Y cuando llegó la 995ª noche

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Ella dijo:

... Y por eso Al-Raschid llamaba siempre a Yahía "padre mío", y a El-Fadl "hermano mío".

En cuanto al origen de los Barmakidas, las crónicas más reputadas y más dignas de fe lo sitúan en la ciudad de Balkh, en el Khorassán, donde ya tenía esta familia una categoría distinguida. Y unos cien años después de la hégira de nuestro Profeta bendito (¡con El la plegaria y la paz!) esta ilustre familia vino a fijar su residencia en Damasco, bajo el reinado de los califas ommiadas. Y entonces fué cuando el jefe de la tal familia, que era el sectario de la religión de los magos, se convirtió a la verdadera fe y se purificó y se ennobleció con el Islam. Ya esto sucedió exactamente bajo el reino de Hescham el Ommiada.

Pero sólo después del advenimiento de los descendientes de Abbas al trono de los califas fué cuando se admitió a la familia de los Barmakidas en el consejo de los visires, e iluminó la tierra con su brillo. Porque el primer visir que salió de su seno fué Khaled ben Barmak, a quien eligió por gran visir el primero de los Abbassidas. Abú'l Abbas El-Saffah. Y bajo el reinado de Al-Mahdi, tercer Abbassida, Yahía ben Khaled quedó encargado de la educación de Harún Al-Raschid, el hijo preferido del califa, aquel mismo Harún que había nacido solamente siete días después que El-Fadl, hijo de Yahía.

Así es que cuando, después de la muerte inopinada de su hermano mayor Al-Hadi, Harún Al-Raschid se revistió de la insignias de la omnipotencia califal, no tuvo necesidad de evocar los recuerdos de su primera infancia, pasada al lado de los niños barmakidas, para llamar a Yahía y a sus dos hijos a compartir el poder soberano; no tenía más que recordar los cuidados prestados a su infancia por Yahía, y la educación que le debía, y la abnegación de que aquel servidor de todas las fidelidades acababa de darle prueba desafiando, por asegurarle la herencia al trono, las amenazas terribles de Al-Hadi, muerto la misma noche en que quería que cercenaran la cabeza a Yahía y a sus hijos.

Así es que, cuando Yahía fué a medianoche en compañía de Massrur a despertar a Harún para notificarle que era dueño del Imperio y califa de Alah sobre la tierra, Harún le dió inmediatamente el título de gran visir y nombró visires a sus dos hijos El-Fadl y Giafar. Y así empezó su reinado bajo los auspicios más dichosos.

Y desde entonces la familia de los Barmakidas fué en su siglo lo que un adorno en la frente y una corona en la cabeza. Y el Destino les prodigó cuanto de más seductor tienen sus favores, y los colmó de sus dones más escogidos. Y Yahía y sus hijos se tornaron astros brillantes, vastos océanos de generosidad, torrentes impetuosos de gracias, lluvias bienhechoras. El mundo se vivificó con su soplo, y el Imperio llegó a la cima más alta del esplendor. Y eran ellos refugio de afligidos y recurso de desdichados. Y de ellos ha dicho, entre mil, el poeta Abu-Nowas:

¡Desde que el mundo os ha perdido, ¡oh hijos de Barmak! no están cubiertos ya de viajeros los caminos en el crepúsculo de la mañana y en el crepúsculo de la tarde!

Eran, en efecto, visires prudentes, administradores admirables, que aumentaban el tesoro público, elocuentes, instruídos, firmes, de buen consejo, y generosos al igual de Hatim-Tai. Eran fuentes de felicidad, vientos bienhechores que atraen los nublados fecundantes. Y sobre todo, merced a su prestigio, el nombre y la gloria de Harún Al- Raschid repercutieron desde las mesetas del Asia Central hasta el fondo de las selvas norteñas, y desde el Magreb y la Andalucía hasta las fronteras extremas de China y de Tartaria.

Y he aquí que de repente los hijos de Barmak, que tuvieron la más alta fortuna que a los hijos de Adán es dable alcanzar, fueron precipitados en el seno de los más terribles reveses y bebieron en la copa de la Distribuidora de calamidades. Porque ¡oh rey del tiempo! los nobles hijos de Barmak no solamente eran los visires que administraban el vasto imperio de los califas, sino que eran los amigos más queridos, los compañeros inseparables de su rey. Y Giafar, particularmente, era el caro comensal cuya presencia se hacía más necesaria a Al-Raschid que la luz de sus ojos. Y tanto espacio había llegado a ocupar en el corazón de Al-Raschid, que llegó hasta el punto de mandarse hacer un manto doble, y se envolvió en él con su amigo Giafar, como si ambos no fueran más que un solo hombre. Y así se portó con Giafar hasta la terrible catástrofe final.

Pero -¡qué pena tengo en el alma!- he aquí cómo ocurrió aquel acontecimiento lúgubre que oscureció el cielo del Islam, y arrojó la desolación en todos los corazones, como rayo del cielo destructor.

Un día -¡lejos de nosotros los días parecidos a aquél!-, de regreso de una peregrinación a la Meca, iba Al-Raschid por agua de Hira a la ciudad de Anbar. Y se detuvo en un convento llamado Al-Umr, a orillas del Eufrates. Y llegó para él la noche, como las demás noches, en medio de festines y placeres.

Pero aquella vez no le hacía compañía su comensal Giafar. Porque Giafar estaba de caza, desde días atrás, en las llanuras próximas al río. Sin embargo, los dones y regalos de Al-Raschid le seguían por doquiera. Y a todas horas del día veía llegar a su tienda algún mensajero del califa que le llevaba, en prueba de afecto, algún precioso presente más hermoso que el anterior.

Aquella noche -¡Alah nos haga ignorar noches análogas!- Giafar estaba sentado en su tienda en compañía del médico Gibrail Bakhtiassú, que era el médico particular de Al-Raschid, y del que habíase privado Al-Raschid para que acompañase a su querido Giafar. Y también estaba en la tienda el poeta favorito de Al-Raschid, Abu-Zaccar el ciego, del que también se había privado Al-Raschid para que con sus improvisaciones alegrara a su querido Giafar al volver de la caza.

Y era la hora de comer. Y Abu-Zaccar el ciego, acompañándose en la bandurria, cantaba versos filosóficos acerca de la inconstancia de la suerte...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 996ª noche

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Ella dijo:

... Y era la hora de comer. Y Abu-Zaccar el ciego, acompañándose en la bandurria, cantaba versos filosóficos acerca de la inconstancia de la suerte. Y he aquí que de improviso apareció en la entrada de la tienda Massrur, el portaalfanje del califa y ejecutor de su cólera. Y al verle entrar así, en contra de toda etiqueta, sin pedir audiencia y sin anunciar siquiera su llegada, Giafar se puso muy amarillo de color, y dijo al eunuco: "¡Oh Massrur! bien venido seas, pues cada vez te veo con más gusto. Pero me asombra, ¡oh hermano mío! que, por primera vez en nuestra vida, no te hayas hecho preceder por algún servidor para anunciarme tu visita". Y Massrur, sin dirigir siquiera la zalema a Giafar, contestó: "El motivo que me trae es demasiado grave para permitirse esas fútiles formalidades. Levántate ¡oh Giafar! y pronuncia la scheada por última vez. Porque el Emir de los Creyentes pide tu cabeza".

Al oír estas palabras, Giafar se irguió sobre sus pies, y dijo: "¡No hay más Dios que Alah, y Mahomed es el Enviado de Alah! ¡De las manos de Alah, salimos, y tarde o temprano volveremos entre Sus manos!" Luego se encaró con el jefe de los eunucos, su antiguo compañero, su amigo de tantos años y de todos los instantes, y le dijo: "¡Oh Massrur! no es posible semejante orden. Nuestro amo el Emir de los Creyentes ha debido dártela en un momento de embriaguez. Te suplico, pues, ¡oh amigo mío de siempre! en recuerdo de los paseos que hemos dado juntos y de nuestra vida común de día y de noche, que vuelvas a presencia del califa para ver si me equivoco. Y te convencerás de que ha olvidado ya tales palabras!" Pero Massrur dijo: "Mi cabeza responde por la tuya. No podré reaparecer ante el califa si no llevo tu cabeza en la mano. Escribe, pues, tus últimas voluntades, única gracia que me es posible otorgarte en vista de nuestra antigua amistad".

Entonces dijo Giafar: "¡A Alah pertenecemos todos! No tengo últimas voluntades que escribir. ¡Alah alargue la vida del Emir de los Creyentes con los días que se me quitan!"

Salió luego de su tienda, se arrodilló en el cuero de la sangre, que acababa de extender en el suelo el portaalfanje Massrur, y se vendó los ojos con sus propias manos. Y fué decapitado. ¡Alah le tenga en Su compasión!

Tras de lo cual, Massrur se volvió al paraje donde acampaba el califa, y fué a su presencia, llevando en un escudo la cabeza de Giafar.

Y Al-Raschid miró la cabeza de su antiguo amigo, y de repente escupió sobre ella.

Pero no pararon en eso su resentimiento y su venganza. Dió orden de que en un extremo del puente de Bagdad se crucificase el cuerpo decapitado de Giafar y de que se expusiera la cabeza en el otro extremo: suplicio que superaba en degradación y en ignominia al de los más viles malhechores. Y también ordenó que al cabo de seis meses se quemasen los restos de Giafar sobre estiércol de ganado y se arrojasen a las letrinas. Y se ejecutó todo.

Así es que ¡oh piedad y miseria! el escriba Amrani pudo escribir en la misma página del registro de cuentas del tesoro: "Por un ropón de gala, dado por el Emir de los Creyentes a Giafar, hijo de Yahía Al-Barmaki, cuatrocientos mil dinares de oro". Y poco tiempo después, sin ninguna adición, en la misma página: "Nafta, cañas y estiércol para quemar el cuerpo de Giafar ben Yahía, diez dracmas de plata".

Este fué el fin de Giafar. En cuanto a Yahía, su padre, esposo de la nodriza de Al-Raschid, y a El-Fadl, su hermano, hermano de leche de Al-Raschid, se les detuvo al día siguiente, con todos los Barmakidas, que, en número de unos mil, ocupaban cargos y empleos. Y se les arrojó, revueltos, al fondo de infectos calabozos, mientras sus inmensos bienes eran confiscados y sus mujeres y sus hijos erraban sin asilo y sin que nadie osara mirarlos. Y unos murieron de inanición, y otros por estrangulación, excepto Yahía, su hijo El-Fadl y el hermano de Yahía, Mohammad, que murieron en las torturas. ¡Alah los tenga a todos en Su compasión! ¡Terrible fué su desgracia!

Y ahora, ¡oh rey del tiempo! si deseas conocer el motivo de esta desgracia de los Barmakidas y de su fin lamentable, helo aquí.


Un día, la hermana pequeña de Al-Raschid, Aliyah, años después del fin de los Barmakidas, se puso a decir al califa, que la acariciaba: "¡Oh mi señor! ya no te veo ni un día con calma y tranquilidad real desde la muerte de Giafar y la desaparición de su familia. ¿Por qué motivo probado incurrieron en tu desgracia?" Y Al-Raschid, ensombrecido de repente, rechazó a la tierna princesa, y le dijo: "¡Oh niña mía, vida mía, única dicha que me resta! ¿de qué te serviría conocer ese motivo? ¡Si yo supiera que lo conocía mi camisa, la desgarraría en tiras!"

Pero los historiadores y recopiladores de anales se hallan lejos de ponerse de acuerdo respecto a las causas de aquella catástrofe. Esto aparte, he aquí las versiones que han llegado a nosotros en sus escritos.

Según unos fueron las liberalidades sin nombre de Giafar y de los Barmakidas, cuyo relato cansaba incluso los oídos de quienes las habían aceptado, las que, creándoles todavía más envidiosos y enemigos que amigos y agradecidos, habían acabado por hacer sombra a Al-Raschid. En efecto, no se hablaba más que de la gloria de su casa; no se podían conseguir favores más que interviniendo ellos directa o indirectamente; los individuos de su familia ocupaban en la corte de Bagdad, en el ejército, en la magistratura y en las provincias los puestos más elevados; los más hermosos dominios cercanos a la ciudad les pertenecían; el acceso a su palacio estaba más interrumpido por la multitud de cortesanos y pedigüeños que el de la morada del califa. Por lo demás, he aquí en qué términos se expresa sobre el particular el médico de Al-Raschid, que habitaba entonces en el palacio llamado Kasr el Khuld, en Bagdad. Los Barmakidas vivían al otro lado del Tigris, y entre ellos y el palacio del califa sólo había la anchura del río. Y aquel día, mirando Al-Raschid la multitud de caballos parados delante de la morada de sus favoritos y la muchedumbre que se aglomeraba a su puerta, dijo delante de mí, como hablando consigo mismo: "¡Alah recompense a Yahía y a sus hijos El-Fadl y Giafar! Ellos solos se han encargado de todo el ajetreo de los asuntos, aliviándome de ese cuidado y dejándome tiempo para mirar a mi alrededor y vivir a mi antojo".

Esto fué lo que dijo aquel día. Pero en otra ocasión que fui llamado junto a él, noté que ya empezaba a no ver con los mismos ojos a sus favoritos. En efecto, después de mirar por las ventanas de su palacio y observar la misma afluencia de gente y de caballos que la primera vez, dijo: "Yahía y sus hijos se han apoderado de todos los asuntos, me los han quitado todos. Verdaderamente, son ellos quienes ejercen el poder califal, mientras que yo no tengo más que una apariencia de él apenas". Esto le oí. Y desde entonces comprendí que caerían en desgracia, como así sucedió, efectivamente".

Según otros analistas, al descontento disimulado, a la envidia siempre en aumento de Al-Raschid, a las magníficas maneras de los Barmakidas, que les creaban formidables enemigos y detractores anónimos que los desprestigiaban ante el califa por medio de poesías acerbas no firmadas o de prosa pérfida; a todo el ornato, a todo el aparato y a todas las cosas cuya competencia, por lo general, no quieren soportar los reyes, fué a unirse una gran imprudencia cometida por Giafar.

Un día, Al-Raschid le había encargado que hiciese perecer en secreto a un descendiente de Alí y de Fátimah, la hija del Profeta, que se llamaba El-Sayed Yahía ben Abdalah El-Hossaini. Pero Giafar, obrando con piedad y mansedumbre, facilitó la evasión de aquel Alida, cuya influencia tenía Al-Raschid por peligrosa para el porvenir de la dinastía abbassida. Pero esta acción generosa de Giafar no tardó en divulgarse y comunicarse al califa con todos los comentarios a propósito para agravar sus consecuencias. Y el rencor que sintió Al-Raschid en aquella ocasión fué la gota de hiel que hace desbordarse la copa de la cólera. E interrogó sobre el particular a Giafar, quien declaró con gran franqueza su acción, añadiendo: "¡Lo he hecho para gloria y buen nombre de mi señor el Emir de los Creyentes!" Y Al-Raschid, muy pálido, dijo: "¡Has hecho bien!" Pero se le oyó que murmuraba: "¡Que Alah me haga perecer si no te hago perecer a ti, ¡oh Giafar!"

Según otros historiadores, convendría buscar la causa de la desgracia de los Barmakidas en sus opiniones heréticas contrarias a la ortodoxia musulmana. No hay que olvidar, en efecto, que su familia, antes de convertirse al Islam, profesaba en Balkh la religión de los magos. Y se dice que en la expedición al Khorassán, cuna primitiva de sus favoritos, Al-Raschid había notado que Yahía y sus hijos hacían todo lo posible por impedir la destrucción de los templos y monumentos de los magos. Y desde entonces tuvo sus sospechas, que se agravaron, por consiguiente, cuando vió a los Barmakidas tratar con dulzura, en cualquier circunstancia, a los herejes de todas clases, sobre todo a sus enemigos personales los gauros y los zanadikah, y a otros disidentes y réprobos. Y lo que hace sustentar esta opinión, además de los otros motivos ya enunciados, es que, inmediatamente después de la muerte de Al-Raschid, estallaron en Bagdad trastornos religiosos de una gravedad sin precedente, y estuvieron a punto de dar un golpe fatal a la ortodoxia musulmana.

Pero, aparte de todos los motivos, la causa más probable del fin de los Barmakidas es la que nos expone el cronista lbn-Khillikán e Ibn El-Athir. Dicen:

Era en los tiempos en que Giafar, hijo de Yahía el Barmakida, estaba tan apegado al corazón del Emir de los Creyentes, que el califa había hecho confeccionar aquel manto doble, en el que se envolvía con Giafar como si ambos no fuesen más que un solo hombre. Y tan grande era aquella intimidad, que el califa ya no podía separarse de su favorito, y sin cesar quería verle junto a él.

"Pero Al-Raschid quería de una manera extraordinaria a su propia hermana Abbassah, joven princesa adornada de todos los dones, la mujer más notable de su época. Y entre todas las mujeres de su familia y de su harén, era ella la más cara al corazón de Al-Raschid, que no podía vivir sino junto a ella, como si fuese un Giafar mujer. Y estas dos amistades hacían su dicha; pero las necesitaba reunidas, gozando de ellas simultáneamente: porque la ausencia de una destruía el encanto que experimentara con la otra. Y si Giafar o Abbassah no estaban con él, no tenía más que una alegría incompleta, y sufría. Por eso necesitaba a la vez a sus dos amigos. Pero nuestras leyes santas prohíben al hombre, cuando no es pariente cercano, mirar a la mujer de quien no es marido: y prohíben a la mujer que deje ver su rostro a un hombre que le sea extraño. Quebrantar estas prescripciones es un gran deshonor, una vergüenza, una ofensa al pudor de la mujer. Así es que Al-Raschid, que era un riguroso observante de la ley encargada a su custodia; no podía tener junto así a sus dos amigos sin forzarles a un azoramiento fatigoso y a una posición difícil e inconveniente.

"Por eso, queriendo transformar una situación que le coartaba y le disgustaba, se decidió un día a decir a Giafar: "¡Oh Giafar, amigo mío! no tengo alegría verdadera, sincera y completa más que en tu compañía y en la de mi bienamada hermana Abbassah. Pero como vuestra respectiva posición me azora y os azora, quiero casarte con Abbassah, a fin de que en lo sucesivo podáis hablaros ambos junto a mí sin inconveniente, sin motivo de escándalo y sin pecar. Pero os pido encarecidamente que no os reunáis jamás, ni siquiera por un instante, fuera de mi presencia. Porque no quiero que haya entre vosotros más que la formalidad y la apariencia del matrimonio legal; pero no quiero que el matrimonio tenga consecuencias que puedan lesionar en su herencia califal a los nobles hijos de Abbas". Y Giafar se inclinó ante este deseo de su señor, y contestó con el oído y la obediencia. Y fue preciso aceptar aquella condición singular. Y se pronunció y sancionó legalmente el matrimonio.

Así, pues, según las condiciones impuestas, ambos jóvenes esposos sólo se veían en presencia del califa, y nada más. Y aun entonces, apenas se cruzaban sus miradas a veces. En cuanto a Al-Raschid, disfrutaba plenamente de la doble amistad tan viva que sentía por aquella pareja, a quien torturaría en lo sucesivo, sin sospecharlo siquiera. Porque ¿desde cuándo ha podido el amor obedecer a las exigencias de los censores...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 997ª noche

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Ella dijo:

... Porque ¿desde cuándo ha podido el amor obedecer a las exigencias de los censores? ¿Y no despierta y azuza las emociones del amor semejante prohibición entre dos seres jóvenes y hermosos?

Y he aquí, en efecto, que aquellos dos esposos, que tenían derecho a amarse y a dejarse llevar de los transportes de su mutuo amor tan legítimo, reducidos a la sazón al estado de suspirantes, se embriagaban más cada día con esa embriaguez oculta que reconcentra en el corazón la fiebre. Y he aquí que Abbassah, atormentada por aquel estado de esposa secuestrada, se volvió loca por su marido. Y acabó por informar a Giafar del amor que sentía. Y le llamó a sí, y le solicitó, a escondidas, de todas maneras. Pero Giafar, como hombre leal y prudente, resistió a todas las instancias y no fué a casa de Abbassah. Porque le retenía el juramento prestado a Al-Raschid. Y por otra parte, mejor que ninguno sabía cuánta prisa ponía el califa en la ejecución de sus venganzas.

Así, pues, cuando la princesa Abbassah vió que sus instancias y ruegos no obtenían éxito, recurrió a otros procedimientos. De ese modo se conducen las mujeres por lo general, ¡oh rey del tiempo! Valiéndose, en efecto, de una estratagema, envió a decir a la noble Itabah, madre de Giafar: "¡Oh madre nuestra! es preciso que me introduzcas sin tardanza en casa de tu hijo Giafar, mi esposo legal, lo mismo que si fuese yo una de esas esclavas que le procuras a diario". Porque la noble Itabah tenía la costumbre de enviar cada viernes a su bienamado hijo Giafar una joven esclava virgen, escogida entre mil, intacta y perfectamente hermosa. Y Giafar no se acercaba a la joven mientras no se había regalado y saturado de vinos generosos.

Pero la noble Itabah, al recibir aquel mensaje, se negó enérgicamente a prestarse a aquella traición que quería Abbassah, y dió a entender a la princesa los peligros que para todos tenía aquello. Pero la joven esposa enamorada insistió, apremiante hasta la amenaza, y añadió: "Reflexiona ¡oh madre nuestra! en las consecuencias de tu negativa. Por mi parte, mi resolución es irrevocable, y la llevaré a cabo a pesar tuyo, cueste lo que cueste. Prefiero perder la vida a renunciar a Giafar y a mis derechos sobre él".

La desconsolada Itabah tuvo, pues, que ceder ante tales extremos, pensando que, después de todo, era preferible que la cosa se llevase a cabo por mediación suya, en las mejores condiciones de seguridad. Prometió, por tanto, su concurso a Abbassah para ver si obtenía éxito aquel complot tan inocente y tan peligroso. Y fué a anunciar sin tardanza a su hijo Giafar que pronto le mandaría una esclava que no tenía igual en gracia, en elegancia y en belleza. Y le hizo una descripción tan entusiasta de la joven, que solicitó él calurosamente para cuanto antes el don que habíale prometido. Y tan bien se ingenió Itabah, que Giafar, enloquecido de deseo, se dedicó a esperar la noche con una impaciencia sin precedente. Y su madre, al verle en sazón, envió a decir a Abbassah: "Prepárate para esta noche".

Y Abbassah se preparó, y se adornó con atavíos y alhajas, a la manera de las esclavas, y fué a casa de la madre de Giafar, quien, a la caída de la noche, la introdujo en el aposento de su hijo.

Y he aquí que, un poco aturdido por la fermentación de los vinos, Giafar no advirtió que la joven esclava que estaba de pie entre sus manos era su esposa Abbassah. Y además, tampoco tenía muy fijos en su memoria los rasgos de Abbassah. Porque hasta entonces no había hecho más que entreverla en sus conversaciones comunes con el califa; y por temor de desagradar al Al-Raschid, no se había atrevido nunca a posar su mirada en su esposa Abbassah, quien, por su parte, volvía siempre la cabeza, por pudor, a cada ojeada furtiva de Giafar.

Y ocurrió que, cuando se consumó de hecho el matrimonio, y después de una noche pasada en los transportes de un amor compartido, Abbassah se levantó para marcharse, y antes de retirarse dijo a Giafar: "¿Qué te parecen las hijas de los reyes, ¡oh mi señor!? ¿Son diferentes, en sus maneras, a las esclavas que se venden y se compran? ¿Qué opinas? Di". Y Giafar preguntó, asombrado: "¿A qué hijas de reyes se refieren tus palabras? ¿Acaso eres tú misma una de ellas? ¿Eres una cautiva hecha en nuestras guerras victoriosas?" Ella contestó: "¡Oh Giafar! soy tu cautiva, tu servidora, ¡soy Abbassah, hermana de Al-Raschid, hija de Al-Mahdi, de la sangre de Abbas, tío del Profeta bendito!"

Al oír estas palabras, Giafar llegó al límite del asombro, y repuesto repentinamente del deslumbramiento de la embriaguez, exclamó: "Estás perdida y nos has perdido, ¡oh hija de mis amos!"

Y a toda prisa entró en las habitaciones de su madre Itabah y le dijo: "¡Oh madre mía, madre mía! ¡qué barato me has vendido!" Y la entristecida esposa de Yahía contó a su hijo cómo se había visto forzada a recurrir a aquella superchería para no atraer sobre su casa desdichas mayores. Y esto es lo que la concierne.

En cuanto a Abbassah, fué madre, y dió a luz un hijo. Y confió el niño a la vigilancia de un abnegado servidor llamado Ryasch y a los cuidados maternales de una mujer llamada Barrah. Luego, temiendo sin duda que la cosa se divulgase, a pesar de todas las precauciones, y llegase a conocimiento de Al-Raschid, envió a la Meca al hijo de Giafar en compañía de dos servidores.

Y he aquí que Yahía, padre de Giafar, entre sus prerrogativas tenía la guardia y la intendencia del palacio y del harén de Al-Raschid. Y tenía costumbre de cerrar a cierta hora de la noche las puertas de comunicación del palacio, llevándose las llaves. Pero esta severidad acabó por convertirse en una molestia para el harén del califa, y sobre todo para Sett Zobeida, que fué a quejarse amargamente a su primo y esposo Al-Raschid, maldiciendo del venerable Yahía y de sus rigores intempestivos. Y cuando se presentó Yahía, le dijo Al-Raschid: "Padre, ¿por qué se queja de ti Zobeida?" Y Yahía preguntó: "¿Es que me acusan de tu harén, ¡oh Emir de los Creyentes!?"

Al-Raschid sonrió y dijo: "No, ¡oh padre!" Y Yahía dijo: "En ese caso, no tomes en cuenta lo que te digan de mí ¡oh Emir de los Creyentes!" Y desde entonces redobló aún más su severidad, de modo que Sett Zobeida se quejó otra vez con acritud y enfado a Al-Raschid, que le dijo: "¡Oh hija del tío! verdaderamente, no hay motivo para acusar a mi padre Yahía por nada concerniente al harén. Porque Yahía no hace más que ejecutar mis órdenes y cumplir con su deber". Y Zobeida replicó con vehemencia: "¡Pues ¡por Alah! podía preocuparse un poco más de su deber impidiendo las imprudencias de su hijo Giafar"

Y Al-Raschid preguntó: "¿Qué imprudencias? ¿Qué ocurre?" Entonces Zobeida contó lo de Abbassah, sin darle, por cierto, excesiva importancia. Y Al-Raschid preguntó, poniéndose sombrío: "¿Hay pruebas de eso?" Ella contestó: "¿Y qué prueba mejor que el niño que ha tenido con Giafar?" El preguntó: "¿Dónde está ese niño?" Ella contestó: "En la ciudad santa, cuna de nuestros abuelos". El preguntó: "¿Tiene conocimiento de eso alguien más que tú?" Ella contestó: "No hay en tu harén ni en tu palacio una sola mujer, aunque sea la última esclava, que no lo sepa".

Y Al-Raschid no añadió una palabra más. Pero, poco tiempo después, anunció su propósito de ir en peregrinación a la Meca. Y partió, llevándose a Giafar consigo.

Por su parte, Abbassah expidió al punto una carta a Ryasch y a la nodriza, ordenándole que abandonaran inmediatamente la Meca y pasaran con el niño al Yemen. Y se alejaran a toda prisa.

Y llegó el califa a la Meca. Y en seguida encargó a unos confidentes íntimos suyos que se pusieran en busca del niño. Y obtuvo la comprobación del hecho, y supo que existía y se hallaba en perfecto estado de salud. Y consiguió apoderarse de él en el Yemen y enviarlo a Bagdad.

Y entonces fué cuando, a su regreso de la peregrinación, mientras acampaba en el convento de Al-Umr, cerca de Anbar, junto al Eufrates, dió la terrible orden consabida respecto a Giafar y a los Barmakidas. Y sucedió lo que sucedió.

En cuanto a la infortunada Abbassah y a su hijo, ambos fueron enterrados vivos en una fosa abierta debajo del mismo aposento habitado por la princesa.

¡Alah los tenga a todos en Su compasión!

Por último, me queda por decirte ¡oh rey afortunado! que otros cronistas dignos de fe cuentan que Giafar y los Barmakidas nada habían hecho por merecer semejante desgracia, y que tuvieron aquel fin lamentable sencillamente porque estaba escrito en su destino y había transcurrido el tiempo de su poderío.

¡Pero Alah es más sabio!


Y para terminar, he aquí un rasgo que nos ha transmitido el célebre poeta Mohammad, de Damasco. Dice:

"Entré un día en un lugarejo para tomar un baño. Y el maestro bañero encargó de servirme a un mozalbete muy bien formado. Y yo, mientras cuidaba de mí el mancebo, no sé por qué, me puse a cantar para mí mismo, a media voz, versos que en otro tiempo había compuesto para celebrar el nacimiento del hijo de mi bienhechor El-Fadl ben Yahía El-Barmaki. Y he aquí que, de repente, el mocito que me servía cayó al suelo sin conocimiento. Unos instantes después se levantó, y con el rostro bañado en lágrimas emprendió al punto la fuga, dejándome solo en medio del agua...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 998ª noche

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Ella dijo:

"... se levantó, y con el rostro bañado en lágrimas emprendió al punto la fuga, dejándome en medio del agua.

Y salí del baño, asombrado, y reñí vivamente al maestro bañero por haber puesto a mi servicio de baño a un epiléptico. Pero el maestro bañero me juró que jamás había notado esta enfermedad en su joven servidor. Y para probarme su aserto, hizo ir al joven a mi presencia. Y le preguntó: "¿Qué ha ocurrido que tan descontento está de tu servicio este señor?" Y el mozalbete, que me pareció que se había repuesto de su turbación, bajó la cabeza; luego, encarándose conmigo, me dijo: "Entonces eres el poeta Mohammad El-Dameschvy. Y compusiste esos versos para celebrar el nacimiento del hijo de El-Fadl el Barmakida". Y añadió, mientras yo me quedaba asombrado: "¡Dispénsame ¡oh mi señor! si, al escucharte, se me ha encogido el corazón súbitamente y he caído, abrumado por la emoción. Yo mismo soy ese hijo de El-Fadl cuyo nacimiento has cantado tan magníficamente. Y de nuevo cayó desmayado a mis pies.

Entonces, movido de compasión ante tal infortunio, y viendo reducido a aquel grado de miseria al hijo del generoso bienhechor, a quien debía yo cuanto poseía, incluso mi renombre de poeta, levanté al niño y le estreché contra mi pecho, y le dije: "¡Oh hijo de la más generosa de las criaturas de Alah! soy viejo y no tengo herederos. Ven conmigo ante el kadí, ¡oh hijo mío! pues quiero formalizar un acta adoptándote. Y así te dejaré todos mis bienes después de mi muerte".

Pero el niño barmakida me contestó, llorando: "Alah extienda sobre ti Sus bendiciones, ¡oh hijo de hombres de bien! Pero no place a Alah que yo recobre, de una manera o de otra, un solo óbolo de lo que mi padre El-Fadl te ha dado".

Y fueron inútiles todas mis instancias y súplicas. Y no pude hacer que aceptara la menor prueba de mi agradecimiento a su padre. ¡Verdaderamente, era de sangre pura aquel hijo de nobles Barmakidas! ¡Ojalá los retribuya Alah a todos con arreglo a sus méritos, que eran muy grandes!"

En cuanto al califa Al-Raschid, tras de vengarse tan cruelmente de una injuria que, después de Alah, era el único en conocer, y que debía ser muy atroz, volvió a Bagdad, pero sólo de paso. En efecto, no pudiendo ya habitar en lo sucesivo aquella ciudad, que durante tantos años se había complacido en hermosear, fué a fijar su residencia en Raccah, y no volvió más a la ciudad de paz. Y precisamente aquel súbito abandono de Bagdad, después de la desgracia de los Barmakidas, lo deploró el poeta Abbas ben El-Ahnaf, que pertenecía al séquito del califa, en los versos siguientes:


¡Apenas habíamos obligado a los camellos a doblar la rodilla, fué preciso reanudar el camino, sin que nuestros amigos pudiesen distinguir nuestra llegada de nuestra marcha!


¡Oh Bagdad! ¡nuestros amigos venían a saber de nosotros y a darnos la bienvenida del regreso; pero hubimos de responderles con adioses!


¡Oh ciudad de paz! ¡en verdad que de Oriente a Occidente no conozco ciudad más feliz y más rica y más hermosa que tú!


Por cierto que, desde la desaparición de sus amigos, nunca más Al-Raschid disfrutó el descanso del sueño. Su arrepentimiento se tornó insoportable; y hubiera él dado todo su reino por hacer volver a Giafar a la vida. Y si, por casualidad, los cortesanos tenían la desgracia de evocar de modo poco respetuoso la memoria de los Barmakidas, Al-Raschid les gritaba con desprecio y cólera: "¡Alah condene a vuestros padres! ¡Cesad de censurar a los que censuráis, o tratad de llenar el vacío que han dejado!"

Y aunque fué todopoderoso hasta su muerte, Al-Raschid sentíase rodeado para en lo sucesivo de gentes poco seguras. A cada instante temía que le envenenaran sus hijos, de los que no podía alabarse. Y al emprender una expedición al Khorassán, donde acababan de producirse trastornos, y de donde ya no había de volver, confió dolorosamente sus dudas y sus cuitas a uno de sus cortesanos, El-Tabari el cronista, a quien había tomado por confidente de sus tristes pensamientos. Porque, como El-Tabari tratara de tranquilizarle respecto los presagios de muerte que acababan de asaltarle, se le llevó aparte; y cuando vióse alejado de los hombres de su séquito y la sombra espesa de un árbol le hubo ocultado a las miradas indiscretas, abrió su ropón, y haciéndole observar una faja de seda que le envolvía el vientre, le dijo: "¡Tengo aquí un mal profundo, sin remedio posible! Verdad es que ignora todo el mundo este mal; pero ¡mira! Hay a mi alrededor espías encargados por mis hijos El-Amín y El-Mamún de acechar lo que me queda de vida. ¡Porque les parece que la vida de su padre es demasiado larga! Y mis hijos han escogido esos espías precisamente entre los que yo creía más fieles y con cuya abnegación pensaba que podía contar. ¡El primero, Massrur! Pues bien; es el espía de mi hijo preferido El-Mamún. Mi médico Gibrail Bakhtiassú es el espía de mi hijo El-Amín. Y así sucesivamente ocurre con todos los demás". Y añadió: "¿Quieres saber ahora hasta dónde llega la sed de reinar que tienen mis hijos? Voy a dar orden de que me traigan una cabalgadura, y ya verás cómo, en lugar de presentarme un caballo dulce y vigoroso a la vez, me traen un animal agotado, de trote desigual, a propósito para aumentar mi sufrimiento". Y en efecto, cuando pidió un caballo Al-Raschid, se lo llevaron tal y como se lo había descripto a su confidente. Y lanzó una triste mirada a El-Tabari, y aceptó con resignación la cabalgadura que le presentaban.

Y algunas semanas después de este incidente, vió Al-Raschid, durante su sueño, una mano extendida encima de su cabeza; y aquella mano tenía un puñado de tierra roja; y gritó una voz: "¡Esta es la tierra que debe servir de sepultura a Harún!". Y preguntó otra voz: "¿Cuál es el lugar de su sepultura?". Y la primera voz contestó: "¡La ciudad de Tus!"

Al cabo de unos días, los progresos de su dolencia obligaron a Al-Raschid a detenerse en Tus. Y dió muestras de viva inquietud, y envió a Massrur a buscar un puñado de tierra de los alrededores de la ciudad. Y transcurrida una hora de tiempo, volvió el jefe de los eunucos llevando un puñado de tierra de color rojo. Y Al-Raschid exclamó: "¡No hay más Dios que Alah, y Mohamed es el Enviado de Alah! He aquí que se cumple mi visión. No está lejos de mí la muerte".

Y el hecho es que nunca más volvió al Irak. Porque, sintiéndose desfallecer al día siguiente, dijo a los que le rodeaban: "Ya se acerca el instante temible. Para todos los humanos fui objeto de envidia, y ahora, ¿para quién no seré objeto de lástima?".

Y murió en Tus mismo. Y a la sazón era el tercer día de djomadi, segundo del año 193 de la hégira. Y Harún tenía entonces cuarenta y siete años de edad, con cinco meses y cinco días, según nos comunica Abulfeda. ¡Alah le perdone sus errores y le tenga en Su piedad! Porque era un califa ortodoxo.


Luego, como Schehrazada viera al rey Schahriar profundamente entristecido con este relato, se apresuró a contar La tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra.

Dijo:



La tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra

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Cuentan -¡pero Alah el Exaltado es más sabio!- que, en un país entre los países musulmanes, había un viejo rey cuyo corazón era como el Océano, cuya inteligencia era igual a la de Aflatún, cuyo natural era el de los Cuerdos, cuya gloria superaba a la de Faridún, cuya estrella era la propia estrella de Iskandar, y cuya dicha era la de Khosroes Anuchirwán. Y tenía siete hijos brillantes, parecidos a los siete fuegos de las Pléyades. Pero el más pequeño era el más brillante y el más hermoso. Era rosado y blanco, y se llamaba el príncipe Jazmín.

Y en verdad que se desvanecerían en su presencia el lirio y la rosa. Porque tenía un talle de ciprés, un rostro de tulipán fresco, cabellos de violeta, bucles almizclados que hacían pensar en mil noches oscuras, una tez de ámbar rubio, dardos curvos por pestañas, rasgados ojos de narciso; y sus labios encantadores eran dos alfónsigos. En cuanto a su frente, con su brillo daba vergüenza a la luna llena, cuyo rostro embadurnaba de azul; y de su boca con dientes de pedrería, con lengua de rosa, fluía un lenguaje dulce que hacía olvidar la caña de azúcar. Así formado, y vivaracho e intrépido, resultaba un ídolo de seducción para los ojos de los amantes.

Y he aquí que, de los siete hermanos, era el príncipe Jazmín el encargado de guardar el innumerable rebaño de búfalos del rey Nujum-Schah. Y su morada eran las vastas soledades y los prados. Y estaba un día sentado tañendo la flauta mientras cuidaba de sus animales, cuando vió avanzar hacia él a un venerable derviche, que, después de las zalemas, le rogó ordeñara un poco de leche para dársela. Y contestó el príncipe Jazmín: "¡Oh santo derviche! soy presa de una pena punzante por no poder satisfacerte. Porque he ordeñado a mis búfalos esta mañana, y claro es que no puedo aplacar tu sed en este momento". Y el derviche le dijo: "A pesar de todo, invoca sin tardanza el nombre de Alah, y ve a ordeñar de nuevo a tus búfalos. Y descenderá la bendición". Y el príncipe semejante al narciso contestó con el oído y la obediencia, y estrujó la teta del animal más hermoso, pronunciando la fórmula de la invocación. Y descendió la bendición; y el vaso se llenó de leche azulada y espumosa. Y el hermoso Jazmín se la presentó al derviche, que bebió para aplacar su sed y se sació.

Y entonces encaróse con el joven príncipe, y le dijo, sonriendo: "¡Oh niño delicado! no has alimentado una tierra infecunda, y nada más ventajoso para ti que lo que acaba de ocurrir. Has de saber, en efecto, que vengo a ti en calidad de mensajero de amor. Y ya veo que verdaderamente mereces el don del amor, que es el primero de los dones y el último, según estas palabras:


¡Cuando no existía nada, el amor existía; y cuando nada quede, quedará el amor!

¡Es el primero y el último!


¡Este es el punto de la verdad; es lo que por encima de todo se puede decir! ¡Lo que acompaña el ángel de la tumba!


¡Es la hiedra que se une al árbol y bebe su verde vida en el corazón que devora!


Luego continuó el viejo derviche: "Sí, hijo mío, vengo a tu corazón en calidad de mensajero de amor; pero no me ha enviado nadie más que yo mismo. Y atravesé llanuras y desiertos en busca del ser perfecto que mereciera acercarse a la feérica joven que me fué dado entrever una mañana al pasar por un jardín". Y se interrumpió un momento; luego repuso: "Has de saber, en efecto, ¡oh más ligero que el céfiro, que en el reino limítrofe de este reino de tu padre, Nujum-Schah, vive en espera del jovenzuelo de sus sueños, en espera tuya, ¡oh Jazmín! una hurí de raza real, de rostro de hada, vergüenza de la luna, una perla única en el joyel de la excelencia, una primavera de lozanía, un nicho de belleza. Su cuerpo delicado color de plata está moldeado como el boj; un talle tan fino como un cabello; un porte de sol; unos andares de perdiz. Su cabellera es de jacintos; sus ojos hechiceros son cual los sables de Ispahán; sus mejillas son como, en el Korán, el versículo de la Belleza; sus cejas arqueadas, como la surata del cálamo; su boca, tallada en un rubí, es asombrosa; una manzanita con un hoyuelo en su mentón, y el grano de belleza que lo adorna es un remedio contra el mal de ojo. Sus orejas pequeñísimas no son orejas, sino minas de gentileza, y llevan, a manera de pendientes, corazones enamorados; y el anillo de su nariz -una avellana- obliga a la luna llena a ponerse al cuello el gancho de la esclavitud. En cuanto a la planta de sus dos piececitos, es de lo más encantadora. Su corazón es un pomo de esencia sellado, y su espíritu está dotado del don supremo de la inteligencia. ¡Si avanza, se promueve el tumulto de la Resurrección! Es la hija del rey Akbar, y se llama la princesa Almendra; ¡benditos sean los hombres que designan a criaturas semejantes!".

Y tras de hablar así, el viejo derviche respiró prolongadamente; luego añadió...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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