: "¿Cómo se ha pasado la noche, ¡oh jeique!?" Y el felah contó al sultán cuanto le había ocurrido, sin ocultar un detalle. Y el sultán, al oír aquello, se echó a reír de tal manera, que se cayó de trasero; luego exclamó: "¡Por Alah, que la joven que de tan oportuna manera ha tratado tus agujetas es una joven dotada de ciencia y de ingenio y de gracia! ¡Y la recupero para mi uso personal!" Y la hizo ir, y le ordenó que le contara lo que había pasado. Y la joven repitió al rey la cosa tal como había sucedido, y le narró con todos sus detalles los esfuerzos que había hecho para disipar el sueño del testarudo niño de su padre, y el tratamiento que acabó por aplicarle sin resultado. Y en el límite del júbilo, el rey se encaró con el felah, y le preguntó: "¿Es verdad eso?" Y el felah hizo con la cabeza un signo afirmativo y bajó los ojos. Y le dijo el rey, riendo a más y mejor: "¡Por mi vida sobre ti, ¡oh jeique! vuelve a contarme lo que ha pasado!" Y cuando el pobre hombre hubo repetido su relato, el sultán se echó a llorar de alegría, y exclamó: "¡Ualah! ¡es cosa prodigiosa!" Luego, como desde el minarete el muezín acababa de llamar a la plegaria, el sultán y el frutero cumplieron sus deberes para con su Creador, y el sultán dijo: "¡Ahora ¡oh jeique de los hombres deliciosos! date prisa a contarme las historias prometidas, para completar mi alegría!" Y el frutero dijo: "¡De todo corazón amistoso y como homenaje debido a nuestro generoso señor!" Y sentándose con las piernas encogidas frente al rey, contó:



Historia de los dos tragadores de haschisch

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Has de saber ¡oh mi señor y corona de mi cabeza! que en una ciudad entre las ciudades había un hombre que tenía el oficio de pescador y la distracción de tomar haschisch. Y he aquí que cuando había cobrado el producto de una jornada de trabajo, se comía una parte de su ganancia en provisiones de boca y el resto en esa hierba alegre de que se extrae el haschisch. Y tomaba al día tres tomas de haschisch: una se la tragaba por la mañana en ayunas, otra a mediodía y otra al ponerse el sol. Y de tal suerte se pasaba la vida muy alegremente y haciendo extravagancias. Y esto no le impedía ir a su trabajo, que era la pesca; pero con frecuencia lo hacía de una manera muy singular, como vas a ver.

Una tarde, tras de tomar una dosis de haschisch más fuerte que de costumbre, empezó por encender una vela de sebo, y se sentó delante de ella y se puso a hablar consigo mismo, formulándose las preguntas y las respuestas, y disfrutando todas las delicias del ensueño y del placer tranquilo. Y así permaneció mucho tiempo, y sólo le sacaron de su ensueño la frescura de la noche y la claridad de la luna llena. Y dijo entonces, hablando consigo mismo: "¡Eh, amigo, mira! La calle está silenciosa, la brisa es fresca y la claridad de la luna invita al paseo. ¡Harás bien, pues, en salir a tomar el aire y a mirar el aspecto del mundo ahora que las gentes no circulan y no pueden distraerte de tu placer y tu fasto solitario!" Y pensando de este modo, el pescador salió de su casa y encaminó su paseo por el lado del río. Era en el décimocuarto día de la luna, y la noche estaba toda iluminada. Y al mirar reflejado en el piso el disco argénteo, el pescador tomó por agua aquel reflejo de la luna, y su extravagante imaginación le dijo: "Por Alah, ¡oh pescador! hete aquí llegado a orillas del río, y en el ribazo no hay ningún otro pescador. ¡Por tanto, harás bien en ir en seguida a coger tu sedal y volver para ponerte a pescar lo que te depare tu suerte de esta noche!" Así pensó en su locura, y así lo hizo. Y cuando cogió su sedal, fué a sentarse en una escarpadura, y se puso a pescar en medio de la claridad lunar, arrojando el hilo con el anzuelo al caudal blanco reflejado en el piso.

Y he aquí que, atraído por el olor de la carne que servía de cebo, un perro enorme fué a arrojarse sobre el sedal, y lo devoró. Y se le clavó el anzuelo en el gaznate, y le molestó tanto, que empezó a dar sacudidas desesperadas para librarse del hilo. Y el pescador, que creía haber cogido un pez monstruoso, tiraba todo lo que podía; y el perro, que sufría de un modo insoportable, tirada por su parte, lanzando aullidos tremendos; de modo que el pescador, que no quería dejar escapar su presa, acabó por ser arrastrado y rodó por tierra. Y creyendo entonces que iba a ahogarse en el río que le mostraba su haschisch, se puso a dar gritos espantosos, pidiendo socorro. Y al oír aquel ruido, acudieron los guardias del barrio, y el pescador, al verles, les gritó: "¡Socorredme, ¡oh musulmanes! ¡Ayudadme a sacar el monstruoso pez de las profundidades del río, adonde va a arrastrarme! ¡Yalah, yalah! ¡venid aquí, valientes, que me ahogo!" Y los guardias le preguntaron, muy sorprendidos: "¿Qué te ocurre, ¡oh pescador! ? ¿Y de qué río hablas? ¿Y de qué pez se trata?" Y les dijo: "Alah os maldiga, ¡oh hijos de perros! ¿Vais a gastarme ahora bromas o a ayudarme a salvar mi alma del ahogo y a sacar el pez fuera del agua?" Y los guardias, que al principio se rieron de aquella extravagancia, se irritaron contra él al oírle tratarles de hijos de perros, y se arrojaron sobre él, y después de molerle a golpes, le condujeron a casa del kadí.

Y he aquí que también el kadí, con permiso de Alah, era muy dado al haschisch...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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