Pero cuando llegó la 880ª noche

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Ella dijo:

... Y no volví a la realidad hasta oír las grandes carcajadas que lanzaban las jóvenes al verme fuera de mí como un morueco ayuno desde su pubertad.

A continuación se pusieron a comer y a beber y a decir locuras y a hacerme caricias y mimos disimuladamente, hasta que entró una esclava vieja, la cual hubo de advertir a la reunión que pronto llegaría el día. Y contestaron todas a una: "¡Oh nodriza nuestra señora, tu advertencia está por encima de nuestras cabezas y de nuestros ojos!" Y Suleika se levantó, diciéndome: "Ya es tiempo ¡oh Hassán! de ir a descansar. Y puedes contar con mi protección para llegar a unirte con tu enamorada, porque nada perdonaré para hacerte llegar a la satisfacción de tus deseos. Pero, por el momento, vamos a hacerte salir sin miedo del harén".

Y dijo algunas palabras al oído de su vieja nodriza, que me miró un instante a la cara y me cogió de la mano, diciéndome que la siguiera. Y después de inclinarme ante aquella bandada de palomas, y de lanzar una ojeada apasionada a la deleitable Kairia, me dejé conducir por la vieja, que me llevó por varias galerías, y dando mil rodeos me hizo llegar a una puertecita de la que tenía la llave. Y abrió aquella puerta. Y me deslicé afuera, y advertí que estaba al otro lado del recinto de palacio.

Ya era de día, y me apresuré a regresar a palacio ostensiblemente por la puerta principal, de modo que me notasen los guardias. Y corrí a mi cuarto, en donde, no bien hube franqueado el umbral, me encontré con mi protector el visir descendiente de Loth, que me esperaba en el límite de la impaciencia y de la inquietud. Y se levantó vivamente al verme entrar, y me estrechó en sus brazos, y me besó tiernamente diciéndome: "¡Oh Hassán! mi corazón estaba contigo, y he tenido mucho cuidado por ti. Y no he cerrado los ojos en toda la noche, pensando que, como eres extranjero en Schiraz, corrías peligros nocturnos a causa de los bribones que infestan las calles. ¡Ah querido mío! ¿dónde has estado lejos de mí?" Y me guardé bien de contarle mi aventura ni de decirle que había pasado la noche con mujeres, y sencillamente me limité a contestarle que me había encontrado con un mercader de Damasco establecido en Bagdad, que acababa de partir para El-Bassra con toda su familia, y que me había retenido en su casa toda la noche. Y mi protector se vió obligado a creerme, y se contentó con lanzar algunos suspiros y reprenderme amistosamente. ¡Y he aquí lo referente a él!

En cuanto a mí, sentía con el corazón y el espíritu ligados a los encantos de la deleitable Kairia, y pasé todo aquel día y toda aquella noche recordando las menores circunstancias de nuestra entrevista. Y al día siguiente todavía estaba absorto en mis recuerdos, cuando un eunuco fué a llamar a mi puerta y me dijo: "¿Es aquí donde habita el señor Hassán de Damasco, chambelán de nuestro amo el rey Sabur-Schah?" Y contesté: "¡En su casa estás!" Entonces él besó la tierra entre mis manos y se incorporó para sacarse del seno un papel enrollado que hubo de entregarme. Y se fué por donde había venido.

Y al punto desdoblé el papel, y vi que contenía estas líneas, trazadas con letras complicadas: "Si el corzo del país de Schám viene esta noche a pasear entre las ramas su esbeltez a la luz de la luna, se encontrará con una corza joven en celo, desfalleciendo sólo con sentirle acercarse, la cual en su lenguaje le dirá cuán conmovido tiene el corazón por haber sido elegida entre las corzas de la selva y preferida entre sus compañeras".

Y ¡oh mi señor! al leer esta carta, me sentí ebrio sin haber probado el vino. Porque, aunque desde la primera noche hube de comprender que la deleitable Kairia sentía alguna inclinación por mí, no esperaba yo una prueba de adhesión semejante. Así es que, en cuanto pude disimular mi emoción, me presenté en casa de mi protector el visir y le besé la mano. Y predisponiéndole así en mi favor, le pedí permiso para ir a ver a un derviche de mi país, recientemente llegado de la Meca, que me había invitado a pasar con él la noche. Y habiéndoseme dado permiso, volví a mi cuarto y escogí, entre mis pedrerías, las más hermosas esmeraldas, los rubíes más puros, los diamantes más blancos, las perlas más gruesas, las turquesas más delicadas y los zafiros más perfectos, y con un hilo de oro los ensarté como un rosario. Y en cuanto descendió la noche sobre los jardines, me perfumé con almizcle puro, y gané sigilosamente los boscajes por la puertecilla disimulada, cuyo camino conocía, y que hallé abierta para mí.

Y llegué a los cipreses, al pie de los cuales me había dejado llevar del sueño la primera noche, y esperé anhelante la llegada de la bienamada. Y la impaciencia me abrasaba el alma, y me parecía que nunca iba a llegar el momento de nuestra entrevista. Y he aquí que, de pronto, bajo los rayos de la luna, movióse entre los cipreses una blancura ligera, y la deleitable Kairia se mostró ante mis ojos extáticos. Y me prosterné a sus pies, dando con la cara en tierra, sin poder decir una palabra, y permanecí en aquel estado hasta que me dijo ella con su voz de agua corriente: "¡Oh Hassán de mi amor! ¡levántate, y en vez de ese silencio tierno y apasionado, dame verdaderas pruebas de tu inclinación hacia mí! ¿Es posible ¡oh Hassán! que me hayas encontrado realmente más hermosa y más deseable que todas mis compañeras, deliciosas jóvenes, perlas imperforadas, e incluso más que la princesa Suleika?

Tendré que oírlo por segunda vez aún para dar crédito a mis oídos". Y tras de hablar así, se inclinó hacia mí y me ayudó a levantarme. Y yo le cogí la mano y me la llevé a mis labios apasionados, y le dije: "¡Oh soberana de las soberanas! ante todo, toma este rosario de mi país, cuyas cuentas desgranarás durante los días de tu vida dichosa, acordándote del esclavo que te lo ha ofrecido. Y con este rosario, ínfimo don de un pobre; acepta también la declaración de un amor que estoy dispuesto a legalizar ante el kadí y los testigos".

Y me contestó ella: "Estoy radiante de haberte inspirado tanto amor, ¡oh Hassán, por quien expongo mi alma a los peligros de esta noche! Pero ¡ay! no sé si mi corazón debe regocijarse de su conquista, o si debo mirar nuestro encuentro como principio de las calamidades y desdichas de mi vida".

Y tras de hablar así, reclinó su cabeza sobre mi hombro mientras le agitaban el pecho los suspiros. Y le dije: "¡Oh dueña mía! ¿por qué en esta noche de blancura ves el mundo tan negro ante tu rostro? ¿Y por qué invocar sobre tu cabeza las calamidades con tan falsos presentimientos?" Y ella me dijo: "¡Haga Alah ¡oh Hassán! que sean falsos esos presentimientos! Pero no creas que es tan insensato el temor que viene a turbar nuestro placer en este momento tan deseado de nuestro encuentro. ¡Ay! demasiado fundados son mis presentimientos". Y se calló por un momento y me dijo: "Porque has de saber ¡oh el más amado de los amantes! que la princesa Suleika te ama secretamente y que se dispone a declararte su amor de un momento a otro. ¿Cómo recibirás semejante declaración? ¿Y el amor que dices sentir por mí podrá resistir a la gloria de tener por amante a la más bella y a la más poderosa entre las hijas de reyes?"

Pero la interrumpí para exclamar: "¡Sí, por tu vida, ¡oh deleitable Kairia! tú preponderarás siempre en mi corazón sobre la princesa Suleika! ¡Y plugiera a Alah que tuvieses una rival más formidable todavía, y ya verás cómo nada podría extinguir la constancia de mi corazón subyugado por tus encantos! Y aun cuando el rey Sabur-Schah, padre de Suleika, no tuviera hijos que le sucediesen y dejase el trono de Persia a quien fuera el esposo de su hija, yo te sacrificaría mi destino, ¡oh la más amable de las jóvenes!" Y Kairia prorrumpió en exclamaciones, diciendo: "¡Oh infortunado Hassán! ¡qué ceguera la tuya! ¿Olvidas que no soy más que una esclava al servicio de la princesa Suleika? Si respondieras con una negativa a la declaración de su amor, atraerías sobre mi cabeza y sobre la tuya su resentimiento, y ambos estaríamos perdidos sin remedio. Por tanto, para nuestro propio interés, es preferible que cedas a la más fuerte. Se trata del único medio de salvación. Y Alah llevará su bálsamo al corazón de los afligidos". Y yo, lejos de someterme a su consejo, me sentí en el límite de la indignación solamente con pensar que se me hubiera supuesto lo bastante pusilánime para ceder a tales cálculos, y exclamé, estrechando en mis brazos a la deleitable Kairia: "¡Oh resumen de los más hermosos dones del Creador! no tortures mi alma con tan penosos discursos. Y ya que el peligro amenaza tu cabeza encantadora, emprendamos juntos la fuga a mi país. Allá hay desiertos donde nadie podría dar con nuestras huellas. ¡Y gracias al Retribuidor, soy bastante rico para hacerte vivir entre esplendores aunque sea al extremo del mundo habitado!"

Al oír estas palabras, mi amiga se dejó caer con gracia en mis brazos, y me dijo: "Pues bien, Hassán; ya no dudo de tu afecto, y quiero sacarte del error a que voluntariamente te he inducido con objeto de poner a prueba tus sentimientos. Has de saber, pues; que no soy la que crees, no soy Kairia la favorita de la princesa Suleika. La princesa Suleika soy yo misma, y la que tú creías que era la princesa Suleika es precisamente mi favorita Kairia. Y he urdido esta estratagema para estar más segura de tu amor. Por cierto que al punto vas a tener la confirmación de mis asertos".

Y a estas palabras, hizo una seña, y de la sombra de los cipreses salió la que yo creía que era la princesa Suleika, y que era realmente la favorita Kairia. Y fué a besar la mano a su señora, y se inclinó ante mí ceremoniosamente. Y la deleitable princesa me dijo: "Ahora ¡oh Hassán! que sabes que me llamo Suleika y no Kairia, ¿me amarás tanto y tendrás para una princesa los mismos tiernos sentimientos que tenías para una simple favorita de princesa?" Y yo ¡oh mi señor! no dejé de dar la respuesta oportuna...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 881ª noche

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Ella dijo:

... Y yo ¡oh mi señor! no dejé de dar la respuesta oportuna, diciendo a Suleika que no podía concebir el exceso de mi dicha ni por qué había yo podido merecer que ella se dignase bajar su mirada hasta un esclavo como yo, y con ello hacer mi destino más envidiable que el de los hijos de los reyes más grandes. Pero ella me interrumpió para decirme: "¡Oh Hassán! no te asombres de lo que hice por ti. ¿No te he visto una noche dormido bajo los árboles a la luz de la luna? Pues desde aquel momento mi corazón quedó subyugado por tu hermosura, y no pude por menos de darme a ti para no contrariar los impulsos de mi corazón".

Entonces, y en tanto que la amable Kairia se paseaba no lejos de nosotros para vigilar los alrededores, dimos curso al río de nuestro ardor, sin que ocurriera, empero, nada ilícito. Y nos pasamos la noche besándonos y departiendo tiernamente, hasta que la favorita fué a prevenirnos de que había llegado el momento de separarnos. Pero antes de que yo dejase a Suleika, ella me dijo: "¡Oh Hassán, sea contigo mi recuerdo! Te prometo hacerte saber pronto hasta qué punto me eres querido".

Y me arrojé a sus pies para expresarle mi gratitud por todos sus favores. Y nos separamos con lágrimas de pasión en los ojos. Y salí de los jardines, dando los mismos rodeos que la primera vez.

Al día siguiente esperé con toda mi alma una señal de mi bienamada que me permitiese contar con una cita en los jardines. Pero transcurrió la jornada sin traerme la realización de mi más cara esperanza. Y aquella noche no pude cerrar los ojos, con la incertidumbre en que estaba acerca del motivo de aquel silencio. Y al otro día, a pesar de la presencia de mi protector, que trataba de adivinar la causa de mis preocupaciones, y no obstante las palabras que me dirigía para distraerme, yo lo veía todo negro ante mis ojos, y no quise tocar ningún alimento. Y cuando llegó la tarde, bajé a los jardines antes de la hora de retreta, y con gran asombro vi que todos los boscajes estaban ocupados por guardias, y sospechando algún grave acontecimiento, me apresuré a volver a mis habitaciones. Y al llegar, me encontré con un eunuco de la princesa que me esperaba. Y estaba tembloroso y no parecía tranquilo, aunque se hallaba en mi cuarto, como si de todos los rincones fuesen a salir hombres armados para descuartizarle. Y me entregó a toda prisa un rollo de papel, semejante al que ya me había entregado en otra ocasión, y se esquivó rápidamente.

Y desdoblé el rollo consabido y leí lo que sigue: "Has de saber ¡oh núcleo de la ternura! que la joven corza ha estado a punto de ser sorprendida por los cazadores cuando dejó a su gracioso corzo. Y ahora está vigilada por los cazadores que ocupan toda la selva. Guárdate bien, pues, de ir por la noche a la luz de la luna en busca de tu corza. Ten mucho cuidado y presérvate de las emboscadas de nuestros perseguidores. Y sobre todo, no te dejes llevar de la desesperación, ocurra lo que ocurra y oigas lo que oigas estos días. Y que ni mi misma muerte te haga perder la razón hasta el punto de olvidar la prudencia ¡Uassalam!"

Con la lectura de esta carta, ¡oh rey del tiempo! mi ansiedad y mis presentimientos llegaron a su límite extremo, y me dejé llevar por el torrente de mis tumultuosos pensamientos. Así es que cuando al día siguiente corrió por el palacio, como un batir de alas de búho, el rumor de la muerte tan repentina como inexplicable de la princesa Suleika, mi dolor llegó al colmo, y sin un mohín de asombro, caía desmayado en brazos de mi protector, dando con la cabeza antes que con los pies. Y permanecí en un estado próximo a la muerte durante siete días y siete noches, al cabo de los cuales, merced a los cuidados atentos que me prodigaba mi protector, volví a la vida, pero con mi alma llena de duelo y mi corazón poseído definitivamente por la desgana de vivir. Y sin poder sufrir el quedarme por más tiempo en aquel palacio ensombrecido por el duelo de mi bienamada resolví huir secretamente en la primera ocasión, para hundirme en las soledades donde por toda presencia no hay más que la de Alah y la de la hierba salvaje.

Y en cuanto se espesaron las tinieblas de la noche, recogí los diamantes y pedrerías más preciosas que poseía, pensando: "¡Pluguiera al Destino que me hubiese muerto antaño en Damasco, ahorcado en la rama del árbol añoso en el jardín de mi padre, mejor que vivir en lo sucesivo una vida de duelo y de dolor más amarga que la mirra!" Y aproveché una ausencia de mi protector para deslizarme fuera del palacio y de la ciudad de Schiraz, en pos de soledades lejos de las comarcas de los hombres.

Y anduve sin interrupción toda aquella noche y todo el día siguiente, cuando he aquí, que, al caer la tarde, estando yo parado al borde del camino, junto a una fuente, oí detrás de mí el galope de un caballo, y vi a pocos pasos, cerca ya, a un jinete joven cuyo rostro, iluminado por las tintas rojas del sol poniente, me pareció más hermoso que el del ángel Raduán. E iba vestido con trajes espléndidos, como no los llevan más que los emires y los hijos de reyes. Y me miró, haciéndome con la mano solamente el saludo cortés, sin pronunciar las palabras consagradas para la zalema usual entre musulmanes.

Y a pesar de todo, le invité a descansar y a dar de beber a su caballo, diciéndole: "¡Señor, séate propicia la frescura de la tarde, y sea esta agua deliciosa para la fatiga de tu noble corcel!" Y sonrió él a estas palabras, y saltando a tierra, ató su caballo por la brida junto a la fuente, se acercó a mí, y de improviso me rodeó con sus brazos y me besó con un ardor singular. Y sorprendido y encantado a la vez, le miré más atentamente y lancé un grito prolongado al reconocer en aquel joven a mi bienamada Suleika, a quien creía bajo la losa de la tumba.

Y ahora, ¡oh mi señor! ¿cómo decirte la dicha que llenó mi alma al recobrar a Suleika? Pelos me saldrían en la lengua antes de que pudiese darte una idea de la intensidad de la alegría que embargó nuestros corazones en aquellos instantes venturosos. Básteme decirte que, después de permanecer largo tiempo en brazos uno de otro, Suleika me puso al corriente de cuanto había pasado durante todos aquellos días de mi reciente dolencia. Y a la sazón comprendí cómo, denunciada a su padre el rey, había sido ella víctima de una vigilancia estrechísima, y prefiriendo entonces todo a la vida que le hacían llevar, había simulado la muerte, y gracias a la complicidad de su favorita había podido escapar del palacio, espiar todos mis movimientos, seguirme desde lejos, y así, segura de mi amor para en lo sucesivo, quería vivir conmigo, lejos de las grandezas, y consagrarse enteramente a hacer mi dicha. Y nos pasamos la noche entre delicias compartidas bajo la mirada del cielo. Y al día siguiente montamos juntos en el mismo caballo, y emprendimos el camino que conducía a mi país. Y Alah nos escribió la seguridad, y llegamos con buena salud a Damasco, donde el Destino me puso en tu presencia ¡oh rey del tiempo! y me hizo visir de tu poderío.

Y tal es mi historia. ¡Y Alah es más sabio!"

"Pero no creas ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- que esta historia de la princesa Suleika puede compararse a la menor de las historias extraídas de los ocios encantadores de la adolescencia desocupada".

Y sin dejar tiempo al rey para que diese su opinión acerca de la historia de la princesa Suleika, no quiso que transcurriera aquella noche sin empezar a contarlas.



Los ocios encantadores de la adolescencia desocupada

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El mozalbete de la cabeza dura y su hermana la del pie pequeño

Se cuenta -pero Alah es más sabio- que en una ciudad entre las ciudades de un país entre los países, había un hombre honrado y sumiso a la voluntad del Altísimo, con una esposa excelente y temerosa del Todopoderoso, y- había tenido ella -gracias a la bendición- dos hijos, un niño y una niña. Y el muchacho había nacido con una cabeza voluntariosa y dura, y la niña con un alma dulce y unos piececitos deliciosos. Y cuando los dos niños eran ya mayorcitos murió su padre. Pero a la hora de la muerte llamó a su esposa y le dijo: "¡Oh hija del tío! te recomiendo muy particularmente que veles por nuestro hijo, pupila de nuestros ojos; que no le regañes, haga lo que haga; que no le contradigas nunca, diga lo que diga, y sobre todo, que le dejes hacer siempre lo que quiera en cualquier circunstancia de su vida (¡ojalá sea larga y próspera!) " Y cuando su esposa se lo prometió llorando, ya había muerto él dichoso y sin desear nada más.

Y la madre no dejó de cumplir la última recomendación de su difunto esposo. Y al cabo de cierto tiempo se acostó para morir (¡solo Alah es el eterno viviente!) y llamó a su hija, la hermana del muchacho, y le dijo: "¡Hija mía, has de saber que tu difunto padre (¡sea con él la misericordia del Clemente!) me hizo jurar, a su muerte, que jamás contrariaría los deseos de tu hermano! ¡Ahora júrame a tu vez, para que yo muera tranquila, que cumplirás esta recomendación!" Y la joven prestó el juramento a su madre, que murió contenta en la paz de su Señor.

Y he aquí que, en cuanto estuvo enterrada la madre, el mozalbete fué en busca de su hermana y le dijo: "Escucha, ¡oh hija de mi padre y de mi madre! Quiero, en esta hora y en este instante, reunir en casa todo lo que posee nuestra mano en muebles, cosechas, búfalos, cabras, y en una palabra, cuanto nos ha dejado nuestro padre, y quemar el continente con el contenido". Y la joven, llena de estupor, abrió sus grandes ojos, y exclamó, olvidando la recomendación: "¡Oh querido! pero, si haces eso, ¿qué va a ser de nosotros?" Y contestó él: "¡Ya verás!"

E hizo lo que había dicho. Amontonando todo en la casa, le prendió fuego. Y se convirtió en llamas todo, bienes y fondos. Y advirtiendo el mozalbete que su hermana había conseguido esconder en casa de los vecinos diferentes objetos para salvarlos del desastre, se dedicó a la busca de las tales cosas y dió con ellas siguiendo las huellas de los piececitos de su hermana. Y cuando las encontró, las prendió fuego a una tras de otra, continente y contenido. Pero los propietarios, mirándole con malos ojos, se armaron de horquillas y se pusieron en persecución del hermano y de la hermana, para matarlos. Y le dijo la joven, muriéndose de miedo: "¡Ya ves ¡oh hermano mío! lo que has hecho! ¡Pongámonos en salvo! ¡ah! ¡pongámonos en salvo!" Y emprendieron juntos la fuga, poniendo pies en polvorosa.

Y estuvieron corriendo un día y una noche, y de tal suerte lograron escapar de los que aspiraban a su muerte. Y llegaron a una hermosa propiedad en donde hacían la recolección unos labradores. Y para poder vivir ambos hermanos se ofrecieron a ayudar, y en vista de su buena cara, fueron admitidos.

Y he aquí que, días más tarde, estando el mozalbete solo en la casa con los tres hijos del amo, les hizo mil caricias para atraérselos, y les dijo: "¡Vamos a la era para jugar a que trillamos el grano!" Y cogidos de las manos se fueron los cuatro a la era consabida. Y para dar comienzo al juego, el mozalbete hizo primero de grano, y los niños se divirtieron trillándole, aunque sin hacerle daño, lo preciso para que el juego resultase más a lo vivo. Y les tocó a su vez convertirse en grano. E hicieron de grano. Y el mozalbete los trilló como si fuesen granos. Y los trilló tan bien, que les hizo papilla. Y murieron en la era. ¡Y he aquí lo referente a ellos!

Pero, volviendo a la joven, hermana del mozalbete, es el caso que cuando notó la ausencia de su hermano pensó fundadamente que estaría cometiendo alguna acción destructora. Y se puso en busca suya, y acabó por encontrarle cuando acababa él de aplastar a los tres niños, hijos del propietario. Y al ver aquello, le dijo: "¡Pongámonos en salvo pronto!, ¡oh hermano mío! ¡pongámonos en salvo pronto! ¡Mira lo que has hecho! ¡Con lo bien que estábamos en esta propiedad!" Y cogiéndole de la mano, le obligó a emprender la fuga con ella. Y como la cosa entraba en sus proyectos, se dejó él arrastrar. Y partieron. Y cuando el padre de los niños regresó a la casa, y tras de buscar a sus hijos los halló hechos papillas en la era, y se enteró de la desaparición del hermano y de la hermana, exclamó, encarándose con su gente: "¡Hay que echar a correr detrás de esos dos infames que han pagado nuestros beneficios y la hospitalidad matando a mis tres hijos!" Y se armaron de un modo terrible con flechas y estacas, y persiguieron al hermano y a la hermana, tomando los mismos senderos que ellos. Y a la caída de la noche llegaron a un árbol muy gordo y muy alto, al pie del cual se acostaron en espera del día.

Y he aquí que el hermano y la hermana se habían escondido precisamente en la copa de aquel árbol. Y al despertar por el alba, vieron al pie del árbol a todos los hombres que les perseguían, y que dormían aún. Y el mozalbete dijo a su hermana, mostrándole al amo, padre de los tres niños: "¿Ves a ese tan alto que está durmiendo? ¡Pues bien; voy a hacer mis necesidades sobre su cabeza!" Y la hermana, llena de terror, se dió un manotazo en la boca, y le dijo: "¡Estamos perdidos sin remedio! No hagas eso, ¡oh querido mío! ¡Todavía no saben que estamos escondidos encima de su cabeza, y si continúas tranquilo, se marcharán y nos veremos libres!" Pero dijo él: "¡No quiero!" Y añadió: "¡Tengo que hacer mis necesidades en la cabeza de ese hombre alto!" Y se acurrucó en la rama más alta, y se meó, y dejó caer sus excrementos en la cabeza y el rostro del amo, que hubo de quedar inundado.

¡Eso fué todo!

Y el hombre, al sentir aquellas cosas, se despertó sobresaltado, y divisó en la copa del árbol al mozalbete, que se limpiaba tranquilamente con las hojas. Y en el límite extremo del furor, cogió su arco y disparó sus flechas al hermano y a la hermana. Pero como el árbol era muy alto, las flechas no les alcanzaban, enredándose en las ramas. Entonces despertó a sus gentes y les dijo: "¡Derribad ese árbol!" Y la joven al oír estas palabras, dijo a su hermano el mozalbete: "¡Ya lo ves! ¡Estamos perdidos!" El preguntó: "¿Quién te lo ha dicho?" Ella contestó: "¡Vaya un suplicio que nos harán sufrir a causa de lo que has hecho!" El dijo: "¡Todavía no estamos entre sus manos!"

Y en el mismo momento, un gran pájaro rokh, que los había visto pasar por allí, descendió sobre ellos y se los llevó a ambos en sus garras. Y emprendió el vuelo con ellos, en tanto que el árbol caía a impulso de los hachazos, y el amo, burlado, estallaba de rabia y de furor reconcentrados.

En cuanto al pájaro rokh, continuaba elevándose por los aires, con el hermano y la hermana en sus garras. Y ya se disponía a dejarlos en cualquier parte de tierra firme, para lo cual sólo tenía que atravesar un brazo de mar sobre el que se cernía, cuando el mozalbete dijo a su hermana, la joven: "¡Hermana mía, voy a hacer cosquillas en el trasero a este pájaro...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 882ª noche

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Ella dijo:

... el mozalbete dijo a su hermana, la joven: "¡Hermana mía, voy a hacer cosquillas en el trasero a este pájaro!" Y la joven, con el corazón agitado de espanto, exclamó con temblorosa voz: "¡Oh! ¡por favor, querido, no hagas eso, no hagas eso! ¡Porque nos soltará, y nos caeremos!" El dijo: "¡Tengo muchas ganas de hacer cosquillas en el trasero a este pájaro!" Ella dijo: "¡Moriremos!" El dijo: "¡Lo haré! ¡Y va a ser así!" E hizo lo que había dicho. Y el pájaro cosquilleado se sobresaltó mucho, de tanto como le desagradó la cosa, y soltó su presa, que era el hermano y la hermana.

Y cayeron al mar. Y fueron a parar al fondo del mar, que era excesivamente profundo. Pero, como sabían nadar, pudieron salir a la superficie del agua y ganar la orilla.

Sin embargo, no veían nada y no distinguían nada, exactamente igual que si estuviesen en medio de una noche negra. Porque el país en que se hallaban era el país de las tinieblas.

Y el mozalbete, sin vacilar, buscó a tientas guijarros, y restregó dos, uno contra otro, hasta que salieron chispas. Y recogió leña en gran cantidad y con ella hizo un montón enorme, al que prendió fuego por medio de los dos guijarros. Y cuando ardió todo el montón, vieron claro. Pero, en el mismo momento, oyeron un espantoso mugido, como mil voces de búfalos salvajes reunidas en una sola. Y a la claridad de la hoguera, vieron avanzar hacia ellos, terrible, una ghula negra y gigantesca, que gritaba con sus fauces abiertas como un horno: "¿Quién es el temerario que enciende luz en el país que he consagrado a las tinieblas?"

Y a la hermana le dio aquello mucho miedo. Y con voz apagada, dijo a su hermano el mozalbete: "¡Oh hijo de mi padre y de mi madre! esta vez vamos a morir indudablemente. ¡Oh! ¡tengo miedo a esa ghula!" Y se acurrucó contra él, dispuesta a morir, y desmayada ya. Pero el muchacho, sin perder ni por un instante su presencia de ánimo, se irguió sobre ambos pies, hizo frente a la ghula, y una a una cogió las mayores brasas ardientes de la hoguera y empezó a lanzarlas con tino en la ancha boca abierta de la ghula. Y cuando de aquel modo hubo él arrojado la última brasa grande, la ghula estalló por la mitad. Y el sol alumbró de nuevo aquel país consagrado a las tinieblas. Porque, volviendo su gigantesco trasero contra el sol, la ghula le había impedido alumbrar aquella tierra. ¡Y he aquí lo referente al trasero de la ghula!

¡Pero he aquí ahora lo que atañe al rey de aquella tierra! Cuando el rey que reinaba en el país hubo visto relucir el sol después de tantos años pasados en tinieblas negras, comprendió que la terrible ghula había muerto, y salió de su palacio, seguido de sus guardias, para ponerse en busca del valiente que había librado de la opresión y de la oscuridad al país. Y al llegar a orillas del mar, vió desde lejos el montón de leña que humeaba aún, y encaminó sus pasos por aquel lado. Y al ver avanzar toda aquella tropa armada con el rey que brillaba a su cabeza, la hermana se sintió poseída de un terror grande, y dijo a su hermano: "¡Oh hijo de mi padre y de mi madre, huyamos! ¡Ah! ¡huyamos!" Y preguntó él: "¿Por qué vamos a huir? ¿Y quién nos amenaza?" Ella dijo: "¡Por Alah sobre ti, vámonos antes de que nos den alcance esas gentes armadas que avanzan hacia nosotros!" Pero dijo él: "¡No quiero!"

Y ni se movió siquiera.

Y el rey llegó con su tropa a las proximidades de la hoguera humeante, y encontró a la ghula hecha mil pedazos. Y junto a ella vió una pequeña sandalia de muchacha. Era una sandalia que se le había salido de su piececito a la hermana cuando corría a refugiarse con su hermano detrás de un montículo, adonde había ido él a tenderse para descansar algo. Y el rey dijo a sus gentes: "¡Indudablemente es una sandalia de la que ha matado a la ghula y nos ha librado de la oscuridad! Buscad bien y la encontraréis". Y la joven oyó estas palabras, y se atrevió a salir detrás del montículo y a acercarse al rey. Y se arrojó a sus plantas, implorando la salvaguardia. Y el rey vió en el pie de ella la sandalia compañera de la que se había encontrado. Y levantó a la joven y la besó, y le dijo: "¡Oh joven bendita! ¿eres tú quien ha matado a esta terrible ghula?" Ella contestó: "Es mi hermano, ¡oh rey!" El preguntó: "¿Y dónde está ese valiente?"

Ella dijo: "¿No le harás daño nadie?" El dijo: "¡Al contrario!"

Entonces fué detrás de la roca y cogió de la mano al mozalbete, que se dejó hacer. Y le condujo ella a presencia del rey, que le dijo: "¡Oh jefe de los valientes y corona suya! te doy en matrimonio a mi única hija y tomo por esposa a esta joven del pie pequeño, cuya sandalia me he encontrado".

Y el muchacho dijo: "¡No hay inconveniente!"

Y vivieron todos en las delicias, contentos y prosperando.

Luego dijo Schehrazada:



La pulsera de tobillo

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Se dice, entre lo que se dice, que en una ciudad había tres hermanas, hijas del mismo padre, pero no de la misma madre, que vivían juntas hilando lino para ganarse la vida. Y las tres eran como lunas; pero la más pequeña era la más hermosa y la más dulce y la más encantadora y la más diestra de manos, pues ella sola hilaba más que sus dos hermanas reunidas, y lo que hilaba estaba mejor y sin defecto por lo general. Lo cual daba envidia a sus dos hermanas, que no eran de la misma madre.

Un día fué ella al zoco, y con el dinero que había ahorrado de la venta de su lino se compró un búcaro pequeño de alabastro, que era de su gusto, a fin de tenerlo delante con una flor dentro cuando hilara el lino. Pero no bien regresó a casa con su búcaro en la mano, sus dos hermanas se burlaron de ella y de su compra, tildándola de derrochadora y de extravagante. Y muy conmovida y muy avergonzada, no supo ella qué decir, y para consolarse cogió una rosa y la puso en el búcaro. Y se sentó ante su búcaro y ante su rosa y se puso a hilar su lino.

Y he aquí que el búcaro de alabastro que había comprado la joven hilandera era un búcaro mágico. Y cuando su dueña quería comer, él le proporcionaba manjares deliciosos, y cuando ella quería vestirse, él la satisfacía. Pero la joven, temerosa de que le tuviesen más envidia todavía sus hermanas, que no eran de la misma madre, se guardó bien de revelarles las virtudes de su búcaro de alabastro. Y en presencia de ellas aparentaba que vivía como ellas y vestía como ellas, y aún más modestamente. Pero cuando salían sus hermanas se encerraba completamente sola en su cuarto, ponía delante de ella su búcaro de alabastro, le acariciaba dulcemente, y le decía: "¡Oh bucarito mío! ¡oh bucarito mío! ¡hoy quiero tal y cuál cosa!" Y al punto el búcaro de alabastro le proporcionaba cuantas ropas hermosas y golosinas había pedido ella. Y a solas consigo misma, la joven se vestía con trajes de seda y oro, se adornaba con alhajas, se ponía sortijas en todos los dedos, pulseras en las muñecas y en los tobillos y comía golosinas deliciosas. Tras de lo cual el búcaro de alabastro hacía desaparecer todo. Y la joven lo cogía de nuevo, e iba a hilar su lino en presencia de sus hermanas, poniéndose delante el búcaro con su rosa. Y de tal suerte vivió cierto espacio de tiempo, pobre ante sus envidiosas hermanas y rica ante sí misma.

Un día, entre los días, el rey de la ciudad, con motivo de su cumpleaños, dió en su palacio grandes festejos, a los cuales fueron invitados todos los habitantes. Y las tres jóvenes también fueron invitadas. Y las dos hermanas mayores se ataviaron con lo mejor que tenían y dijeron a su hermana pequeña: "Tú te quedarás para guardar la casa". Pero, en cuanto se marcharon ellas, la joven fué a su cuarto, y dijo a su búcaro de alabastro: "¡Oh bucarito mío! esta noche quiero de ti un traje de seda verde, una veste de seda roja y un manto de seda blanca, todo de lo más rico y más bonito que tengas, y hermosas sortijas para mis dedos, y pulseras de turquesas para mis muñecas, y pulseras de diamantes para mis tobillos. Y dame también todo lo preciso para que yo sea la más bella en palacio esta tarde". Y tuvo cuanto había pedido. Y se atavió, y se presentó en el palacio del rey, y entró en el harén, donde había festejos aparte reservados para las mujeres. Y apareció como la luna en medio de las estrellas. Y no la reconoció radie, ni siquiera sus hermanas, de tanto como realzaba su belleza natural el esplendor de su indumentaria. Y todas las mujeres iban a extasiarse ante ella, y la miraban con ojos húmedos. Y ella recibía sus homenajes como una reina, con dulzura y amabilidad, de modo que conquistó todos los corazones y dejó entusiasmadas a todas las mujeres.

Pero cuando la fiesta tocaba a su fin, la joven, sin querer que sus hermanas regresasen a casa antes que ella, aprovechó el momento en que atraían toda la atención las cantarinas, para deslizarse fuera del harén y salir del palacio. Mas, en su precipitación por huir, dejó caer, al correr, una de las pulseras de diamantes de sus tobillos en la pila a ras de tierra que servía de abrevadero a los caballos del rey. Y no advirtió la pérdida de su pulsera de tobillo, y volvió a casa, donde llegó antes que sus hermanas.

Al día siguiente...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 883ª noche

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Ella dijo:

Al día siguiente los palafreneros llevaron a los caballos del hijo del rey a beber en el abrevadero; pero no quiso acercarse al abrevadero ninguno de los caballos del hijo del rey. Y todos juntos retrocedieron, asustados, con los nasales dilatados y resoplando con violencia. Porque habían visto algo que brillaba y lanzaba chispas en el fondo del agua. Y los palafreneros les hicieron acercarse de nuevo al agua, silbando con insistencia, aunque sin llegar a convencerles, pues los animales tiraban de la cuerda, encabritándose y dando vueltas. Entonces los palafreneros registraron el abrevadero, y descubrieron la pulsera de diamantes que había dejado caer de su tobillo la joven.

Cuando el hijo del rey, que según su costumbre, vigilaba cómo se cuidaba a los caballos, hubo examinado la pulsera de diamantes que acababan de entregarle los palafreneros, se maravilló de la finura del tobillo que debía oprimir, y pensó: "¡Por vida de mi cabeza, que no hay tobillo de mujer lo bastante fino para caber en una pulsera tan pequeña!" Y la dió vueltas en todos sentidos, y se encontró con que las piedras eran tan hermosas que la menor de entre ellas valdría por todas las gemas que adornaban la diadema de su padre el rey. Y se dijo: "¡Por Alah, que es preciso que tome yo por esposa a la propietaria de un tobillo tan encantador y dueña de esta pulsera!" Y en aquella hora y en aquel instante se fué a despertar a su padre el rey, y le enseñó la pulsera, diciéndole: "Quiero tomar por esposa a la propietaria de un tobillo tan encantador y dueña de esta pulsera". Y el rey le contestó: "¡Oh hijo mío! no hay inconveniente. Pero ese asunto incumbe a tu madre, y ella es a quien tienes que dirigirte. ¡Porque yo no entiendo de esas cosas, y ella entiende!"

Y el hijo del rey fué en busca de su madre, y enseñándole la pulsera y contándole la historia, le dijo: "Tú eres ¡oh madre! quien puede casarme con la propietaria de un tobillo tan encantador, a la cual está unido mi corazón. ¡Porque mi padre me ha dicho que tú entendías de estas cosas, y que él no entendía". Y se irguió sobre ambos pies, y llamó a sus mujeres, y salió con ellas en busca de la dueña de la pulsera. Y recorrieron todas las casas de la ciudad, y entraron en todos los harenes, probando en el pie de todas las mujeres mayores y de todas las jóvenes la pulsera de tobillo. Pero todos los pies resultaron demasiado grandes para la estrechez del objeto. Y al cabo de quince días de pesquisas vanas y pruebas, llegaron a casa de las tres hermanas, y lanzó un estridente grito de alegría al comprobar que se ajustaba a maravilla al tobillo de la más pequeña.

Y la reina besó a la joven, y también la besaron las demás damas del séquito de la reina. Y la cogieron de la mano, y la condujeron a palacio, donde al punto quedó decidido su matrimonio con el hijo del rey. Y comenzaron las ceremonias de las bodas, que debían durar cuarenta días y cuarenta noches.

Y he aquí que el último día, después de ser conducida la joven al hammam, sus hermanas, a quienes se había llevado ella consigo, a fin de que compartiesen su alegría y se convirtieran en grandes damas de palacio, la vistieron y la peinaron. Y como, confiada en el afecto que le mostraban, les había revelado ella el secreto y las virtudes del búcaro de alabastro, no les fué difícil obtener del búcaro mágico todos los trajes, todos los atavíos y todas las alhajas que se necesitaban para adornar a la recién casada como nunca fué adornada hija de rey o de sultán. Y cuando acabaron de peinarla le clavaron en sus hermosos cabellos grandes alfileres de diamantes a manera de airón.

Y he aquí que, apenas quedó clavado el último alfiler, la joven desposada se metamorfoseó repentinamente en tórtola con un pequeño moño en la cabeza. Y salió volando muy de prisa por la ventana del palacio.

Porque los alfileres que sus hermanas le habían clavado en los cabellos eran alfileres mágicos, dotados del poder de transformar a las jóvenes en tórtolas, y la envidia que sentían ambas hermanas les había impulsado a pedir esos alfileres al búcaro de alabastro.

Y las dos hermanas, que en aquel momento se encontraban solas con su hermana pequeña, se guardaron mucho de contar la verdad al hijo del rey. Y se limitaron a decirle que su hermana había salido un momento y que no había vuelto. Y el hijo del rey, viendo que no aparecía, mandó hacer pesquisas por toda la ciudad y todo el reino. Pero las pesquisas no dieron resultado. Y la desaparición de la joven le sumió en la consunción y la amargura. ¡Y he aquí lo referente al desolado hijo del rey, consumido de amor!

En cuanto a la tórtola, todas las mañanas y todas las tardes iba a posarse en la ventana de su joven esposo, y arrullaba con voz melancólica durante mucho rato, ¡mucho rato! Y al hijo del rey le parecía que aquel arrullo respondía a su propia tristeza; y le tomó gran cariño. Y un día, al ver que ella no se asustaba aunque se acercase él, tendió la mano y la atrapó. Y la tórtola se echó a temblar entre sus manos y empezó a dar sacudidas, sin dejar de arrullar tristemente. Y él se puso a acariciarla con delicadeza, alisándole las plumas y rascándole la cabeza. Y he aquí que, al rascarle la cabeza, sintió bajo sus dedos unos pequeños objetos duros corno cabezas de alfiler. Y los extrajo del moño delicadamente, uno tras otro. Y cuando él le hubo sacado el último alfiler, la tórtola dió una sacudida y de nuevo se tornó en joven.

Y ambos vivieron entre delicias, contentos y prosperando. Y las dos malas hermanas se murieron de envidia y de una reconcentración de sangre. Y Alah otorgó a los amantes numerosos hijos, tan hermosos como sus padres.


Y aquella noche aún dijo Schehrazada:



Historia del macho cabrio y de la hija del rey

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Se cuenta, entre lo que se cuenta, que en una ciudad de la India había un sultán a quien Alah, que es grande y generoso, había hecho padre de tres princesas como lunas, perfectas en todos sentidos y deliciosas para la mirada del espectador. Y su padre el sultán, que las amaba en extremo, quiso, en cuanto fueron púberes, buscarles esposos que fuesen capaces de estimarlas en su valor y de hacer su dicha. Y a tal fin llamó a su esposa la reina, y le dijo: "He aquí que nuestras tres hijas, las bienamadas de su padre, han llegado a la nubilidad, y cuando el árbol está en su primavera, conviene, para que no se pierda, que tenga flores anunciadoras de hermosos frutos. Por eso es preciso que busquemos a nuestras hijas esposos que las hagan dichosas". Y dijo la reina. "La idea es excelente".

Y tras de haber deliberado entre sí acerca de los medios mejores de conseguir su objeto, resolvieron hacer anunciar por los pregoneros públicos, en toda la extensión del reino, que las tres princesas estaban en edad de casarse, y que todos los hijos de emires y de grandes señores, amén de los simples particulares y de los hombres del pueblo, debían presentarse bajo las ventanas del palacio en un día fijo. Porque la reina había dicho a su esposo: "La dicha en el matrimonio no depende ni de la riqueza ni del nacimiento, sino sólo del designio del Todopoderoso. Lo mejor es, pues, dejar que el Destino elija por sí mismo a los esposos de nuestras hijas.

Y cuando llegue el día de elegirlos, no tendrán ellas más que tirar su pañuelo por la ventana sobre la muchedumbre de pretendientes. Y aquellos sobre quienes caigan los tres pañuelos serán los esposos de nuestras tres hijas". Y el sultán hubo de responder: "La idea es excelente". Y así se hizo.

De modo que cuando llegó el día fijado por los pregoneros públicos, y se llenó con la muchedumbre de pretendientes el meidán que se extendía al pie del palacio, abrióse la ventana, y la hija mayor del rey apareció, como la luna, la primera con su pañuelo en la mano. Y tiró el pañuelo al aire. Y se lo llevó el viento y lo hizo caer sobre la cabeza de un joven emir, brillante y hermoso.

Luego apareció, como la luna, en la ventana la segunda hija del rey, y tiró su pañuelo, que fué a caer sobre la cabeza de un joven príncipe tan hermoso y tan encantador como el primero.

Y la tercera hija del sultán arrojó su pañuelo a la muchedumbre. Y el pañuelo se agitó un instante, se inmovilizó un instante, y cayó para ir a engancharse en los cuernos de un macho cabrío que se hallaba entre los pretendientes. Pero el sultán, aunque había prometido solemnemente su hija a cualquier espectador sobre quien cayera el pañuelo, tuvo por nula la experiencia, y la hizo repetir. Y la joven princesa arrojó de nuevo al aire su pañuelo, que, tras de vacilar entre dos aires, por encima del meidán, cayó con rapidez y en línea recta sobre los cuernos del mismo macho cabrío. Y el sultán, en el límite de la contrariedad dió por nula esta segunda elección de la suerte, e hizo repetir la prueba a su hija. Y por tercera vez el pañuelo voltejeó algún tiempo en el aire, y fué a posarse precisamente en la cabeza cornuda del macho cabrío...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 884ª noche

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Ella dijo:

... Y por tercera vez el pañuelo voltejeó algún tiempo en el aire, y fué a posarse precisamente en la cabeza cornuda del macho cabrío. Al ver aquello, el despecho del sultán, padre de la joven, llegó a sus límites extremos, y exclamó él: "¡No, por Alah, prefiero verla envejecer virgen en mi palacio a verla convertida en esposa de un macho cabrío inmundo!" Pero, a estas palabras de su padre, la joven se echó a llorar; y corrían por sus mejillas numerosas lágrimas y acabó por decir entre dos sollozos: "Ya que ése es mi Destino, ¡oh padre! ¿Por qué quieres impedir que se cumpla? ¿Por qué interponerte entre mi suerte y yo? ¿No sabes que cada criatura lleva atado al cuello su Destino? Y si el mío va atado a ese macho cabrío, ¿por qué impedirme que sea su esposa?" Y por otra parte, sus dos hermanas, que en secreto tenían mucha envidia de ella porque era la más joven y la más bonita, unieron sus protestas a las suyas, pues la realización de aquel matrimonio con el macho cabrío las vengaba hasta más allá de sus deseos. Y tanto y tanto porfiaron entre las tres, que su padre el sultán acabó por dar su consentimiento para un matrimonio tan extraño y tan extraordinario.

Y al punto se dió orden para que se celebrasen las bodas de las tres princesas con toda la pompa deseable y con arreglo al ceremonial de rigor. Y toda la ciudad estuvo iluminada y empavesada durante cuarenta días y cuarenta noches, en el transcurso de los cuales se dieron grandes festejos y magníficos festines, con danzas, cantos y conciertos de instrumentos. Y no cesó de reinar la alegría en todos los corazones, y hubiera sido completa si cada uno de los invitados no estuviesen un poco preocupados por los resultados de semejante unión entre una princesa virgen y un macho cabrío cuya apariencia era la de un macho cabrío terrible entre todos los machos cabríos. Y durante aquellos días preparatorios de la noche nupcial, el sultán y su esposa, así como las mujeres de los visires y de los dignatarios fatigaron su lengua en querer disuadir, a la joven de la consumación de su matrimonio con aquel animal de olor repugnante, de ojos encendidos y de herramienta espantosa. Pero ella contestaba siempre a todos y a todas con estas palabras: "Cada cual lleva colgado al cuello su Destino y si el mío es ser esposa del macho cabrío, nadie podrá oponerse a ello".

Y he aquí que, cuando llegó la noche de la consumación, se condujo a la princesa, con sus hermanas, al hammam. Tras de lo cual las arreglaron, adornaron y peinaron. Y cada cual fué conducida a la cámara nupcial que le tenía escrito el Destino. ¡Y sucedió lo que sucedió, en cuanto a las dos hermanas mayores!

¡Pero he aquí lo que le aconteció a la princesita con su marido el macho cabrío! No bien el macho cabrío fué introducido en el cuarto de la joven y se cerró la puerta tras ellos, el macho cabrío besó la tierra entre las manos de su esposa, y dando una sacudida repentina, arrojó su piel de macho cabrío y se tornó en un joven tan hermoso como el ángel Harut. Y se acercó a la joven, y la besó entre ambos ojos, luego en el mentón, luego en el cuello, luego en todas partes, y le dijo: "¡Oh vida de las almas! no intentes saber quién soy. Bástate saber que soy más poderoso y más rico que tu padre el sultán y que todos los hijos del tío que tienen por esposos tus hermanas. Mucho tiempo hace que en mi corazón se albergaba tu amor, y hasta ahora no pude llegar hasta ti. ¡Y si me encuentras de tu gusto y quieres conservarme, no tienes más que hacerme una promesa!" Y la princesa, que encontraba al hermoso joven muy de su conveniencia y absolutamente de su gusto, contestó: "¿Y cuál es la promesa que tengo que hacerte?.

¡Dila, y me someteré a ella, aunque sea muy difícil de cumplir, por el amor de tus ojos!" El dijo: "La cosa es sencilla, ¡ya setti! Únicamente pido que me prometas no revelar a nadie nunca el poder que poseo de transformarme a mi antojo. Porque si alguien un día sospechase solamente que soy macho cabrío a la vez que ser humano, yo desaparecería al instante, y te sería difícil encontrar mis huellas". Y la joven le prometió la cosa con todo género de seguridades, y añadió: "¡Prefiero morir a perder un esposo tan hermoso como tú!"

Entonces, sin tener ya motivos fundados para desconfiar uno de otro, se dejaron llevar de su inclinación natural. Y se amaron con un amor grande, y se pasaron aquella noche, noche de bendición, labios sobre labios y piernas sobre piernas, entre delicias puras y trueques encantadores. Y no cesaron en sus escarceos y empresas hasta que nació la mañana. Y el joven abandonó entonces las blancuras de la joven, y recobró su forma prístina de macho cabrío barbudo, con cuernos, pezuñas hendidas, mercancías enormes y todo lo consiguiente. Y de cuanto había tenido lugar no quedó nada, a no ser algunas manchas de sangre en la toalla de honor.

Y he aquí que, cuando la madre de la princesa entró por la mañana, como es costumbre, a saber noticias de su hija y a examinar con sus propios ojos la toalla de honor, llegó al límite del asombro al observar que el honor de la joven estaba de manifiesto en la toalla, y que la cosa era indudable. Y vió que su hija estaba lozana y contenta, y que a sus pies, en la alfombra, estaba sentado el macho cabrío rumiando discretamente. Y al ver aquello, corrió en busca de su esposo el sultán, padre de la princesa, que vió lo que vió, y no quedó menos estupefacto que su esposa. Dijo a su hija: "¡Oh hija mía! ¿es verdad eso?" Ella contestó: "¡Es verdad, padre mío!" El preguntó: "¿Y no te has muerto de vergüenza y de dolor?" Ella contestó: "¡Por Alah! ¿para qué iba a morirme, siendo mi esposo tan diligente y tan encantador?" Y la madre de la princesa preguntó: "¿Por lo visto no tienes motivo de queja?" Ella dijo: "¡Ni por asomo!" Entonces dijo el sultán: "Si no tiene motivo de queja de su esposo, es porque es feliz con él. ¿Y qué más podemos desear para nuestra hija?" Y la dejaron vivir en paz con su esposo el macho cabrío.

Al cabo de cierto tiempo, con motivo de su cumpleaños, organizó el rey un gran torneo en la plaza del meidán, debajo de las ventanas de palacio. E invitó para aquel torneo a todos los dignatarios de su palacio, así como a los dos esposos de sus hijas. En cuanto al macho cabrío, no le invitó por no exponerse a la burla de los espectadores.

Y comenzó el torneo.

Y sobre sus corceles devoradores del aire, los caballeros justaron con grandes gritos, lanzando sus djerids. Y entre todos se distinguieron los dos esposos de las princesas. Y ya les aclamaba con entusiasmo la muchedumbre de espectadores, cuando entró en el meidán un soberbio caballero que sólo con su aspecto hacía fruncir la frente de los guerreros. Y provocó a justa, uno tras de otro, a los emires vencedores, y al primer disparo de su djerid los desmontó. Y fué aclamado por la muchedumbre como héroe de la jornada.

Así es que cuando el joven jinete pasó bajo las ventanas de palacio saludando al rey con su djerid, como es costumbre, las dos princesas lanzáronle miradas cargadas de odio. Pero la más joven, aunque reconoció en él a su propio esposo, no dejó traslucir nada en su rostro para no traicionar su secreto; pero se quitó una rosa de sus cabellos y se la arrojó. Y el rey, la reina y sus hermanas lo vieron, y se disgustaron mucho.

Y al segundo día hubo de celebrarse en el meidán otra justa. Y de nuevo fué héroe de la jornada el hermoso joven desconocido. Y cuando pasaba por debajo de las ventanas de palacio, la más joven de las princesas le arrojó ostensiblemente un jazmín que se había quitado de los cabellos. Y el rey y la reina y las dos hermanas, lo vieron y se molestaron en extremo. Y el rey dijo para sí: "¡Ahora resulta que esta hija desvergonzada declara públicamente sus sentimientos a un extraño, no contenta con habernos hecho ver negro el mundo desde que se casó con el macho cabrío de perdición!" Y la reina le lanzó miradas atravesadas. Y sus dos hermanas se sacudieron las vestiduras con horror, mirándola.

Y al tercer día, cuando el vencedor de la última justa, que era el mismo hermoso caballero, pasó bajo las ventanas de palacio, la joven princesa, esposa del macho cabrío, se quitó de los cabellos, para arrojársela, una flor de tamarindo. Porque no había podido contenerse al ver tan espléndido a su esposo.

Cuando observaron aquello, la cólera del sultán y la indignación de la sultana y el furor de las dos hermanas estallaron con violencia. Y al sultán se le pusieron encarnados los ojos, y le temblaron las orejas, y se le estremecieron las narices. Y cogió por los cabellos a su hija y quiso matarla y hacer desaparecer sus huellas. Y le gritó: "¡Ah, maldita desvergonzada! no contenta con hacer entrar en mi linaje a un macho cabrío, he aquí ahora que provocas públicamente a los extraños y atraes sobre ti sus deseos. ¡Muere, pues, y líbranos de tu ignominia!" Y se dispuso a aplastarle la cabeza contra las baldosas de mármol. Y la pobre, princesa, llena de espanto al ver la muerte ante sus ojos, no pudo por menos -que tan preciada y cara es la propia alma- de exclamar: "¡Voy a decir la verdad! ¡Perdonadme, que voy a decir la verdad!" Y sin tomar aliento, contó a su padre, a su madre y a sus hermanas lo que le había sucedido con el macho cabrío, y quién era el macho cabrío, y cómo el macho cabrío era macho cabrío a la vez que ser humano. Y les dijo que era su propio esposo el hermoso caballero vencedor en las justas.

¡Eso fué todo!

Y el sultán y la esposa del sultán, y las dos hijas del sultán, hermanas de la princesita, se mostraron prodigiosamente asombrados y se maravillaron del Destino de la joven. ¡Y he aquí lo referente a ellos!

Pero, volviendo al macho cabrío, el caso es que desapareció. Y ya no hubo ni macho cabrío, ni joven hermoso, ni olor de macho cabrío, ni vestigio de joven. Y la princesita, tras de esperar en vano varios días y varias noches, comprendió que no volvería él a aparecer; y quedó triste, doliente, sollozante y sin esperanza...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 885ª noche

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Ella dijo:

... Pero, volviendo al macho cabrío, el caso es que desapareció. Y ya no hubo ni macho cabrío, ni joven hermoso, ni olor de macho cabrío, ni vestigio de joven. Y la princesa, tras de esperar en vano varios días y varias noches, comprendió que no volvería él a aparecer; y quedó triste, doliente, sollozante y sin esperanza.

Y vivió de tal suerte durante algún tiempo, entre lágrimas continuas y presa de la consunción, rehusando todo consuelo y toda distracción. Y contestaba a cuantos trataban de hacerle olvidar su desdicha: "Es inútil; soy la más infortunada entre las criaturas, y moriré de pena indudablemente".

Pero, antes de morir, quiso saber por sí misma si en toda la extensión de la tierra de Alah existía una mujer tan abandonada de la suerte y tan desgraciada como ella. Y primero decidió viajar e interrogar a todas las mujeres de las ciudades por donde pasara. Luego abandonó aquella primera idea para hacer construir, sin reparar en gastos, un hamman espléndido que no tenía igual en todo el reino de la India. E hizo que los pregoneros públicos anunciasen por todo el Imperio que la entrada al hamman sería gratuita para todas las mujeres que quisieran ir a bañarse allí, pero a condición de que cada favorecida contase a la hija del rey, para distraerla, la desdicha mayor o la mayor tristeza que hubiera afligido su vida. En cuanto a las que no tuviesen nada que contar a este respecto, no tenían permiso para entrar en el hamman.

Así es que no tardaron en afluir al hamman de la princesa todas las afligidas del reino, todas las abandonadas de la suerte, las desgraciadas de todos los colores, las miserables de todas las especies, las viudas y las divorciadas, y cuantas, de una manera o de otra, fueron heridas por las vicisitudes del tiempo, y las traiciones de la vida. Y cada una, antes de bañarse, contaba a la hija del rey lo que había experimentado de más entristecedor en su vida. Las hubo que contaron el número de golpes con que las gratificaban sus esposos, y las hubo que vertieron lágrimas al hacer el relato de su viudez, en tanto que otras manifestaban su amargura por ver que sus esposos daban preferencia sobre ellas a cualquier rival horrible y vieja o cualquier negra de labios de camello, y hasta las hubo que tuvieron palabras conmovedoras para hacer el relato de la muerte de un hijo único o de un marido muy amado. Y de tal suerte transcurrió en el hammam un año entre historias negras y lamentaciones. Pero la princesa no dió con una mujer, entre los millares que había visto, cuya desdicha pudiese compararse con la suya en intensidad y en profundidad. Y cada vez sumíase más en la tristeza y en la desesperación.

Y he aquí que un día entró en el hamman una pobre vieja, temblorosa ya bajo el soplo de la muerte, que se apoyaba en un báculo para andar. Y se acercó a la hija del rey, y le besó la mano, y le dijo: "Por lo que a mí respecta, ¡ya setti! mis desdichas son más numerosas que mis años, y antes de acabar de contártelas se me secaría la lengua. Por eso no te diré más que la última desgracia que me ha ocurrido, y que, por cierto, es la mayor de todas, pues es la única cuyo sentido y motivo no comprendí. Y esa desgracia me aconteció ayer precisamente durante el día. ¡Y si estoy temblando tanto delante de ti, ¡ya setti! es por haber visto lo que he visto!

Escucha:

"Has de saber, ¡ya setti! que por toda hacienda no poseo más que esta única camisa de cotonada azul que ves sobre mí. Y como necesitaba lavarla, a fin de que me fuese posible presentarme de una manera conveniente, en el hamman de tu generosidad, me decidí a ir a la orilla del río, a un lugar solitario donde pudiese desnudarme sin ser vista y lavar mi camisa."

"Y la cosa se hizo sin contratiempos, y ya había lavado mi camisa y la había tendido al sol en los guijarros, cuando vi avanzar en dirección mía una mula sin mulero que iba con dos odres llenos de agua. Y creyendo que el mulero llegaría en seguida, me apresuré a ponerme mi camisa, que sólo estaba seca a medias, y dejé pasar a la mula. Pero como no veía ni mulero ni sombra de mulero, sentí gran perplejidad al pensar en aquella mula sin dueño que marchaba por la ribera meneando la cabeza, segura del camino y de la dirección que llevaba. E impulsada por la curiosidad, me erguí sobre ambos pies y la seguí de lejos. Y pronto llegó ante un montículo, no muy separado de la orilla del agua, y se detuvo, golpeando la tierra con un casco. Y por tres veces golpeó así la tierra con el casco de su pata derecha y al tercer golpe se entreabrió el montículo y la mula descendió al interior por una pendiente suave. Y a pesar de mi sorpresa extremada, no pude impedir a mi alma seguir a aquella mula. Y entré en el subterráneo detrás de ella.

"Y no tardé en llegar de tal suerte a una cocina grande que, sin duda alguna, debía ser la cocina de algún palacio de debajo de tierra. Y vi hermosas marmitas alineadas por orden en los fogones, cantando y esparciendo un tufillo de primer orden que dilató los abanicos de mi corazón y vivificó las membranas de mis narices.

Y se me despertó un gran apetito, y mi alma anheló ardientemente probar aquella cocina excelente. Y no pude resistir a las solicitudes de mi alma. Y como no veía cocinero, ni pinche ni nadie a quien pedir algo por Alah, me acerqué a la marmita que exhalaba más exquisito olor, y levanté la tapa. Y me envolvió una gran nube aromática, y desde el fondo de la marmita me gritó de repente una voz: "¡Eh! ¡eh! ¡que esto es para nuestra señora! ¡No lo toques, o morirás!" Y yo, poseída de espanto, dejé caer la tapa sobre la marmita y salí de la cocina a escape. Y llegué a una segunda sala un poco más pequeña, en la que estaban alineados en bandejas pasteles de buena calidad, y tortas que olían bien, y una porción de cosas de primer orden buenas de comer. Y sin poder resistir a las solicitaciones de mi alma, tendí la mano hacia una de las bandejas y cogí una torta húmeda y tibia todavía. Y he aquí que recibí en la mano un cachete que me hizo soltar la torta; y de en medio de la bandeja salió una voz que me gritó: "¡Eh! ¡eh! ¡que esto es para nuestra señora!, ¡No lo toques, o morirás!" Y mi susto llegó a sus límites extremos, y corrí en línea recta, temblándome mis viejas piernas que me fallaban. Y después de cruzar galerías y galerías, me vi de pronto en una gran sala abovedada, de una belleza y una riqueza que nada tenían que envidiar a los palacios de los reyes, sino al contrario. Y en medio de aquella sala había un gran estanque de agua viva. Y alrededor de aquel estanque había cuarenta tronos, uno de los cuales era más alto y más espléndido que los demás."

"Y no vi a nadie en aquella sala, que sólo estaba habitada por la frescura y la armonía. Y llevaba allí un rato admirando toda aquella hermosura, cuando, en medio del silencio, hirió mis oídos un ruido semejante al que hacen esas pezuñas de un rebaño de cabras al andar por las piedras. Y sin saber de qué podía tratarse, me apresuré a esconderme debajo de un diván que estaba apoyado en la pared, de modo que pudiese mirar sin ser vista. Y el ruido de las pezuñas golpeando el suelo se acercó a la sala, y en seguida vi entrar cuarenta machos cabríos de barbas largas. Y el último iba montado en el penúltimo. Y todos fueron a colocarse en buen orden, cada cual ante un trono, alrededor del estanque. Y el que cabalgaba en su compañero se apeó del lomo de su cabalgadura y fué a colocarse ante el trono principal. Luego todos los demás machos cabríos se inclinaron ante él, dando con la cabeza en el suelo, y así permanecieron un momento sin moverse. Después se levantaron todos a una, y al mismo tiempo que su jefe, dieron tres sacudidas. Y en el mismo instante cayeron sus pieles de machos cabríos. Y vi a cuarenta jóvenes como lunas, el más hermoso de los cuales era el jefe. Y descendieron al estanque, con su jefe a la cabeza, y se bañaron en el agua. Y salieron de ella con unos cuerpos como el jazmín, que bendecían a su Creador. Y fueron a sentarse en sus tronos, completamente desnudos en su hermosura."

"Y mientras contemplaba al joven sentado en el trono grande y me maravillaba a su vista en mi corazón, vi de pronto gotear de sus ojos gruesas lágrimas. Y también caían lágrimas, aunque menos numerosas, de los ojos de los demás jóvenes. Y todos empezaron a suspirar, diciendo: "¡Oh señora nuestra! ¡oh señora nuestra!" Y su joven jefe suspiraba: "¡Oh soberana de la gracia y de la belleza!" Luego oí gemidos que salían de la tierra, bajaban de la bóveda; partían de los muros, de las puertas y de todos los muebles, repitiendo con acento de pena y de dolor estas mismas palabras: "¡Oh señora nuestra! ¡oh soberana de la gracia y de la belleza!"

"Y cuando hubieron llorado y suspirado y gemido durante una hora, el joven se levantó y dijo: "¿Cuándo vas a venir? ¡Yo no puedo salir! ¡Oh soberana mía! ¿cuándo vas a venir, ya que yo no puedo salir?" Y bajó de su trono, y volvió a entrar en su piel de macho cabrío. Y todos bajaron de sus tronos igualmente, y volvieron a entrar en sus pieles de machos cabríos. Y se fueron como habían venido."

"Y cuando dejé de oír en el suelo el ruido de sus pezuñas, me levanté de mi escondite, y también me marché como había venido. Y no pude respirar a mis anchas hasta que me vi fuera del subterráneo."

"Y tal es mi historia, ¡oh princesa! Y constituye la mayor desdicha de mi vida. Porque no solamente me fué imposible satisfacer mi deseo en las marmitas y las bandejas, sino que no comprendí nada de cuanto de prodigioso vi en aquel subterráneo. ¡Y eso es precisamente la mayor desdicha de mi vida!"

Cuando la vieja hubo terminado de tal suerte su relato, la hija del rey, que la había escuchado con el corazón palpitante, no dudó ya de que fuese su bienamado el macho cabrío que cabalgaba, y creyó morirse de emoción. Y cuando por fin pudo hablar, dijo a la vieja: "¡Oh madre mía! Alah el Misericordioso te ha conducido aquí sólo para que tu vejez sea feliz por mediación mía. Porque en adelante serás para mí una madre, y cuanto posee mi mano estará en tu mano. Pero si en algo estimas los beneficios de Alah sobre tu cabeza, por favor levántate ahora mismo y condúceme al paraje donde has visto entrar a la mula con los dos odres. ¡Y no te pido que vengas conmigo, sino que me indiques el paraje solamente!" Y la vieja contestó con el oído y la obediencia. Y cuando se alzó la luna sobre la terraza del hammam, salieron ambas y fueron a la orilla del río.

Y en seguida vieron a la mula, que iba en dirección suya, cargada con sus dos odres llenos de agua. Y la siguieron de lejos, y la vieron llamar con el casco al pie del montículo, y adentrarse en el subterráneo abierto delante de ella. Y la hija del rey dijo a la vieja: "Espérame aquí". Pero la vieja no quiso dejarla entrar sola, y la siguió, no obstante su emoción.

Y entraron en el subterráneo y llegaron a la cocina. Y de todas las hermosas marmitas rojas alineadas por orden en los hornillos, y que cantaban con armonía, se exhalaban tufillos de primer orden que dilataban los abanicos del corazón, vivificaban las membranas de las narices y disipaban las preocupaciones de las almas en pena. Y a su paso se alzaban por sí mismas las tapas de las marmitas, y salían de ellas voces alegres que decían: "¡Bien venida sea nuestra señora! ¡bien venida!" Y en la segunda sala estaban alineadas las bandejas que contenían pasteles excelentes, y tortas ahuecadas, y otras cosas buenas y tiernas que halagaban la vista del espectador. Y de todas las bandejas, y del fondo de las artesas que contenían el pan reciente, exclamaban voces dichosas a su paso: "¡Bien venida! ¡bien venida!" Y el aire mismo parecía agitado en torno de ellas por estremecimientos de dicha y resonaba con exclamaciones de júbilo.

Y la vieja, que veía y oía todo aquello, dijo a la hija del rey, mostrándole la entrada de las galerías que conducían a la sala abovedada: "¡Oh mi señora! por ahí es por donde tienes que entrar. En cuanto a mí, aquí te espero, pues el sitio de las servidoras es la cocina, y no las salas del trono".

Y la princesa, cruzando las galerías, penetró sola en la sala grande que le había descrito la vieja, mientras a su paso las alegres voces hacían oír conciertos de bienvenida...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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