Y cuando llegó la 886ª noche

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Ella dijo:

... Y la princesa, cruzando las galerías, penetró en la sala grande que le había descripto la vieja, mientras a su paso las alegres voces hacían oír conciertos de bienvenida. Y lejos de esconderse debajo del diván, como lo había hecho la vieja, fué a sentarse en el trono grande que se elevaba en el sitio de honor, al borde del estanque. Y por toda precaución se echó sobre el rostro su velillo.

Apenas habíase instalado de tal modo, como una reina en su trono, se oyó un ruido muy tenue, no de pezuñas golpeando el suelo, sino de pasos ligeros que anunciaban a quien los daba. Y entró el joven, como un diamante.

Y ocurrió lo que ocurrió.

Y en el corazón de ambos enamorados sucedió la alegría a los tormentos. Y se unieron como el amante se une a su amante, en tanto que desde la bóveda y desde los muros y desde todos los rincones del aposento se dejaba oír la armonía de los cánticos y se elevaban las voces de los servidores en honor de la hija del sultán.

Y después de algún tiempo pasado allí por los amantes entre delicias y placeres encantadores, regresaron al palacio del sultán, donde fué acogida su llegada con entusiasmo, igual por parientes que por grandes y chicos, en medio de regocijos y de cánticos, mientras todos los habitantes empavesaban la ciudad.

Y desde entonces vivieron contentos y prosperando. ¡Pero Alah es el más grande!


Y sin sentirse fatigada aquella noche, Schehrazada dijo todavía:



Historia del hijo de rey con la tortuga gigantesca

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Se cuenta, entre lo que se cuenta, que, en la antigüedad del tiempo y el pasado de la edad y del momento, había un poderoso sultán a quien el Retribuidor había concedido tres hijos. Y estos tres hijos, que eran varones indomables y heroicos guerreros, se llamaban: el mayor, Schater-Alí (príncipe Alí); el segundo, Schater-Hossein, y el más pequeño, Schater-Mohammad. Y el tal pequeño era con mucho el más hermoso, el más valiente y el más generoso de los tres hermanos. Y su padre los quería con igual cariño, por lo que había resuelto dejar, después de su muerte, una parte igual de sus bienes y de su reino a cada uno. Porque era justo y leal. Y no quería favorecer a uno con detrimento de los otros, ni perjudicar a uno en beneficio de los otros.

Y cuando llegaron ellos a la edad de casarse, su padre el rey se vió perplejo y vacilante, y para tomar consejo, llamó a su visir, hombre sabio, íntegro y lleno de prudencia, y le dijo: "¡Oh visir mío! tengo muchas ganas de hallar esposas para mis tres hijos, que están en edad de casarse, y te he llamado para contar con tu opinión sobre el particular". Y el visir reflexionó durante una hora de tiempo, luego levantó la cabeza y contestó: "¡Oh rey del tiempo! ¡se trata de una cosa muy delicada!" Después añadió: "La suerte y la mala suerte están en lo invisible; y nadie podría forzar los decretos del Destino. Por eso mi idea es que los tres hijos de nuestro señor el rey dejen a su destino la elección de sus esposas. Y a tal fin, lo mejor que pueden hacer los tres príncipes es subir a la terraza de palacio con su arco y sus flechas. Y allí se les vendarán los ojos y se les hará dar varias vueltas. Tras de lo cual, cada uno de ellos tirará una flecha desde donde se haya parado. Y se visitarán las casas sobre las cuales caigan las flechas; y nuestro señor el sultán llamará al propietario de cada una de estas casas y le pedirá en matrimonio a su hija para el príncipe propietario de la flecha correspondiente, ya que la joven habrá sido escrita así en su suerte por el Destino".

Cuando el sultán oyó estas palabras de su visir, le dijo: "¡Oh visir mío! tu consejo es un consejo excelente, y tendré en cuenta tu opinión". Y al punto hizo llamar a sus tres hijos, que volvían de caza; y les participó la decisión tomada con respecto a ellos entre él y el visir, y subió con ellos a la terraza de palacio, seguido de sus visires y de todos sus dignatarios.

Y cada uno de los tres príncipes, que habían subido a la terraza con su arco y su carcaj, escogió una flecha y tendió su arco. Y les vendaron los ojos.

Y el hijo mayor del rey, después de que le hicieron girar sobre sí mismo, apuntó con su flecha el primero desde donde se había parado. Y la flecha, lanzada por la cuerda muy floja, voló por los aires y fué a caer en la morada de un gran señor.

Y el segundo hijo del rey lanzó a su vez su flecha, que fué a caer en la terraza del oficial mayor de las tropas del reino.

Y el tercer hijo del rey, que era el príncipe Schater-Mohammad, lanzó su flecha en la dirección en que se había vuelto. Y la flecha fué a caer en una casa a cuyo propietario no se conocía.

Y fueron a visitar las tres casas consabidas. Y resultó que la hija del gran señor y la hija del oficial del ejército eran dos jóvenes como lunas. Y sus padres llegaron al límite del contento por casarlas con dos hijos del rey. Pero cuando fueron a visitar la tercera casa, que era aquella donde había caído la flecha de Schater-Mohammad, advirtieron que no estaba habitada más que por una gigantesca tortuga solitaria.

Y el sultán, padre de Schater-Mohammad, y los visires y los emires y los chambelanes vieron a la tortuga, que vivía completamente sola en aquella casa, y se asombraron prodigiosamente. Pero como ni por un instante había que pensar en dársela por esposa el príncipe Schater-Mohammad, el sultán decidió repetir la experiencia. Y, por consiguiente, el joven príncipe volvió a subir a la terraza, llevando al hombro su arco y su carcaj, y ante toda la concurrencia lanzó una segunda flecha a la suerte. Y la flecha, conducida por su Destino, fué a caer precisamente sobre la casa habitada por la enorme tortuga solitaria.

Al ver aquello, el sultán quedó extremadamente contrariado, y dijo al príncipe: "Por Alah, ¡oh hijo mío! que la bendición no guía hoy tu mano. ¡Ruega al Profeta!" Y contestó el joven: "¡Sean con Él, con Sus compañeros y con Sus fieles la salutación y las bendiciones!" Y el sultán repuso: "¡Invoca el nombre de Alah y lanza la flecha para hacer la experiencia por tercera vez!" Y dijo el joven príncipe: "¡En el nombre de Alah el Clemente sin límites, el Misericordioso!" Y aflojando su arco lanzó por tercera vez la flecha, que, dirigida por el Destino, fué a caer una vez más sobre la casa en que vivía solitaria la enorme tortuga.

Cuando el sultán vió sin género de duda que la prueba era tan precisa y tan fehaciente en favor de la tortuga gigantesca, decidió que su hijo menor, el príncipe Schater-Mohammad, se quedase soltero. Y le dijo "¡Oh hijo mío! ¡como esa tortuga no es de nuestra raza, ni de nuestra especie, ni de nuestra religión, más vale que no te cases con nadie hasta que Alah nos vuelva a Su gracia!" Pero Schater-Mohammad exclamó: "¡Por los méritos del Profeta! (¡con El la plegaria y la paz!), la época de mi soltería ha pasado; y puesto que la tortuga me ha sido escrita por el Destino, consiento en casarme con ella". Y contestó el sultán en el límite del asombro: "Ciertamente, ¡oh hijo mío! te ha sido escrita la tortuga por el Destino; pero ¿desde cuándo los hijos de Adán toman por esposas a las tortugas? ¡Se trata de una cosa prodigiosa!" Pero el príncipe contestó: "¡A esa tortuga es a la que quiero por esposa, y no a otra!"

Y el sultán, que amaba a su hijo, no intentó contrariarle ni apenarle, y volviendo de su decisión, dió su consentimiento para tan extraño matrimonio.

Y se celebraron grandes fiestas y grandes regocijos y grandes festines, con danzas, cantos y conciertos de instrumentos, en honor de las bodas de Schater-Alí y Schater-Hossein, los dos hijos mayores del sultán. Y cuando transcurrieron los cuarenta días y las cuarenta noches que duraron los festejos de cada boda, los dos príncipes entraron en los aposentos de sus esposas en la noche nupcial, y consumaron su matrimonio con toda felicidad y gallardía.

Pero cuando tocó el turno a las bodas del joven príncipe Schater-Mohammad con su esposa la enorme tortuga solitaria, los dos hermanos mayores y las dos esposas de ambos hermanos, y los padres, y todas las mujeres de los emires y de los dignatarios, negaron su presencia a la ceremonia, y no perdonaron nada para que aquellos festejos resultasen entristecedores y lúgubres. Así es que el joven príncipe quedó muy humillado en su alma, y sufrió toda clase de vejaciones en miradas, sonrisas y espaldas vueltas. Pero en cuanto a lo que pasó durante la noche nupcial, cuando el príncipe entró en el aposento de su esposa, nadie lo pudo saber. Porque todo pasó tras el velo, que sólo pueden penetrar los ojos de Alah. Y lo mismo ocurrió la siguiente noche y las demás noches. ¡Y asombrábanse todos de que hubiese podido celebrarse semejante unión! Y ninguno comprendía cómo un hijo de Adán podía cohabitar con una tortuga, aunque fuese tan grande como un tonel de los mayores. ¡Y esto es lo referente a las bodas del príncipe Schater-Mohammad con su esposa la tortuga!

Por lo que respecta al sultán, los años, las preocupaciones del reino y las emociones de todas clases, sin contar la pena que le había producido el matrimonio de su hijo pequeño, curvaron su espalda y adelgazaron sus huesos. Y enflaqueció, y amarilleó, y perdió el apetito. Y con sus fuerzas disminuyó su vista y se quedó completamente ciego. Cuando sus tres hijos, que querían a su padre tanto como les quería él, vieron el estado en que se hallaba, resolvieron no dejar que cuidasen de su salud las mujeres del harem, que eran ignorantes y supersticiosas; y pensaron de qué medios se valdrían para devolver a su padre las fuerzas con la salud. Y dieron con uno, y tras de besar la mano al rey, le dijeron: "¡Oh padre nuestro! he aquí que tu tez amarillea y disminuye tu apetito y se debilita tu vista. ¡Y si las cosas continúan así, no nos quedará más remedio que desgarrarnos las vestiduras de color por perder contigo nuestro sostén y nuestro guía! Es preciso, pues, que escuches nuestro consejo, porque somos tus hijos y tú eres nuestro padre. Opinamos que en adelante deben ser nuestras esposas quienes te preparen el alimento, y no las mujeres de tu harén. Porque nuestras esposas son muy expertas en arte culinario, y guisarán para ti manjares que te devolverán el apetito, y con el apetito las fuerzas, y con las fuerzas la salud, y con la salud la excelencia de la vista y la curación de tus ojos enfermos". Y el sultán se conmovió mucho ante aquella atención de sus hijos, y les contestó: "Que Alah os inunde con Sus gracias, ¡oh hijos de vuestro padre! ¡Pero eso va a ser una molestia muy grande para vuestras esposas...!


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 887ª noche

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Ella dijo:

"... Que Alah os inunde con Sus gracias, ¡oh hijos de vuestro padre! ¡Pero eso va a ser una molestia muy grande para vuestras esposas!" Mas ellos empezaron a protestar, diciendo: "¡Una molestia! ¿Pues no son tus esclavas? ¿Y qué tienen que hacer de más urgencia que preparar manjares que contribuyan a tu restablecimiento? Y hemos pensado ¡oh padre! que lo mejor para ti sería que cada una te preparara una bandeja de manjares cocinados por ella, a fin de que tu alma pueda escoger entre todos el que te sea más agradable por el aspecto, por el olor y por el sabor. Y de tal suerte te volverá la salud y curarán tus ojos". Y el sultán los abrazó y les dijo: "¡Vosotros sabréis mejor que yo lo que me conviene!"

Y en vista de aquella innovación, que los regocijó hasta el límite del regocijo, los tres príncipes fueron en busca de sus tres esposas, y les mandaron que prepararan cada cual una bandeja de manjares que fuesen admirables a la vista y al olfato. Y cada uno estimuló a su esposa respectiva, diciéndole: "¡Es preciso que nuestro padre prefiera los manjares de mi casa a los de la casa de mis hermanos!"

Y, entretanto, los dos hermanos mayores no cesaron de burlarse de su hermano menor, preguntándole con mucha ironía qué iba a enviar su esposa, la enorme tortuga, para hacer volver el apetito a su padre y dulcificar el paladar. Pero él no contestaba a sus preguntas e interrogaciones más que con una sonrisa tranquila.

En cuanto a la esposa de Schater-Mohammad, que era la gigantesca tortuga solitaria, no esperaba más que aquella ocasión para demostrar de lo que era capaz. Y en aquella hora y en aquel instante puso manos a la obra. Y empezó por enviar a la esposa del hijo mayor del rey su servidora de confianza, con encargo de pedirle que tuviera la bondad de recoger para ella, la tortuga, todas las cagarrutas de las ratas y ratones de su casa, ya que ella, la tortuga, tenía una necesidad urgente de aquello para condimentar el arroz, los rellenos y los demás manjares, y nunca se servía de otros condimentos que de aquellos. Y al oír semejante cosa, se dijo la esposa de Schater-Alí: "¡No, por Alah! me guardaré mucho de dar esas cagarrutas de ratas y ratones que me pide esa miserable tortuga. ¡Porque ya sabré yo utilizarlas como condimentos mejor que ella!" Y contestó a la servidora: "Siento tener que contestar con una negativa. ¡Pero, por Alah, que apenas si me basta para mi uso personal la cagarruta de que dispongo!" Y la servidora volvió a llevar esta respuesta a su ama la tortuga.

Entonces la tortuga se echó a reír, y se convulsionó de alegría. Y envió su servidora de confianza a la esposa del segundo hijo del rey, con encargo de pedirle toda la basura de pollos y de palomas que tuviese al alcance de la mano, bajo pretexto de que ella, la tortuga, tenía una apremiante necesidad de aquella para salpimentar los manjares que preparase para el sultán. Pero la servidora volvió al lado de su ama sin nada en la mano y con ásperas palabras en la lengua de parte de la esposa de Schater-Hossein. Y la tortuga, al no ver nada en manos de su servidora, y al oír las palabras ásperas que llevaba en la lengua de parte de la esposa del segundo hijo del sultán, se bamboleó de satisfacción y de contento, y se echó a reír de tal manera, que se cayó de trasero.

Tras de lo cual preparó los manjares como mejor sabía, los colocó en la bandeja, tapó la bandeja con una tapadera de mimbre, y lo cubrió todo con un pañuelo de lino perfumado de rosa. Y mandó a su fiel servidora que llevara la bandeja al sultán, mientras que, por su parte, las otras dos esposas de los príncipes hacían llevar las suyas por esclavas.

Y llegó, pues, el momento de la comida; y el sultán sentose ante las tres bandejas; pero en cuanto se levantó la tapa de la bandeja de la primera princesa, se exhaló de ella un olor infecto y nauseabundo de cagarruta de rata capaz de asfixiar a un elefante. Y al sultán le afectó tan desagradablemente aquel olor, que le dió vueltas la cabeza y se cayó desmayado, con los pies junto al mentón. Y sus hijos se apresuraron a rodearle, y le rociaron con agua de rosas, y le abanicaron y consiguieron hacerle recobrar el conocimiento. Y al acordarse entonces de la causa de su indisposición, no pudo por menos de dar rienda suelta a su cólera contra su nuera y abrumarla de maldiciones.

Y al cabo de cierto tiempo se le pudo calmar, y tanto y tanto hubo de porfiársele, que se le decidió a que probara la segunda bandeja. Pero en cuanto se la destapó, llenó la sala de un olor atroz y fétido, como si acabasen de quemar allí la basura de todas las aves de corral de la ciudad. Y aquel olor penetró en la garganta, en la nariz y en los ojos delicados del desdichado sultán, que a la sazón creyó que se iba a quedar ciego del todo y a morir. Pero se apresuraron a abrir las ventanas, y a llevarse la bandeja causante de todo el mal, y a quemar incienso y benjuí para purificar el aire y contrarrestar el mal olor.

Y cuando el asqueado sultán respiró un poco el aire libre y pudo hablar, exclamó: "¿Qué daño he hecho a vuestras esposas ¡oh hijos míos! para que así maltraten a un anciano y le caven la tumba en vida? ¡Eso es un crimen que castiga Alah!" Y los dos príncipes esposos de las que habían preparado las bandejas se mostraron muy cariacontecidos, y contestaron que aquello era una cosa que escapaba a su entendimiento.

Y, entretanto, el joven príncipe Schater-Mohammad fue a besar la mano de su padre, y le suplicó que olvidara sus impresiones desagradables para no pensar más que en el gusto que le iba a dar la tercer bandeja.

Y el sultán, al oír aquello, llegó al límite de la cólera y de la indignación, y exclamó: "¿Qué dices, ¡oh Schater-Mohammad!? ¿Te burlas de tu anciano padre? ¿Que toque yo ahora a los manjares preparados por la tortuga, cuando los preparados por dedos de mujeres son ya tan horribles y tan espantosos? Bien veo que entre los tres habéis jurado hacer estallar mi hígado y darme a beber de un trago la muerte". Pero el joven príncipe se arrojó a los pies de su padre, y le juró por su vida y por la verdad sagrada de la fe que la tercer bandeja le haría olvidar sus tribulaciones, y que él, Schater-Mohammad, consentía en tomarse todos los manjares si no eran del agrado de su padre. Y suplicó y rogó e insistió e intercedió con tanto fervor y tanta humildad en favor de la bandeja, que el rey acabó por dejarse ablandar, e hizo seña a un esclavo para que levantara la tapa de la tercer bandeja, mientras pronunciaba la fórmula: "¡Me refugio en Alah el Protector!"

Pero he aquí que, al ser levantada la tapa, se desprendió de la bandeja de la tortuga un tufillo compuesto de los más suaves aromas de cocina, y tan exquisito y tan deliciosamente penetrante, que en el mismo momento se dilataron los abanicos del corazón del sultán, y se ensancharon los abanicos de sus pulmones, y se estremecieron los abanicos de sus narices, y le volvió el apetito desaparecido desde hacía tanto tiempo, y se abrieron sus ojos y se aclaró su vista. Y se le puso sonrosado el color y reposado el aspecto de su rostro. Y se estuvo comiendo sin interrupción durante una hora de tiempo. Tras de lo cual bebió un excelente sorbete de almizcle y nieve machacada, y regoldó de gusto varias veces con regüeldos que partían del fondo de su estómago satisfecho. Y en el límite de la holgura y del bienestar, dió gracias por Sus beneficios al Retribuidor, diciendo: "¡Al Gamdú lilah!"

Y no supo cómo expresar a su hijo pequeño lo satisfecho que estaba de los manjares cocinados por su esposa la tortuga. Y Schater-Mohammad aceptó las felicitaciones con modestia para no dar envidia a sus hermanos e indisponerlos contra él. Y dijo a su padre: "¡Esto ¡oh padre! no es más que una pequeña parte de los talentos de mi esposa! ¡Pero, si Alah quiere, día llegará en que le sea dado merecer con más razón tus cumplimientos!" Y le rogó que, puesto que estaba satisfecho, fuese en lo porvenir la tortuga quien quedase encargada únicamente de suministrar todos los días las bandejas de manjares. Y el sultán aceptó, diciendo: "De todo corazón paternal y afectuoso, ¡oh hijo mío!"

Y con aquel régimen se restableció completamente. Y también se le curaron los ojos.

Y para celebrar su curación y el recobro de su vista, el sultán dió en palacio una gran fiesta, con un festín magnífico, al cual convidó a sus tres hijos con sus esposas. Y las princesas se arreglaron como mejor pudieron para presentarse al sultán de modo que hiciesen honor a sus esposos y les blanquease el rostro ante su padre.

Y la enorme tortuga también se arregló para que blanquease en público el rostro de su esposo a causa de la hermosura de su atavío y de la elegancia de su indumentaria. Y cuando estuvo ataviada a su gusto, mandó a su servidora de confianza que fuese a ver a la mayor de sus cuñadas para rogarle que prestase a la tortuga el pato grande que tenía en su corral, porque la tortuga se proponía ir al palacio a caballo sobre tan hermosa montura. Pero la princesa le contestó, por la mediación de la lengua de la servidora, que si ella, la princesa, tenía un pato tan hermoso, era para servirse de él para su propio uso. Y al oír esta respuesta, la tortuga se cayó de trasero a fuerza de reír, y envió a la servidora a casa de la segunda princesa con encargo de pedirle, en calidad de simple préstamo por un día, el gran macho cabrío que le pertenecía. Pero la servidora volvió al lado de su ama para transmitirle con su lengua una negativa acompañada de palabras agrias y comentarios desagradables. Y la tortuga se convulsionó y se bamboleó y llegó al límite de la dilatación y de la holgura.

Y cuando llegó la hora del festín, y las mujeres de la sultana, por orden de su ama, se colocaron ordenadamente ante la puerta exterior del harén para recibir a las tres esposas de los hijos del rey, vieron alzarse de improviso una nube de polvo que se acercó rápidamente. Y en medio de aquella nube apareció en seguida un pato gigantesco que corría a ras del suelo, espatarrado, con el pescuezo estirado; agitando las alas, y llevando a su lomo, encaramada de cualquier manera y con la cara demudada de espanto, a la primera princesa. E inmediatamente detrás de ella, a caballo sobre un macho cabrío bramador y revoltoso, toda cascarrienta y polvorienta, aparecía la segunda princesa.

Y al ver aquello, el sultán y su esposa se disgustaron en extremo, y se les puso muy negro el rostro de vergüenza y de indignación. Y el sultán rompió en reprimendas y reproches contra ellas, diciéndoles: "¡He aquí que, no contentas con haber querido mi muerte por asfixia y envenenamiento, queréis que sea yo la burla del pueblo, y comprometernos a todos y deshonrarnos en público!" Y la sultana también las recibió con palabras airadas y ojos atravesados. Y no se sabe lo que habría sucedido si no hubiesen anunciado la proximidad del cortejo de la tercera princesa. Y el corazón del sultán y el de su esposa se atemorizaron; porque se decían: "Si han venido de este modo las dos primeras, que pertenecen a nuestra especie de seres humanos, ¿cómo va a venir la tercera, que pertenece a la raza de las tortugas?" E invocaron el nombre de Alah, diciendo: "¡No hay recurso ni refugio más que en Alah, que es grande y poderoso!" Y esperaron la calamidad, conteniendo la respiración...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 888ª noche

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Ella dijo:

"... Y esperaron la calamidad, conteniendo la respiración.

Y he aquí que primero apareció en el meidán un equipo de corredores anunciando la llegada de la esposa del príncipe Schater-Mohammad. Y en seguida avanzaron cuatro hermosos sais vestidos de brocado y de espléndidas túnicas con mangas que les arrastraban, gritando, con una larga vara en la mano: "¿Paso a la hija de reyes!" Y apareció el palanquín, recubierto de estofas preciosas de hermosos colores, llevado en hombros de sombríos negros, y fué a detenerse al pie de las gradas de entrada. Y salió de él una princesa vestida de esplendor y de belleza, a quien nadie conocía. Y como esperaban que también se apease la tortuga, creyeron que aquella princesa era la dama de honor. Pero cuando vieron que subía sola la escalera y que el palanquín se alejaba, se vieron obligados todos a reconocer en ella a la esposa de Schater-Mohammad, y a recibirla con todos los honores debidos a su rango y con toda la cordialidad deseable. Y el corazón del sultán se dilató de satisfacción a la vista de aquella belleza, de su gracia, de su tacto, de sus buenas maneras y de todo el encanto que emanaba de ella y del menor de sus gestos o movimientos.

Y como había llegado el momento de tomar parte en el festín, el sultán invitó a sus hijos y a las esposas de sus hijos a situarse en torno de él y de la sultana. Y empezó la comida.

Y he aquí que el primer manjar servido en la bandeja fué, como es de rigor, un gran plato de arroz cocido con manteca. Pero antes de que nadie tuviese tiempo de probar un bocado, la hermosa princesa lo alzó por encima de ella y se lo vertió todo entero en los cabellos. Y en el mismo momento todos los granos de arroz se convirtieron en perlas, que corrieron a lo largo de los hermosos cabellos de la princesa y se esparcieron a su alrededor y cayeron al suelo haciendo un ruido maravilloso.

Y sin dar tiempo a que los convidados hubiesen vuelto de su asombro frente a prodigio tan admirable, la princesa cogió una sopera grande que contenía un potaje verde y espeso de mulukhia, y se lo vertió tal como estaba sobre la cabeza. Y el potaje verde se transformó al punto en una infinidad de esmeraldas del agua más hermosa, que corrieron a lo largo de sus cabellos y de sus vestidos, y se desparramaron en torno a ella, mezclando en el suelo sus hermosas tonalidades verdes con los albores puros de las perlas.

Y el espectáculo de aquellos prodigios maravilló en extremo al sultán y a los convidados. Y las servidoras se apresuraron a poner en el mantel del festín otras bandejas de arroz y de potaje de mulukhia. Y las otras dos princesas, muy amarillas de envidia, no quisieron quedar oscurecidas por el éxito de su cuñada, y cogieron a su vez los platos de manjares. Y la mayor cogió el plato de arroz, y la segunda el plato de potaje verde. Y se los vertieron, respectivamente, en su propia cabeza. Y el arroz siguió siendo arroz en los cabellos de la una y se le pegó de un modo terrible a la cabeza, pringándola. Y el potaje verde siguió siendo potaje, y corrió por los cabellos y la cabeza de la otra, revistiéndola por entero de una capa verde semejante a la boñiga de vaca, pegajosa y horrible en extremo.

Y al ver aquello, el sultán se disgustó hasta el límite del disgusto, y mandó a sus dos nueras mayores que se levantaran de la sala para ponerse lejos de su vista. Y les manifestó que no quería volver a verlas más, ni percibir su olor siquiera. Y ellas se levantaron en aquella hora y en aquel instante, y se fueron de la presencia de él, con sus esposos, avergonzadas, humilladas y asqueantes. ¡Y esto es lo referente a ellas!

Pero en cuanto a la princesa maravillosa y a su esposo el príncipe Schater-Mohammad, se quedaron solos en la sala con el sultán, que los besó y los estrechó contra su corazón efusivamente, y les dijo: "¡Vosotros solos sois mis hijos!" Y al instante quiso inscribir el trono a nombre de su hijo menor, y congregó a los emires y a los visires, e inscribió ante ellos el trono sobre la cabeza de Schater-Mohammad, en calidad de herencia y sucesión, con exclusión de sus demás herederos. Y les dijo a ambos: "Deseo que en adelante habitéis conmigo en palacio, porque sin vosotros me moriría indudablemente". Y contestaron ellos: "¡Oír es obedecer! ¡Y tu deseo está por encima de nuestra cabeza y de nuestros ojos!"

Y la princesa maravillosa, para no verse tentada a volver a tomar su forma de tortuga, que podía ocasionar alguna emoción desagradable al viejo sultán, dió orden a su servidora de que le llevase el caparazón que había dejado en casa. Y cuando tuvo el caparazón entre las manos, le prendió fuego hasta que se consumió. Y desde entonces permaneció siempre bajo su forma de princesa. ¡Y gloria a Alah, que la dotó de un cuerpo sin defecto, maravilla de los ojos!

Y el Retribuidor continuó colmándolos con sus gracias y les concedió muchos hijos. Y vivieron contentos y prosperando.

Al ver que el rey la escuchaba sin desagrado, Schehrazada contó aún aquella noche la historia de:



La hija del vendedor de garbanzos

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Ha llegado hasta mi conocimiento entre lo que ha llegado hasta mi conocimiento, que en la ciudad de El Cairo había un honrado y respetable vendedor de garbanzos, a quien el Donador había concedido tres hijas por toda posteridad. Y aunque por lo general las hijas no traen consigo bendiciones, el vendedor de garbanzos aceptaba con resignación el don de su Creador y profesaba mucho cariño a sus tres hijas. Ellas, por cierto, eran como lunas, y la más pequeña superaba a sus hermanas en belleza, en encantos, en gracia, en sagacidad, en inteligencia y en perfecciones. Y se llamaba Zeina.

Todas las mañanas las tres jóvenes iban a casa de su maestra, que les enseñaba el arte del bordado en seda y en terciopelo. Porque su padre, el vendedor de garbanzos, hombre excelente, quería que tuviesen una educación esmerada, a fin de que el Destino les pusiese en el camino de su matrimonio, hijos de mercaderes y no hijos de cualquier vendedor como él.

Y todas las mañanas, al ir a casa de su maestra de bordados, las jóvenes pasaban por debajo de la ventana del sultán con su talle ondulante, con su aspecto de princesas y con sus tres pares de ojos babilónicos, que aparecían con toda su belleza fuera del velo del rostro.

Y el hijo del sultán, al verlas llegar cada mañana, les gritaba desde su ventana con voz provocadora: "¡La zalema sobre las hijas del vendedor de garbanzos! ¡La zalema sobre las tres letras derechas del alfabeto!" Y la mayor y la mediana contestaban siempre al saludo con una leve sonrisa de sus ojos; mas la pequeña no contestaba nada absolutamente y seguía su camino sin levantar siquiera la cabeza. Pero si el hijo del sultán insistía, pidiendo, por ejemplo, noticias de los garbanzos, y del precio actual de los garbanzos, y de la venta de los garbanzos, y de la buena o mala calidad de los garbanzos, y de la salud del vendedor de garbanzos, entonces era la pequeña la única que contestaba, sin tomarse siquiera la molestia de mirarle: "¿Y qué hay de común entre los garbanzos y tú, ¡oh rostro de pez!?" Y las tres se echaban a reír y se marchaban por su camino.

Y he aquí que al hijo del sultán, que estaba apasionadamente prendado de la menor de las hijas del mercader de garbanzos, la pequeña Zeina, no cesaban de desolarle la ironía, el desdén y la mala gana con que ella respondía a sus deseos. Y un día en que la joven se había burlado de él más que de ordinario al contestar a sus preguntas, el príncipe comprendió que jamás obtendría de ella nada por la galantería, y decidió vengarse humillándola y castigándola en la persona de su padre. Porque sabía que la joven Zeina quería a su padre hasta el límite extremo del afecto.

Y se dijo: "Así le haré sentir el peso de mi poder".

Y como era hijo del sultán y tenía un poder omnímodo sobre las almas, hizo ir al vendedor de garbanzos y le dijo: "¿Eres el padre de las tres jóvenes?" Y el vendedor contestó temblando: "Sí, por Alah, ¡ya sidi!" Y el hijo del sultán le dijo: "Pues bien, ¡oh hombre! quiero que mañana a la hora de la plegaria vengas aquí, entre mis manos, vestido y desnudo a la vez, riendo y llorando en el mismo momento y a caballo sobre una caballería al mismo tiempo que andando por tu pie. ¡Y si, por desgracia tuya, llegas a mí como estás, sin haber cumplido mis condiciones, o si aunque hayas cumplido una, no llenas las otras dos, estás perdido sin remedio y tu cabeza saltará de tus hombros!" Y el vendedor de garbanzos besó la tierra y se marchó, pensando: "¡En verdad que la cosa es enorme! Y mi perdición no tiene remedio, indudablemente!"

Y llegó al lado de sus hijas, con el color muy amarillo, vuelto el saco de su estómago y la nariz alargada hasta sus pies.

Y sus hijas vieron su inquietud y su perplejidad, y la más pequeña, que era la joven Zeina, le preguntó: "¿Por qué ¡oh padre mío! veo amarillear tu tez y ennegrecerse el mundo ante tu rostro?" Y le contestó él: "¡Oh hija mía! ¡en mi ser íntimo llevo una calamidad y en mi pecho una opresión!" Y ella le dijo: "Cuéntame la calamidad, ¡oh padre! pues quizás así cese la opresión y se dilate tu pecho...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 889ª noche

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Ella dijo:

"... La joven dijo a su padre el vendedor de garbanzos: "Cuéntame la calamidad, ¡oh padre mío! pues quizás así cese la opresión y se dilate tu pecho". Y le contó él la cosa desde el principio hasta el fin, sin olvidar un detalle. Pero no hay ninguna utilidad en repetirla. Cuando la joven Zeina oyó el relato de la aventura de su padre y supo el motivo de su pena, de su cambio de color y de su opresión de pecho, se echó a reír con mucha, mucha gana, hasta casi desmayarse. Luego se encaró con él, y le dijo: "Pero ¿no se trata más que de eso, ¡oh padre mío!? ¿Por Alah, no tengas inquietud ni preocupaciones y sigue mis consejos! Y verás cómo al hijo del sultán, a ese cualquiera, le llega la vez de morderse los dedos y de reventar de despecho. ¡Escucha!". Y reflexionó un instante y dijo: "En cuanto a la primera condición, no tienes más que ir a casa de nuestro vecino el pescador y rogarle que te venda una de sus redes. Y me traerás esa red, y con ella te haré un traje para que te lo pongas sobre la carne, después de haberte quitado toda la ropa. Y de tal suerte, estarás vestido y desnudo a la vez.

"Y en cuanto a la segunda condición, no tiene más que coger una cebolla antes de ir al palacio del sultán. Y en el umbral te frotarás con ella los ojos. Y estarás llorando y risueño en el mismo momento.

"Y, por último, en cuanto a la tercera condición, ve ¡oh padre! a casa de nuestro vecino el arriero y ruégale que te deje el buche que le nació este año. Y te le llevarás, y cuando hayas llegado a casa del hijo del sultán, de ese granuja, montarás en el buche, y como tocarás el suelo con los pies, andarás por tu pie al mismo tiempo que el buche avance. ¡Y de tal suerte, irás montado y a pie al mismo tiempo!

"¡Y ésta es mi opinión! ¡Y Alah es más poderoso y el único inteligente!"

Cuando el vendedor de garbanzos, padre de la ingeniosa Zeina, hubo oído estas palabras de su hija, la besó entre ambos ojos, y le dijo: "¡Oh hija de tu padre y de tu madre! ¡oh Zeina! ¡quien engendra hijas como tú no muere! ¡Gloria a Quien ha puesto tanta inteligencia detrás de tu frente y tanta sagacidad en tu espíritu!" Y en aquella hora y en aquel instante, el mundo se blanqueó ante su rostro, huyeron de su corazón las preocupaciones, y se le dilató el pecho. Y comió un bocado y bebió un jarro de agua, y salió a hacer cuanto le había indicado su hija.

Y al día siguiente, cuando todo estuvo dispuesto como era debido, el vendedor de garbanzos se fué a palacio, y entró en el aposento del hijo del sultán de la manera y el modo requeridos, vestido y desnudo a la vez, riendo y llorando al mismo tiempo, andando y cabalgando en el mismo momento, en tanto que el borriquillo, asustado, se había puesto a rebuznar y a echar cuescos en medio de la sala de recepción.

Al ver aquello, el hijo del sultán llegó al límite del furor y del despecho, y como no podía hacer sufrir al vendedor de garbanzos el trato con que le había amenazado, pues había cumplido las condiciones requeridas, sintió que la bolsa de la hiel estaba a punto de estallarle en el hígado. Y se juró a sí mismo vengarse en la propia joven, exterminándola sin remisión. Y echó al vendedor de garbanzos, y se puso a meditar el plan de sus asechanzas contra la joven. ¡Y he aquí lo referente a él!

Pero, por lo que respecta a la joven Zeina, como estaba llena de previsión y sus ojos veían desde lejos y su nariz olfateaba la proximidad de los acontecimientos, sospechó en seguida, por la manera como su padre le contó el estado de furor en que se hallaba el hijo del sultán, que aquel mal sujeto iba a atacarla de un modo peligroso. Y se dijo: "¡Antes de que nos ataque, ataquémosle!" Y se irguió sobre ambos pies y fué en busca de un armero muy experto en su oficio, y le dijo: "Quiero ¡oh padre de manos hábiles! que me fabriques a mi medida una armadura toda de acero, y perneras y brazaletes y un casco del mismo metal. Pero es preciso que todos estos objetos estén hechos de tal manera, que al menor movimiento en la marcha o al menor contacto produzcan un ruido ensordecedor y un estrépito espantoso". Y el armero contestó con el oído y la obediencia, y no tardó en entregarle los objetos consabidos, tales como los había encargado.

Y he aquí que, cuando llegó la noche, la joven Zeina se disfrazó terriblemente poniéndose el traje de hierro, y se echó al bolsillo un par de tijeras y una navaja de afeitar, y cogió en la mano una horquilla puntiaguda, y se dirigió así a palacio.

Y en cuanto desde lejos vieron llegar a aquel guerrero espantable, el portero y los guardias de palacio huyeron en todas direcciones. Y en el interior del palacio los esclavos siguieron el ejemplo del portero y de los guardias, y cada cual se apresuró a esconderse para resguardarse en cualquier rincón seguro, aterrados por el estrépito ensordecedor que producían las diversas partes del traje de hierro, y por el aspecto amedrentador de quien lo llevaba, y por la horquilla que blandía. Y de tal suerte, la hija del vendedor de garbanzos, sin encontrar ningún obstáculo ni la menor señal de resistencia, llegó sin contratiempo a la habitación en que de ordinario se hallaba la mala persona del hijo del sultán.

Y al oír todo aquel ruido terrible y al ver entrar a quien lo producía, el hijo del sultán se sintió poseído de un gran espanto, y creyó que veía aparecer a un efrit raptor de almas. Y se puso muy pálido, empezó a temblar y a rechinar los dientes, y cayó al suelo, exclamando "¡Oh poderoso efrit raptor de almas! ¡perdóname y Alah te perdonará!" Pero la joven le contestó, hablando con voz terrible: "¡Cose tus labios y tus mandíbulas, ¡oh proxeneta! o te clavo esta horquilla en un ojo!" Y el asustado mozo juntó sus labios y sus mandíbulas, y no se atrevió a decir una palabra ni a hacer un movimiento. Y la hija del vendedor de garbanzos se acercó a él, que estaba tendido en el suelo, inmóvil y desmayado; y sacando las tijeras y la navaja, le afeitó la mitad de sus tiernos bigotes, el lado izquierdo de su barba, el lado derecho de sus cabellos y ambas cejas. Tras de lo cual le restregó la cara con estiércol de asno y le metió un pedazo en la boca. Y hecho aquello, se fué como había venido, sin que nadie se atreviese a estorbarle el paso. Y regresó sin contratiempos a su casa, donde se apresuró a quitarse su traje de hierro y a acostarse al lado de sus hermanas para dormir muy bien hasta por la mañana.

Y aquel día, como de ordinario, después de lavarse y peinarse y arreglarse, las tres hermanas salieron de su casa para ir a casa de su maestra de bordado. Y como todas las mañanas, pasaron por debajo de la ventana del hijo del sultán. Y le vieron sentado junto a la ventana, según su costumbre, pero con la cara y la cabeza arrebozadas en un pañuelo, de modo que sólo tenía al descubierto los ojos. Y las tres, comportándose con él al revés de como lo hacían por lo general, le miraron con insistencia y coquetería. Y el hijo del sultán se dijo: "No sé; pero me parece que se amansan. ¡Acaso sea porque el pañuelo que me envuelve la cabeza y el rostro hace que resulten más hermosos mis ojos!" Y les gritó: "¡Eh! ¡las tres letras derechas del alfabeto, ¡oh hijas de mi corazón! la zalema sobre vosotras tres! ¿Cómo van los garbanzos esta mañana?" Y la más joven de las tres hermanas, la pequeña Zeina, levantó la cabeza hacia él y contestó por sus hermanas: "¡Eh, ualah! y la zalema sobre ti, ¡oh rostro entrapado! ¿Cómo tienes esta mañana el lado izquierdo de tu barba y de tus bigotes, y cómo tienes la mitad derecha del cráneo, y cómo están tus hermosas cejas, y has encontrado de tu gusto el estiércol de asno, ¡oh querido mío!? ¡Ojalá haya sido de deliciosa digestión para tu corazón!"

Y así diciendo, echó a correr con sus hermanas, riendo a carcajadas, y haciendo desde lejos, al hijo del sultán, muecas burlonas y provocativas. ¡Esto fué todo!

Y al oír y ver, el hijo del sultán comprendió, sin quedarle lugar a duda, que el efrit de la noche anterior no era otro que la hija del vendedor de garbanzos. Y en el límite de la rabia, sintió que se le subía a la nariz la hiel de su vejiga, y juró que se apoderaría de la joven o moriría. Y tras de combinar su plan, esperó algún tiempo para que le creciesen la barba, los bigotes, las cejas y los cabellos, e hizo ir a su presencia al vendedor de garbanzos, padre de su joven adversaria, el cual se dijo, dirigiéndose al palacio: "¿Quién sabe qué calamidad me prepara ahora ese proxeneta?" Y llegó, muy seguro, entre las manos del hijo del sultán, que le dijo: "¡Oh hombre! ¡quiero que me concedas en matrimonio a tu tercera hija, de quien estoy locamente prendado! ¡Y como te atrevas a rehusármela, tu cabeza saltará de tus hombros!" Y el vendedor de garbanzos contestó: "¡No hay inconveniente! ¡Pero concédame un plazo el hijo de nuestro amo el sultán, a fin de que vaya yo a consultar a mi hija antes de casarla!" Y contestó el joven: "Ve a consultarla; ¡pero sabe que, si rehúsa, sufrirá como tú la muerte negra!"

Y el azorado vendedor de garbanzos fué en busca de su hija, y la puso al corriente de la situación, y dijo: "¡Oh hija mía, se trata de una calamidad inevitable!" Pero la joven se echó a reír, y le dijo: "¿Por Alah, ¡oh padre! no hay en ello ni calamidad ni olor de calamidad. Porque ese matrimonio es una bendición para mí y para ti y para mis hermanas. Y doy desde luego mi consentimiento?

Y el vendedor de garbanzos fué a llevar la respuesta de su hija al hijo del sultán, que osciló de satisfacción y de contento. Y dió orden de hacer sin tardanza los preparativos de las bodas, que comenzaron al punto. ¡Y he aquí lo referente a él!

Pero en cuanto a la joven, fué en busca de un confitero experto en el arte de confeccionar muñecas de azúcar, y le dijo: "Deseo de ti que me hagas una muñeca toda de azúcar, que sea de mi estatura y tenga mis facciones y mi color, con cabellos de azúcar hilado y hermosos ojos negros, y boca pequeña, y nariz bonita, y largas cejas rectas, y con todo lo necesario en las demás partes". Y el confitero, que poseía unos dedos muy hábiles, le confeccionó una muñeca que tenía las facciones de ella y un parecido exacto, tan bien hecha, que no le faltaba más que hablar para ser una hija de Adán.

Y he aquí que, cuando llegó la noche nupcial de la penetración, la joven, ayudada por sus hermanas, que eran sus damas de honor, puso su propia camisa en el cuerpo de la muñeca, y la acostó en el lecho en lugar suyo, y corrió sobre ella el mosquitero. Y dió las instrucciones necesarias a sus hermanas y fué a esconderse en la habitación, detrás del lecho.

Y cuando llegó el momento de la penetración, ambas jóvenes, hermanas de Zeina, guiaron al esposo y le introdujeron en la cámara nupcial. Y tras de formular los deseos de rigor y hacerle recomendaciones referentes a su hermana pequeña, diciéndole: "¡Es delicada, y te la confiamos! ¡Es amable y dulce, y no tendrás queja de ella!", se despidieron de él y le dejaron solo en la habitación.

Y el hijo del sultán, acordándose entonces de todas las vejaciones que le había hecho sufrir la hija del vendedor de garbanzos, y de todas sus humillaciones, y de todos los desdenes con que le había abrumado, se acercó a la joven que creía acostada bajo el mosquitero, y que le esperaba sin salir de su inmovilidad. Y de pronto desenvainó su enorme sable, y con todas sus fuerzas le asestó un golpe que hizo rodar por todos lados la cabeza en añicos. Y uno de los trozos le entró en la boca, que tenía él abierta para proferir injurias dirigidas a su víctima. Y sintió el sabor del azúcar, y se asombró prodigiosamente, y exclamó: "¡Por vida mía! he aquí que, después de haberme hecho comer en vida el amargo estiércol de los asnos, me hace gustar, después de muerta, la dulzura exquisita de su carne".

Y persuadido de que acababa de cercenar la cabeza a tan deliciosa criatura, dió rienda suelta a su desesperación, y quiso abrirse el vientre con el sable que le había servido para destrozar a la muñeca.

Pero de repente la verdadera joven salió de su escondite, y le sujetó el brazo por detrás, y le besó, diciéndole: "¡Perdónanos y Alah nos perdonará!"

Y el hijo del sultán olvidó todas sus tribulaciones al ver la sonrisa de la exquisita adolescente a quien había deseado tanto. Y la perdonó y la amó. Y vivieron prósperamente, dejando numerosa posteridad.


Y como Schehrazada no se sentía fatigada aquella noche, contó aún al rey Schahriar la historia siguiente, que es la del desligador:



El desligador

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Se cuenta que en la ciudad de Damasco, en el país de Scham, había en su tienda un joven mercader que era cual la luna en su décimocuarta noche, tan hermoso y atrayente, que ni uno solo de los compradores del zoco se resistía a su maravillosa belleza. Porque era, en verdad, una alegría para los ojos que le miraban y una condenación para el alma del espectador.

Y de él es de quien ha dicho el poeta:


¡Mi señor es el rey de la belleza, y en su cuerpo, obra de su Creador, no hay ni un rincón despreciable, pues todo es igualmente perfecto!


¡Son sus formas tan delicadas como duro es su corazón; sus rasgados ojos declaran la guerra a los indiferentes y producen incendios en los corazones más fríos!


¡Sus cabellos son enroscados y negros como escorpiones; su talle flexible como la rama del árbol ban y fino como el tallo del bambú!


¡Y su grupa, que es notable, tiembla, cuando se balancea, como la leche cuajada en la escudilla del beduino!


Un día entre los días, el joven, como de ordinario, estaba sentado delante de su tienda, con sus grandes ojos negros y la seducción de su rostro, cuando entró una dama para hacer compras. Y la recibió él con dignidad, y trabaron conversación acerca de la venta y la compra. Pero, al cabo de un momento, absolutamente subyugada por sus encantos, le dijo la dama: "¡Oh rostro de luna! quisiera volver a verte mañana. ¡Y quedarás contento de mí!" Y le dejó, tras de comprar algo que pagó sin regatear, y se fué por su camino.

Y como le había prometido, volvió a la tienda al día siguiente a la misma hora. Pero llevaba de la mano a una adolescente mucho más joven que ella, y más bonita y más atractiva y más deseable. Y el joven mercader, al ver a la recién llegada, no se ocupó ya más que de ella, y no reparó en la primera más que si no la viese. Y ésta acabó por decirle al oído: "¡Oh rostro bendito! ¡por Alah, que no has escogido mal! Y si quieres, serviré de intermediaria entre tú y esta adolescente, que es mi propia hija". Y dijo el joven: "En tu mano está la bendición, ¡oh dama selecta! Ciertamente, por el Profeta (¡con él la plegaria y la paz!), es extremado mi deseo de esta adolescente hija tuya. Pero ¡ay! el deseo no es la realidad, y a juzgar por las apariencias, tu hija es demasiado rica para mí". Pero ella protestó diciendo: "¡Por el Profeta, ¡oh hijo mío! no te preocupes de eso! Porque te hacemos gracia de la dote que el esposo debe inscribir a nombre de la esposa, y tomamos a nuestro cargo todos los gastos de la boda y demás dispendios. ¡Tú no tienes más que dejarnos, y te encontrarás con buena cama, pan caliente, carne firme y bienestar! ¡Porque, cuando se halla un ser tan hermoso como tú, se le toma tal y como es, sin pedirle otra cosa que el que se porte con gallardía en el momento que tú sabes, y permanezca seco y duro mucho tiempo!"

Y el joven contestó: "No hay inconveniente".


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 890ª noche

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Ella dijo:

"... seco y duro mucho tiempo!" Y el joven contestó: "No hay inconveniente".

Y acto seguido se pusieron de acuerdo respecto a todo, y se convino en que las bodas se celebrarían en el más breve plazo, sin ceremonias ni invitaciones, sin músicos ni danzarinas ni cantarinas, y sin paseos ni cortejos.

Y en el día fijado se hizo ir al kadí y a los testigos. Y se redactó con arreglo a las prescripciones de la Ley. Y la madre, en presencia del kadí y de los testigos, introdujo al joven en la cámara nupcial, y le dejó solo con su esposa, diciéndoles: "Gozad de vuestro destino, ¡oh hijos míos!"

Y aquella noche no hubo en toda la ciudad de Damasco, ni en el país de Scham, un grupo más hermoso que el que formaban ambos jóvenes enlazados, adaptándose uno a otro como las dos mitades de la misma almendra.

Y al día siguiente, después de una noche pasada entre delicias; el joven se levantó y fué a hacer sus abluciones en el hammam. Tras de lo cual se marchó a su tienda como de ordinario, y allí permaneció hasta que se cerró el zoco. Y entonces se levantó y volvió a su nueva casa para encontrarse de nuevo con su esposa, entró en el harén, y fué derecho a la cámara nupcial, donde la víspera había probado tantas cosas excelentes. Y he aquí que, bajo el mosquitero, dormía su esposa, con los cabellos en desorden, al lado de un mozalbete con mejillas vírgenes de pelo, que la estrechaba con amor contra sí.

Al ver aquello, el mundo se ennegreció ante el rostro del joven, que se precipitó fuera de la cámara para ir en busca de la madre y hacerle ver lo que había que ver. Y encontró a la madre, que estaba sentada precisamente en el umbral de la habitación y que, al verle con el color tan amarillo y muy emocionado, le dijo: "¿Qué te pasa, ¡oh hijo mío!? ¡Ruega al Profeta!" Y contestó el joven: "¡Con El la plegaria y la paz! ¿Qué es eso, ¡oh tía!? ¿Qué es eso que he visto en el lecho? ¡Me refugio en Alah contra las asechanzas del Lapidario!" Y escupió con violencia en tierra, como si lo hiciese sobre alguien que estuviese a sus pies. Y dijo la madre: "¿Y a qué viene ¡oh hijo mío! toda esa cólera y toda esa emoción? ¿Es porque tu esposa está con otra persona? Pero, ¡por los méritos del Profeta! ¿crees que puede una alimentarse del aire? ¿Y crees que te he dado por esposa a mi hija, sin exigir de ti nada en calidad de dote ni de viudedad, para que vengas ahora reprobando su conducta y contrariando sus caprichos? ¡Es esa mucha pretensión de parte tuya, hijo mío! ¡Porque bien debiste figurarte que dos mujeres como nosotras no podrían mantenerte si no estuvieran en libertad de acción! ¿Comprendes ya?"

Y el joven, estupefacto por todo lo que oía, no supo otra cosa que murmurar: "¡Me refugio en Alah! ¡El es el Misericordioso!" Y la madre añadió: "¡Vaya, no te quejes más! ¡Pero si nuestra manera de vivir no te conviene, hijo mío, no tienes más que hacernos ver la anchura de tus hombros!"

Al oír estas palabras, el joven, en el límite de la cólera, exclamó, de manera que fuese oído tanto por la madre como por la hija: "¡Me divorcio! ¡por Alah y por el Profeta, que me divorcio!"

Y al propio tiempo salió de debajo del mosquitero la joven desperezándose, y al oír la fórmula del divorcio, se apresuró a bajarse el velo del rostro para no estar descubierta ante el que en adelante sería para ella un extraño. Y al mismo tiempo que ella salió de debajo del mosquitero la persona con quien ella estaba enlazada tan amorosamente. Y he aquí que aquella persona, que de lejos parecía un mozalbete imberbe, era una joven, como podía observarse sólo al ver la ola de sus cabellos, desatados de pronto, que le acariciaban los tobillos.

Y mientras el desgraciado joven permanecía inmóvil de asombro, hicieron su aparición dos testigos que había ocultado la madre detrás de una cortina, y le dijeron: "¡Hemos oído la fórmula del divorcio, y damos fe de que te has divorciado de tu esposa!" Y la madre le dijo, riendo: "Pues bien, hijo mío, ¡ya no te queda más remedio que irte!

Y para que no te marches mal impresionado, has de saber que la joven que ves aquí, y que estaba acostada con tu esposa, es mi hija menor. ¡Y lo que has pensado es un pecado que tienes sobre la conciencia! Pero sabe también que tu esposa estaba casada primero con un joven a quien amaba y que la amaba. Pero un día disputaron, y en el calor de la disputa, mi yerno dijo a mi hija: "¡Quedas divorciada tres veces!" Ya sabes que ésa es la fórmula más grave del divorcio y la más solemne. Y el que la pronuncia no puede volver a casarse con su primera esposa, si un día lo desea, mientras su esposa no consume un nuevo matrimonio con un segundo marido que, a su vez, la repudie.

Necesitábamos, pues, un desligador, hijo mío. Y he buscado mucho tiempo a ese desligador, sin encontrarle. Y acabé por encontrarte. Y al verte, comprendí que serías un desligador perfecto. Y te escogí. Y ha sucedido lo que ha sucedido. ¡Uassalam!"

Y a continuación le echó de la casa a empujones, y cerró la puerta, mientras el primer esposo, ante el mismo kadí y los mismos testigos, suscribía un segundo contrato de matrimonio con su primera esposa.


"Y tal es ¡oh rey afortunado! la historia del Desligador. Pero se halla lejos de ser tan deliciosa como la Historia del capitán de policía".



El capitán de policía

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En otro tiempo había en El Cairo un kurdo, que llegó a Egipto bajo el reinado del victorioso rey Saladino (¡Alah le tenga en Su gracia!). Y aquel kurdo era un hombre de una corpulencia terrible, con bigotes enormes y una barba que le subía hasta los ojos, y cejas que le tapaban los ojos, y con mechones de pelo que le salían de la nariz y de las orejas. Y tenía un aspecto tan terrible, que no tardó en llegar a ser capitán de policía. Y los pilluelos del barrio, sólo con verle lejos, se daban a la fuga, echando a correr más de prisa que si hubiesen visto aparecer una ghula. Y las madres amenazaban a sus hijos con llamar al capitán kurdo cuando no los podían soportar.

En una palabra, era el terror del barrio y de la ciudad.

Un día entre los días, sintió él que le pesaba la soledad, y pensó en lo bueno que sería encontrar en su casa carne fresca para meterle el diente cuando volviera por la noche. En vista de lo cual, fué en busca de una casamentera, y le dijo: "Deseo mujer. Pero tengo mucha experiencia, y sé cuántas tribulaciones traen de ordinario consigo las mujeres. Por eso, como quiero tener las menos complicaciones posibles, deseo que me busques una joven virgen que no se haya separado nunca de la ropa de su madre, y que esté dispuesta a vivir conmigo en una casa que se compone de una sola habitación. Y pongo por condición la de que jamás ha de salir de esa habitación ni de esa casa. ¡Y ahora dime si puedes o no puedes encontrarme esa joven!" Y la casamentera contestó: "¡Puedo! ¡Dame algo de señal!"

Y el capitán de policía le entregó un dinar en señal, y se fué por su camino. Y la casamentera se irguió sobre ambos pies, y se dedicó a la busca de la joven consabida.

Y tras de varios días de pesquisas y negociaciones, de preguntas y respuestas, acabó por encontrar una joven que consintiera en vivir con el kurdo sin salir nunca de la casa, compuesta de una sola habitación. Y la casamentera fué a participar al capitán de policía el éxito de sus buenos oficios, y le dijo: "He encontrado para ti una joven virgen que jamás se ha separado de su madre, y que me ha dicho cuando le he impuesto la condición: "¡Vivir con el valiente capitán o permanecer aquí encerrada con mi madre da lo mismo!". Y el kurdo quedó muy satisfecho de esta respuesta, y preguntó a la casamentera: "¿Y cómo es?" Ella contestó: "¡Es gorda y rolliza y blanca!" El dijo: "¡Eso es lo que me gusta!"

Así, pues, como el padre de la joven estaba conforme, y como la madre estaba conforme, y como la hija estaba conforme, y como el kurdo estaba conforme, se celebró la boda sin tardanza. Y el kurdo, padre de bigotes grandes, se llevó a la joven gorda y rolliza y blanca a su casa, compuesta de una sola habitación, y se encerró con ella y con su destino.

Y sólo Alah sabe lo que pasó aquella noche.

Y al día siguiente el kurdo fué a evacuar los asuntos propios de la policía, diciéndose al salir de su casa. "He hecho mi suerte con esta joven". Y por la noche, al volver a su casa, le bastó una mirada para asegurarse de que todo estaba en orden en su casa. Y se decía a diario: "Todavía no ha nacido quien meta la nariz en mi cena". Y su tranquilidad era perfecta y su seguridad absoluta. Y a pesar de toda su experiencia, no sabía que la mujer es sagaz de nacimiento, y que cuando desea algo nada puede detenerla. Y pronto iba a tener prueba de ello.

En efecto, había en la misma calle, frente a la ventana de la casa, un carnicero que vendía carne de carnero. Y el tal carnicero tenía un hijo de lo más truhán, que por naturaleza estaba lleno de atractivo y de alegría, y que, desde por la mañana hasta por la noche, cantaba sin parar con una voz hermosa. Y la joven esposa del capitán kurdo quedó subyugada por los encantos y la voz del hijo del carnicero, y sucedió entre ellos lo que sucedió.

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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