Pero cuando llegó la 987ª noche

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Ella dijo:

... Y se volvió a Medina, su país, mientras yo salía del palacio embriagado con aquella melodía.

Y al regresar a mi casa, cogí mi laúd, que estaba colgado en la pared, y lo templé y armonicé las cuerdas y tonos en los más pequeños detalles. Pero ¡por Alah! cuando quise repetir la música de aquel aire hedjaziense que me había emocionado tanto, no pude recordar la menor nota, ni siquiera el tono en que fué cantado, yo, que de ordinario retenía cantinelas de cien coplas oídas casi sin atención. Pero a la razón había caído entre mi memoria y aquella música un velo de algodón impenetrable, y no obstante todos mis esfuerzos de memoria, no pude repetir lo que tanto me preocupaba.

Y desde entonces, me esforcé día y noche en llamar a mi memoria aquella música, pero sin ningún resultado. Y renuncié con desesperación a mi laúd y a mis lecciones, y me dediqué a recorrer Bagdad, Mossul, Bassra y todo el Irak, preguntando por aquella música y por aquel canto a todos los cantores más viejos y a todas las cantarinas más ancianas; pero no conseguí encontrar nadie que conociera aquel aire o que me informara respecto al modo de dar con él.

Entonces al ver que todas mis pesquisas eran inútiles, para librarme de aquella obsesión resolví hacer un viaje al Hedjaz, a través del desierto, para ir a Medina en busca del jeique hedjaziense, y rogarle que me cantara otra vez la cantinela de su abuelo. Y cuando tomé esta resolución, me encontraba en Bassra paseándome a orillas del río. Y he aquí que se me acercaron dos mujeres jóvenes vestidas con trajes discretos y ricos aparentando ser mujeres de alto rango. Y cogieron la brida de mi asno y le pararon, saludándome.

Y muy fastidiado y sin pensar más que en mi cantinela hedjaziense, les dije en tono perentorio: "¡Dejadme! ¡dejadme!" Y quise recoger la brida de mi asno. Pero he aquí que una de ellas, sin levantarse el velo del rostro, me sonrió tras él, y me dijo: "Está bien; ¡oh Ishak! ¿cómo va ahora tu pasión por la hermosa cantinela de Maabad el Hedjaziense: ¡Oh hermosura del cuello de mi Molaikah!? ¿Has cesado ya de recorrer el mundo en busca suya?". Y añadió, antes de que yo tuviese tiempo de volver de mi sorpresa: "¡Oh Ishak! desde detrás de la celosía del harén te vi cuando el jeique hedjaziense cantaba en presencia del califa y de El-Fadl, y el encanto de la melodía antigua hacíate saltar y hacía danzar a las cosas inanimadas en torno a ti. ¡Qué entusiasmado estabas, ¡oh Ishak! Llevabas el compás con tus manos, meneando la cabeza y balanceándote dulcemente. Parecías ebrio. Estabas como loco".

Y al oír estas palabras, exclamé: "¡Ah! por la memoria de mi padre Ibrahim, te juro que ahora estoy más loco que nunca por ese canto rico y hermoso. ¡Ya Alah! ¿qué no daría yo por oírlo, incluso falseado, incluso truncado? ¡Una nota de ese canto por diez años de mi vida! ¡Mira por dónde, hablándome de ello, acabas de atizar cruelmente el fuego de mis penas y soplar en la brasa de mi desesperación!". Y añadí: "Por favor, dejad, dejad que me vaya. ¡Tengo prisa por preparar y organizar mi marcha inmediata al Hedjaz!".

Y al oír estas palabras, sin soltar la brida de mi asno, la joven se echó a reír con risa ruidosa, y me dijo: "Y si yo misma te cantara la cantinela hedjaziense: ¡Oh hermosura del cuello de mi Molaikah! ¿persistirías en partir para el Hedjaz?". Y contesté: "¡Por tu padre y por tu madre, ¡oh hija de gentes de bien! no tortures más a quien acecha la locura!".

Acto seguido, sujetando siempre la brida de mi asno, la joven entonó de pronto la cantinela que me tenía loco, y con una voz y con un método mil veces más hermoso que cuando en otro tiempo la oí de boca del hedjaziense. ¡Y el caso es que no había ella cantado más que a media voz! Y en el límite del transporte y de la dicha, sentí que una gran dulzura calmaba mi alma torturada. Y me apeé precipitadamente de mi asno, y me eché a los pies de la joven y le besé las manos y la orla del traje. Y le dije: "¡Oh mi señora! soy tu esclavo, el comprado por tu generosidad. ¿Quieres aceptar mi hospitalidad? Y me cantarás la cantinela de Molaikah, y yo te cantaré todo el día y toda la noche. ¡Oh! ¡todo el día y toda la noche!". Pero ella me contestó: "¡Oh Ishak! conocemos tu carácter poco agradable y tu avaricia por tus composiciones. Sí, sabemos que ninguna de tus discípulas ha recibido y aprendido de ti y por ti ni un solo canto. Lo que saben se lo has comunicado y enseñado por mediación de extraños, como Alawiah, Wahdj El-Karah y Mukhrik. Pero de ti directamente ¡oh Ishak, celoso con exceso! nadie aprendió nunca nada". Luego añadió: "Por tanto, como sé que no eres lo bastante amable para tratarnos debidamente, es inútil ir a tu casa. Y puesto que deseas aprender el aire de Molaikah, ¿para qué ir tan lejos? Te lo cantaré gustosa hasta que te lo sepas". Y exclamé: "En cambio, ¡oh hija del cielo! yo verteré por ti mi sangre. Pero ¿quién eres? ¿Y cuál es tu nombre...?


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 988ª noche

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Ella dijo:

... Y exclamé: "En cambio, ¡oh hija del cielo! yo verteré por tí mi sangre. Pero ¿quién eres? ¿Y cuál es tu nombre?". Y ella me contestó: "Una simple cantarina entre las cantarinas que comprenden lo que dice el follaje al pájaro y la brisa al follaje. Pero soy Wahba. Aquella de quien habla el poeta en la cantinela que lleva mi nombre". Y cantó:


¡Oh Wahba! ¡sólo a tu lado habitan las delicias y la alegría!

¡Oh Wahba! ¡cuán embalsamada estaba tu saliva, que nadie más que yo ha probado!


¡Rara como son raras las fuentes del desierto, no has venido más que una vez a ofrecerme la copa de tus labios!


¡Ola Wahba! ¡no incites al gallo que sólo pone un huevo en su vida! ¡Ven a perfumar la morada!


¡Tráeme la delicia más dulce que el azúcar, ese néctar transparente como la luz y más ligero que el karkafa y el khandaris!


Y aquella encantadora cantinela, cuyas palabras eran del poeta Farruge, tenía un aire delicado que había compuesto la propia Wahba. Y con aquel canto acabó de transportar mi razón. Y tanto la supliqué, que hubo de aceptar el ir a mi casa con su hermana. Y nos pasamos todo el día y toda la noche en el éxtasis del canto y de la música. Y encontré en ella, sin disputa, la cantarina más admirable que oí nunca. Y su amor me penetró hasta el alma. Y acabó ella por hacerme el don de su carne, como me había hecho el de su voz. ¡Y adornó mi vida en los años dichosos que me concedió el Retribuidor!"


Luego dijo el joven rico: "He aquí ahora una anécdota referente a las danzarinas de los califas".

Y dijo:



Las dos danzarinas

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"Había en Damasco, bajo el reinado del califa Abd El-Malek ben Merwán, un poeta-músico llamado Ibn Abu-Atik, que gastaba con locas prodigalidades cuanto le producían su arte y la generosidad de los emires y de la gente rica de Damasco. Así es que, no obstante las sumas considerables que ganaba, estaba en la inopia y a duras penas atendía a la subsistencia de su numerosa familia. Porque el oro en manos de un poeta y la paciencia en el alma de un amante son como agua en criba.

El poeta tenía por amigo a un íntimo del califa, Abdalah el chambelán. Y Abdalah, que ya había interesado cien veces en favor del poeta a los notables de la ciudad, resolvió atraer sobre él incluso el favor del califa. Un día, pues, que el Emir de los Creyentes estaba en disposición propicia a ello, Abdalah abordó la cuestión, y le describió la pobreza y la indigencia de aquel a quien Damasco y todo el país de Scham consideraban como el poeta-músico más admirable de la época. Y Abd El-Malek contestó: "Puedes enviármele".

Y Abdalah se apresuró a ir a anunciar la buena nueva a su amigo, repitiéndole la conversación que acababa de tener con el califa. Y el poeta dió las gracias a su amigo y fué a presentarse en palacio.

Y cuando se le introdujo, encontró al califa sentado entre dos soberbias danzarinas de pie, que se balanceaban dulcemente sobre su talle flexible, como dos ramas de ban, agitando cada una con una gracia encantadora, un abanico de hojas de palmera, con el cual refrescaban a su señor.

Y en el abanico de una de las danzarinas había escritos, con letras de oro y azul, los versos siguientes:


¡El soplo que traigo es fresco y ligero, y juego con el pudor rosado de las que acaricio!


¡Soy un velo cándido que oculta el beso de las bocas enamoradas! ¡Soy un recurso precioso para la cantarina que abre la boca y para el poeta que recita versos!


Y en el abanico de la segunda danzarina había escritos, también en letras de oro y azul, los versos siguientes:


¡Soy verdaderamente encantador en mano de las bellas, por lo que mi sitio predilecto es el palacio del Califa!


¡Renuncien a tenerme por amigo las que estén en desacuerdo con la gracia y la elegancia!


¡Pero también concedo con gusto mis caricias al jovenzuelo flexible y desenvuelto como una esclava hermosa!


Y cuando el poeta hubo contemplado a aquellas dos maravillosas muchachas, sintió un deslumbramiento y un estremecimiento profundo. Y de repente olvidó su miseria, sus tristezas, las privaciones de su familia y la cruel realidad. Y se creyó transportado en medio de las delicias del paraíso, entre dos huríes selectas. Y la belleza de ella hízolo mirar a todas las mujeres pasadas, de que le quedaba recuerdo, como feas y necias.

En cuanto al califa después de los homenajes y las zalemas, dijo al poeta: "¡Oh Ibn Abu-Atik! me ha impresionado la descripción que me ha hecho Abdalah de tu estado precario y de la miseria en que se encuentran sumidos los tuyos. Pídeme, pues, cuanto quieras; y te será concedido en esta hora y en este instante". Y el poeta, dominado por la emoción que le embargaba a la vista de las dos danzarinas no comprendió siquiera el sentido de las palabras del califa; y aunque lo hubiese comprendido, no se habría preocupado de pedir dinero o riquezas. Porque en aquel momento dominaba su espíritu una sola idea: la belleza de las dos danzarinas y el deseo de poseerlas para él solo y de embriagarse con sus ojos y su influencia.

Así es que respondió a la proposición generosa del califa: "¡Alah prolongue los días del Emir de los Creyentes! Pero tu esclavo ya está colmado de beneficios del Retribuidor. ¡Es rico, no carece de nada, vive como un emir! Sus ojos están satisfechos, su espíritu está satisfecho, su corazón está satisfecho. Y por otra parte, hallándome, como me hallo aquí, en presencia del sol y entre estas dos lunas, aunque estuviera en la más negra de las miserias y en la inopia absoluta, me consideraría el hombre más rico del Imperio!"

Y el califa Abd El-Malek quedó extremadamente complacido de la respuesta, y al ver que los ojos del poeta expresaban vehementemente lo que no decía su lengua, se levantó y le dijo: "¡Oh Ibn Abu-Atik! éstas dos jóvenes que ves aquí, y que hoy mismo me ha regalado el rey de los rums, son propiedad legal tuya y campo tuyo. Y puedes entrar en tu campo a tu antojo". Y salió.

Y el poeta cogió a las danzarinas y se las llevó a su casa.

Pero cuando Abdalah estuvo de vuelta en palacio, el califa le dijo: "¡Oh Abdalah! la descripción que te has servido hacerme con respecto a la indigencia y la miseria de ese poeta-músico amigo tuyo adolecía de manifiesta exageración. Porque él me ha afirmado que era perfectamente dichoso y que no carecía absolutamente de nada". Y Abdalah sintió que su rostro se cubría de confusión, y no supo qué pensar de aquellas palabras. Pero el califa repuso: "Pues si, por vida mía, ¡oh Abdalah! ese hombre se hallaba en un estado de dicha corno jamás lo vi en ninguna criatura". Y le repitió las hipérboles que le había endilgado el poeta-músico. Y Abdalah, medio enfadado, medio risueño, contestó: "¡Por vida de tu cabeza, ¡oh Emir de los Creyentes! ha mentido! ¡Ha mentido impúdicamente! ¡En buena posición él! ¡Pero si es el hombre más miserable, el más falto de todo! La contemplación de su mujer y de sus hijos haría temblar las lágrimas al borde de vuestros párpados. Créeme ¡oh Emir de los Creyentes! que no hay en tu Imperio nadie que tenga más necesidad que él del más ínfimo de tus beneficios". Y al oír estas palabras, el califa no supo qué pensar del poeta-músico.

Y Abdalah, en cuanto salió de ver al califa, se apresuró a ir a casa de Ibn Abu-Atik. Y le encontró expansionándose a su sabor con las dos hermosas danzarinas, sentada una en su rodilla derecha y la otra en su rodilla izquierda, frente a una bandeja, cubierta de bebidas...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 989ª noche

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Ella dijo:

... Y le encontró expansionándose a su sabor con las dos hermosas danzarinas, sentada una en su rodilla derecha y la otra en su rodilla izquierda, frente a una bandeja cubierta de bebidas. Y le interpeló con acento de mal humor, diciéndole: "¿En qué estabas pensando ¡oh loco! para desmentir ante el califa mis palabras con respecto a ti? Me has ennegrecido el rostro hasta darle el color más sombrío". Y contestó el poeta, en el límite del regocijo: "¡Ah amigo mío! ¿quién podría pregonar pobreza o cantar miseria en la situación en que me encontré de pronto? Si lo hubiera hecho habría sido una indecencia suprema; al menos por estas dos huríes, sino en mi propio interés".

Y así diciendo, tendió a su amigo una copa enorme en la cual sonreía un líquido perfumado con almizcle y alcanfor, y le dijo: "Bebe ¡oh amigo mío! ante los ojos negros. Los ojos negros son mi locura". Y añadió, señalando a las dos magníficas danzarinas: "Estas dos bienaventuradas son mi propiedad y mi riqueza. ¿Qué más podré desear, a riesgo de ofender la generosidad del Retribuidor?"

Y mientras que Abdalah, obligado a sonreír ante tanta ingenuidad, acercaba la copa a sus labios, el poeta-músico requirió su tiorba, y animándola con un preludio de repiqueteos, cantó:


¡Vivarachas, esbeltas y graciosas son las jovenzuelas! ¡Gacelas admirables, yeguas de flancos en tensión!


¡Sus hermosos senos redondos, hinchándose en su pecho, son dos copas de jade en un cielo luminoso!


¿Cómo no he de cantar? ¡Si a las montañas peladas se las hiciera beber lo que hacen beber estas gacelas, cantarían!


Y como antes, el poeta-músico continuó viviendo sin preocuparse del día siguiente, fiándose en el Destino y en el Dueño de las criaturas. Y las dos danzarinas le sirvieron de consuelo en los días malos y de dicha durante toda su vida".


Luego dijo el joven: "Esta tarde os diré aún la historia de la crema de aceite de alfónsigos".



La crema de aceite de alfónsigos y la dificultad jurídica resuelta

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"Bajo el reinado del califa Harún Al-Raschid, el kadí supremo de Bagdad era Yacub Abu-Yussef, el hombre más sabio y el jurisconsulto más profundo y más listo de su tiempo. Había sido el discípulo y el compañero más querido del imam Abu-Hanifah. Y dotado de la erudición más esclarecida, fué el primero que escribió, arregló y coordinó en un conjunto metódico y razonado la admirable doctrina instaurada por su maestro el imam. Y esta doctrina, extractada así, fué la que en adelante sirvió de guía y de base al rito ortodoxo hanefita.

Y por sí mismo nos cuenta él la historia de su origen humilde, así como lo concerniente a una crema de alfónsigos y a una grave dificultad jurídica resuelta.

Dice:


"Cuando murió mi padre (Alah le tenga en Su misericordia y le reserve un sitio escogido!) yo no era más que un niño pequeño en el regazo de mi madre. Y como éramos pobres y en mí estaba el único sostén de la casa, en cuanto crecí, mi madre se apresuró a colocarme de aprendiz en la casa de un tintorero del barrio. Y así empecé a ganar pronto para alimentar a mi madre.

Pero como Alah el Altísimo no había escrito en mi destino el oficio de tintorero, no podía yo decidirme a pasarme todos los días junto a las tinas de tinte. Y a menudo me escapaba de la tienda para ir a mezclarme con los atentos oyentes que escuchaban la enseñanza religiosa del imam Abu-Hanifah (¡Alah le colme con Sus dones más escogidos!). Pero mi madre, que vigilaba mi conducta y me seguía frecuentemente, reprobaba con violencia aquellas salidas, y muchas veces iba a sacarme de la asamblea que escuchaba al venerable maestro. Y me arrastraba de la mano, riñéndome y pegándome y me hacía volver por fuerza a la tienda del tintorero.

Y yo, a pesar de aquellas persecuciones asiduas y de aquellas regañinas por parte de mi madre, siempre encontraba medio de seguir con regularidad las lecciones del maestro venerado, que ya me conocía y me citaba por mi celo, mi diligencia y mi ardor en buscar instrucción. De modo que un día, furiosa por mis escapatorias de la tienda del tintorero, mi madre se puso a gritar en medio del auditorio escandalizado, y dirigiéndose violentamente a Abu-Hanifah, le insultó, diciéndole: "Tú eres ¡oh jeique! el causante de la perdición de este niño, y de la segura caída en el vagabundaje de este huérfano sin recurso alguno. Porque yo no tengo más que el producto insuficiente de mi huso; y si este huérfano no gana algo por su parte, pronto nos moriremos de hambre. Y la responsabilidad de nuestra muerte recaerá sobre ti el día del Juicio". Y mi venerado maestro no perdió nada de su tranquilidad ante tan violenta salida, y contestó a mi madre con voz conciliadora: "¡Oh pobre! ¡Alah te colme con Sus gracias! Pero nada temas. Este huérfano aprende aquí a comer un día la crema de flor fina preparada con aceite de alfónsigos". Y al oír esta respuesta mi madre quedó persuadida de que vacilaba la razón del venerable imam, y se marchó, arrojándole esta última injuria: "¡Alah abrevie tus días, que eres un viejo chocho y pierdes la razón!" Pero yo guardé en mi memoria aquellas palabras del imam.

Y como Alah había puesto en mi corazón la pasión del estudio, esta pasión resistió a todo, y acabó por triunfar en los obstáculos. Y uní fervientemente a Abu-Hanifah. Y el Donador me otorgó la ciencia y las ventajas que ésta proporciona, de modo que poco a poco fui ascendiendo en categoría, y acabé por alcanzar las funciones de kadí supremo de Bagdad. Y se me admitía en la intimidad del Emir de los Creyentes, Harún Al-Raschid, que con frecuencia me invitaba a compartir sus comidas.

Un día que estaba yo comiendo con el califa, he aquí que al final de la comida los esclavos trajeron una fuente grande donde temblaba una maravillosa crema blanca salpimentada de polvo de alfónsigos, y cuyo aroma, por sí solo, era un gusto. Y el califa se encaró conmigo, y me dijo: "¡Oh Yacub! prueba esto. No sale tan bien a diario este manjar. Hoy está excelente". Y pregunté: "¿Cómo se llama este manjar, ¡oh Emir de los Creyentes!? ¿Y con qué está preparado para tener tan buena vista y un olor tan agradable?" Y me contestó: "Es la baluza preparada con crema, miel, flor fina de harina y aceite de alfónsigos...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 990ª noche

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Ella dijo:

"... Es la baluza preparada con crema, miel, flor fina de harina y aceite de alfónsigos".

Y al oír esto, recordé las palabras de mi venerado maestro, que así había predicho lo que debía acontecerme. Y a este recuerdo, no pude por menos que sonreír. Y el califa me dijo: "¿Qué te incita a sonreír, ¡oh Yacub!? Y contesté: "Nada malo ¡oh Emir de los Creyentes! Es un simple recuerdo de mi infancia que cruza por mi espíritu, y le sonrío al paso". Y me dijo: "Date prisa a contármelo. Persuadido estoy de que será provechoso escucharlo".

Y para satisfacer el deseo del califa, le conté mi iniciación en el estudio de la ciencia, mi asiduidad en seguir la enseñanza de Abu-Hanifah, las desesperaciones de mi pobre madre al verme desertar de la tintorería, y la predicción del imam con respecto a la baluza con crema y aceite de alfónsigos.

Y Harún quedó encantado de mi relato, y concluyó: "Sí, ciertamente, el estudio y la ciencia dan siempre sus frutos, y son numerosas sus ventajas en el dominio humano y en el dominio de la religión. En verdad que el venerable Abu-Hanifah predecía con precisión y veía con los ojos de su espíritu lo que los demás hombres no podían ver con los ojos de su cabeza. ¡Alah le colme con Sus misericordias y con Sus gracias más perfumadas!"

Y esto es lo referente a la baluza de crema y aceite de alfónsigos. Pero he aquí ahora lo referente a la dificultad jurídica resuelta. Encontrándome un día fatigado, me metí temprano en la cama. Y ya me había dormido profundamente, cuando llamaron a golpazos en mi puerta. Y a toda prisa me levanté al oír el ruido, me abrigué los riñones con mi izar de lana, y fui a abrir yo mismo. Y reconocí a Harthamah, el eunuco de confianza del Emir de los Creyentes. Y le saludé. Pero él, sin perder tiempo en devolverme la zalema, lo cual me sumió en una gran turbación y me hizo presagiar sombríos acontecimientos por lo que a mí afectaba, me dijo con acento perentorio: "Ven en seguida a ver a nuestro amo el califa, que desea hablarte". Y tratando de dominar mi turbación, y procurando descifrar algo del asunto, contesté: "¡Oh querido Harthamah! Me hubiera gustado ver que tenías más consideraciones con un anciano enfermo como yo. La noche está ya muy avanzada, y no creo que realmente se trate de un asunto tan grave como para necesitar que vaya yo ahora al palacio del califa. Te ruego, pues, que esperes hasta mañana. Y desde ahora hasta entonces ya se habrá olvidado del asunto o cambiado de opinión el Emir de los Creyentes". Pero me contestó él: "No, ¡por Alah! no puedo diferir hasta mañana la ejecución de la orden que se me ha dado". Y pregunté: "¿Puedes decirme, al menos, ¡oh Harthamah! para qué me llama?" El contestó: "Ha venido su servidor Massrur a buscarme, corriendo y sin aliento, y me ha ordenado, sin darme ninguna explicación, que te llevara en seguida entre las manos del califa".

Entonces, en el límite de la perplejidad, dije al eunuco: "¡Oh Harthamah! ¿me permitirás, por lo menos, lavarme rápidamente y perfumarme un poco? Porque así, si se trata de un asunto grave, estaré arreglado como es debido; y si Alah el Optimo me otorga la gracia, como espero, de encontrar allí un asunto sin inconveniente para mí, estos cuidados de limpieza no podrán perjudicarme, sino muy al contrario".

Y cuando el eunuco accedió a mi deseo, subí a lavarme y a ponerme ropa adecuada y a perfumarme lo mejor que pude. Luego bajé otra vez a reunirme con el eunuco, y salimos a buen paso. Y al llegar a palacio vi que Massrur nos esperaba a la puerta. Y Harthamah le dijo, designándome: "He aquí al kadí". Y Massrur me dijo: "¡Ven!" Y le seguí. Y mientras le seguía, le dije: "¡Oh Massrur! tú, que ya sabes cómo sirvo a nuestro amo el califa, y a los miramientos que se deben a un hombre de mi edad y de mi cargo, y que no ignoras la amistad que siempre te he profesado, supongo que querrás decirme por qué me hace venir el califa a hora tan tardía de la noche". Y Massrur me contestó: "Ni yo mismo lo sé". Y le pregunté, más azorado que nunca: "¿Podrás decirme, al menos, quién hay con él?" Massrur me contestó: "No hay más que una persona: Issa, el chambelán, y en la habitación contigua la esposa del chambelán".

Entonces, renunciando a comprender más, dije: "¡Confío en Alah! ¡No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Todopoderoso, el Omnisciente!" Y llegado que hube al cuarto que precedía a la habitación en que por lo general estaba el califa, hice oír el movimiento de mi andar y el ruido de mis pasos. Y el califa preguntó desde dentro: "¿Quién hay en la puerta?" Y contesté al punto: "Tu servidor Yacub, ¡oh Emir de los Creyentes!"

Y la voz del califa dijo: "¡Entra!"

Y entré. Y encontré a Harún sentado, con el chambelán Issa a su derecha. Y avancé, posteriormente; y le abordé con la zalema. Y con gran satisfacción mía, me devolvió él la zalema. Luego me dijo sonriendo: "¿Te hemos inquietado, molestado, acaso asustado?" Y contesté: "Solamente ¡oh Emir de los Creyentes! nos habéis asustado a mí y a los que he dejado en casa. ¡Por vida de tu cabeza, que todos estábamos azorados!" Y el califa me dijo con bondad: "Siéntate, ¡oh padre de la ley!" Y me senté, ligero, libre de mis aprensiones y de mi miedo. Y al cabo de algunos instantes, el califa me dijo: "¡Oh Yacub! ¿sabes por qué te hemos llamado aquí a esta hora de la noche?" Y contesté: "No lo sé, ¡oh Emir de los Creyentes!" Me dijo él: "¡Escuchas, pues! Y mostrándome a su chambelán Issa, me dijo: "Te he hecho venir ¡oh Abu-Yussef! para ponerte por testigo del juramento que voy a prestar. Has de saber, en efecto, que Issa, a quien ves aquí, tiene una esclava. Yo he pedido a Issa que me la ceda; pero él se ha excusado. Le he pedido entonces que me la venda pero se ha negado. Pues bien; ante ti, ¡oh Yacub! que eres el kadí supremo, juro por el nombre de Alah el Altísimo, el Exaltado, que si Issa persiste en no querer cederme su esclava de una manera o de otra, le haré matar sin remisión al instante".

Entonces yo, seguro del todo por lo que a mí afectaba, me encaré en actitud severa con Issa, y le dije: "¿Qué cualidades o qué virtud extraordinaria ha dado, pues, Alah a esa muchacha, esclava tuya, para que no quieras cedérsela al Emir de los Creyentes? ¿No ves que con tu negativa te pones en la situación más humillante, y que te degradas y te rebajas? Y sin mostrarse conmovido por mis exhortaciones, Issa me dijo: "¡Oh nuestro señor kadí! odiosa es la precipitación de los juicios. Antes de hacerme observaciones deberías inquirir el motivo que ha dictado mi conducta".

Y le dije: "¡Sea! Pero ¿puede haber un motivo justificado para semejante negativa?" El me contestó: "¡Sí, por cierto! Un juramento no puede en ningún caso declararse nulo si se ha prestado con plena conformidad y en plena lucidez de espíritu. Pues yo tengo como impedimento la fuerza de un juramento solemne. Porque he jurado, por el triple divorcio y con la promesa de libertar cuantos esclavos de ambos sexos tengo en mi mano y comprometiéndome a distribuir todos mis bienes y riquezas a los pobres y a las mezquitas, he jurado, repito, a la joven en cuestión no venderla ni darla nunca...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 991ª noche

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Ella dijo:

"... he jurado a la joven en cuestión no venderla ni darla nunca". Y al oír estas palabras, el califa se encaró conmigo, y me dijo: "¡Oh Yacub! ¿hay medio de resolver esta dificultad?" Y contesté sin vacilar: "Claro que sí, ¡oh Emir de los Creyentes!" Me preguntó él: "¿Y cómo?" Dije: "La cosa es muy sencilla. Para no faltar a su juramento, Issa te dará de regalo la mitad de la joven esclava que deseas; y te venderá la otra mitad. Y de esa manera quedará en paz con su conciencia, puesto que realmente ni te ha dado ni te ha vendido a la joven".

Y al oír estas palabras, Issa se encaró conmigo, muy dubitativo, y me dijo: "¿Y es lícito ese proceder, ¡oh padre de la ley!? ¿Es aceptable por la ley?" Y contesté: "¡Sin duda alguna!" Entonces alzó la mano incontinenti, y me dijo: "Pues bien; te pongo por testigo ¡oh kadí Yacub! de que, pudiendo así descargar mi conciencia, doy al Emir de los Creyentes la mitad de mi esclava y le vendo la otra mitad por la suma de cien mil dracmas de plata que me ha costado entera". Y Harún exclamó al punto: "Acepto el regalo, pero compro la segunda mitad por cien mil dinares de oro". Y añadió: "Que me traigan ahora mismo a la joven".

Y en seguida fué Issa a la sala de espera en busca de su esclava, al mismo tiempo que traían los sacos con los cien mil dinares de oro.

Y al punto introdujo a la joven su amo, que dijo: "Tómala, ¡oh Emir de los Creyentes! y que Alah te cubra con Sus bendiciones junto a ella. Es cosa tuya y propiedad tuya". Y tras de recibir los cien mil dinares, salió.

Entonces el califa se volvió hacia donde yo estaba, y me dijo con aire preocupado: "¡Oh Yacub! todavía queda por resolver otra dificultad. Y me parece ardua la cosa". Yo pregunté: "¿Qué dificultad es ésa, ¡oh Emir de los Creyentes!" El dijo: "Como ha sido esclava de otro, esta joven debe esperar un número previsto de días antes de pertenecerme, a fin de que tenga la certeza de no ser madre por influencia de su primer amo. Pero si no estoy con ella esta misma noche, tengo la seguridad de que me estallará de impaciencia el hígado, y moriré indudablemente".

Entonces, tras de reflexionar un instante, contesté: "La solución de la dificultad es muy sencilla, ¡oh Emir de los Creyentes! Esa ley no reza más que con la mujer esclava; pero no previene días de espera para la mujer libre. Liberta, pues, en seguida a esta esclava, y cásate con ella cuando sea mujer libre". Y con el rostro transfigurado de alegría, exclamó Al-Raschid: "¡Liberto a mi esclava!" Luego me preguntó, súbitamente inquieto: "Pero ¿quién va a casarnos legalmente a hora tan tardía? Porque quiero estar con ella ahora, en seguida". Y contesté "Yo mismo, ¡oh Emir de los Creyentes! os casaré legalmente ahora".

Y llamé para testigos a los dos servidores del califa, Massrur y Hossein. Y cuando estuvieron presentes, recité las plegarias y las fórmulas de invocación, dije la alocución ritual, y después de dar gracias al Altísimo pronuncié las palabras de unión. Y estipulé que el califa, como es de rigor, debía pagar a la novia una dote nupcial, que fijé en la suma de veinte mil dinares.

Luego, cuando trajeron aquella suma y se la entregaron a la desposada, me dispuse a retirarme. Pero el califa alzó la cabeza hacia su servidor Massrur, quien dijo al punto: "A tus órdenes, ¡oh Emir de los Creyentes!" Y Harún le dijo: "Lleva en seguida a casa del kadí Yacub, por las molestias que le hemos causado, la suma de doscientos mil dracmas y veinte ropones de honor". Y salí, después de dar las gracias, dejando a Harún en el límite del júbilo. Y se me acompañó a mi casa con el dinero y los ropones.

Y he aquí que, en cuanto llegué a mi casa, vi entrar a una dama anciana, que me dijo: "¡Oh Abu-Yussef! la bienaventurada a quien acabas de libertar y a quien has unido con el califa, dándole por ello el título y la categoría de esposa del Emir de los Creyentes, es ya hija tuya, y me envía a prestarte sus zalemas y sus votos de dicha. Y te ruega que aceptes la mitad de la dote nupcial que le ha entregado el califa. Y se excusa por no poder corresponder de mejor manera por el momento, en vista de lo que has hecho por ella. Pero ¡inschalah! algún día podrá demostrarte mejor aún su gratitud".

Y así diciendo, puso ante mí diez mil dinares de oro, que eran la mitad de la dote pagada a la joven, me besó la mano y se fué por su camino.

Y di gracias al Retribuidor por sus beneficios y por haber tornado, aquella noche, la perplejidad de mi espíritu en alegría y en contento. Y bendije en mi corazón la memoria venerada de mi maestro Abu-Hanifah, cuya enseñanza me inició en todas las sutilezas del código canónico y del código civil. ¡Alah le cubra con Sus dones y con Sus gracias!"

Luego dijo el joven rico: "Escuchad ahora ¡oh amigos míos! la historia de la joven árabe de la fuente".

Y dijo:



La joven árabe de la fuente

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"Cuando recayó el poder califal en Al-Mamún, hijo de Harún Al-Raschid, aquello fué una bendición para el Imperio. Porque Al-Mamún, que sin disputa fué el califa más brillante y más ilustrado entre todos los Abbassidas, fecundó las comarcas musulmanas con la paz y la justicia, protegió eficazmente y honró a los sabios y a los poetas, y lanzó a nuestros padres árabes al meidán de las ciencias. Y a pesar de sus inmensas ocupaciones y de sus jornadas invertidas en el trabajo y el estudio, sabía disponer de horas para los regocijos, las alegrías y los festines. Y para los músicos y las cantarinas eran muchas de sus sonrisas y muchos de sus beneficios. Y sabía escoger, para hacer de ellas sus esposas legales y las madres de sus hijos, a las mujeres más inteligentes, más ilustradas y más bellas de su tiempo. Y he aquí, por cierto, entre otros veinte, un ejemplo de la manera cómo se conducía Al-Mamún para fijar su predilección en una mujer y escogerla para esposa.

Un día, en efecto, volviendo de una montería con una escolta de jinetes, llegó a una fuente. Y había allí una joven árabe que disponíase a cargar en sus hombros un odre que acababa de llenar en la fuente. Y aquella joven árabe estaba dotada por su Creador de una talla encantadora de cinco palmos y de un pecho moldeado en el molde de la perfección; y en cuanto a lo demás, era semejante a una luna llena en una noche de luna llena...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 992ª noche

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Ella dijo:

... Y aquella joven árabe estaba dotada por su Creador de una talla encantadora de cinco palmos y de un pecho moldeado en el molde de la perfección; y en cuanto a lo demás, era semejante a una luna llena en una noche de luna llena.

Cuando la joven vió llegar a aquella brillante tropa de jinetes, se apresuró a cargarse el odre al hombro y a retirarse. Pero como, en su precipitación no había tenido tiempo de atar bien la boca del cuello del odre, se desató la cuerda a los pocos pasos, y se salió el agua del odre con estrépito. Y gritó la joven, volviéndose adonde se alzaba su vivienda: "¡Padre mío, padre mío, ven a tapar la boca del odre! ¡Me ha fallado la boca! ¡Ya no puedo dominar la boca!"

Y fueron dichas por la joven árabe estas tres indicaciones, gritadas a su padre, con una selección de palabras tan elegantes y una entonación tan encantadora, que el califa, maravillado, se paró en seco. Y mientras la joven, sin ver llegar a su padre, tapaba el odre para no mojarse, el califa avanzó hacia ella y le dijo: "¡Oh niña! ¿de qué tribu eres?" Y contestó ella con su voz deliciosa: "Soy de la tribu de los Bani-Kilab". Y Al-Mamún, que sabía muy bien que aquella tribu de los Bani-Kilab era una de las más nobles entre los árabes, quiso hacer un juego de palabras para poner a prueba el carácter de la joven, y le dijo: "¿Cómo se te ha ocurrido ¡oh hermosa niña! pertenecer a la tribu de los hijos de perro?" Y la joven miró al califa con aire burlón, y contestó: "¿Es verdad, no conoces el significado real de las palabras? ¡Sabe ¡oh extranjero! que la tribu de los Bani-Kilab, de que soy hija, es la tribu de los que saben ser generosos y sin reproche, de los que saben ser magníficos con los extranjeros, y de los que saben, en fin, dar buenos sablazos, si hay necesidad!" Luego añadió: "Pero dime cuáles son tu linaje y tu genealogía, ¡oh caballero que no eres de aquí!" Y el califa, cada vez más maravillado del giro de lenguaje de la joven árabe, le dijo, sonriendo: "¿Acaso tienes, además de tus encantos, conocimientos y genealogía, ¡oh hermosa niña!?" Y ella dijo: "¡Contesta a mi pregunta y ya lo verás!" Y Al-Mamún, enardecido por el juego, se dijo: "¡Voy a ver si, en efecto, esta árabe conoce nuestro origen!" Y dijo: "Pues bien: has de saber que soy del linaje de los Mudharidas-al-rojo". Y la joven árabe, que sabía muy bien que el origen de aquel apelativo de los Mudharidas venía del color rojo de la tienda de cuero que en los tiempos antiguos poseía Mudlar padre de todas las tribus mudharidas, no se mostró sorprendida de las palabras del califa, y le dijo: "Está bien; pero dime de qué tribu de los Mudharidas eres". El contestó: "De la más ilustre, la más excelente en paternidad y maternidad, la más grande en antepasados gloriosos, la más respetada entre los Mudharidas-al-rojo". Y dijo ella: "¡Entonces eres de la tribu de los Kinanidas!" Y Al-Mamún, sorprendido, contestó: "¡Es verdad! ¡soy de la gran tribu de los Bani-Kinanah!" Y ella sonrió, y preguntó: "Pero ¿a qué rama de los Kinamidas perteneces?" El contestó: "¡A aquella cuyos hijos son los más nobles de sangre, los más puros de origen, los de manos generosas, los más temidos y reverenciados entre sus hermanos!" Y ella dijo: "Por esas señas, me parece que eres de los Koreischidas". Y Al-Mamún, cada vez más maravillado, contestó: "Tú lo has dicho: soy de los Bani-Koreich". Y ella repuso: "Pero los Koreischidas son numerosos. ¿De qué rama eres tú?" El contestó: "¡De aquella sobre la que ha descendido la bendición!" Y exclamó la joven: "¡Por Alah! que eres de los descendientes de Haschem el Koreischida, bisabuelo del Profeta (¡con El la plegaria y la paz!) Y Al Mamún contestó: "Ea cierto; soy Haschemida". Ella preguntó: "Pero ¿de qué familia de los Haschemidas?" El contestó: "¡De la que está más alta, de la que es honor y gloria de los Haschemidas, de la que es venerada por cuantos creyentes hay sobre la tierra!" Y al oír esta respuesta, la joven árabe se prosternó de pronto y besó la tierra entre las manos de Al-Mamún, exclamando: "¡Homenaje y veneración al Emir de los Creyentes, al Vicario del Señor del Universo, al glorioso Al-Mamún el Abbassida!"

Y el califa quedó asombrado, profundamente conmovido, y exclamó, penetrado de una alegría indecible: "¡Por el Señor de la kaaba y por los méritos de mis gloriosos antepasados, los Puros, que quiero por esposa a esta admirable niña! Ella es el bien más precioso que está escrito en mi destino...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 993ª noche

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Ella dijo:

"... ¡Por el Señor de la kaaba y por los méritos de mis gloriosos antepasados, los Puros, que quiero por esposa a esta admirable niña! Ella es el bien más precioso que está escrito en mi destino".

Y al punto hizo llamar al padre de la joven, el cual era precisamente el jeique de la tribu. Y le pidió en matrimonio a la admirable niña. Y cuando obtuvo su consentimiento, le ofreció, como dote nupcial de su hija, la suma de cien mil dinares de oro, y le inscribió a su nombre la renta de los impuestos de cinco años de todo el Hedjaz.

Y el matrimonio de Al-Mamún con la noble joven se celebró con una pompa que no había tenido igual ni siquiera bajo el reinado de Al-Raschid. Y la noche de bodas, Al-Mamún hizo que la madre derramase en la cabeza de la hermosa niña mil perlas contenidas en una bandeja de oro. Y en la cámara nupcial hizo quemar una inmensa antorcha de ámbar gris que pesaba cuarenta minas y se había comprado con la suma que produjeron los impuestos de Persia de un año.

Y Al-Mamún fué, para su esposa árabe, todo corazón y todo apego. Y le dió ella un hijo, que llevó el nombre de Abbas. Y se la contó en el número de las mujeres más asombrosas, más instruídas y más elocuentes del Islam".

Y tras de contar esta historia, el joven rico dijo a sus oyentes, que estaban reunidos bajo la cúpula del libro: "Voy a deciros otro rasgo de la vida de Al-Mamún, pero muy distinto al anterior:



El inconveniente de la insistencia

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"Cuando el califa Mohammad El-Amín, hijo de Harún Al-Raschid y de Zobeida, fué asesinado, después de su derrota, por orden del general en jefe del ejército de Al-Mamún, cuantas provincias acataron hasta entonces a El-Amín se apresuraron a someterse a su hermano Al-Mamún, hijo de Al-Raschid y de una esclava llamada Marahil. Y Al-Mamún inauguró su reinado con amplias medidas de clemencia para sus antiguos enemigos. Y tenía costumbre de decir: "Si mis enemigos supieran toda la bondad de mi corazón, vendrían todos a entregarse a mí, declarando sus crímenes".

Y he aquí que la cabeza y la mano directora de todos los sinsabores que se habían hecho sufrir a Al-Mamún, en vida de su padre Al-Raschid y de su hermano El-Amín, no eran otras que las de la propia Sett Zobeida, esposa de Al-Raschid. Así es que cuando Zobeida se enteró del fin lamentable de su hijo, pensó primero refugiarse en el territorio sagrado de la Meca, para rehuir la venganza de Al-Mamún. Y estuvo dudando mucho tiempo qué partido tomar. Luego decidióse bruscamente a entregar su suerte entre las manos de aquel a quien había hecho desheredar y gustar durante largo tiempo la amargura de la mirra. Y le escribió la carta siguiente: "Toda culpa, ¡oh Emir de los Creyentes! por muy grande que sea, resulta poca cosa mirada por tu clemencia, y todo crimen se torna en simple error ante tu magnanimidad.

"La que te envía esta súplica te ruega que recuerdes una memoria cara, y perdones, pensando en el que se mostraba tierno con la suplicante de hoy.

"Por tanto, si quieres apiadarte de mi debilidad y de mi desamparo, y ser misericordioso con quien no merece misericordia, obrarás de acuerdo con el espíritu del que, si todavía estuviera con vida, habría sido mi intercesor contigo.

"¡Oh hijo de tu padre! acuérdate de tu padre; y no cierres tu corazón a la plegaria de la viuda abandonada".

Cuando el califa Al-Mamún tuvo conocimiento de esta carta de Zobeida, se le apiadó el corazón y quedó profundamente conmovido; y lloró por la fúnebre suerte de su hermano El-Amín y por el estado lamentable de la madre de El-Amín. Luego se levantó y contestó a Zobeida lo que sigue:

"Tu carta ¡oh madre mía! ha llegado adonde tenía que llegar, y ha encontrado a mi corazón desmenuzado de pena por tus desdichas. Y Alah es testigo de que mis sentimientos son, respecto a la viuda de aquel cuya memoria nos es sagrada, los sentimientos de un hijo para con su madre.

"Nada puede la criatura contra los designios del Destino. Pero yo he hecho lo que pude por atenuar tus dolores. Acabo, en efecto, de dar orden para que se te restituyan tus dominios confiscados, tus propiedades, tus bienes y cuanto te arrebató la suerte contraria, ¡oh madre mía! Y si quieres volver en medio de nosotros, encontrarás de nuevo tu antiguo estado y el respeto y la veneración de todos tus súbditos.

"Y sabe ¡oh madre mía! que no has perdido más que el rostro del que se halla en la misericordia de Alah. Porque en mí te queda un hijo más afectuoso de lo que nunca desearas.

"Y sean contigo la paz y la seguridad...


En este momento de su narración, Scherazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 994ª noche

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Ella dijo:

... Y sean contigo la paz y la seguridad".

Así es que cuando Zobeida fué, con los ojos llenos de lágrimas y desfalleciente, a arrojarse a sus pies, se levantó él en honor suyo y le besó la mano y lloró en su seno. Luego le devolvió todas sus antiguas prerrogativas de esposa de Al-Raschid y de princesa de sangre abbassida, y la trató hasta el fin de su vida como si hubiese él sido hijo de sus entrañas. Pero, a pesar de la ilusión del poderío, Zobeida no podía olvidar lo que había sido y las torturas de su corazón al tener noticia de la muerte de El-Amín. Y hasta su muerte guardó en el fondo de su pecho una especie de rencor que, por muy cuidadosamente oculto que estuviera, no escapaba a la perspicacia de Al-Mamún.

Y por cierto que bastantes veces le dió que sufrir a Al-Mamún, que no se quejaba de ello, aquel estado de hostilidad sorda. Y he aquí un rasgo que, mejor que todo comentario, prueba el rencor continuo de aquella a quien nada podía consolar.

Un día, en efecto, habiendo entrado Al-Mamún en el aposento de Zobeida, la vió de pronto mover los labios y murmurar algo, mirándole. Y como no podía entender lo que pronunciaba ella entre dientes, le dijo: "¡Oh madre mía! me parece que te dedicas a maldecirme, pensando en tu hijo asesinado por los herejes persas y en mi advenimiento al trono que ocupaba él. Y sin embargo, sólo Alah ha dictado nuestros destinos".

Pero Zobeida se escandalizó, diciendo: "No, por la memoria sagrada de tu padre, ¡oh Emir de los Creyentes! ¡Lejos de mí tales tendencias!" Y Al-Mamún le preguntó: "¿Puedes decir, entonces, qué murmurabas entre dientes mirándome?" Pero ella bajó la cabeza, como una persona que no quiere hablar, por respeto a su interlocutor, y contestó: "Excúseme el Emir de los Creyentes, y dispénseme de decirle el motivo de lo que me pregunta". Pero Al-Mamún, poseído de viva curiosidad, se puso a insistir mucho y a acosar a Zobeida con preguntas, de modo que, cuando no tuvo más remedio, acabó ella por decirle: "Pues bien; helo aquí. Maldecía de la insistencia, murmurando: "¡Alah confunda a los individuos importunos, afligidos del vicio de la insistencia!"

Y Al-Mamún le preguntó: "Pero ¿con qué motivo o a qué recuerdo lanzabas esa reprobación?" Y Zobeida contestó: "¡Ya que quieres saberlo absolutamente, helo aquí!" Y dijo:

"Has de saber, pues, ¡oh Emir de los Creyentes! que un día en que había jugado al ajedrez con tu padre el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid, perdí la partida. Y tu padre me impuso la sentencia de dar la vuelta al palacio y a los jardines, toda desnuda, a media noche. Y a pesar de mis ruegos y súplicas, puso una insistencia singular en hacerme pagar aquella apuesta, sin querer aceptar otra sentencia. Y me vi obligada a ponerme desnuda y a hacer la cosa a que me condenaba. Y cuando acabé, estaba loca de rabia y medio muerta de cansancio y frío.

"Pero al día siguiente, a mi vez, le gané en el ajedrez. Y a la sazón me tocó a mi imponer condiciones. Y después de reflexionar un instante y buscar en mi espíritu lo que pudiese ser para él más desagradable, le condené, con conocimiento de causa, a que pasara la noche en brazos de la esclava más fea y más sucia entre las esclavas de la cocina. Y como la que reunía aquellas condiciones era la esclava llamada Marahil, se la indiqué como resultado de la partida y expiación de su derrota. Y para cerciorarme de que las cosas ocurrirían sin trampas por su parte, yo misma le conduje al cuarto fétido de la esclava Marahil, y le obligué a echarse a su lado y hacer con ella durante toda la noche lo que tanto le gustaba hacer con las hermosas concubinas que le regalaba yo tan a menudo. Y por la mañana se hallaba en un estado lamentable y con un olor espantoso.

"Ahora debo decirte ¡oh Emir de los Creyentes! que tú naciste precisamente de la cohabitación de tu padre con aquella esclava horrible y de sus volteretas con ella en el cuarto contiguo a la cocina.

"Y así fue cómo, sin saberlo, con tu venida al mundo fui causante de la perdición de mi hijo El-Amín y de todas las desdichas que se abatieron sobre nuestra raza en estos últimos años.

"Nada de eso habría sucedido si no hubiese yo insistido tanto con tu padre para obligarle a revolcarse con aquella esclava, y si él no hubiese estado, por su parte, tan lleno de insistencia para obligarme a hacer lo que ya te he contado.

"Y esto es ¡oh Emir de los Creyentes! el motivo que me hacía murmurar maldiciones contra la insistencia y contra los importunos".

Y cuando hubo oído aquello, Al-Mamún se apresuró a despedirse de Zobeida para ocultar su confusión. Y se retiró, diciéndose: "¡Por Alah, que merezco la lección que acaba de darme! Sin mi insistencia no se me habría recordado aquel incidente desagradable".

Y el joven dueño de la cúpula del libro, tras de contar todo esto a sus oyentes e invitados, les dijo: "Haga Alah ¡oh amigos míos! que haya podido yo servir de intermediario entre la ciencia y vuestros oídos. Ahí tenéis parte de las riquezas que, sin gastos ni peligros, se pueden acumular dedicándose a los libros y al cultivo del estudio. No os diré más por hoy. Pero en otra ocasión ¡inschalah! os mostraré otra fase de las maravillas que nos han sido transmitidas como la herencia más preciosa de nuestros padres".

Y tras de hablar así, dió a cada uno de los presentes cien monedas de oro y una pieza de tela de valor, para recompensarles por su atención y corresponder a su celo por instruirse. Porque decía: "Hay que estimular las buenas disposiciones y facilitar el camino a las gentes bien intencionadas".

Luego, después de haberlos regalado con una excelente comida, en la que no se olvidó nada delicado, los despidió en paz.

Y esto es lo referente a todos ellos. ¡Pero Alah es más sabio!


Y cuando Schehrazada acabó de contar esta larga serie de historias admirables, se calló. Y el rey Schahriar le dijo: "¡Oh Schehrazada, cuánto me has instruido! Pero sin duda te has olvidado de hablarme del visir Giafar. Y hace ya mucho tiempo que anhelo oírte contarme cuanto sepas respecto a él. Porque en verdad que ese visir se parece extraordinariamente en sus cualidades a mi gran visir, padre tuyo. Y por eso quiero con tanto ahínco saber por ti la verdad de su historia, con todos sus detalles, ya que debe ser admirable".

Pero Schehrazada bajó la cabeza y contestó: "¡Alah aleje de nosotros la desgracia y la calamidad, ¡oh rey del tiempo! y tenga en Su compasión a Giafar el Barmakida y a toda su familia! Por favor, dispénsame de contarte su historia, porque está llena de lágrimas. ¡Ay! ¿quién no llorará el relato del fin de Giafar, de su padre Yahía, de su hermano El-Fadl y de todos los Barmakidas? ¡En verdad que su fin es lamentable (y al mismo granito enternecería!" Y dijo el rey Schahriar: "¡Oh Schehrazada! cuéntamelo, a pesar de todo. ¡Y Alah aleje de nosotros al Maligno y la desgracia!"


Entonces dijo Schehrazada:



El fin de Giafar y de los barmakidas

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He aquí, pues, ¡oh rey afortunado! esa historia llena de lágrimas, que señala el reinado del califa Harún Al-Raschid con una mancha de sangre que no podrían lavar los cuatro ríos.

Ya sabes ¡oh mi señor! que el visir Giafar era uno de los cuatro hijos de Yahía ben Khaled ben Barmak. Y su hermano mayor era El-Fadl, hermano de leche de Al-Raschid. Porque, a causa de la gran amistad y del afecto sin límites que unía a la familia de Yahía con la de los Abbassidas, la madre de Al-Raschid, la princesa Khaizarán, y la madre de El-Fadl, la noble Itabah, unidas entre sí también por el más vivo cariño, habían cambiado sus pequeñuelos, que eran, poco más o menos, de la misma edad, dando cada una al hijo de su amiga la leche que Alah había destinado a su propio hijo. Y por eso Al-Raschid llamaba siempre a Yahía "padre mío", y a El-Fadl "hermano mío..."


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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