Y cuando llegó la 975ª noche

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Ella dijo:

Y en aquella batalla memorable fué precisamente donde se acreditaron para siempre las dos hijas de Find, revoltosas, impetuosas, heroínas de la jornada. Porque en lo más reñido del combate, y cuando parecía incierto el éxito, las dos jóvenes saltaron de pronto al suelo desde sus caballos, se desnudaron en un abrir y cerrar de ojos, y arrojando a lo lejos trajes y cotas de malla, se precipitaron, con los brazos hacia adelante, una en medio del ala derecha del ejército bekrida, y la otra en medio del ala izquierda, estremecidas y enteramente desnudas, conservando sólo en la cabeza sus ornamentos de color verde. Y cada cual clamó con toda su voz en la refriega un canto de guerra improvisado, que desde entonces se canta con el ritmo ramel pesado y en la tónica de la cuerda media del tetracordio, faltando el segundo ritmo medido sordamente por el aff.

He aquí primero el canto de Ofairah los Soles:


¡Al enemigo! ¡al enemigo! ¡al enemigo!
¡Encended la batalla, hijos de Bekr y de Zimmán, azuzad la pelea!
¡Las alturas están inundadas de escuadrones salvajes!
¡Adelante, pues! ¡al enemigo al enemigo!
¡Honores, honores a quien esta mañana se vista con el manto rojo!
¡Vamos, guerreros nuestros!
¡Caed sobre ellos, y os abrazaremos con toda la fuerza de nuestros brazos!
¡Aseméjense las heridas, anchurosas, a la abertura del vestido de una loca furiosa!
¡Y os preparemos una cama con muelles cojines!
¡Pero, si retrocedéis, huiremos de vosotros como de hombres indignos de amor!
¡Adelante, pues! ¡al enemigo, al enemigo!
¡Adelante, y honor a los hijos de Bekr y de Zimmán!
¡Encended la batalla, azuzad la pelea!
¡Matad y vivid, hijos de mi raza! ¡Adelante!

Y he aquí el canto de guerra clamado por la cólera de Hozeilah las Lunas para exaltar el ardor de los que rodeaban el pendón de los Bani-Zimmán, junto a su padre Find, que había cortado los jarretes de su camello para estar seguro de no retroceder un paso:


¡Valor, hijos de Zimmán; valor, nobles Bekridas;
Herid, herid con vuestros sables cortantes!
¡Sacudid sobre sus cabezas las mil teas de la guerra roja!
¡Degollemos, degollemos a todos!
¡Valor, defensores de vuestras mujeres!
¡Somos las hijas hermosas de la estrella de la mañana;
El almizcle perfuma nuestras cabelleras, las perlas nos adornan el cuello!
¡Degollad, degollad a todos!
¡Y os estrecharemos en nuestros brazos!
¡Valor, valor, heroicos jinetes de Rabiah!
¡Al más bravo de vosotros le sacrificaré mi flor virginal!
¡Caed sobre el enemigo! ¡Para el más bravo será Hozeilah las Lunas!
¡Degollad, degollad a todos!
¡Pero a los cobardes que retrocedan les desdeñaremos.
Con ese desdén de los labios y del corazón que acompaña al desprecio!
¡Herid, pues, con vuestros sables cortantes!
¡Que su sangre sirva de alfombra a nuestros pies!
¡Degollad a todos, herid con vuestros sables cortantes!
¡Degollad a todos!

Y al oír aquel doble canto de muerte, nuevo entusiasmo hizo hervir el ardor de los Bekridas, redobló el encarnizamiento, y la victoria fué para ellos decisiva y definitiva.

Y así es cómo se batían nuestros padres de la gentilidad. ¡Y así es cómo se portaban sus hijas! ¡Que los fuegos de la gehenna no sean para ellos demasiado crueles!"

Luego el joven dijo a sus oyentes exaltados: "Escuchad ahora la aventura amorosa de la princesa Fátimah con el poeta Murakisch, que también vivían en la época de la gentilidad".

Y dijo:



Aventura amorosa de la princesa Fátimah con el poeta Murakisch

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"Cuentan que Nemán, rey de Hirah, en el Irak, tenía una hija llamada Fátimah, que era tan bella como ardiente. El rey Nemán, que conocía el temperamento poco tranquilizador de la joven princesa, había tenido la precaución de tenerla encerrada en un palacio retirado para prevenir un deshonor sobre su raza o una calamidad. Y también había tenido cuidado, en honor a su hija y por prudencia al mismo tiempo, de hacer vigilar día y noche alrededor del palacio a guardias armados. Y nadie más que la doncella de la princesa tenía derecho a entrar en aquel asilo conservador de la virtud de Fátimah. Y por un exceso de prudencia y desconfianza, a diario, a la caída de la noche, se arrastraban por tierra grandes mantas de lana alrededor del palacio, a fin de igualar y alisar la superficie arenosa del suelo para que desapareciese la huella de los piececitos de la joven que servía a la princesa, y también para reconocer al día siguiente si había dejado huellas algún tunante al acecho de aventuras.

Y he aquí que la bella cautiva subía varias veces al día a lo alto de su claustro forzado, y desde allí miraba de lejos a los transeúntes, y suspiraba. Y un día, por aquel procedimiento, vió a su doncellita, que se llamaba Ibnat-Ijlán, charlando con un joven de buen aspecto. Y acabó por saber de boca de la joven que aquel joven de quien la muchacha estaba enamorada era el célebre poeta Murakisch, y que ya había ella gozado de su amor muchas veces. Y la doncella, que era en verdad hermosa y vivaracha, elogió a su señora la belleza y la magnífica cabellera del poeta, y en términos tan exaltados, que la ardiente Fátimah deseó apasionadamente verle y gozarle a su vez, al igual de su doncella. Pero primero, con su delicadeza refinada de princesa, quiso asegurarse de si el hermoso poeta era de buena familia. Y con ello precisamente daba prueba de saber portarse como verdadera árabe de alto linaje que era. Y así se distinguió de su doncella, menos noble que ella, y por tanto, menos escrupulosa y menos exigente.

A tal fin, pues, la princesa recluida exigió una prueba, decisiva a su entender. Porque, cuando habló con la joven respecto a las probabilidades de que entrase el poeta en el castillo, acabó por decirle: "¡Escucha! Cuando mañana esté contigo el joven, preséntale un mondadientes de madera aromática y un pebetero en el que echarás un poco de perfume. Y después dile que se ponga de pie encima del pebetero para perfumarse. Si se sirve del mondadientes sin cortarlo ni deshacer un poco la punta, o si se niega a admitirlo, es un hombre vulgar, sin delicadeza. Y si se coloca encima del pebetero o si lo rechaza, también será un cualquiera. Y por muy gran poeta que sea, un hombre que no conoce la delicadeza no es digno de las princesas".

Así es que al día siguiente, cuando fué en busca de su enamorado, no dejó la joven de hacer la experiencia. Porque tras de colocar un pebetero encendido en medio de la habitación, y de echar en él perfume, dijo al joven: "¡Acércate para perfumarte!"

Pero el poeta no se molestó, y contestó: "Tráeme el pebetero, junto a mí". Y la joven así lo hizo; pero el poeta no puso el pebetero debajo de sus ropas, y se contentó con perfumarse solamente la barba y la cabellera. Tras de lo cual, aceptó el mondadientes que le presentaba su amante, y después de cortarlo y tirar un pedacito, hizo de la punta un pincel flexible, y se frotó con él los dientes y se perfumó las encías. Hecho esto, sucedió entre él y la joven lo que sucedió.

Y cuando la pequeñuela volvió al palacio vigilado, contó a su impetuosa señora el resultado de la prueba. Y Fátimah dijo al punto: "¡Tráeme a ese noble árabe! Y date prisa".

Pero los guardianes eran severos y estaban armados y en continuo acecho. Y cada mañana, los adivinos del rey Nemán, padre de la princesa, iban a aquellos lugares para ver y reconocer las huellas de pies impresas en la arena. Y se volvían los adivinos para decir a su señor: "¡Oh rey del tiempo! esta mañana no hemos encontrado otra impresión que la de los piececitos de la joven Ibnat-Ijlán".

Pero ¿qué hizo la maligna doncella de la princesa para introducir consigo al poeta sin traicionar su paso? Helo aquí. La noche fijada por su señora, fué en busca del joven, y sin vacilar, se le cargó a la espalda, le sujetó fuertemente pasándole por la cintura un manto que se anudó luego ella por delante, y así introdujo, sin peligro de descubrirse, al seductor en el aposento de la seducida.

Y el poeta pasó con la vehemente hija del rey una noche bendita, noche de blancura, de dulzura y de calentura. Y salió con el alba, de la misma manera que había entrado, es decir, a espaldas de la joven.

Pero ¿qué sucedió por la mañana? Pues que los adivinos del rey, como todas las mañanas, fueron a examinar los pasos señalados en la arena. Luego fueron a decir al rey, padre de la princesa: "¡Oh señor nuestro! esta mañana no hemos notado más que las huellas de los piececitos de Ignat-Ijlán. Pero esta joven ha debido engordar considerablemente en palacio, pues la impresión de sus pies en la arena es más profunda".

Y el caso es que las cosas continuaron lo mismo durante algún tiempo, amándose con reciprocidad ambos jóvenes, transportando al amante la doncella, y hablando de gordura los adivinos. Y no habría razón para que cesase aquel estado de cosas, si el poeta no hubiese destruído con sus manos su dicha.

En efecto, el hermoso Murakisch tenía un amigo muy querido, al que nunca rehusaba nada. Y como le pusiera al corriente de su singular aventura, aquel joven deseó con insistencia ser introducido de la propia manera ante la princesa Fátimah y hacerse pasar por Murakisch en persona, merced a las tinieblas de la noche y a su semejanza de estatura y de modales con su amigo. Y Murakisch se dejó vencer por las instancias del joven, y prestó su consentimiento por juramento. Y llegada que fué la noche, el amigo se montó a espaldas de la joven, y fué introducido en el cuarto de la princesa.

Y en la oscuridad empezó lo que debía empezar. Pero al punto, a despecho de las tinieblas, la experta Fátimah advirtió la sustitución, notando blandura donde antes había dureza, y tibieza donde antes había ardor abrasador, y pobreza donde antes había abundancia. Y levantándose en aquella hora y en aquel instante, rechazó al intruso con un desdeñoso puntapié y mandó que le recogiese su doncella, la cual le transportó afuera por el medio de transporte acostumbrado...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 976ª noche

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Ella dijo:

... y mandó que le recogiese su doncella, la cual le transportó afuera por el medio de transporte acostumbrado.

Y desde entonces el poeta fué despedido por la hija del rey, que nunca consintió en perdonarle su traición. Y para desahogar su dolor y sus penas, compuso él la kásidah siguiente:


¡Adiós, hermana Bekrida! ¡Y quede a tu lado la dicha, a pesar de mi marcha!


¡Ay! ¡antes, por lo menos, desgraciado Murakisch, tu Fátimah encantaba tus noches y apuñalaba tu corazón con su talle elegante como la rama del nabk, y con su andar cadencioso como el del avestruz.


Con su talle y con su andar y con su belleza límpida cual el agua de los estanques.


Con su belleza y con sus lindos dientes límpidos, humedecidos de fresca saliva, que parecía rocío puro, y con sus mejillas bruñidas y lisas como una capa de plata; y con sus manos bonitas y sus brazaletes; ¡y con las ondas negras de sus cabellos, ella daba encanto a tus noches, haciendo palpitar tu corazón!


¡Ay! ¡llegó el adiós! ¡Y se ha desvanecido todo!


Por el capricho de un amigo ¡oh generoso Murakisch! dejaste que se desvaneciera todo! ¡Muérdete las manos de desesperación, y corta con tus dientes tus diez dedos, por culpa del capricho de un dichoso amigo!


¡Ay! ¡se ha desvanecido todo, y no es un sueño, porque estás despierto, y los sueños son hermosas ilusiones del que duerme, y te están vedados para siempre jamás!


Y el poeta Murakisch se cuenta entre los que murieron de amor".


Luego dijo el joven a sus oyentes: "Antes de llegar a los tiempos islámicos, escuchad esta historia del rey de los Kinditas y su esposa Hind".

Y dijo:



La venganza del rey Hojjr

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"Se nos ha transmitido por los relatos de nuestros antiguos padres que el rey Hojjr, jefe de las tribus kinditas, y padre de Imrú Ul-Kais, el poeta más grande de la gentilidad, era el hombre más temido entre los árabes por su ferocidad y su temeridad intrépida. Y tan severo era hasta con los individuos de su propia familia, que su hijo, el príncipe Imrú Ul-Kais, tuvo que huir de las tiendas paternas, a fin de dar libre curso a su genio poético. Porque el rey Hojjr consideraba que ostentar públicamente el título de poeta era para su hijo una derogación de la nobleza y de la alteza de su linaje.

Y he aquí que, cuando el rey Hojjr estaba un día lejos de su territorio, de expedición guerrera contra la tribu disidente de los Bani-Assad, acaeció que sus antiguos enemigos los Kodaidas, mandados por Ziad, invadieron de pronto en razzia sus tierras, se llevaron un botín considerable, enormes provisiones de dátiles secos, una porción de caballos, de camellos y de acémilas, y numerosas mujeres y muchachas kinditas. Y entre las cautivas de Ziad se encontraba la mujer más amada del rey Hojjr, la bella Hind, joya de la tribu.

Así es que, en cuanto tuvo noticia de aquel acontecimiento, Hojjr volvió sobre sus pasos a la carrera, con todos sus guerreros, y se dirigió al lugar donde pensaba encontrarse con su enemigo Ziad, el raptor de Hind. Y, en efecto, no tardó en llegar a poca distancia del campo de los Kodaidas. Y al punto envió a dos espías muy duchos, llamados Saly y Sadús, para reconocer el terreno y procurarse el mayor número posible de informes respecto a la tropa de Ziad.

Y los dos espías lograron introducirse en el campamento sin ser reconocidos. E hicieron preciosas observaciones acerca de la cuantía del enemigo y la disposición del campo. Y después de algunas horas pasadas en inspeccionarlo todo, el espía Saly dijo a su compañero Sadús: "Todo lo que acabamos de ver me parece suficiente como nociones e informes respecto a los proyectos de Ziad. Y voy a poner al rey Hojjr al corriente de lo que hemos presenciado". Pero Sadús contestó: "Yo no me voy hasta que no tenga detalles todavía más importantes y más precisos". Y se quedó solo en campamento de los Kodaidas. En cuanto cerró la noche, unos hombres de Ziad fueron a hacer la guardia junto a la tienda de su jefe, y se apostaron en grupos acá para allá. Y temiendo ser descubierto, Sadús, el espía de Hojjr, tuvo un golpe de audacia, y valientemente dió un manotazo en el hombro a un guardia que acababa de sentarse en tierra como los demás, y le apostrofó con acento imperativo, diciéndole: "¿Quién es el que se encuentra en el interior de la tienda?" A lo que el guardia respondió: "Es mi señor, el gran Ziad con su bella cautiva Hind".

Tras estas palabras, Sadús desvaneció al guardia y hallando el camino libre se acercó a la tienda Y he aquí que en seguida oyó hablar dentro de la tienda. Y era la voz del propio Ziad, que poniéndose al lado de su bella cautiva Hind, la besaba y jugueteaba con ella. Y entre otras cosas, Sadús oyó el diálogo siguiente. La voz de Ziad dijo: "Dime, Hind, ¿qué crees que haría tu marido Hojjr si supiera que en este momento estoy a tu lado, de dulce charla?"

Y contestó Hind: "¡Por la muerte! correría sobre tu pista como un lobo, y no interrumpiría su carrera hasta llegar hasta las tiendas rojas, hirviente, lleno de cólera y de rabia, impaciente de venganza, echando espuma por la boca como un camello que de camino comiese hierbas amargas".

Y al oír estas palabras de Hind, Ziad sintió celos, y dando una bofetada a su cautiva, le dijo: "¡Ah! ya te comprendo. Te gusta Hojjr, ese fiero animal, le amas, y quieres humillarme". Pero Hind protestó vivamente, diciendo: "Por nuestros dioses Lat y Ozzat, juro que jamás he detestado a un varón como detesto a mi esposo Hojjr. Pero puesto que me interrogas, ¿por qué ocultarte mi pensamiento? En verdad que nunca vi hombre más vigilante y más circunspecto que Hojjr, lo mismo cuando duerme que cuando vela".

Y Ziad le preguntó: "¿Cómo es eso? Explícate". Entonces dijo Hind: "Escucha. Cuando Hojjr está bajo el poder del sueño, tiene un ojo cerrado, pero el otro abierto, y la mitad de su ser está despierto. Y es esto tan verdad, que una noche entre las noches, mientras dormía él a mi lado y yo velaba su sueño, he aquí que una serpiente negra apareció de pronto debajo de la estera, y fué derecha a su rostro. Y Hojjr, sin dejar de dormir, desvió instintivamente la cabeza. Y la serpiente se le deslizó hacia la palma abierta de la mano. Y Hojjr cerró la mano al punto. Entonces la serpiente, molesta, se encaminó a un pie que tenía estirado. Pero Hojjr siempre dormido, encogió la pierna y subió el pie. Y la serpiente, desorientada, no supo adónde ir, y se decidió a arrastrarse hasta un tazón de leche que Hojjr me recomendaba que de continuo tuviera lleno junto a su lecho. Y una vez que llegó al tazón, la serpiente se sorbió vorazmente la leche y luego la vomitó en el tazón.

Y al ver aquello, pensaba yo, regocijándome en el alma: "¡Qué suerte tan inesperada! Cuando Hojrr despierte, se beberá esa leche, envenenada ahora, y morirá al instante. ¡Ah! voy a verme libre de ese lobo". Y al cabo de cierto tiempo, se despertó Hojjr, sediento y pidiendo leche. Y tomó de mis manos el tazón; pero tuvo cuidado olfatear primero el contenido. Y he aquí que le tembló la mano, y el tazón cayó y se volcó. Y se salvó él. Así lo hace todo, en cualquier circunstancia. Lo piensa todo, lo prevé todo, y jamás está desprevenido".

Y Sadús el espía oyó estas palabras; luego ya no percibió nada de lo que se decían Ziad e Hind, a no ser el ruido de sus besos y suspiros. Entonces levantóse sigilosamente y se evadió. Y una vez fuera del campamento, caminó a buen paso, y antes del alba estuvo junto a su señor Hojjr, a quien contó cuanto había visto y oído. Y terminó su relato diciendo: "Cuando los dejé, Ziad tenía la cabeza apoyada en las rodillas de Hind; y jugueteaba con su cautiva, que le correspondía placentera".

Y al oír estas palabras, Hojjr hizo rugir en su pecho un suspiro ruidoso, y poniéndose en pie...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 977ª noche

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Ella dijo:

... Y al oír estas palabras, Hojjr hizo rugir en su pecho un suspiro ruidoso, y poniéndose en pie, dió la voz de marcha y de ataque inmediato al campo kodaida. Y todos los escuadrones de los Kinditas se pusieron en marcha. Y cayeron de improviso sobre el campamento de Ziad. Y se entabló una refriega furiosa. Y no tardaron los Kodaidas de Ziad en ser arrollados y puestos en fuga. Y su campamento, tomado por asalto, fué saqueado y quemado. Y se mató a los que se mató, y se esparció en el viento el furor de lo que quedaba.

En cuanto a Ziad, le advirtió Hojjr entre la muchedumbre cuando trataba de atraer de nuevo hacia la lucha a los que huían. Y chillando y aullando, Hojjr cayó sobre él como ave de rapiña, le cogió a brazo cuando pasaba en su caballo, y levantándole en el aire, le tuvo así un momento a pulso, golpeándole luego contra el suelo, y le molió los huesos. Y le cortó la cabeza y la colgó a la cola de su caballo.

Y satisfecha su venganza respecto a Ziad, se dirigió a Hind, a quien había recuperado. Y la ató a dos caballos, fustigándolos y haciéndolos galopar, despedazó a la traidora... ... ...


Nota del recopilador. A pesar de mi frustración no he podido conseguir la página correspondiente a los pocos párrafos faltantes y al comienzo del cuento siguiente. Pido disculpas.



¿?... se sobrepone a su hambre en una noche de festín; vigilante, no duerme nunca en noche de peligro; hospitalario, ha establecido su morada muy cerca de la plaza pública para recoger viajeros. ¡Oh! ¡cuán grandioso y hermoso es, cuán encantador! Tiene la piel suave y blanca, como una seda de conejo que os cosquillea deliciosamente. Y el perfume de su aliento es el aroma leve del zarnab. Y no obstante su fuerza y poderío, obro a mi antojo con él".

La sexta dama yemenita, por último, sonrió dulcemente y dijo a su vez: "¡Oh! mi marido es Malik Abu-Zar, el excelente Abu-Zar, conocido de todas nuestras tribus. Me conoció siendo yo hija de una familia pobre que vivía con apuro y estrechez, y me condujo a su tienda de hermosos colores, y me enriqueció las orejas con preciosas arracadas, el pecho con hermosos adornos, las manos y los tobillos con hermosas pulseras, y los brazos con robustas redondeces. Me ha honrado como a esposa, y me ha llevado a una morada donde resuenan sin cesar las vivaces canciones de las tiorbas, donde chispean las hermosas lanzas samharianas de mástiles derechos, donde sin cesar se oyen los relinchos de las yeguas, los gruñidos de las camellas reunidas en parques inmensos, el ruido de la gente que pisa y apalea el grano, los gritos confundidos de veinte rebaños. Al lado suyo, hablo a mi antojo, y jamás me reprende ni me censura. Si me acuesto, no me deja jamás en la sequía; si me duermo, me deja hasta muy tarde. Y ha fecundado mis flancos, y me ha dado un hijo, ¡qué admirable hijo! tan pequeño, que su boquirrita parece el intersticio que deja vacío un junquillo arrancado del tejido de la estera; tan bien educado, que bastaría a su apetito lo que un cabrito pace de un bocado; tan encantador, que cuando anda y se balancea con tanta gracia en los anillos de su pequeña cota de malla, arrebata la razón de los que le miran. ¡Y la hija que me ha dado Abu-Zar es deliciosa, sí, es deliciosa la hija de Abu-Zar! Es el orgullo de la tribu. Está tan regordeta, que llena por completo su vestido, apretada en su mantellina como una trenza de cabellos; tiene el vientre tan formado y sin prominencias; el talle, delicado y ondulante bajo la mantellina; la grupa, rica y desarrollada; el brazo, redondito; los ojos, grandes y muy abiertos; las pupilas, de un negro oscuro; las cejas, finas y graciosamente arqueadas; la nariz, ligeramente arremangada como la punta de un sable suntuoso; la boca, bonita y sincera; las manos lindas y generosas; la alegría franca y vivaracha; la conversación, fresca como la sombra; el soplo de su aliento, más dulce que la seda y más embalsamado que el almizcle que nos transporta el alma. ¡Ah! ¡que el cielo me conserve a Abu-Zar, y al hijo de Abu-Zar, y a la hija de Abu-Zar! ¡Que los conserve para mi ternura y mi alegría!"

Cuando hubo hablado así la sexta dama yemenita, di las gracias a todas por haberme proporcionado el placer de escucharlas, y a mi vez, tomé la palabra, y les dije: "¡Oh hermanas mías! ¡Alah el Altísimo nos conserve al Profeta bendito! Me es más caro que la sangre de mi padre y de mi madre...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 978ª noche

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Ella dijo:

"¡... Oh hermanas mías! ¡Alah el Altísimo nos conserve al Profeta bendito! Me es más caro que la sangre de mi padre y de mi madre. Pero mi boca no es lo bastante pura, ciertamente, para cantar sus alabanzas. Por eso me contentaré con repetiros sólo lo que una vez me dijo con respecto a nosotras, las mujeres, que en la gehenna somos los tizones más numerosos que el fuego devora. En efecto, un día en que yo le rogaba me diera consejos y palabras que me encaminasen al cielo, me dijo:

"¡Oh Aischah, mi querida Aischah! Ojalá las mujeres de los musulmanes se observaran y velaran por sí mismas, tuvieran paciencia en la pena, agradecimiento en el bienestar, dieran a sus maridos numerosos hijos, los rodearan de consideraciones y cuidados, y no desdeñaran nunca los beneficios que Alah prodiga por mediación de ellos. Porque ¡oh mi bienamada Aischah! el Retribuidor niega Su misericordia a la mujer que ha desdeñado Sus bondades. Y la que, fijando miradas insolentes en su marido, diga delante o detrás de él: "¡Qué cara tan fea tienes! ¡qué repugnante eres, antipático ser!", a esa mujer ¡oh Aischah! le torcerá los ojos y la dejará bizca, le alargará y deformará el cuerpo, la hará pesada o innoble, convirtiéndola en masa repelente de carne fofa, suciamente acurrucada sobre su base de carnes ajadas, flácidas y colgantes. Y la mujer que, en la cama conyugal o en otra parte, se muestra hostil a su marido, o le irrita con palabras agrias, o provoca su mal humor, ¡oh! A esa el Retribuidor, en el día del Juicio, le estirará la lengua sesenta codos, hasta dejarla convertida en una sucia correhuela carnosa, que se enrollará al cuello de la culpable, hecha carne horrible y lívida. Pero ¡oh Aischah! la mujer virtuosa que no turba jamás la tranquilidad de su marido, que nunca pasa la noche fuera de su casa sin permiso, que no se emperifolla con vestiduras rebuscadas y velos preciosos, que no se pone anillas preciosas en brazos y piernas, que jamás trata de atraer las miradas de los creyentes, que es bella con la belleza natural puesta en ella por su Creador, que es dulce en palabras, rica en buenas obras, respetuosa y diligente para su marido, tierna y amante para sus hijos, buena consejera para su vecina y benévola para toda criatura de Alah, ¡oh! ¡oh! ¡esa, mi querida Aischah, entrará en el paraíso con los profetas y los elegidos del Señor!"

Y exclamé, toda conmovida: "¡Oh Profeta de Alah! ¡me eres más caro que la sangre de mi padre y de mi madre!"

"¡Y ahora que hemos llegado a los benditos tiempos del Islam -continuó el joven-, escuchad algunos rasgos de la vida del califa Omar ibn Al-Khattab (¡Alah le colme con Sus favores!), que fué el hombre más puro y más rígido de aquellos tiempos puros y rígidos, el emir más justo entre todos los emires de los creyentes!"

Y dijo:



Omar el separador

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"Cuentan que al Emir de los Creyentes Omar ibn Al-Khattab -que fué el califa más justo y el hombre más desinteresado del Islam se le apodó El-Farrukh, o el Separador, porque tenía la costumbre de separar en dos, de un sablazo, a todo hombre que se negara a obedecer una sentencia pronunciada contra él por el Profeta (¡con El la plegaria y la paz!)

Y eran tales su sencillez y su desinterés que un día, tras de adueñarse de los tesoros de los reyes del Yemen, mandó distribuir todo el botín entre los musulmanes, sin distinción. Y entre otras cosas, le tocó a cada uno una tela rayada del Yemen. Y Omar tuvo una parte exactamente igual a la del menor de sus soldados. Y mandó que le hicieran un vestido nuevo con aquella pieza de tela rayada del Yemen que le había tocado en el reparto; y así vestido, subió al púlpito de Medina y arengó a los musulmanes para emprender una nueva expedición contra los infieles. Pero he aquí que un hombre de la asamblea se levantó y le interrumpió en su arenga, diciéndole: "No te obedeceremos".

Y Omar le preguntó: "¿Por qué?"

Y el hombre contestó: "Porque, cuando has hecho el reparto de las telas rayadas del Yemen, a cada musulmán le ha tocado una pieza, y a ti mismo también te ha tocado una sola pieza. Pero esa pieza no ha podido bastar para hacerte el traje completo con que te estamos viendo vestido hoy. Por tanto, de no haber tomado, a escondidas nuestras, una parte más considerable que la que nos has dado, no podrías tener el traje que llevas, sobre todo con la mucha estatura que tienes".

Y Omar se encaró con su hijo Abdalah, y le dijo: "¡Oh Abdalah! contesta a ese hombre. Porque su observación es justa". Y Abdalah, levantándose, dijo: "¡Oh musulmanes! sabed que, cuando el Emir de los Creyentes Omar quiso hacerse coser un traje con su pieza de tela, resultó ésta escasa. Por consiguiente, como no tenía traje a propósito para vestirse hoy, le he dado parte de mi pieza de tela para completar su traje". Luego se sentó. Entonces, el hombre que había interpelado a Omar, dijo: "¡Loores a Alah! Ahora ya te obedeceremos, ¡oh Omar!"

Y otra vez, después de conquistar Omar la Siria, la Mesopotamia, el Egipto, la Persia y todos los países de los rums, y después de caer sobre Bassra y Kufa, en el Irak, había entrado en Medina, donde, vestido con un traje tan usado que tenía hasta doce pedazos, se pasaba el día en las gradas que conducen a la mezquita, escuchando las querellas de los últimos de sus súbditos, y haciendo justicia a todos por igual, al emir lo mismo que al camellero.

Y he aquí que, por aquel entonces, el rey Kaissar Heraclio, que gobernaba a los rums de Constantinia, le envió un embajador, con encargo de juzgar por sus propios ojos los medios, fuerzas y acciones del emir de los árabes. Así es que, cuando aquel embajador entró en Medina, preguntó a los habitantes: "¿Dónde está vuestro rey?" Y ellos contestaron: "¡Nosotros no tenemos rey, porque tenemos un emir! ¡Y es el Emir de los Creyentes, el califa de Alah, Omar ibn Al-Khattab!"

El preguntó: "¿Dónde está? ¡Llevadme a él!" Ellos contestaron: "Estará haciendo justicia, o acaso descansando". Y le indicaron el camino de la mezquita.

Y el embajador de Kaissar llegó a la mezquita, y vió a Omar dormido al sol de la siesta en las gradas ardientes de la mezquita, descansando la cabeza en la misma piedra. Y le corría por la frente el sudor, formando un amplio charco en torno a su cabeza.

Al ver aquello, descendió el temor al corazón del embajador de Kaissar, que no pudo por menos de exclamar: "¡He ahí, como un mendigo, al hombre ante quien inclinan su cabeza todos los reyes de la tierra, y que es dueño del más vasto Imperio de este tiempo!"

Y allí quedó en pie, presa del espanto, pues habíase dicho: "Cuando un pueblo está gobernado por un hombre como éste, los demás pueblos deben vestirse trajes de luto".

Y en la conquista de Persia, entre otros objetos maravillosos cogidos en el palacio del rey Jezdejerd, en Istakhar, se apoderó de una alfombra de sesenta codos en cuadro, que representaba un parterre, del que cada flor, formada con piedras preciosas, se erguía sobre un tallo de oro. Y el jefe del ejército musulmán, Saad ben Abu-Waccas, aunque no estaba muy versado en la tasación mercantil de objetos preciosos, comprendió, sin embargo, cuánto valía una maravilla semejante, y la rescató del pillaje del palacio de los Khosroes para hacer un presente con ella a Omar. Pero el rígido califa (¡Alah le cubra con Sus gracias!), que ya, cuando la conquista del Yemen, no había querido tomar, en el despojo de los países conquistados, más tela rayada que la que necesitaba para hacerse un traje, no quiso, aceptando semejante don, dar pábulo a un lujo cuyos efectos temía por su pueblo. Y acto seguido hizo cortar la pesada alfombra en tantos pedazos como jefes musulmanes había entonces en Medina. Y no se quedó con ningún pedazo para él. Y era tanto el valor de aquella rica alfombra, aun destrozada, que Alí (¡con él las gracias más escogidas!) vendió por veinte mil dracmas, a unos mercaderes sirios, el retazo que le había tocado en el reparto.

Y también en la invasión de Persia fué cuando el sátrapa Harmozán, que había resistido con más valor que nadie a los guerreros musulmanes, consintió en rendirse, pero remitiéndose a la propia persona del califa para que decidiera en su suerte.

Como Omar se encontraba en Medina, Harmozán fué conducido a aquella ciudad bajo la custodia de una escolta comandada por dos emires de los más valerosos entre los creyentes. Y llegados que fueron a Medina, aquellos dos emires, queriendo hacer valer a los ojos del califa la importancia y el rango de su prisionero persa, le hicieron poner el manto bordado de oro y la alta tiara resplandeciente que llevaban los sátrapas en la corte de los Khosroes. Y revestido con aquellas insignias de su dignidad, el jefe persa fué llevado ante las gradas de la mezquita, donde estaba sentado el califa, sobre una estera vieja, a la sombra de un pórtico. Y advertido, por los rumores del pueblo, de la llegada de aquel personaje, Omar alzó los ojos, y vió delante de él al sátrapa vestido con toda la pompa usada en el palacio de los reyes persas. Y por su parte, Harmozán vió a Omar; pero se negó a reconocer al califa, al dueño del nuevo Imperio, en aquel árabe vestido con trajes remendados y sentado solo, sobre una estera vieja, en el patio de la mezquita. Pero Omar, reconociendo en aquel prisionero a uno de aquellos orgullosos sátrapas que durante tanto tiempo habían hecho temblar, con una mirada, a las tribus más fieras de Arabia, exclamó en seguida: "¡Loores a Alah, que ha traído al Islam bendito para humillaros a ti y a tus semejantes!" Y mandó despojar de sus trajes dorados al persa, e hizo que le cubriesen con una grosera tela del desierto; luego le dijo: "Ahora que estás vestido con arreglo a tus méritos, ¿reconocerás la mano del Señor a quien sólo pertenecen todas las grandezas?"

Y Harmozán contestó: "Claro que la reconozco sin esfuerzo. Porque, mientras la divinidad ha sido neutral, os hemos vencido, como atestiguo con todos nuestros triunfos pasados y toda nuestra gloria. Preciso es, pues, que el Señor de que hablas haya combatido en favor vuestro, ya que acabáis de vencernos a vuestra vez".

Y al oír estas palabras en que la aquiescencia se confundía con la ironía, Omar frunció las cejas de tal manera, que el persa temió que su diálogo terminase con una sentencia de muerte. Así es que, fingiendo una sed violenta, pidió agua, y cogiendo el vaso de barro que le presentaban, fijó sus miradas en el califa, y pareció vacilar en llevárselo a los labios. Y Omar preguntó: "¿Qué temes?" Y el jefe persa contestó: "Temo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 979ª noche

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Ella dijo:

... Y el jefe persa contestó: "Temo que se aprovechen del momento en que esté bebiendo para darme muerte". Pero Omar le dijo: "¡Alah nos libre de merecer tales sospechas! Estás en seguridad hasta que esa agua haya refrescado tus labios y extinguido tu sed". A estas palabras del califa, el listo persa tiró el vaso al suelo y lo rompió. Y Omar, ligado por su propia palabra, renunció generosamente a molestarle. Y Harmozán, conmovido ante aquella grandeza de alma, se ennobleció con el Islam. Y Omar le señaló una pensión de dos mil dracmas.

Y durante la toma de Jerusalem , que es la ciudad santa de Issa (Jesús), hijo de Mariam, el profeta más grande antes de la llegada de nuestro señor Mahomed (¡con El la plegaria y la paz!), y en torno a cuyo templo daban vueltas al principio los creyentes para hacer oración, el patriarca Sofronios, jefe del pueblo, había consentido en capitular, pero con la condición de que fuera el califa en persona a tomar posesión de la ciudad santa. E informado del tratado y de las condiciones, Omar se puso en marcha. Y el hombre que era califa de Alah sobre la tierra, y que había hecho doblar la cabeza ante el estandarte de Islam a tantos potentados, abandonó Medina sin guardia, sin séquito, montado en un camello que llevaba dos sacos, uno de los cuales contenía cebada para el bruto y el otro dátiles. Y delante llevaba un plato de madera y detrás un odre lleno de agua. Y caminando día y noche, sin detenerse más que para rezar la plegaria o para hacer justicia en el seno de alguna tribu encontrada al paso, llegó así a Jerusalem. Y firmó la capitulación. Y se abrieron las puertas de la ciudad. Y llegado que fué a la iglesia de los cristianos, advirtió Omar que estaba próxima la hora de la plegaria; y preguntó al patriarca Sofronios dónde podría cumplir con aquel deber de los creyentes.

Y el cristiano le propuso la propia iglesia. Pero Omar se escandalizó diciendo: "No entraré a orar en vuestra iglesia, y lo hago en interés vuestro, cristianos. Porque si el califa orara en este lugar, los musulmanes se apoderarían de este sitio al punto, y os lo arrebatarían sin remedio". Y tras de recitar la plegaria, volviéndose hacia la kaaba santa, dijo al patriarca: "Ahora, indícame un paraje para alzar una mezquita en que los musulmanes puedan, en lo sucesivo, reunirse para rezar la plegaria sin turbar a los vuestros en el ejercicio de su culto". Y Sofronios le condujo al emplazamiento del templo de Soleimán ben Daúd, al mismo paraje en donde se había dormido Yacub, hijo de Ibraim. Y señalaba una piedra aquel sitio, que servía de receptáculo a las inmundicias de la ciudad. Y como la piedra de Yacub se hallaba cubierta con aquellas inmundicias, Omar, dando ejemplo a los obreros, llenó de estiércol el halda de su traje y fué a transportarlo lejos de allí. Y así hizo desescombrar el emplazamiento de la mezquita, que todavía lleva su nombre, y que es la mezquita más hermosa de la tierra.

Y Omar (¡Alah le colme con Sus dones escogidos!) tenía la costumbre de llevar un báculo en la mano, y vestido con un traje agujereado y remendado en distintos sitios, recorrer los zocos y las calles de la Meca y de Medina, amonestando con severidad y con rigor, y aun castigando a palos en el acto a los mercaderes que engañaban a los compradores o encarecían la mercancía.

Un día, pasando por el zoco de la leche fresca y cuajada, vió una mujer vieja que tenía ante sí a la venta varios cuencos de leche. Y se acercó a ella, tras de mirarla hacer durante cierto tiempo, y le dijo: "¡Oh mujer! guárdate de engañar en adelante a los musulmanes, como acabo de verte hacer, y ten cuidado de no echar agua a la leche". Y la mujer contestó: "Escucho y obedezco, ¡oh Emir de los Creyentes!" Y Omar pasó sin más ni más. Pero al día siguiente dió otra vuelta por el zoco de la leche, y acercándose a la vieja lechera, le dijo: "¡Oh mujer de mal agüero! ¿no te advertí ya que no echaras agua a la leche?" Y la vieja contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! te aseguro que no lo he vuelto a hacer". Pero aún no había pronunciado estas palabras, cuando se hizo oír, indignada, desde dentro una voz de joven, que dijo: "¡Cómo madre mía! ¿Te atreves a mentir en la cara del Emir de los Creyentes, añadiendo con ello al fraude una mentira, y a la mentira la falta de veneración al califa? ¡Alah os perdone!"

Y Omar oyó estas palabras y se detuvo conmovido. Y no hizo el menor reproche a la vieja. Pero encarándose con sus dos hijos, Abdalah y Acim, que le acompañaban en su paseo, les dijo: "¿Cuál de vosotros dos quiere casarse con esa virtuosa joven? Todo hace esperar que Alah, con el soplo perfumado de Sus gracias, dé a esa niña una descendencia tan virtuosa como ella".

Y contestó Acim, el hijo menor de Omar: "¡Oh padre mío! yo me casaré con ella". Y se efectuó el matrimonio de la hija de la lechera con el hijo del Emir de los Creyentes. Y fué un matrimonio bendito. Porque le nació una hija, que se casó más tarde con Abd El-Aziz ben Merwán. Y de este último matrimonio nació Omar ben Abd El-Aziz, que subió al trono de los Ommiadas, siendo el octavo en el orden dinástico, y fué uno de los cinco grandes califas del Islam. Loores Al que eleva a quien Le place.

Y Omar acostumbraba a decir: "No dejaré nunca sin venganza la muerte de un musulmán". Y he aquí que un día, mientras presidía la sesión de justicia en las gradas de la mezquita, llevaron a su presencia el cadáver de un adolescente imberbe todavía, con las mejillas suaves y pulidas como las de una muchacha. Y le dijeron que aquel adolescente había sido asesinado por una mano desconocida, y que habían encontrado su cuerpo tirado en un camino.

Omar pidió informes y se esforzó en recoger detalles de la muerte; pero no pudo llegar a saber nada, ni a descubrir el rastro del matador. Y se apenó su alma de justiciero al ver la esterilidad de sus pesquisas. E invocó al Altísimo, diciendo: "¡Oh Alah! ¡oh Señor! permite que logre descubrir al matador". Y a menudo se le oyó repetir este ruego. Y he aquí que, a principios del año siguiente, le llevaron un niño recién nacido, vivo todavía, que habían encontrado abandonado en el mismo paraje donde había sido tirado el cadáver del adolescente. Y Omar exclamó al punto: "¡Loores a Alah! ¡Ahora ya soy dueño de la sangre de la víctima! Y se descubrirá el crimen, si Alah quiere".

Y se levantó y fué en busca de una mujer de confianza, a quien entregó el recién nacido, diciéndole: "Encárgate de este pobre huérfano, y no te preocupes por lo que necesite. Pero dedícate a escuchar cuanto se diga a tu alrededor con respecto a este niño, y ten cuidado de no dejar que nadie le coja ni le aleje de tus oídos. Y si encontraras una mujer que le besase y le estrechase contra su pecho, infórmate con sigilo de su morada y avísame en seguida. Y la nodriza guardó en su memoria las palabras del Emir de los Creyentes...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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