Pero cuando llegó la 961ª noche

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Ella dijo:

... Y ésta, más furiosa todavía por aquella manifestación inofensiva de su víctima, se precipitó sobre él y le agarró por la barba a manos llenas, y se colgó a plomo de los pelos de aquella barba, gritando a plenos pulmones: "¡Socorro, ¡oh musulmanes! que me asesina!" Y a sus gritos acudieron los vecinos, e intervinieron entre ambos, y a duras penas libraron la barba del desgraciado Maruf de los dedos crispados de su calamitosa esposa. Y vieron que tenía el rostro ensangrentado, la barba manchada y un diente roto, sin contar los pelos de la barba que hubo de arrancarle aquella mujer furiosa. Y conociendo ya de larga fecha su indigna conducta para con el pobre hombre, y al ver también las pruebas que demostraban palpablemente que una vez más era él víctima de aquella calamitosa, la sermonearon y la dirigieron discursos razonables, que hubiesen llenado de vergüenza y corregido para siempre a cualquiera que no fuese ella. Y tras de regañarla así, añadieron: "¡Todos nosotros acostumbramos a comer con gusto la kenafa preparada con miel de caña de azúcar; y la encontramos mucho mejor que la preparada con miel de abejas! ¿Dónde está, pues, el crimen que ha cometido tu pobre marido para merecer tantos malos tratos como le infliges, y para que le rompas un diente y le arranques la barba?" Y la maldijeron con unanimidad, y se fueron por su camino.

No bien se marcharon, la terrible diablesa se dirigió a Maruf, que durante toda aquella escena había permanecido silencioso en su rincón, y le dijo en voz tan baja como odiosa: "¡Ah! ¿conque te dedicas a amotinar en contra mía a los vecinos? Está bien. Pero ya verás lo que va a ocurrirte". Y fué a sentarse no lejos de allí, mirándole con ojos de tigresa, y meditando contra él proyectos aterradores.

Y Maruf, que lamentaba sinceramente su ligero movimiento de impaciencia, no sabía qué hacer para calmarla. Y se decidió a recoger la kenafa que yacía en el suelo entre los cascotes del plato, y limpiándola cuidadosamente, se la ofreció con timidez a su esposa, diciéndole: "Por tu vida, ¡oh hija del tío! come, a pesar de todo, un poco de esta kenafa, y mañana, si Alah quiere, te traeré de la otra". Pero ella le rechazó de un puntapié, gritándole: "Vete de ahí con tu pastel. ¡oh perro de los zapateros remendones! ¿Crees que voy a tocar lo que te produce tu oficio de alcahuete de las pastelerías? ¡Inschalah! ya me arreglaré mañana para dejarte más ancho que largo".

Entonces, rechazado de tal suerte en su postrera tentativa de avenencia, el desgraciado pensó en aplacar el hambre que le torturaba desde por la mañana, pues no había comido nada en todo el día. Y se dijo: "Ya que ella no quiere comerse esta kenafa excelente, me la comeré yo". Y se sentó ante el plato, y se puso a comer aquel delicado manjar que le acariciaba el gaznate agradablemente. Luego la emprendió con el panecillo hueco y con la rueda de queso, y no dejó ni rastro en la bandeja. ¡Eso fué todo! Y su mujer le miraba hacer con ojos llameantes, y no cesaba de repetirle a cada bocado: "¡Ojalá se te detenga en el gaznate y te ahogue!", o también: "¡Haga Alah que se te vuelva veneno destructor que consuma tu organismo!" y otras amenidades parecidas. Pero Maruf, hambriento, continuaba comiendo concienzudamente sin decir palabra, lo cual acabó por convertir en paroxismo el furor de la esposa, que se levantó de pronto aullando como una poseída, y tirándole a la cara todo lo que encontró a mano, fué a acostarse, insultándole en sueños hasta por la mañana.

Y después de aquella mala noche, Maruf se levantó muy temprano; y vistiéndose a toda prisa, fué a su tienda con la esperanza de que aquel día le favoreciese el Destino. Y he aquí que, al cabo de algunas horas, fueron dos agentes de policía a detenerle por orden del kadí, y le arrastraron por los zocos, con los brazos atados a la espalda, hasta el tribunal. Y con gran estupefacción por su parte, Maruf se encontró delante del Kadí con su esposa, que tenía un brazo lleno de vendas, la cabeza envuelta en un velo ensangrentado, y llevaba en sus dedos un diente roto. Y en cuanto el kadí vió al aterrado zapatero remendón, le gritó: `¡Acércate! ¿No temes que te castigue Alah el Altísimo por hacer sufrir tan malos tratos a esa pobre mujer, esposa tuya, hija de tu tío, y por romperle tan cruelmente el brazo y los dientes?"

Y Maruf, que en su terror había deseado que la tierra se abriese y le tragase, bajó la cabeza, lleno de confusión, y guardó silencio. Porque su amor a la paz y su deseo de poner a salvo su honor y la reputación de su mujer impulsándole a no hacer cargos a la maldita acusándola y revelando sus fechorías, para lo cual hubiera podido llamar como testigos a todos los vecinos, si preciso fuera. Y el kadí, convencido de que aquel silencio era prueba de la culpabilidad de Maruf, ordenó a los ejecutores de las sentencias que le derribaran y le administraran cien palos en la planta de los pies. Lo cual fué ejecutado en el acto ante la maldita, que se derretía de gusto.

Al salir del tribunal, apenas podía arrastrarse Maruf. Y como prefería morir de muerte roja antes que regresar a su casa y volver a ver el rostro de la calamitosa, se metió en una casa en ruinas que erguíase a orillas del Nilo, y allí, rodeado de privaciones y de desamparo, esperó a curarse de los golpes que le habían hinchado los pies y las piernas. Y cuando al fin pudo levantarse, se inscribió como marinero a bordo de una dahabieh que iba por el Nilo. Y llegado que hubo a Damieta, partió en una falúa, colocándose de restaurador de velas, y confió su destino al Dueño de los destinos.

Al cabo de varias semanas de navegación, la falúa fué asaltada por una tempestad espantosa, y zozobró, hundiéndose en el fondo del mar, el continente con el contenido. Y naufragó y murió todo el mundo. Y Maruf naufragó también, pero no murió. Porque Alah el Altísimo veló por él y le libró de ahogarse, poniéndole al alcance de la mano un trozo del palo mayor. Y Maruf se agarró a él, y consiguió ponerse a horcajadas encima, gracias a los esfuerzos extraordinarios de que le hicieron capaz el peligro y el apego al alma, que es preciosa. Y se puso entonces a batir el agua con sus pies, a manera de remos, en tanto que las olas jugueteaban con él y le hacían inclinarse tan pronto a la derecha como a la izquierda. Y así estuvo luchando contra el abismo durante un día y una noche. Tras de lo cual, le arrastraron el viento y las corrientes hasta la costa de un país en que se alzaba una ciudad de casas bien construidas.

Y en un principio quedó tendido en la playa sin movimiento y como desmayado. Y no tardó en dormirse con un sueño profundo. Y cuando se despertó, vió inclinado sobre él a un hombre magníficamente vestido, detrás del cual estaban dos esclavos con los brazos cruzados. Y el hombre rico miraba a Maruf con atención singular. Y cuando vió que se había despertado por fin, exclamó: "Loores a Alah, ¡oh extranjero! y bien venido seas a nuestra ciudad". Y añadió: "Por Alah sobre ti, date prisa a decirme de qué país eres y de qué ciudad, pues en lo que te queda de ropa creo notar que eres del país de Egipto". Y Maruf contestó: "Es verdad, ¡oh mi señor! que soy un habitante entre los habitantes del país de Egipto, y la ciudad de El Cairo es la ciudad donde he nacido y donde residía". Y el hombre rico le preguntó, con la voz conmovida: "¿Y será indiscreción preguntarte en qué calle de El Cairo residías?" El aludido contestó: "En la calle Roja, ¡oh mi señor!" El otro preguntó: "¿Y qué personas conoces en esa calle? ¿Y cuál es tu oficio, ¡oh hermano mío!?".

El aludido contestó: "Tengo el oficio y profesión ¡oh mi señor! de zapatero remendón de calzado viejo. En cuanto a las personas que conozco, son las gentes vulgares de mi especie, aunque muy honorables y respetables. Y si quieres saber sus nombres, he aquí algunos". Y le enumeró los nombres de diversas personas conocidas suyas que habitaban en el barrio de la calle Roja. Y el hombre rico, cuyo rostro iba iluminándose de alegría a medida que se hacía más concreta la conversación habida entre ellos, preguntó: "Y conoces ¡oh hermano mío! al jeique Ahmad, el mercader de perfumes?" El zapatero contestó: "¡Alah prolongue sus días! Es mi vecino de pared por medio". El hombre rico preguntó: "¿Está bueno?" El zapatero contestó: "Está bueno, gracias a Alah". El hombre rico preguntó: "¿Cuántos hijos tiene ahora?". El zapatero contestó: "Los que antes: tres. ¡Alah se los conserve! Mustafá, Mohammad y Alí". El hombre rico preguntó: "¿Qué hacen?" El zapatero contestó: "Mustafá, el mayor, es maestro de escuela en una madrassah. Está reconocido como sabio, que se sabe de memoria todo el Libro Santo, y puede recitarlo de siete maneras diferentes. El segundo, Mohammad, es droguero y mercader de perfumes, como su padre, que le ha abierto una tienda cerca de la suya para celebrar el nacimiento de un hijo que ha tenido. En cuanto a Alí, el pequeño (¡Alah le colme con sus más escogidos dones!), era mi camarada de la niñez, y nos pasábamos los días jugando juntos y haciendo mil trastadas a los transeúntes. Pero un día mi amigo Alí hizo lo que hizo con un mancebo cofto, hijo de nazarenos, que fué a quejarse a sus padres por haber sido humillado y violentado de la peor manera. Y mi amigo Alí, para evitar la venganza de aquellos nazarenos, emprendió la fuga y desapareció. Y no volvió a verle nadie más, aunque ya hace de esto veinte años. Alah le preserva y aleje de él los maleficios y las calamidades!".

A estas palabras, el hombre rico echó de pronto los brazos al cuello de Maruf, y le estrechó contra su pecho, llorando, y le dijo: "¡Loado sea Alah, que reúne a los amigos! Yo soy Alí, tu camarada de la niñez. ¡Oh Maruf! el hijo del jeique Ahmad el droguero de la calle Roja...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 962ª noche

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Ella dijo:

"... ¡Loado sea Alah, que reúne a los amigos! Yo soy Alí, tu camarada de la niñez, ¡oh Maruf! el hijo del jeique Ahmad el droguero de la calle Roja".

Y después de los transportes de la más viva alegría por una y otra parte, le rogó que le contara cómo se encontraba en aquella playa. Y cuando se enteró de que Maruf había estado sin comer un día y una noche, le hizo subir con él a las ancas de su mula, y le transportó a su morada, que era un palacio espléndido. Y le trató magníficamente. Y a pesar del deseo que tenía de charlar con él, hasta el día siguiente no fué a verle, pudiendo al fin conversar con él largo y tendido. Y así fué como supo todos los tormentos que había sufrido el pobre Maruf desde el día de su matrimonio con su calamitosa esposa y cómo había preferido dejar su tienda y su país a permanecer por más tiempo expuesto a las fechorías de aquella diablesa. Y también se enteró de la paliza que hubo de recibir su amigo, y de cómo naufragó y estuvo a punto de morir ahogado.

Y a su vez, Maruf se enteró por su amigo Alí de que la ciudad en que se encontraban actualmente era la ciudad de Khaitán, capital del reino de Sohatán. Y también se enteró de que Alah había favorecido a su amigo Alí en los negocios de compra y venta, y le había tornado en el mercader más rico y el notable más respetado de toda la ciudad de Khaitán.

Luego, cuando dieron libre curso a sus expansiones, el rico mercader Alí dijo a su amigo: "¡Oh hermano mío Maruf! has de saber que los bienes que me deparó el Retribuidor no son más que un depósito del Retribuidor entre mis manos. Así, pues, ¿qué mejor manera de colocar ese depósito que confiándote buena parte de él, a fin de que lo hagas fructificar?" Y empezó por darle un saco de mil dinares de oro, le hizo vestir trajes suntuosos, y añadió: "Mañana por la mañana montarás en mi mula más hermosa y te presentarás en el zoco, donde me verás sentado entre los mercaderes más importantes. Y a tu llegada me levantaré para salir a tu encuentro, y me mostraré solícito contigo, y tomaré las riendas de tu mula, y te besaré las manos dándote todas las pruebas posibles de honor y de respeto. Y esta conducta mía te proporcionará al instante gran consideración. Y haré que se te ceda una vasta tienda, cuidando de llenarla de mercaderías. Y luego te haré entablar conocimiento con los notables y los mercaderes más importantes de la ciudad. Y fructificarán tus negocios, con ayuda de Alah, y alejado de la calamitosa hija de tu tío, llegarás al límite del desahogo y del bienestar". Y Maruf, sin poder encontrar expresiones bastantes para manifestar a su amigo todo su reconocimiento, se inclinó para besarle la orla del traje. Pero el generoso Alí se defendió de ello vivamente y besó a Maruf entre ambos ojos, y continuó charlando con él de unas cosas y de otras, relativas a su pasada infancia, hasta la hora de dormir.

Y al día siguiente, Maruf, vestido con magnificencia y ostentando toda la apariencia de un rico mercader extranjero, montó en una soberbia mula baya, ricamente enjaezada, y se presentó en el zoco a la hora indicada. Y entre él y su amigo Alí tuvo lugar con toda exactitud la escena convenida. Y todos los mercaderes quedaron llenos de admiración y de respeto por el recién llegado, sobre todo cuando vieron al ilustre mercader Alí besarle la mano y ayudarle a apearse de la mula, y cuando le vieron a él mismo sentarse con gravedad y lentitud en el sitio que de antemano le había preparado su amigo Alí delante de la nueva tienda. Y fueron todos a interrogar a Alí en voz baja, diciéndole: "¡Indudablemente, tu amigo es un mercader ilustre!" Y Alí les miró con conmiseración, y contestó: "¡Ya Alah! ¿decís un mercader ilustre? Pero si es uno de los primeros mercaderes del Universo, y tiene en el mundo entero más almacenes y depósitos de los que el fuego podría consumir. Y sus asociados y sus agentes y sus oficinas son numerosas en todas las ciudades de la tierra, desde el Egipto y el Yemen hasta la India y los límites extremos de la China. ¡Ah! ya veréis qué clase de hombre es, cuando os sea dado conocerle más íntimamente.

Y en vista de estas seguridades, formuladas con el tono de la más exacta verdad y con el acento más convencido, los mercaderes formaron el mejor concepto acerca de Maruf. Y rivalizaron por hacerle zalemas y cumplidos y darle bienvenidas. Y tuvieron a mucha honra el invitarle a cenar todos, unos tras otros, mientras él sonreía con gesto complaciente y se excusaba por no poder aceptar, pues que ya era huésped de su amigo el mercader Alí. Y el síndico de los mercaderes fué a visitarle, lo cual era contrario en absoluto a la costumbre, que exige sea el recién llegado quien haga la primera visita; y se apresuró a ponerle al corriente de la cotización de las mercancías y de las diversas producciones del país. Y luego, para demostrarle que estaba bien dispuesto a servirle y a hacer circular las mercancías que hubiera traído consigo de los países lejanos, le dijo: "¡Oh mi señor! sin duda habrás traído muchos fardos de paño amarillo. Porque aquí hay una predilección particular por el paño amarillo". Y Maruf contestó sin vacilar: "¿Paño amarillo? ¡Mucho, desde luego!" Y el síndico preguntó: "¿Y tienes mucho paño rojo sangre de gacela?" Y Maruf contestó con seguridad: "¡Ah! en cuanto al paño rojo sangre de gacela, quedaréis satisfechos. Porque los hay de la especie más fina en mis fardos". Y a todas las preguntas análogas, Maruf costeaba siempre: "¡Traigo grandes existencias!" Y entonces le preguntó el síndico tímidamente: "¿Querrías ¡oh mi señor! enseñarme algunas muestras?" Y Maruf, sin amilanarse por la dificultad, respondió con amabilidad. ¡Claro que sí! ¡En cuanto llegue mi caravana!" Y explicó al síndico y a los mercaderes congregados que dentro de unos días esperaba la llegada de una inmensa caravana de mil camellos cargados con fardos de mercancías de todos los colores y todas las variedades. Y la asamblea se asombró prodigiosamente y se maravilló ante el relato de la próxima llegada de aquella fantástica caravana.

Pero su admiración no tuvo límites y superó a toda expresión cuando fueron testigos del hecho siguiente. En efecto, mientras hablaban de tal suerte, abriendo ojos maravillados ante el relato de la llegada de la caravana, se acercó un mendigo al sitio en que estaban y tendió la mano por turno a cada cual. Y unos le dieron una moneda, otros media, y la mayoría, sin darle nada, se limitó a contestar sencillamente: "¡Alah te socorra!" Y Maruf, cuando el mendigo se acercó a él, sacó un gran puñado de dinares de oro y lo puso en la mano del mendigo con tanta naturalidad como si le hubiese dado una moneda de cobre. Y tan absortos quedaron los mercaderes, que reinó en la reunión un silencio imponente y se les confundió el espíritu y se les deslumbró el entendimiento. Y pensaron: "¡Ya Alah, cuán rico debe ser este hombre para mostrarse tan generoso!". Y de aquella manera se atrajo Maruf, de un instante a otro, un gran crédito y una reputación maravillosa de riqueza y de generosidad.

Y la fama de su liberalidad y de sus modales admirables llegó a oídos del rey de la ciudad, el cual mandó al punto llamar a su visir, y le dijo: "¡Oh visir! va a llegar aquí una caravana cargada de inmensas riquezas y que pertenece a un maravilloso mercader extranjero. Pero no quiero que esos bribones de mercaderes del zoco, que ya son demasiado ricos, se aprovechen de la tal caravana. Mejor será, por tanto, que me beneficie de ella yo, con mi esposa, tu señora y mi hija la princesa". Y el visir, que era hombre lleno de prudencia y de sagacidad, contestó: "No hay inconveniente. Pero ¿no te parece ¡oh rey del tiempo! que sería preferible esperar la llegada de esa caravana antes de tomar las medidas oportunas?" Y el rey se enfadó, y dijo: "¿Estás loco? ¿Y desde cuándo se busca carne en casa del carnicero cuando la han devorado los perros? Date prisa a hacer venir cuanto antes a mi presencia al rico mercader extranjero, con objeto de que me entienda yo con él respecto al particular". Y el visir vióse obligado, a despecho de su nariz, a ejecutar la orden del rey.

Y cuando Maruf llegó a presencia del rey, se inclinó profundamente, y besó la tierra entre sus manos, y le hizo un cumplimiento delicado. Y el rey se asombró de su lenguaje escogido y de sus maneras distinguidas, y le dirigió varias preguntas acerca de sus negocios y de sus riquezas. Y Maruf se limitaba a contestar, sonriendo: "Ya lo verá nuestro señor el rey, y quedará satisfecho cuando llegue la caravana". Y el rey se mostró entusiasmado, como todos los demás; y deseoso de saber hasta dónde alcanzaban los conocimientos de Maruf, le enseñó una perla de un tamaño y un brillo maravilloso, que costaba mil dinares lo menos, y le dijo: "¿Tienes perlas de esta especie en los fardos de tu caravana?" Y Maruf tomó la perla, la contempló con aire despectivo, y la tiró al suelo como un objeto sin valor; y poniéndola el talón encima, la pisó con toda su fuerza y la despachurró tranquilamente. Y exclamó el rey, estupefacto: "¿Qué has hecho, ¡oh hombre!? ¡Acabas de romper una perla de mil dinares!" Y Maruf, sonriendo, contestó: "¡Sí, ciertamente, ése era su precio! Pero tengo yo sacos y sacos llenos de perlas infinitamente más gruesas y más hermosas que ésa en los fardos de mi caravana".

Y todavía aumentaron el asombro y la codicia del rey ante aquel discurso; y pensó: "¡Vaya! Es preciso que tome por esposo de mi hija a este hombre prodigioso..."


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 963ª noche

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Ella dijo:

"¡... Vaya! Es preciso que tome por esposo de mi hija a este hombre prodigioso".

Y se encaró con Maruf, y le dijo: "¡Oh honorabilísimo y distinguidísimo emir! ¿quieres aceptar de mí, como presente, como motivo de tu llegada a nuestro país, a mi hija única, servidora tuya? ¡Y la uniré a ti con los lazos del matrimonio, y a mi muerte reinarás en el reino!" Y Maruf, que se mantenía en actitud modesta y reservada, contestó con acento lleno de discreción: "La proposición del rey honra al esclavo que se halla entre sus manos. ¿Pero no crees ¡oh soberano mío! que será mejor esperar, para la celebración del matrimonio, a que llegue mi caravana? Porque la dote de una princesa como tu hija exige de parte mía grandes gastos que no me hallo en estado de hacer en este momento. Pues tendré que pagarte a ti, su padre, como dote de la princesa, lo menos doscientas mil bolsas de mil dinares cada una. Además, habré de distribuir mil bolsas de mil dinares a los pobres y a los mendigos en la noche de bodas, otras mil bolsas a los portadores de regalos y mil bolsas más para los preparativos del festín. También tendré que regalar un collar de cien perlas grandes a cada una de las damas del harén, y entregar como homenaje a ti y a mi tía la reina una cantidad inestimable de joyas y de suntuosidades. Pero todo eso, ¡oh rey del tiempo! no puede hacerse razonablemente mientras no llegue mi caravana".

Y el rey, más deslumbrado que nunca con aquella prodigiosa enumeración, y entusiasmado en lo más profundo de su alma de la reserva, la delicadeza de sentimiento y la discreción de Maruf, exclamó: "¡No, por Alah! Yo solo tomaré a mi cargo todos los gastos de las bodas. En cuanto a la dote de mi hija, ya me la pagarás cuando llegue la caravana. Pues quiero absolutamente que te cases con mi hija lo más pronto posible. Y puedes tomar del tesoro del reino todo el dinero que necesites. Y no tengas ningún escrúpulo en hacerlo, que cuanto me pertenece te pertenece".

Y en aquella hora y en aquel instante llamó a su visir y le dijo: "Ve ¡oh visir! a decir al jeique al-islam que venga a hablar conmigo. Porque quiero ultimar hoy mismo el contrato de matrimonio del emir Maruf con mi hija". Y el visir, al oír estas palabras del rey, bajó la cabeza con un aire de desagrado. Y como el rey se impacientara, se acercó a él y le dijo en voz baja: "¡Oh rey del tiempo, no me gusta este hombre, y su aspecto no me dice nada bueno. Por tu vida, espera al menos, para darle en matrimonio tu hija, a que tengamos alguna certeza respecto a su caravana. ¡Pues, hasta el presente, no tenemos más que palabras y palabras! Además, una princesa como tu hija ¡oh rey! pesa en la balanza más que lo que pueda tener en su mano este hombre desconocido".

Y al oír estas palabras, el rey vió ennegrecerse el mundo ante su rostro, y gritó al visir: "¡Oh traidor execrable que odias a tu amo! no hablas así, tratando de disuadirme de ese matrimonio, más que porque deseas casarte tú mismo con mi hija. ¡Pero eso está muy lejos de tu nariz! Cesa, pues, de querer sembrar en mi espíritu la turbación y la duda respecto a ese admirable hombre rico de alma delicada, de maneras distinguidas, pues si no, mi indignación por tus pérfidos discursos te dejará más ancho que largo". Y añadió, muy excitado: "¿0 acaso quieres que mi hija se me quede en los brazos, envejecida y desdeñada por los pretendientes? ¿Podré encontrar jamás yerno semejante a éste, perfecto en todos sentidos, y generoso y reservado y encantador, que sin duda alguna amará a mi hija, y le regalará cosas maravillosas, y nos enriquecerá a todos, desde el más grande al más pequeño? ¡Vamos, anda, y ve a buscar al jeique al-islam!"

Y el visir se marchó, con la nariz alargada hasta los pies, a buscar al jeique al-islam, que al punto fué a palacio y se presentó al rey. Y acto seguido extendió el contrato de matrimonio.

Y se adornó e iluminó la ciudad entera, por orden del rey. Y no había por doquiera más que festejos y regocijos. Y Maruf, el zapatero remendón, aquel pobre que había visto la muerte negra y la muerte roja y probado todas las calamidades, se sentó en un trono en el patio del palacio. Y presentóse ante él una multitud de bailarinas, de luchadores, de tañedores de instrumentos, de tamborileros, de saltimbanquis, de bufones y de alegres charlatanes, para divertirle y divertir al rey y a los grandes de palacio. Y desplegaron toda su destreza y sus talentos. Y Maruf hizo que el propio visir le llevara sacos y sacos llenos de oro, y se puso a coger dinares y a arrojarlos a puñados a todo aquel pueblo tamborileante, danzante y ululante. Y el visir, muriéndose de despecho, no tenía ni un instante de reposo, obligado a llevar sin tregua nuevos sacos de oro.

Y aquellas diversiones y aquellas fiestas y aquellos regocijos duraron tres días y tres noches y el cuarto día por la tarde fué el día de las bodas y de la penetración. Y el cortejo de la recién casada era de una magnificencia inusitada, porque así lo había querido el rey; y a su paso, cada dama colmaba a la princesa de regalos que iban recogiendo las mujeres del séquito. Y de tal modo se la condujo a la cámara nupcial, en tanto que Maruf decía para sí: "¡Vaya, vaya, vaya! ¡Suceda lo que suceda! ¿A mí qué me importa? Así lo ha querido el Destino. No hay que huir ante lo inevitable. ¡Cada cual lleva su destino atado al cuello! Todo esto te ha sido escrito en el libro de la suerte, ¡oh remendón de calzado viejo! ¡oh vapuleado por tu mujer! ¡oh Maruf! ¡oh mono!"

Y el caso es que, cuando se retiraron todos y Maruf se encontró solo en presencia de su esposa la joven princesa, acostada perezosamente bajo el mosquitero de seda, se sentó en el suelo, y golpeándose las manos una contra otra, aparentó ser presa de violenta desesperación. Y como permaneciera en aquella actitud sin moverse, la joven sacó la cabeza por el mosquitero...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 964ª noche

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Ella dijo:

... la joven sacó la cabeza por el mosquitero, y dijo a Maruf: "¡Oh mi hermoso señor! ¿por qué te quedas ahí lejos de mí, presa de la tristeza?" Y lanzando un suspiro, contestó Maruf con esfuerzo: "¡No hay recurso ni poder más que en Alah el Todopoderoso!" Y ella le preguntó, emocionada: "¿A qué viene esa exclamación, ¡oh mi señor!? ¿Me encuentras fea o contrahecha, o acaso es otra la causa de tu pena? ¡El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti! ¡Habla y no me ocultes nada, ya sidi!" Y Maruf contestó, lanzando un nuevo suspiro: "¡Todo esto, ya lo ves, es culpa de tu padre!". Y ella preguntó: "¿Qué es eso? ¿Y de qué tiene culpa mi padre?" El dijo: "¿Cómo? ¿No has notado que me he mostrado avaro, de una avaricia sórdida, contigo y con las damas de palacio? ¡Ay! ¡muy culpable es tu padre por no haberme permitido esperar a la llegada de mi caravana para casarme! Entonces te habría regalado algunos collares de cinco o seis sartas de perlas gordas como huevos de paloma, algunos hermosos trajes como no los tienen las hijas de los reyes, y algunas joyas no del todo indignas de tu rango. Además, hubiera podido mostrar una mano menos cerrada a tus padres y a tus invitados. Pero ¿cómo ha de ser? tu padre me ha comprometido con su idea de llevar las cosas demasiado de prisa; y con ello ha cometido para conmigo una acción análoga a la que comete el que quema la hierba verde aún". Pero la joven le dijo: "Por vida tuya, no te apenes así por esas pequeñeces; y no te desazones más. Levántate ya, quítate la ropa, y ven pronto a mi lado para que nos deleitemos juntos. Y desecha todas esas ideas de regalos y otras cosas parecidas que nada tienen que ver con lo que debemos hacer esta noche. En cuanto a la caravana y a las riquezas, me tienen sin cuidado. ¡Lo que yo te pido ¡oh galán! es mucho más sencillo y más interesante que eso! Animo, pues, y consolida tus riñones para el combate". Y Maruf contestó: "¡Está bien! ¡allá va! ¡allá va!"

Y así diciendo, se desnudó prestamente y avanzó, apuntando a la princesa por debajo del mosquitero. Y se echó al lado de aquella tierna joven, pensando: "¡Soy yo mismo, Maruf, soy yo mismo, el antiguo remendón de calzado de la calle Roja de El Cairo! ¿Dónde estaba y dónde estoy?"

Y acto seguido tuvo lugar la refriega de piernas y de brazos, de muslos y de manos. Y se inflamó el combate. Y Maruf puso la mano en las rodillas de la joven, que se irguió al punto y refugióse en su regazo. Y el labio habló en su lengua a su hermano; y llegó la hora que hace olvidarse al niño de su padre y de su madre. Y la estrechó con fuerza contra él para exprimir toda la miel y que todas las libaciones fuesen directas. Y la deslizó la mano por debajo de la axila izquierda, y al punto se enderezaron los músculos vitales de él y se ofrecieron las partes vitales de ella. Y apoyó él su mano izquierda en el pliegue de la ingle derecha de ella, y al punto gimieron todas las cuerdas de ambos arcos. Entonces la golpeó entre los dos senos, y de repente el golpe repercutió entre los dos muslos, no se sabe cómo. Y en seguida se ciñó a la cintura las dos piernas de la princesa, y apuntó al atrevido en las dos direcciones, gritando: "A mí, ¡oh padre de los besadores!" Y rellenó lo que tenía que rellenar, y encendió la mecha, y enhebró la aguja e hizo deslizarse a la anguila en el fuego que chisporrotea, utilizando todas las tranquillas, mientras sus ojos decían: "¡Brilla!", su lengua decía: "¡Chilla!", sus dientes decían "¡Desportilla!", su mano derecha decía: "¡Haz cosquillas!", su mano izquierda decía: "¡Pilla!" sus labios decían: "¡Chiquilla!" y su barrenilla decía: "Menea tu quilla, ¡oh mimosilla muchachilla! ¡oh perla en la orilla! estírate y encógete en tu silla, ¡oh bienamada costilla!" Y así diciendo, la ciudadela quedó agujereada por las cuatro junturas, y se desarrolló la heroica aventura, sin mataduras, pero con anchas desgarraduras; sin amarguras, pero con mordeduras; sin fisuras, pero con rompeduras, ensanchaduras y rozaduras; sin pavura ni dolorosa cura ni curvatura, pero con rechinar de coyunturas del cabalgador de buena estatura y de la montura de hermosa figura, y todo se llevó a cabo con desenvoltura y con mucha premura. ¡Loores al Dueño de las criaturas que a la joven la madura para todas las posturas, y al joven le hace don de su fuerte natural con vistas a la futura progenitura!

Y tras de una noche pasada enteramente en las delicias de los abrazos, de las succiones y de los restregones, Maruf se decidió por fin a ir al hammam, acompañado por los suspiros de contento y de sentimiento de la joven. Y después de tomar su baño, y ponerse un traje magnífico, se fué al diván, y se sentó a la diestra de su tío el rey, padre de su esposa, para recibir los cumplimientos y felicitaciones de los emires y de los grandes. Y con la propia autoridad mandó buscar a su enemigo el visir, y le ordenó que distribuyera ropones en honor a todos los presentes e hiciera dádivas innumerables a los emires y a las esposas de los emires, a los grandes de palacio y a sus esposas, a los guardias y a sus esposas, y a los eunucos, grandes y pequeños, jóvenes y viejos. Además, hizo traer sacos de dinares, y se puso a sacar de ellos el oro a puñados y a repartirlo entre cuantos le deseaban. Y de este modo todo el mundo le bendijo y le amó e hizo votos por su prosperidad y su larga vida.

Y de tal suerte transcurrieron veinte días, empleados por Maruf en hacer dádivas incalculables de día, y en refocilarse a su antojo de noche con su esposa la princesa, que estaba prendada apasionadamente de él.

Al cabo de aquellos veinte días, durante los cuales no se tuvo la menor noticia de la caravana de Maruf, las prodigalidades y locuras de Maruf habían ido tan lejos, que una mañana quedó completamente agotado el tesoro, y al abrir el armario de los sacos, el visir observó que estaba absolutamente vacío y que ya no quedaba nada que coger. Entonces, en el límite de la perplejidad, y con el alma llena de furor reconcentrado, fué a presentarse entre las manos del rey, y le dijo: "Alah aleje de nosotros las malas noticias, ¡oh rey! Pero a fin de no incurrir, con mi silencio, en tus reproches justificados, debo decirte que el tesoro del reino está completamente exhausto, y que la maravillosa caravana de tu yerno el emir Maruf no ha llegado todavía para llenar los sacos vacíos". Y el rey, al oír estas palabras, dijo un poco preocupado: "¡Sí, por Alah! la verdad es que esa caravana se retrasa un tanto. Pero llegará, ¡inschalah!" Y el visir sonrió, y dijo: "¡Alah te colme con sus gracias, ¡oh mi señor! y prolongue tus días! ¡Pero el caso es que hemos caído en las calamidades peores desde que llegó a nuestro país el emir Maruf! Y en el estado actual de cosas, no veo puerta de salida para nosotros. ¡Porque, de un lado, está vacío el tesoro, y de otro, tu hija es ya la esposa de ese extranjero, de ese desconocido! ¡Alah nos guarde del Maligno, del Lejano, del Maldito, del Lapidado! ¡Nuestra situación es una situación muy mala!" Y el rey, que ya empezaba a inquietarse y a impacientarse, contestó: "Tus palabras me cansan y me pesan sobre mi entendimiento. En lugar de discurrir de ese modo, harías mejor en indicarme el medio de remediar la situación, y sobre todo, en probarme que mi yerno, el emir Maruf, es un impostor o un embustero". Y el visir contestó: "Verdad dices, ¡oh rey! y ésa es una idea excelente. Hay que probar antes de condenar. Pero, para saber la verdad, nadie podrá prestarnos un concurso más precioso que tu hija la princesa. Porque nadie está tan cerca del secreto del marido como la esposa. Hazla, pues, venir aquí, con el fin de que yo pueda interrogarla desde el otro lado de la cortina que nos separa, e informarme así acerca de lo que nos interesa". Y el rey contestó "No hay inconveniente. ¡Y por vida de mi cabeza, que si llega a probarse que mi yerno nos ha engañado, le haré morir con la muerte peor y le daré a gustar la defunción más negra!"

Y al punto mandó que rogaran a su hija la princesa que se presentase en la sala de reunión. Y ordenó correr entre ella y el visir una ancha cortina, detrás de la cual se sentó ella. Y todo esto se dijo, combinó y ejecutó en ausencia de Maruf.

Y cuando hubo reflexionado en sus preguntas y combinado su plan, el visir dijo al rey que estaba dispuesto. Y por su parte, la princesa dijo a su padre, desde detrás de la cortina: "Heme aquí, ¡oh padre mío! ¿Qué deseas de mí?" El rey contestó: "Que hables con el visir". Y preguntó ella entonces al visir: "Pues bien, visir, ¿qué quieres?" El visir dijo: "¡Oh mi señora! debes saber que el tesoro del reino está completamente vacío, debido a los gastos y prodigalidades de tu esposo el emir Maruf. Además, no tenemos noticias de la asombrosa caravana, cuya llegada nos ha anunciado con tanta frecuencia. Así es que tu padre el rey, inquieto por tal estado de cosas, ha creído que sólo tú podrías ilustrarnos respecto al particular, diciéndonos lo que piensas de tu esposo, y el efecto que ha producido en tu espíritu, y las sospechas que hayan concebido acerca de él durante estas veinte noches que ha pasado contigo".

Al oír estas palabras del visir, la princesa contestó desde detrás de la cortina: "¡Alah colme con sus gracias al hijo de mi tío, el emir Maruf! ¿Qué pienso de él? Pues ¡por mi vida! nada más que cosas buenas. No hay en la tierra nervio de confitura que sea comparable al suyo en dulzura, sabor y gusto. Desde que soy su esposa engordo y me hermoseo, y todo el mundo, maravillado de mi buena cara, dice a mi paso: "¡Alah la preserve del mal de ojo y la libre de los envidiosos y de los embaucadores!" ¡Ah! Maruf, el hijo de mi tío, es una pasta de delicias, constituye mi alegría y yo constituyo la suya. ¡Alah nos deje al uno para el otro!"

Y al oír aquello, el rey se encaró con el visir, a quien se le alargaba la nariz, y le dijo: "¡Ya lo ves! ¿Qué te había dicho yo? ¡Mi yerno Maruf es un hombre admirable, y tú, por tus sospechas, mereces que te empale!" Pero el visir, volviéndose hacia la cortina, preguntó: "¿Y la caravana, ¡oh mi señora!? ¿y la caravana que no llega?" Ella contestó: "¿Y a mí qué me importa eso? Llegue o no llegue, ¿aumentaría o disminuiría mi dicha?" Y el visir dijo: "¿Y quién te alimentará ahora que los armarios del tesoro están vacíos? ¿Y quién atenderá a los gastos del emir Maruf ?" Ella contestó: "Alah es generoso y no abandona a sus adoradores". Y el rey dijo al visir: "Tiene razón mi hija. Cállate". Luego dijo a la princesa: "No obstante, ¡oh amada de tu padre! procura saber, por el hijo de tu tío, el emir Maruf, la fecha aproximada en que cree que llegará su caravana. Quisiera saberlo sencillamente para reglamentar nuestros gastos y ver si ha lugar a crear nuevos impuestos que llenen el vacío de nuestros armarios". Y la princesa contestó: "¡Escucho y obedezco! Los hijos deben obediencia y respeto a sus padres. Esta misma noche interrogaré al emir Maruf, y te contaré lo que me diga".

Y a la caída de la noche, cuando la princesa, como de costumbre, fué a refocilarse al lado de Maruf, y él se refociló al lado de la joven, ella le puso la mano en la axila para interrogarle, y más dulce que la miel, y mimosa y lagotera y tierna y acariciadora como todas las mujeres que tienen algo que pedir y que obtener...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 965ª noche

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Ella dijo:

... Y a la caída de la noche, cuando la princesa, como de costumbre, fué a refocilarse al lado de Maruf, y él se refociló al lado de la joven, ella le puso la mano en la axila para interrogarle, y más dulce que la miel, y mimosa y lagotera y tierna y acariciadora como todas las mujeres que tienen algo que pedir y que obtener, le dijo "¡Oh luz de mis ojos! ¡oh fruto de mi hígado! ¡oh núcleo de mi corazón y vida y delicias de mi alma! los fuegos de tu amor han invadido por completo mi seno. Y estoy dispuesta a sacrificar por ti mi vida y compartir tu suerte, sea cual sea. Pero ¡por mi vida sobre ti! no ocultes nada a la hija de tu tío. Dime, pues, por favor, a fin de que lo guarde yo en lo más secreto de mi corazón, por qué motivo no ha llegado todavía esa gran caravana de que están hablando siempre mi padre y su visir. Y si tienes cualquier vacilación o cualquier duda sobre el particular, confíate a mí con toda sinceridad, y yo me dedicaré a buscar la manera de alejar de ti todo sinsabor". Y tras de hablar así, le besó, y le estrechó contra su pecho, y se dejó derretir en sus brazos. Y Maruf de pronto se echó a reír a carcajadas, y contestó: "¡Oh querida! ¿por qué andar con tantos rodeos para preguntarme una cosa tan sencilla? Porque estoy dispuesto a decirte la verdad, sin poner dificultad ninguna, y a no ocultarte nada".

Y se calló por un instante para tragar saliva, y prosiguió: "Has de saber, en efecto, ¡oh querida mía! que no soy mercader, ni dueño de caravanas, ni poseedor de riqueza alguna u otra calamidad parecida. Porque en mi país no era yo más que un pobre zapatero remendón, casado con una apestosa mujer llamada Fattumah, la Boñiga caliente, que era un emplasto para mi corazón y un azote negro para mis ojos. Y me sucedió con ella tal y cual cosa". Y se dedicó a contar a la princesa toda la historia de lo que le pasó con su esposa en El Cairo, y lo que le ocurrió como consecuencia del incidente de la kenafa hilada con miel de abejas. Y no le ocultó nada, y no omitió ningún detalle de cuanto le había sucedido a partir de aquel momento hasta su naufragio y el encuentro con su camarada de infancia, el generoso mercader Alí. Pero no hay ninguna utilidad en repetirlo.

Cuando la princesa hubo oído el relato de aquella historia de Maruf, se echó a reír de tal manera, que se cayó de trasero. Y Maruf también se echó a reír, y dijo: "Alah es el Dispensador de los destinos. Y tú estabas escrita en mi suerte, ¡oh dueña mía!" Y ella le dijo: "En verdad ¡oh Maruf! que estás ducho en astucias, y nadie puede compararse a ti en listeza, en sagacidad, en delicadeza y en buen humor. Pero qué dirá mi padre, y sobre todo qué dirá su visir, enemigo tuyo, si llegan a saber la verdad de tu historia y la invención de la caravana? Indudablemente, te harán morir; y yo moriré de dolor junto a ti. Por lo pronto, pues, vale más que abandones el palacio y te retires a cualquier país lejano, mientras yo veo la manera de arreglar las cosas y explicar lo inexplicable".

Y añadió: "Por consiguiente, toma estos cincuenta mil dinares que poseo, monta a caballo y vete a vivir en un paraje escondido, dándome a conocer tu retiro, a fin de que a diario pueda yo despacharte un correo que te dé noticias mías y me traiga las tuyas. Y ése es ¡oh querido mío! el partido mejor que podemos tomar en esta ocasión". Y Maruf contestó: "En ti confío, ¡oh dueña mía! y me pongo bajo su protección". Y ella le besó e hizo con él la cosa acostumbrada hasta media noche.

Entonces le dijo que se levantara, le puso un traje de mameluco, y le dió el mejor caballo de las caballerizas de su padre. Y Maruf salió de la ciudad, aparentando ser un mameluco del rey, y se marchó por su camino. Y eso es lo que aconteció por el momento.

Pero he aquí ahora lo relativo a la princesa, al rey, al visir y a la caravana invisible.

Al día siguiente, muy temprano, el rey sentóse en la sala de reunión, con el visir a su lado. Y mandó llamar a la princesa para informarse por ella de lo que le había recomendado que se enterara. Y como la víspera, la princesa se puso detrás de la cortina que la separaba de los hombres, y preguntó: "¿Qué ocurre, ¡oh padre mío!?" El rey preguntó: "Y bien, hija mía. ¿Qué has sabido y qué tienes que decirnos?" Y ella contestó: "¿Qué tengo que decir, ¡oh padre mío!? ¡Ah! ¡que Alah confunda al Maligno, al Lapidado! ¡Y ojalá maldijera al propio tiempo a los calumniadores, y ennegreciera el rostro de brea de tu visir, que ha querido ennegrecer mi rostro y el de mi esposo el emir Maruf!" Y el rey preguntó: "¿Y cómo es eso? ¿Y por qué?" Ella dijo: "¡Por Alah! ¿cómo es posible que otorgues tu confianza a ese hombre nefasto que lo ha puesto en juego todo para desacreditar en tu espíritu al hijo de mi tía?" Y se calló un instante, como sofocada de indignación, y añadió: "Has de saber, en efecto, ¡oh padre mío! que sobre la faz de la tierra no hay otro hombre tan íntegro, tan recto y tan verídico como el emir Maruf (¡Alah le colme con sus gracias!). He aquí lo ocurrido desde el instante en que te dejé: A la caída de la noche, en el momento en que mi bienamado esposo entraba en mi aposento, ocurrió que el eunuco que tengo a mi servicio solicitó hablarnos para comunicarnos una cosa que no admitía dilación. Y se le introdujo, y llevaba una carta en la mano. Y nos dijo que acababan de entregarle aquella carta diez mamalik extranjeros, ricamente vestidos, que deseaban hablar con su amo Maruf. Y mi esposo abrió la carta y la leyó; luego me la dió y yo la leí también. Era el propio jefe de la gran caravana que esperáis con tanta impaciencia. Y el jefe de la caravana, que tiene a su órdenes, para acompañar al convoy, quinientos jóvenes mamalik, semejantes a los diez que esperaban a la puesta, explicaba en aquella carta que durante el viaje habían tenido la mala suerte de encontrarse con una horda de beduínos desvalijadores, asaltadores de caminos, que les habían salido al paso. De ahí proviene el primer motivo del retraso en llegar la caravana. Y decía que después de triunfar de aquella horda, algunos días más tarde les atacó de noche otra banda de beduínos mucho más numerosa y mejor armada. Y de ello resultó un combate, en que la caravana, desgraciadamente, perdió cincuenta mamalik muertos, doscientos camellos y cuatrocientos fardos de mercancías valiosas.

"Al saber tan desagradable noticia, mi esposo, lejos de mostrarse conmovido, rompió la carta, sonriendo, sin pedir más explicaciones a los diez esclavos que esperaban a la puerta, y me dijo: "¿Qué suponen esos cuatrocientos fardos y esos doscientos camellos perdidos? Si eso apenas representa una pérdida de novecientos mil dinares de oro. En verdad que no merece que se hable de ello, y sobre todo que te preocupes tú por semejantes cosas, querida mía. La única molestia que nos ocasiona se reduce a que tengo que ausentarme unos días para apresurar la llegada del resto de la caravana". Y se levantó, riendo, y me estrechó contra su pecho, y se despidió de mí, mientras yo derramaba las lágrimas de la separación. Y se fué, recomendándome de nuevo que tranquilizara mi corazón y refrescara mis ojos. Y al ver desaparecer a aquel núcleo de mi corazón, asomé la cabeza por la ventana que da al patio y vi a mi bienamado charlando con los diez jóvenes mamalik, hermosos como lunas, que habían llevado la carta. Y montó a caballo, y salió del palacio al frente de ellos, para apresurar la llegada de las caravanas".

Y tras de hablar así, la joven princesa se sonó ruidosamente, como una persona que ha llorado una ausencia, y añadió con voz repentinamente irritada: "Está bien, padre mío; dime qué habría sucedido si hubiese tenido yo la indiscreción de hablar a mi esposo, como me habías aconsejado que hiciera, impulsado por tu visir de brea. Sí, ¿qué habría sucedido? ¡Mi esposo me miraría en adelante con ojos despectivos y desconfiados, y no me amaría ya, y hasta me odiaría, y con justicia, ciertamente! ¡Y todo por culpa de las suposiciones ofensivas y de las sospechas injuriosas de tu visir, esa barba de mal agüero!" Y habiendo hablado así detrás de la cortina, la princesa se levantó, y se marchó haciendo mucho ruido y demostrando mucha ira. Y entonces se encaró el rey con su visir, y le gritó: "¡Ah, hijo de perro! ¿ves lo que nos sucede por culpa tuya? ¡Por Alah, que no se lo que me detiene aún para dejarte más ancho que largo! ¡Pero atrévete una sola vez siquiera a volver a sospechar de mi yerno Maruf, y ya verás lo que te espera!" Y le lanzó una mirada atravesada, y levantó el diwán. ¡Y esto es lo referente a ellos!

Pero he aquí lo que atañe a Maruf.

Cuando salió de la ciudad de Khaitán, que era la capital del rey, padre de la princesa, y viajó unas horas por las llanuras desiertas, empezó a sentir que le rendía la fatiga, pues no estaba acostumbrado a montar en caballos de reyes, y su oficio de zapatero no era el más a propósito para tornarse un día en jinete tan espléndido como a la sazón era. Y además, no dejaban de inquietarle las consecuencias de la cosa; y empezaba a arrepentirse amargamente de haber dicho la verdad a la princesa. Y se decía: "He aquí que ahora te ves reducido a errar por los caminos, en vez de deleitarte en los brazos de tu mantecosa esposa, cuyas caricias te habían hecho olvidar a la calamitosa Boñiga caliente de El Cairo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 966ª noche

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Ella dijo:

"... He aquí que ahora te ves reducido a errar por los caminos, en vez de deleitarte en los brazos de tu mantecosa esposa, cuyas caricias te habían hecho olvidar a la calamitosa Boñiga caliente de El Cairo". Y pensando en su último amor, que les tenía a él y a ella quemado el corazón por la separación, empezó a condolerse de su propio estado y llorar cálidas lágrimas, recitándose desesperados versos de ausencia. Y gimiendo de tal suerte y exhalando su dolor de amante en tiradas de versos apropiados a su situación, llegó, después de salir el sol, a las cercanías de un pueblecito. Y vió en un campo a un felah que labraba con un arado de dos bueyes. Y como, en su precipitación por huir del palacio y de la ciudad, se había olvidado de llevar provisiones de boca para el viaje, le torturaban el hambre y la sed; y se acercó a aquel felah, y le saludó, diciendo: "La zalema contigo, ¡oh jeique!" Y el felah le devolvió el saludo, diciendo: "¡Y contigo la zalema, la misericordia de Alah y sus bendiciones! Sin duda, ¡oh mi señor! eres un mameluco entre los mamelucos del sultán". Y Maruf contestó: "Sí". Y el felah le dijo: "Bienvenido seas, ¡oh rostro de leche! Y hazme el favor de parar en mi casa y de aceptar mi hospitalidad". Y Maruf, que en seguida vió que tenía que habérselas con un hombre generoso, lanzó una ojeada a la pobre vivienda, que estaba cerca, y observó que no contenía nada que pudiera alimentar ni aplacar la sed. Y dijo al felah: "¡Oh hermano mío! no veo en tu casa nada que puedas ofrecer a un huésped tan hambriento como yo. ¿Cómo vas a arreglarte, pues, si acepto tu invitación?" Y el felah contestó: "El bien de Alah no falta; todo se andará. Apéate del caballo, ¡oh mi señor! y déjame cuidarte y albergarte, por Alah. El pueblo está muy cerca, y correré allá con toda la velocidad de mis piernas, y te traeré lo necesario para reconfortarte y tenerte contento. Y tampoco dejaré de traer forraje y grano para el pienso de tu caballo". Y Maruf, lleno de escrúpulos y sin querer molestar ni distraer de su trabajo a aquel pobre hombre, le contestó: "Pues ya que el pueblo está tan cerca, ¡oh hermano mío! más de prisa iré yo a caballo, y compraré en el zoco todo lo necesario para mí y para mi caballo". Pero el felah, cuya generosidad nativa no podía decidirse a dejar partir así, sin darle hospitalidad, a un extraño del camino de Alah, repuso: "¿De qué zoco estás hablando, ¡oh mi señor! ? ¿Acaso un miserable villorrio como el nuestro, cuyas casas son de boñiga de vaca, posee un zoco ni nada que de cerca o de lejos se parezca a un zoco? Nosotros no tenemos negocios de compra y venta; y cada uno se arregla para vivir con lo poco que posee. Así, pues, te suplico, por Alah y por el Profeta bendito, que te pares en mi casa para complacerme y dar gusto a mi espíritu y a mi corazón. Y en seguida iré al pueblo y tardaré menos aún en volver". Entonces Maruf, al ver que no podía rehusar la oferta de aquel pobre felah sin apenarle y disgustarle, se apeó del caballo, y fué a sentarse a la entrada de la choza de boñiga seca, en tanto que el felah, echando a correr inmediatamente en dirección al pueblo, no tardaba en desaparecer a lo lejos.

Y mientras esperaba a que volviese el otro con las provisiones, Maruf empezó a reflexionar y a decirse: "He aquí que he sido causa de ajetreo y molestia para ese pobre, a quien me parecía yo en un todo cuando no era más que un miserable zapatero remendón. Pero, por Alah, quiero reparar en la medida de mis fuerzas el daño que le causo al dejarlo que abandone así su trabajo. Y para empezar, voy a tratar de labrar ahora mismo en lugar suyo, haciendo que de tal suerte gane el tiempo que por mí pierde".

Y se levantó en aquella hora y en aquel instante, y vestido con sus ropas doradas de mameluco real, echó mano al arado e hizo avanzar a la yunta de bueyes por el ya trazado surco. Pero, apenas había hecho dar unos pasos a los bueyes, la reja de arado chocó de pronto, con un ruido singular, contra algo que oponía resistencia; y arrastrados por el propio esfuerzo, los bueyes cayeron de rodillas. Y Maruf, dando voces, hizo levantarse a los animales, y los fustigó vivamente para vencer la resistencia. Pero, a pesar del enorme tirón que dieron los bueyes, la reja no se movió ni una pulgada, y quedó encajada en el suelo como si esperase al día del Juicio.

Entonces Maruf se decidió a examinar en qué podía consistir aquello. Y cuando levantó la tierra, observó que la punta de la reja se había enganchado en una fuerte anilla de cobre rojo sujeta a una losa de mármol, casi a ras de la tierra.

E impulsado por la curiosidad, Maruf intentó mover y levantar aquella losa de mármol. Y después de algunos esfuerzos, acabó por conseguir desencajarla y correrla. Y debajo vio una escalera con peldaños de mármol que conducía a una cueva de forma cuadrada que tenía la amplitud de un hammam. Y Maruf, pronunciando la fórmula del "bismilah", bajó a la cueva y vió que la componían cuatro salas consecutivas. Y la primera de aquellas salas estaba llena de monedas de oro desde el suelo hasta el techo; y la segunda estaba llena de perlas, de esmeraldas y de coral, también desde el suelo hasta el techo; y la tercera, de jacintos; de rubíes, de turquesas, de diamantes y de pedrerías de todos colores; pero la cuarta, que era la más espaciosa y la mejor acondicionada, no contenía nada más que un pedestal de madera de ébano, sobre el cual estaba colocado un pequeñísimo cofrecito de cristal no mayor que un limón. Y Maruf se asombró prodigiosamente de su descubrimiento y se entusiasmó con aquel tesoro. Pero lo que más le intrigaba era aquel minúsculo cofrecillo de cristal, único objeto de manifiesto en la inmensa sala cuarta del subterráneo. Así es que, sin poder resistir a los apremios de su alma, tendió la mano al pequeño objeto insignificante que le tentaba infinitamente más que todas las maravillas del tesoro, y apoderándose de él, lo abrió. Y dentro halló un anillo de oro con un sello de cornalina, en que estaban grabadas, con caracteres extremadamente finos y semejantes a patas de moscas, escrituras talismánicas. Y con un movimiento instintivo, Maruf se puso el anillo en su dedo y se lo ajustó apretándolo.

Y al punto salió del sello del anillo una voz fuerte, que dijo: "¡A tus órdenes! ¡a tus órdenes! ¡Por favor, no me frotes más! Ordena, y serás obedecido. ¿Qué deseas? ¡Habla! ¿Quieres que derribe o que construya, que mate a algunos reyes y a algunas reinas o que te los traiga, que haga surgir una ciudad entera o que aniquile todo un país, que cubra de flores una comarca o que la asuele, que allane una montaña o que seque un mar? Habla, anhela, desea. Pero, por favor, no me frotes con tanta violencia, ¡oh amo mío! Soy tu esclavo, con permiso del Señor de los genn, del Creador del día y de la noche". Y Maruf, que al pronto no se había dado completa cuenta de dónde salía aquella voz, acabó por observar que salía del propio sello del anillo que se había puesto en el dedo, y dijo, dirigiéndose al que residía en la cornalina: "¡Oh criatura de mi Señor! ¿quién eres?" Y la voz de la cornalina contestó: "Soy el Padre de la Dicha, esclavo de este anillo. Y ejecuto a ciegas las órdenes de quienquiera que se adueñe de este anillo. Y nada es imposible para mí, porque soy el jefe supremo de setenta y dos tribus de genn, efrits, cheitanes, auns y mareds. Y cada una de estas tribus se compone de doce mil valientes irresistibles, más fuertes que elefantes y más sutiles que el mercurio. Pero, como ya te he dicho, ¡oh amo mío! yo, a mi vez, estoy sometido a este anillo; y aunque es muy grande mi poder, obedezco al que lo posee, como un niño obedece a su madre. No obstante, déjame advertirte que si por desgracia frotaras el sello dos veces seguidas en vez de una, harías que me consumiera el fuego de los nombres terribles grabados sobre el anillo. Y me perderías irrevocablemente.


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 967ª noche

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Ella dijo:

"No obstante, déjame advertirte que si por desgracia frotaras el sello dos veces seguidas en vez de una, harías que me consumiera en el fuego de los nombres terribles grabados sobre el anillo. Y me perderías irrevocablemente".

Y al oír aquello, Maruf contestó al efrit de la cornalina: "¡Oh excelente y poderoso Padre de la Dicha! sabe que he guardado tus palabras en el sitio más seguro de mi memoria. Pero ¿puedes empezar por decirme quién te ha encerrado en esta cornalina y quién te ha sometido al poder del dueño del anillo?" Y el genni contestó desde el interior del sello: "Has de saber, ¡ya sidi! que el lugar en que nos hallamos es el antiguo tesoro de Scheddad, hijo de Aad, el constructor de la famosa ciudad, ahora en ruinas, de Iram de las Columnas. En vida de él, fui yo esclavo del rey Scheddad. ¡Y precisamente el que posees es su anillo, que lo has encontrado en el cristal donde estaba guardado desde tiempos remotos!"

Y el antiguo remendón de calzado de la calle Roja de El Cairo, convertido entonces, merced a la posesión de aquel anillo, en sucesor directo de la posteridad de Nemrod y de aquel heroico y orgulloso Scheddad, que había vivido la edad de siete águilas, quiso experimentar sin tardanza las virtudes maravillosas encerradas en el sello. Y dijo al que residía en la cornalina: "¡Oh esclavo del anillo! ¿podrías sacar de este subterráneo y llevarlo a la superficie de la tierra, a la luz del día, el tesoro guardado aquí?" Y la voz del Padre de la Dicha contestó: "¡Sin duda alguna, y eso precisamente es para mí la cosa más fácil". Y Maruf le dijo: "Ya que es así, te pido que saques cuantas riquezas y maravillas hay aquí, sin dejar nada a los que pudieran venir después que yo, pero ni rastro". Y contestó la voz: "Escucho y obedezco". Luego gritó: "¡Hola, muchachos!"

Y al punto vió Maruf aparecer ante él doce mancebos muy hermosos, llevando a la cabeza grandes cestos. Y después de besar la tierra entre las manos del encantado Maruf, se irguieron, y en un abrir y cerrar de ojos transportaron afuera, en varios viajes, todos los tesoros contenidos en las tres salas del subterráneo. Y cuando acabaron aquel trabajo, fueron de nuevo a presentar sus homenajes a Maruf, que estaba cada vez más encantado, y desaparecieron como habían venido.

Entonces Maruf, en el límite del contento, se encaró con el habitante de la cornalina, y le dijo: "Perfectamente. Pero ahora quisiera cajas, mulas con sus muleteros, y camellos con sus camelleros, para transportar estos tesoros a la ciudad de Khaitán, capital del reino de Sohatán". Y el esclavo encerrado en el sello contestó: "¡A tus órdenes! nada más hacedero". Y lanzó un grito estridente, y en el mismo instante aparecieron ante Maruf mulas y muleteros, camellos y camelleros, cajas y cestas, y mamalik suntuosamente vestidos, hermosos como lunas, en número de seiscientos de cada especie. Y en menos tiempo del que se necesita para cerrar un ojo y abrirlo, cargaron en las acémilas cajas y cestos, previamente llenos de oro y de joyas, y se alinearon por orden. Y los jóvenes mamalik montaron en sus hermosos caballos y escoltaron la caravana.

Y el antiguo zapatero dijo entonces al servidor de su anillo: "¡Oh padre de la Dicha! ahora deseo de ti otros mil animales cargados con sedas y telas preciosas de Siria, de Egipto, de Grecia, de Persia, de India, y de China". Y el genni contestó con el oído y la obediencia. Y al punto aparecieron ante Maruf los mil camellos y mulas cargados con los objetos consabidos, y se pusieron ellos solos en fila regular a la cola del convoy, escoltados, como los anteriores por otros jóvenes mamalik tan soberbiamente vestidos y montados como sus hermanos. Y Maruf quedó satisfecho, y dijo al habitante del anillo: "Ahora deseo comer antes de partir. Levántame, por tanto, un pabellón de seda, y sírveme bandejas de manjares escogidos y de bebidas frescas". Y acto seguido se ejecutó la orden. Y Maruf entró en el pabellón y se sentó ante las bandejas en el preciso momento en que volvía del pueblo el buen felah. Y llegó el pobre llevando a la cabeza una escudilla de madera llena de lentejas con aceite, al brazo izquierdo pan negro y cebollas y al brazo derecho un saco de a celemín lleno de avena para el caballo. Y vio delante de la casa la prodigiosa caravana y el pabellón de seda en donde estaba sentado Maruf rodeado de esclavos diligentes que le servían, a la vez que otros esclavos se mantenían detrás de él, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Y se emocionó en extremo, y pensó: "¡Indudablemente, durante mi ausencia ha llegado aquí el sultán, haciéndose preceder por el primer mameluco que he visto! ¡Lástima que no se me haya ocurrido degollar a mis dos gallinas y guisárselas con manteca de vaca!" Y decidió hacerle, a pesar de todo, aunque ya era tarde, y fué a buscar sus dos gallinas para degollarlas y ofrecérselas al sultán, asadas en manteca de vaca...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 968ª noche

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Ella dijo:

... y fué a buscar sus dos gallinas para degollarlas y ofrecérselas al sultán, asadas en manteca de vaca.

Pero Maruf le vió y le llamó. Y dijo al propio tiempo a los esclavos que le servían: "¡Traédmele!" Y los esclavos corrieron tras el felah, y le transportaron al pabellón con su escudilla de lentejas, sus cebollas, su pan negro y su saco de a celemín. Y Maruf se levantó en honor suyo y le abrazó y le dijo: "¿Qué llevas ahí, ¡oh hermano mío de miseria!?" Y el pobre felah se asombró prodigiosamente de ser tratado tan afectuosamente por un hombre de aquella importancia, y de oírle hablar en aquel tono y llamarle su "hermano de miseria". Y se dijo: "Si éste es un pobre, ¿qué seré yo entonces?" Y le contestó: "Te traigo la comida de la hospitalidad, ¡oh mi señor! y la ración de tu caballo. ¡Pero te ruego excuses mi ignorancia! Porque si hubiese sabido que eras el sultán, no habría vacilado en sacrificar en tu honor las dos gallinas que poseo y en asártelas con manteca de vaca. Pero la miseria torna ciego al hombre y le quita toda perspicacia. Y Maruf, al oír estas palabras, recordando su antigua situación, cuando se hallaba en un estado de miseria análoga o aun peor que la de aquel pobre felah, se echó a llorar. Y las lágrimas le corrían copiosamente por los pelos de su barba, y caían en las bandejas. Y dijo al felah: "¡Oh hermano mío! tranquiliza tu corazón. No soy el sultán, sino solamente su yerno. A consecuencia de algunas diferencias que tuvimos, abandoné el palacio. Pero ahora me envía él todos estos esclavos y todos estos regalos para demostrarme que quiere reconciliarse conmigo. Voy, pues, a volver sobre mis pasos sin dilación. En cuanto a ti, hermano mío, que con tanta bondad has querido tratarme sin conocerme, sabe que no has sembrado en un terreno seco".

Y obligó al felah a sentarse a su diestra, y le dijo: "No obstante todos los manjares que ves en esta mesa, juro por Alah que no quiero comer más que tu plato de lentejas, y que no probaré otra cosa que ese pan y estas cebollas". Y ordenó a los esclavos que sirvieran al felah los manjares suntuosos y por su parte, no comió más que las lentejas de la escudilla, el pan negro y las cebollas. Y se dilató y se regocijó al ver el asombro del pobre felah ante tantos manjares cuyo perfume satisfacía al cerebro, y tantos colores que encantaban las miradas.

Y cuando acabaron de comer, dieron gracias al Retribuidor por sus beneficios; y Maruf se levantó, y cogiendo al felah por la mano, lo sacó fuera del pabellón, llevándole adonde estaba la caravana. Y le obligó a escoger un par de camellos y un par de mulas de cada clase de mercancía y de fardo. Luego le dijo: "Esto es propiedad tuya ¡oh hermano mío! Y además, te dejo este pabellón con todo lo que contiene". Y sin querer escuchar sus negativas ni la expresión de su gratitud, se despidió de él, abrazándole una vez más, volvió a montar en su caballo, se puso a la cabeza de la caravana, y haciéndose preceder en la ciudad por un correo más rápido que el relámpago, encargado de anunciar al rey su llegada, se puso en camino.

Y he aquí que el correo de Maruf llegó a palacio en el preciso momento en que el visir decía al rey: "Disipa tu error ¡oh mi señor! y no des fe a las palabras de tu hija la princesa relativas a la marcha de su esposo. Pues ¡por vida de tu cabeza! el emir Maruf ha salido de aquí fugitivo, temiendo tu justo rencor, y no para apresurar la llegada de una caravana que no existe. ¡Por los sagrados días de tu vida, ese hombre no es más que un embustero, un trapacero y un impostor!" Y cuando el rey, persuadido a medias ya por aquellas palabras, abría la boca para dar la respuesta oportuna, entró el correo, y después de prosternarse, le anunció la llegada inminente de Maruf, diciendo: "¡Oh rey del tiempo! vengo a ti en calidad de nuncio. Y te traigo la buena nueva de que detrás de mí llega mi amo el emir poderoso y generoso, el héroe insigne, Maruf, tu yerno. Y va a la cabeza de una caravana que no ha podido venir tan de prisa como yo, a causa de los pesados esplendores de que está cargada". Y habiendo hablado así, el joven mameluco besó de nuevo la tierra entre las manos del rey, y se fué como había venido.

Entonces el rey, en el límite de la dicha, pero furioso contra su visir, se encaró con él y le dijo: "¡Alah ennegrezca tu rostro y lo vuelva tan tenebroso como tu espíritu! ¡Y ojalá maldiga tu barba ¡oh traidor! y te convenza de tu embuste y de tu doblez como por fin vas a convencerte de la grandeza y del poderío de mi yerno!" Y aterrado y prometiendo no hacer en adelante la menor observación, el visir se arrojó a los pies de su señor, sin fuerzas para responder ni una sola palabra. Y el rey le dejó en aquella posición, y salió a dar orden de adornar y empavesar la ciudad, y de prepararlo todo para salir con un cortejo al encuentro de su yerno.

Tras de lo cual fué al aposento de su hija y le anunció la dichosa nueva. Y al oír la princesa a su padre hablarle de la llegada de su esposo a la cabeza de una caravana que ella misma creía era una invención, llegó al límite de la perplejidad y del asombro. Y no supo qué pensar, qué decir ni qué responder; y se preguntó si una vez más su esposo se mofaba del sultán, o si habría querido, la noche en que le contó su historia, burlarse de ella o sencillamente ponerla a prueba para ver si en realidad sentía inclinación hacia él. Y de todos modos, prefirió guardar para sí sola sus dudas y sus extrañezas, esperando a ver qué ocurría.

Y se limitó a mostrar ante su padre un rostro transfigurado por el contento. Y el rey abandonó las habitaciones de la joven, y se puso a la cabeza del cortejo que salió al encuentro de Maruf.

Pero el que de todos se asombró más y quedó más absorto fué incontestablemente el excelente mercader Alí, el camarada de infancia de Maruf, que mejor que nadie sabía a qué atenerse a las riquezas de Maruf. Así es que, cuando vió el empavesado de la ciudad, los preparativos de fiesta, y el cortejo real que salía de la ciudad, interrogó a los transeúntes, preguntándoles el motivo de todo aquel movimiento. Y le contestaron: "¡Cómo! ¿no lo sabes? ¡Pues que viene el yerno del rey, el emir Maruf, a la cabeza de una caravana espléndida!" Y el amigo de Maruf golpeó las manos una contra otra, y se dijo: "¿Qué nueva trapacería del zapatero será ésta? ¡Por Alah! ¿desde cuándo el trabajo de remendar calzado ha podido hacer a mi amigo Maruf poseedor y conductor de caravanas? ¡Pero Alah es el Todopoderoso...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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