Los encuentros de Al-Raschid en el puente de Bagdad

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(continuación)

Historia del ciego que se hacia abofetear en el puente

"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que, por lo que a mí respecta, en tiempos de mi juventud yo era conductor de camellos. Y gracias a mí trabajo y a mi perseverancia, acabé por ser propietario de ochenta camellos de mi exclusiva pertenencia. Y los alquilaba a las caravanas que comerciaban de un país en otro, y en época de peregrinación, lo cual me valía crecidos beneficios y hacía aumentar de año en año mi capital y mis intereses. Y con mis beneficios aumentaba de día en día mi deseo de ser más rico aún, y no pensaba nada menos que en llegar a ser el más rico de los conductores de camellos del Irak.

Un día entre los días, regresando yo de Bassra de vacío con mis ochenta camellos, a los que había conducido a aquella ciudad cargados de mercaderías con destino a la India, y habiendo hecho alto junto a un depósito de agua para darles de beber y dejarlos pacer por las cercanías, vi avanzar en dirección mía a un derviche. Y el tal derviche me abordó con aire cordial, y después de las zalemas por una y otra parte, se sentó a mi lado. Y reunimos nuestras provisiones, y con arreglo a las costumbres del desierto, tomamos juntos nuestra comida. Tras de lo cual nos pusimos a hablar de unas cosas y de otras y nos interrogamos mutuamente acerca de nuestro viaje y de su punto de destino. Y él me dijo que se dirigía a Bassra y yo le dije que iba a Bagdad. Y cuando reinó la intimidad entre nosotros, le hablé de mis negocios y de mis ganancias y le di cuenta de mis proyectos de riquezas y de opulencia.

Y dejándome hablar hasta que concluí, el derviche me miró sonriendo y me dijo: "¡0h mi señor Babá-Abdalah, cuánto trabajo te tomas para llegar a un resultado tan poco proporcionado, cuando a veces basta un recodo del camino para que el destino os haga, en un abrir y cerrar de ojos, no solamente más rico que todos los conductores de camellos del Irak, sino más poderoso que todos los reyes de la tierra reunidos!". Luego añadió: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! ¿Oíste alguna vez hablar de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas?" Y contesté: "Ciertamente, ¡oh derviche! he oído hablar a menudo de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas. Y todos sabemos que cada uno de nosotros puede, si tal es el decreto del Destino, despertarse un día más opulento que los reyes todos. Y no hay un labrador que, al labrar su tierra, no piense que llegará día en que caiga sobre la piedra sellada de algún tesoro maravilloso, y no hay un pescador que, al arrojar sus redes al agua, no piensa en que llegará día en que saque la perla o la gema marina que le llevará al límite de la opulencia. ¡Pues no soy un ignorante, ¡oh derviche! y además estoy persuadido de que los hombres de tu corporación conocen secretos y palabras de gran poder!"

Y al oír este discurso, el derviche cesó de escarbar en la arena con su báculo, me miró de nuevo y me dijo: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! creo que hoy no has tenido un mal encuentro al encontrarte conmigo, y se me antoja que este día es para ti precisamente el día en que hará recodo el camino que te conduzca frente a tu destino". Y le dije: "¡Por Alah, ¡oh derviche! que le acogeré con firmeza y con ojos llenos, y tráigame lo que me traiga, lo aceptaré con corazón agradecido!" Y me dijo él: "¡Entonces, levántate ¡oh pobre! y sígueme!"

Y se irguió sobre ambos pies, y echó a andar delante de mí. Y le seguí, pensando: "¡Sin duda hoy es el día de mi destino, después de tanto tiempo como llevo aguardándole!" Y al cabo de una hora de marcha llegamos a un pequeño valle bastante espacioso, cuya entrada era tan estrecha que mis camellos apenas podían pasar por ella uno a uno. Pero no tardó en ensancharse el terreno con el valle, y nos vimos al pie de una montaña tan impracticable, que no había ni que pensar que una criatura humana llegase por allí nunca hasta nosotros. Y el derviche me dijo: "Henos aquí llegados adonde había que llegar. Por lo que a ti respecta, para tus camellos y haz que se sienten, a fin de que, cuando llegue el momento de cargarlos con lo que vas a ver, no nos cueste trabajo el hacerlo". Y contesté con el oído y la obediencia, y me dediqué a sentar a todos los camellos, uno tras de otro, en el amplio espacio que se extendía al pie de aquella montaña, tras de lo cual me reuní con el derviche y le encontré con un eslabón en la mano prendiendo fuego a un montón de leña seca. Y en cuanto brotó llama del montón de leña, el derviche arrojó a él un puñado de incienso macho, pronunciando palabras cuyo significado no comprendí. Y al punto se elevó por el aire una columna de humo que el derviche partió en dos con su báculo. Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 875ª noche

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Ella dijo:

... Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde un instante antes había una muralla lisa y vertical. Y dentro aparecían montones de oro amonedado y de pedrerías, como esos montículos de sal que se ven a orillas del mar. Y a la vista de aquel tesoro, me abalancé sobre el primer montón de oro, con la rapidez del halcón que cae sobre la paloma, y empecé por llenar un saco de que ya me había provisto. Pero el derviche se echó a reír, y me dijo: "¡Oh pobre, estás haciendo un trabajo poco productivo! ¿No ves que si llenas de oro amonedado tus sacos, pesarán demasiado para cargarlos en tus camellos? Llénalos mejor con esas pedrerías amontonadas que hay un poco más allá, y una sola de las cuales vale por sí más que cada uno de esos montones de oro, siendo cien veces más ligera que una moneda de ese metal!"

Y contesté: "No hay inconveniente, ¡oh derviche!" Porque comprendí cuán justa era su observación. Y uno tras otro, llené mis sacos con aquellas pedrerías, y los cargué de dos en dos a lomos de mis camellos. Y cuando de tal suerte hube cargado a mis ochenta camellos, el derviche, que me había mirado hacer, sonriendo sin moverse de su sitio, se levantó y me dijo: "Ya no tenemos más que cerrar el tesoro y marcharnos". Y tras de hablar así, entró en la roca, y le vi que se dirigía a una orza labrada que había encima de un zócalo de madera de sándalo. Y en mi fuero interno me decía yo: "¡Por Alah, qué lástima no tener conmigo ochenta mil camellos que cargar con esas pedrerías y esas monedas y esas orfebrerías, en vez de los ochenta que son de mi propiedad únicamente!"

Y he aquí que vi al derviche acercarse a la consabida orza preciosa y levantar la tapa. Y sacó de ella un bote de oro, que se metió en el seno. Y como yo le mirara con una especie de interrogación en los ojos, me dijo: "¡No es nada! ¡Un poco de pomada para los ojos!" Y no me dijo más. Y como, impulsado por la curiosidad, quería yo avanzar a mi vez para coger de aquella pomada buena para los ojos, me lo impidió, diciendo: "Bastante tenemos por hoy, y ya es tiempo de que salgamos de aquí". Y me empujó hacia la salida, y pronunció ciertas palabras que no comprendí. Y al punto se juntaron las dos partes de la roca, y en lugar de la anchurosa abertura apareció una muralla tan lisa como si acabasen de tallarla en la misma piedra de la montaña.

Y el derviche se encaró entonces conmigo y me dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! vamos ahora a salir de este valle. Y una vez que lleguemos al paraje donde hubimos de encontrarnos, dividiremos ese botín con toda equidad, y nos lo repartiremos amistosamente".

Y en seguida hice levantarse a mis camellos. Y desfilamos en buen orden por donde habíamos entrado al valle, y fuimos juntos hasta el camino de las caravanas, donde debíamos separarnos para seguir cada cual el suyo, yo hacia Bagdad y el derviche hacia Bassra. Pero en el camino me había dicho yo, pensando en el reparto consabido: "¡Por Alah! este derviche pide demasiado por lo que ha hecho. ¡Verdad es que él me ha revelado el tesoro, y lo ha abierto, merced a su ciencia de la hechicería, que el Libro Santo reprueba! ¿Pero qué hubiera hecho sin mis camellos? ¡Y hasta puede ser que sin mi presencia no hubiera tenido éxito la cosa, ya que el tesoro indudablemente está escrito a mi nombre, en mi suerte y en mi destino! Creo, pues, que si le doy cuarenta camellos cargados de estas pedrerías salgo perdiendo yo, que me he fatigado cargando los sacos mientras él descansaba sonriendo; y al fin y al cabo, yo soy el dueño de los camellos. No conviene, por tanto, que le deje hacer el reparto a su antojo. Y sabré hacerle atender a razones".

Así es que, cuando llegó el momento del reparto, dije al derviche: "¡Oh santo hombre! tú que, según los principios de tu corporación, debes preocuparte muy poco de los bienes del mundo, ¿qué vas a hacer de esos cuarenta camellos con su carga, que tan indiferente me reclamas como precio de tus indicaciones?" Y lejos de escandalizarse por mis palabras o de enfadarse, como yo esperaba, el derviche me contestó con voz pausada: "Babá-Abdalah, estás en lo cierto al decir que debo ser hombre que se preocupa muy poco de los bienes de este mundo. Así, no es por mí por quien reclamo la parte que me corresponde en un reparto equitativo, sino para distribuirla por el mundo a todos los pobres y a todos los desheredados. En cuanto a lo que tú llamas injusticia, piensa, ya Babá-Abdalah, que con cien veces menos de lo que te he dado serías ya el más rico de los habitantes de Bagdad. Y olvidas que nada me obligaba a hablarte de ese tesoro, y que hubiera podido guardar para mí solo el secreto. ¡Desecha, pues, la avidez y conténtate con lo que Alah te ha dado, sin tratar de contravenir nuestro acuerdo!"

Entonces, aunque convencido de la mala calidad de mis pretensiones y seguro de mi falta de derecho, cambié la cuestión de aspecto y de forma y contesté: "¡Oh derviche! me has convencido de mis errores. Pero permíteme que te recuerde que eres un excelente derviche que ignora el arte de conducir camellos y no sabe más que servir al Altísimo. Por lo visto, olvidas el apuro en que te verías al querer conducir a tantos camellos acostumbrados a la voz de su amo. Si quieres creerme, coge lo menos posible, sin perjuicio de volver más tarde al tesoro para cargar de nuevo con pedrerías, ya que puedes abrir y cerrar a tu antojo la entrada de la gruta. Escucha, pues, mi consejo y no expongas tu alma a sinsabores y preocupaciones a que no está acostumbrada". Y el derviche, como si no pudiese rehusarme nada, contestó: "Confieso ¡oh Babá-Abdalah! que de primera intención no había reflexionado en lo que acabas de recordarme; y heme aquí ya extremadamente inquieto por las consecuencias de ese viaje, solo con todos esos camellos. Escoge, pues, de los cuarenta camellos que me corresponden los veinte que te plazca escoger, y déjame los veinte restantes. ¡Después vete bajo la salvaguardia de Alah!"

Y yo, muy sorprendido de encontrar en el derviche tanta facilidad para dejarse persuadir, me apresuré a escoger primero los cuarenta que me correspondían del reparto y luego los otros veinte que me cedía el derviche. Y tras de darle gracias por sus buenos oficios, me despedí de él y me puse en camino para Bagdad, mientras él guiaba sus veinte camellos por el lado de Bassra.

Y he aquí que no había dado yo más que unos veinte pasos, cuando el cheitán infundió en mi corazón la envidia y la ingratitud. Y empecé a deplorar la pérdida de mis veinte camellos, y más aún las riquezas que llevaban de carga al lomo. Y me dije: "¿Por qué me arrebata mis veinte camellos ese derviche maldito, si es dueño del tesoro y puede sacar de allá cuantas riquezas quiera?" Y de repente paré mis animales y eché a correr detrás del derviche, llamándole con todas mis fuerzas y haciéndole señas para que detuviese sus animales y me esperase. Y oyó mi voz y se detuvo. Y cuando le alcancé, le dije: "¡Oh hermano mío derviche! en cuánto te he dejado he empezado a preocuparme mucho por ti, debido al interés que me tomo por tu tranquilidad. Y no he querido resolverme a separarme de ti sin hacerte considerar una vez más cuán difíciles de conducir son veinte camellos cargados, sobre todo cuando se es, como tú, ¡oh hermano mío derviche! un hombre que no está acostumbrado a este oficio y a este género de ocupación. ¡Créeme que te encontrarás mucho mejor si no te llevas más que diez camellos a lo sumo, aliviándote de los otros diez en un hombre como yo, a quien no cuesta más trabajo cuidar de ciento que de uno solo!" Y mis palabras produjeron el efecto que yo anhelaba, pues el derviche me cedió sin ninguna resistencia los diez camellos que le pedía, de modo que sólo le quedaron diez, y yo me vi dueño de setenta camellos con sus cargas, cuyo valor superaba a las riquezas de todos los reyes de la tierra reunidos.

Después de aquello parece ¡oh Emir de los Creyentes! que yo debía tener motivo para estar satisfecho. Pues bien; ni por asomo lo estaba. Y mis ojos permanecieron tan vacíos como antes, si no más, y mi avidez iba en aumento con mis adquisiciones. Y empecé a redoblar mis solicitudes, mis ruegos y mis importunidades para decidir al derviche a rematar su generosidad accediendo a cederme los diez camellos que le quedaban. Y le abracé y le besé las manos, y tanto hice, que no tuvo el valor de rehusármelos, y me anunció que me pertenecían, diciéndome: "¡Oh hermano Babá-Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor y acuérdate del derviche que te encontró en el recodo de tu destino...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 876ª noche

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Ella dijo:

"¡... Oh hermano Babá-Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor, y acuérdate del derviche que te encontró en el recodo de tu destino".

Y yo, ¡oh mi señor! en vez de llegar al límite de la satisfacción por haberme convertido en propietario de toda la carga de pedrerías, me sentí impulsado por la avidez de mis ojos a pedir otra cosa más. Y aquello era lo que debía ocasionar mi perdición. Me vino a las mientes, en efecto, la idea de que el bote de oro que contenía la pomada, y que el derviche había sacado de la orza preciosa antes de salir de la gruta, también tenía que pertenecerme como lo demás. Porque me decía yo: "¡Quién sabe las virtudes que podrá tener esa pomada! Y además, claro es que tengo derecho a llevarme ese bote, pues el derviche puede procurarse en la gruta otros iguales cuando le plazca". Y este pensamiento me determinó a hablarle del particular. Así es que, cuando acababa de abrazarme para despedirse de mí, le dije: "Por Alah sobre ti ¡oh hermano derviche! ¿Qué quieres hacer con este bote de pomada que te has escondido en el seno? ¿Y de qué le puede servir esa pomada a un derviche que de ordinario no utiliza pomadas ni olor de pomada ni sombra de pomada? ¡Mejor es que me des ese bote, a fin de que yo me lo lleve con lo demás como recuerdo tuyo!"

A la sazón yo esperaba que, irritado por mi insistencia, el derviche me rehusase sencillamente el bote consabido. Y estaba dispuesto a basarme en su negativa para arrebatárselo a la fuerza, pues que yo era, con mucho, el más fuerte, y en caso de que se resistiera, a dejarle en el sitio en aquel paraje desierto. Pero, en contra de mis suposiciones, el derviche me sonrió con bondad, se sacó del seno el bote, y me lo presentó graciosamente diciéndome: "¡Toma, aquí tienes el bote, ¡oh hermano Babá-Abdalah! y ojalá satisfaga el último de tus deseos! Por otra parte, si crees que puedo hacer más por ti, no tienes más que hablar, y aquí estoy dispuesto a complacerte".

Cuando tuve el bote entre las manos, lo abrí, y mirando su contenido, dije al derviche: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano derviche! completa tus bondades diciéndome cómo se usa y qué virtudes tiene esta pomada que desconozco!" Y añadió: "Sabe, ya que lo preguntas, que esta pomada ha sido triturada por los dedos de los genn subterráneos, que han puesto en ella facultades maravillosas. En efecto, si se aplica un poco alrededor del ojo izquierdo y en el párpado, hace aparecer ante quien la ha utilizado los escondrijos donde se encuentran los tesoros de la tierra. Pero si, por desgracia, se aplica esta pomada al ojo derecho, de repente queda uno ciego de ambos ojos a la vez. Y tal es la virtud y tal es el uso de esta pomada, ¡oh hermano Babá Abdalah! ¡Uassalam!"

Y tras de hablar así, quiso de nuevo despedirse de mí. Pero le retuve por la manga, y le dije: "¡Por tu vida! hazme el último favor aplicándome tú mismo esta pomada en el ojo izquierdo, pues sabrás hacerlo mucho mejor que yo, y estoy en el límite de la impaciencia por experimentar la virtud de esta pomada de la que soy poseedor". Y el derviche no quiso hacerse rogar más, y siempre amable y tranquilo, tomó un poco de pomada con la yema del dedo y me la aplicó alrededor del ojo izquierdo y en el párpado izquierdo, diciéndome "¡Abre el ojo izquierdo y cierra el derecho!"

Y abrí el ojo izquierdo untado de pomada, ¡oh Emir de los Creyentes! y cerré el ojo derecho. Y al punto desaparecieron todas las cosas visibles a mis ojos habitualmente para dejar sitio a planos superpuestos de grutas subterráneas y marinas, de troncos de árboles gigantescos ahuecados por la base, de estancias abiertas en roca y de escondrijos de todas clases. Y todo aquello estaba lleno de tesoros de pedrerías, orfebrerías, joyeles, alhajas y dinero de todos los colores y de todas las formas. Y vi metales en sus minas, plata virgen y oro natural, piedras cristalizadas en su ganga y filones preciosos circundando la tierra. Y no cesé de mirar y de maravillarme, hasta que sentí que mi ojo derecho, que me veía obligado a tener cerrado, se fatigaba y quería abrirse. Entonces lo abrí, y al punto los objetos del paisaje que me rodeaba se pusieron por sí solos en su sitio habitual, y todos los planos, debidos al efecto de la pomada mágica, desaparecieron, alejándose.

Y asegurándome así de la verdad acerca del efecto real de aquella pomada cuando se aplicaba al ojo izquierdo, no pude por menos de abrigar dudas acerca del efecto de su aplicación al ojo derecho. Y me dije para mi fuero interno: "Entiendo que el derviche está lleno de astucia y de doblez, y ha estado conmigo tan asequible y tan afable para engañarme a la postre. Porque no es posible que la misma pomada produzca dos efectos tan contrarios en las mismas condiciones, sencillamente a causa de la diferencia de sitio". Y dije al derviche riendo: ¡Eh, ualah! ¡oh padre de la astucia, creo que te ríes de mí al presente! Porque no es posible que una misma pomada produzca efectos tan opuestos uno a otro. Antes bien, me parece, pues que no la has ensayado en ti mismo, que, aplicada al ojo derecho, esta pomada tendrá la virtud de poner a mi disposición los tesoros que me ha enseñado mi ojo izquierdo. ¿Qué opinas? ¡Puedes hablar sin reticencias! Y por cierto que, me des o me quites la razón, quiero experimentar en mi propio ojo el efecto de esta pomada al lado derecho, a fin de no tener ya duda. Te ruego, pues, que me la apliques sin tardanza al ojo derecho, porque es preciso que me ponga en camino antes de ocultarse el sol".

Pero por primera vez desde que nos encontramos, el derviche tuvo un movimiento de impaciencia, y me dijo: "¡Babá-Abdalah, tu petición es irrazonable y nociva, y no puedo resolverme a hacerte mal después de haberte hecho bien! ¡No me obligues, pues, con tu obstinación a obedecerte en una cosa de la que te arrepentirás toda tu vida!" Y añadió: "Separémonos, pues, como hermanos, y que cada cual vaya por su camino". Pero yo ¡oh mi señor! no le dejé, y cada vez estaba más persuadido de que las dificultades que ponía no tenían otro objeto que impedirme tener en mi mano, perteneciéndome absolutamente, los tesoros que podía ver con mi ojo izquierdo. Y le dije: "Por Alah, ¡oh derviche! si no quieres que me separe de ti con el corazón descontento por cosa tan fútil, después de tantas de importancia como me has concedido, no tienes más que untarme el ojo derecho con esta pomada, pues yo no sabría. Y en verdad que no te dejaré más que con esta condición".

Entonces el derviche se puso muy pálido y su rostro tomó un aire de dureza que no conocía yo en él, y me dijo: "Te vuelves ciego con tus propias manos". Y tomó un poco de pomada y me la aplicó alrededor del ojo derecho y en el párpado derecho. Y ya no vi más que tinieblas con mis dos ojos, y me convertí en el ciego que ves, ¡oh - Emir de los Creyentes!

Y al sentirme en aquel estado lamentable, volví en mí de pronto y exclamé, tendiendo los brazos al derviche: "Sálvame de la ceguera, ¡oh hermano mío!" Pero no obtuve ninguna respuesta, y se mantuvo él sordo a mis súplicas y a mis gritos, y le oí poner en marcha los camellos y alejarse, llevándose lo que había sido mi parte y mi destino. Entonces me dejé caer al suelo, y estuve sin conocimiento un largo transcurso de tiempo. Y sin duda habría muerto de dolor y de confusión en aquel sitio, si al día siguiente no me hubiese recogido y traído a Bagdad una caravana que volvía de Bassra.

Y desde entonces, tras de haber visto pasar al alcance de mi mano la fortuna y el poder, me vi reducido a este estado de mendigo por los caminos de la generosidad. Y en mi corazón entró el arrepentimiento por mi avaricia y por lo que abusé de los beneficios del Retribuidor, y para castigarme yo mismo, me impuse la penitencia de una bofetada de mano de toda persona que me diera limosna.

Y tal es mi historia, ¡oh Emir de los Creyentes! Y te la he contado sin ocultar en nada mi impiedad y la bajeza de mis sentimientos. Y heme aquí dispuesto a recibir una bofetada de mano de cada uno de los honorables circunstantes, aunque no sea ése bastante castigo.

"¡Pero Alah es infinitamente misericordioso!"

Cuando el califa hubo oído esta historia del ciego, le dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! ¡Indudablemente tu crimen es un crimen grande y la avidez de tus ojos una avidez imperdonable! Pero creo que te han redimido ya tu arrepentimiento y tu humildad ante el Misericordioso. Y por eso quiero que en adelante esté asegurada tu vida por cuenta de mi tesorero, para no verte sufrir esa penitencia pública que te has impuesto. Y en consecuencia, el visir del tesoro te dará a diario diez dracmas de moneda mía para tu subsistencia. ¡Y Alah te tenga en Su misericordia!"

Y ordenó que también se entregase igual suma al maestro de escuela lisiado y con la boca hendida, y retuvo junto a él, para tratarlos mejor según se merecía su rango y con toda la magnificencia que acostumbraba, al joven dueño de la yegua blanca, al jeique Hassán y al jinete detrás del cual tocaban aires indios y chinos.


"¡Pero no creas ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- que esta historia es comparable de cerca ni de lejos a la de La princesa Suleika Y como el rey Schahriar no conocía esta historia, Schehrazada dijo:



Historia de la princesa Suleika

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He llegado a saber ¡oh rey del tiempo! que en el trono de los califas de Damasco había un rey entre los Ommiadas que tenía como visir a un hombre dotado de cordura, de saber y de elocuencia, el cual había leído los libros de los antiguos y los anales y las obras de los poetas, reteniendo lo que había leído, y cuando era necesario, sabía contar a su señor las historias que hacen agradable la vida y deleitable el tiempo. Un día entre los días, como viera que su señor el rey sentía cierto aburrimiento, decidió distraerle, y le dijo: "¡Oh mi señor! con frecuencia me has interrogado acerca de los acontecimientos de mi vida y acerca de lo que me había ocurrido antes de que llegase a ser tu esclavo y el visir de tu poderío. Y hasta el presente me he excusado siempre de contestarte, por temor a aparecer importuno o atacado de pedantería, y he preferido contarte lo que hubo de ocurrirles a otros ajenos a mí. Pero aunque la buena educación nos prohíbe hablar de nosotros mismos, hoy quiero narrarte la aventura singular que influyó en toda mi vida, y a la cual debo el haber llegado hasta el umbral de tu grandeza". Y al ver que su señor le escuchaba con toda atención, contó así su historia:

"Nací ¡oh mi señor y corona de mi cabeza! en esta bienhadada ciudad de Damasco, de un padre que se llamaba Abdalah y que era uno de los mercaderes más estimables de todo el país de Scham. Y no se escatimó nada para mi educación, pues recibí lecciones de los maestros más versados en el estudio de la teología, de la jurisprudencia, del álgebra, de la poesía, de la astronomía, de la caligrafía, de la aritmética y de las tradiciones de nuestra fe. Y también me enseñaron cuantas lenguas se hablan en el dominio de su soberanía, de un mar a otro mar, con objeto de que, si un día recorría el mundo por amor a los viajes, me pudiera servir tal enseñanza en los países de los hombres. Y así es como aprendí, entre todos los dialectos de nuestra lengua, el habla de los persas, de los griegos, de los tártaros, de los kurdos, de los indios y de los chinos. Y supieron mis maestros enseñarme todo aquello de tal manera, que retuve cuanto aprendí, y se me ponía por modelo ante los estudiantes desaplicados...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 877ª noche

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Ella dijo:

La pequeña Doniazada se levantó de la alfombra en que estaba acurrucada y besó a su hermana y le dijo: "¡Oh Schehrazada! por favor, date prisa a contarnos la historia que comenzaste, que es la de la princesa Suleika". Y dijo Schehrazada: "De todo corazón amistoso y como homenaje debido a este rey dotado de buenos modales". Y añadió:


El visir del rey de Damasco continuó en estos términos la historia que contaba a su señor:

Cuando, gracias a las lecciones de mis maestros, aprendí ¡oh mi señor! todas las ciencias de mi tiempo, así como los dialectos de nuestra lengua y el habla de los persas, de los griegos, de los tártaros, de los kurdos, de los indios y de los chinos, y gracias al método excelente de mis maestros hube de retener cuanto aprendí, mi padre, tranquilo por mi suerte, vió sin amargura acercársele el momento escrito para término de la vida de cada criatura. Y antes de fallecer en la misericordia de su Señor, me llamó a su lado y me dijo: "¡Oh hijo mío! he aquí que la Separadora va a cortar el hilo de mi vida, y te vas a quedar sin una cabeza que te guíe por el mar de los acontecimientos. Pero me consuelo de dejarte solo al pensar que, merced a la educación que recibiste, sabrás acelerar la llegada del destino favorable. No obstante, ¡oh hijo mío! ninguno entre los hijos de Adán puede saber lo que le reserva la suerte, y ninguna precaución puede prevalecer contra los dictados del Libro del Destino. Si llegara día, por tanto, en que el tiempo se volviera en contra tuya ¡oh hijo mío! y tu vida se tornara negra, no tienes más que ir al jardín de esta casa y colgarte de la rama mayor del añoso árbol que ya conoces.

¡Y así te libertarás!"

Y tras de pronunciar tan extrañas palabras murió mi padre en la paz del Señor, sin haber tenido tiempo para explicarse mejor o rectificar semejante consejo. Y mientras duraron los funerales y en los días del duelo, no dejé de reflexionar acerca de aquellas palabras tan singulares en boca de un hombre tan prudente y temeroso de Alah como lo había sido mi padre durante toda su vida. Y me preguntaba sin cesar: "¿Cómo es posible que mi padre me haya aconsejado, contraviniendo los preceptos del Libro Santo, que me dé la muerte ahorcándome, en caso de reveses de fortuna, mejor que confiarme a la solicitud del Dueño de las criaturas? No alcanza a comprenderlo mi entendimiento".

Más tarde, poco a poco se fué borrando en mí el recuerdo de aquellas palabras, y como me gustaban el placer y el derroche, en cuanto me vi en posesión de la herencia que me correspondía, no tardé en seguir el curso de todas mis inclinaciones. Y viví varios años en el seno de las locuras y de las prodigalidades, de modo que acabé por comerme todo mi patrimonio, y un día me desperté tan desnudo como salí del seno de mi madre. Y me dije, mordiéndome los dedos: "¡Oh Hassán, hijo de Abdalah! hete aquí reducido a la miseria por culpa tuya y no por la traición del tiempo. Y ya no te queda por toda hacienda más que esta casa con este jardín. Y vas a verte obligado a venderlos para mantenerte algún tiempo todavía. ¡Tras de lo cual quedarás reducido a la mendicidad, pues te abandonarán tus amigos, y nadie otorgará crédito a quien ha arruinado su casa con sus propias manos!"

Y así pensando, cogí una cuerda gruesa y bajé al jardín. Y resuelto ya a ahorcarme, me dirigí al árbol consabido, busqué la rama mayor, la sujeté, y después de colocar dos piedras grandes al pie del añoso árbol, até la cuerda a la rama por un extremo. Y con el otro extremo hice un nudo corredizo que me pasé al cuello; y pidiendo perdón a Alah por mi acto, salté al espacio desde la parte de arriba de las piedras. Y ya me balanceaba estrangulado, cuando la rama crujió con mi peso y se separó del tronco. Y caí al suelo con ella antes de que la vida hubiese abandonado mi cuerpo.

Y cuando volví de aquella especie de desmayo en que me había sumido y comprendí que no estaba muerto, me mortificó mucho haber gastado semejante esfuerzo de voluntad para llegar a aquel fracaso final. Y ya me incorporaba con objeto de repetir mi acto criminal, cuando vi caer del árbol un guijarro, y advertí que aquel guijarro ardía en el suelo como un carbón encendido. Y con gran sorpresa mía noté que donde acababa de tener lugar mi caída el suelo estaba cubierto de aquellos guijarros brillantes, y que aún seguían cayendo del árbol, precisamente del mismo sitio por donde se había desprendido la rama. Y me volví a subir en las dos piedras grandes, y miré más de cerca la rotura. Y vi que por aquel lado el tronco no estaba lleno, sino hueco, y que de la cavidad se escapaban aquellos guijarros, que eran diamantes, esmeraldas y otras piedras de todos los colores.

Al ver aquello, ¡oh mi señor! comprendí la verdadera significación de las palabras de mi padre, y deduje su verdadero sentido, acordándome de que mi padre, lejos de aconsejarme que me ahorcara me había aconsejado sencillamente que me colgara de la rama mayor del árbol, sabiendo de antemano que cedería con mi peso y dejaría al descubierto el tesoro que él mismo había metido para mí en el tronco vacío del añoso árbol, en previsión de los malos días.

Y con el corazón dilatado de alegría, corrí a la casa para buscar un hacha, y agrandé la rotura. Y me encontré con que el inmenso tronco del añoso árbol estaba hueco y lleno hasta la base de rubíes, diamantes, turquesas, perlas, esmeraldas y todas las especies de gemas terrestres y marinas.

Entonces, tras de glorificar a Alah por sus beneficios y bendecir en mi corazón la memoria de mi padre, cuya prudencia había previsto mis locuras y me había reservado aquella salvación inesperada, renegué de mi antigua vida y de mis costumbres disipadas y pródigas, y resolví hacerme un hombre digno de mis extravagancias, y decidí ir al reino de Persia, donde me atraía con una atracción invencible la famosa ciudad de Schiraz, de la que con frecuencia había oído hablar a mi padre como de una ciudad en que estuvieran reunidas todas las elegancias del espíritu y todas las dulzuras de la vida. Y me dije: "¡Oh Hassán! en esa ciudad de Schiraz te instalarás como mercader de pedrerías y entablarás conocimiento con los hombres más deliciosos de la tierra. ¡Y como sabes hablar el persa, no tendrá eso ninguna dificultad para ti!"

E hice inmediatamente lo que tenía resuelto hacer. Y Alah me escribió la seguridad, y tras de un largo viaje, llegué sin contratiempo a la ciudad de Schiraz, donde reinaba entonces el gran rey Sabur-Schah.

Y paré en el khan más lujoso de la ciudad, en el que alquilé una hermosa habitación. Y sin tomarme tiempo para descansar, cambié mis ropas de viaje por vestiduras nuevas y muy hermosas, y me fuí a pasear por las calles y zocos de aquella ciudad espléndida.

Y he aquí que, al salir de la gran mezquita de porcelana, cuya hermosura había conmovido mi corazón y me había sumido en el éxtasis de la plegaria, vi que venía en dirección mía un visir entre los visires del rey. Y también me vió él, y se paró frente a mí, contemplándome como si yo fuese un ángel. Luego me abordó y me dijo: "¡Oh el más hermoso de los adolescentes! ¿De qué país eres? ¡Porque tu traje me indica que eres extranjero en nuestra ciudad!" Y contesté inclinándome: "¡Soy de Damasco, ¡oh mi señor! y he venido a Schiraz para instruirme con el trato de sus habitantes!" Y al oír mis palabras, el visir se dilató considerablemente, y me estrechó en sus brazos, y me dijo: "¡Hermosas palabras las de tu boca!, ¡oh hijo mío! ¿Qué edad tienes?" Y contesté: "¡Tu esclavo se halla en su decimosexto año!" Y él se dilató aún más, pues descendía de los compañeros de Loth, y me dijo: "Es la edad más hermosa, ¡oh hijo mío! es la edad más hermosa. Y si no tienes que hacer nada mejor, ven conmigo a palacio y te presentaré a nuestro rey, que gusta de los rostros hermosos, y te nombrará chambelán entre sus chambelanes. Y sin duda serás la gloria de los chambelanes y corona suya". Y le dije: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos, y escucho y obedezco!"

Entonces me cogió de la mano. E hicimos el camino juntos, charlando de unas cosas y de otras. Y se asombraba él mucho, al oírme hablar el persa, lengua que no era la mía, con desenfado y pureza. Y se maravillaba de mi cara y de mi elegancia. Y me decía: "¡Por Alah, si todos los jóvenes de Damasco son como tú, esa ciudad será una región del paraíso, y la parte del cielo que hay encima de Damasco será el paraíso mismo!" Y de tal suerte llegamos al palacio del rey Sabur-Schah, en presencia del cual me introdujo, y que, en efecto, sonrió al ver mi rostro, y me dijo: "¡Bienvenido sea a mi palacio el rostro de Damasco!" Y añadió: "¿Cómo te llamas, ¡oh hermoso adolescente!?" Y contesté: "Tu esclavo Hassán, ¡oh rey del tiempo!" Y al oírme hablar así, se dilató y se esponjó, y me dijo: "Jamás nombre alguno cuadró mejor a un rostro semejante, ¡oh Hassán!" Y añadió: "¡Te nombro mi chambelán, a fin de que mis ojos se regocijen todas las mañanas viéndote!" Y besé la mano del rey, y le di gracias por la bondad que me demostraba. Y el visir me llevó consigo y me hizo quitar mis trajes, y me vistió él mismo con ropa de paje. Y me dió la primera lección de indumentaria precisa para nuestras funciones de chambelán. Y no sabía yo cómo expresarle mi gratitud por todas sus atenciones. Y él me tomó bajo su protección. Y me hice amigo suyo. Y por su parte, todos los demás chambelanes, que eran jóvenes y muy hermosos, se hicieron amigos míos. Y parecía que iba a ser deliciosa en aquel palacio mi vida, pues que tanta alegría me proporcionaba ya y tantos placeres me prometía.

Y he aquí que hasta entonces ¡oh mi señor! para nada absolutamente había intervenido en mi vida la mujer. Pero pronto debía hacer su aparición. Y con ella, mi vida había de entrar en la complicación...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 878ª noche

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Ella dijo:

... Y he aquí que hasta entonces ¡oh mi señor! para nada absolutamente había intervenido en mi vida la mujer. Pero pronto debía hacer su aparición. Y con ella, mi vida había de entrar en la complicación.

En efecto, debo apresurarme a decirte ¡oh mi señor! que mi protector me había dicho el primer día: "Sabe ¡oh querido mío! que está prohibido a todos los chambelanes de las doce cámaras, así como a todos los dignatarios de palacio, oficiales y guardias, pasearse después de cierta hora de la noche por los jardines de palacio. Porque, a partir de esa hora, los jardines están reservados sólo a las mujeres del harén, a fin de que puedan ir allá a tomar el aire y charlar entre sí. Y si alguno, para su desdicha, es sorprendido en el jardín a esa hora, arriesga su cabeza". Y yo hube de prometerme no correr nunca aquel riesgo.

Pero una tarde, a causa de la frescura y la dulzura del aire, me dejé ganar por el sueño en un banco de los jardines. Y no sé cuánto tiempo estuve dormido. Y entre sueños oía voces de mujeres que decían: "¡Oh! ¡es un ángel, es un ángel, es un ángel! ¡Oh! ¡qué hermoso, qué hermoso, qué hermoso!" Y me desperté de repente. Y no vi nada más que oscuridad. Y comprendí que, si me sorprendían a aquella hora en los jardines, corría mucho riesgo de perder la cabeza, no obstante todo el interés que inspiraba al rey y a su visir. Y enloquecido con esta idea, me erguí sobre ambos pies para correr al palacio antes de que me advirtiesen en aquellos lugares prohibidos. Pero he aquí que, de improviso salió de la sombra y del silencio una voz de mujer, muy risueña de timbre, que me decía: "¿Adónde vas, adónde vas, ¡oh hermoso despierto!?" Y más asustado que si me persiguen los guardias todos del harén, quise huir de aquel sitio, sin pensar más que en llegar al palacio. Pero no bien hube dado algunos pasos, a la vuelta de una avenida, bajo la luna, que salía de detrás de una nube, vi aparecer una dama de belleza y de blancura extraordinarias, que se irguió ante mí sonriendo con dos grandes ojos de gacela enamorada. Y su porte era tan majestuoso como real era su actitud. Y la luna que brillaba en el cielo era menos brillante que su rostro.

Y ante aquella aparición, descendida sin duda del paraíso, no pude por menos de pararme. Y lleno de confusión, bajé los ojos y me mantuve en la actitud de la deferencia. Y me dijo ella con su voz amable: "¿Adónde ibas tan de prisa, ¡oh luz de los ojos!? ¿Y quién te obliga a correr así?" Y contesté: "¡Oh señora! si perteneces a este palacio, no puedes ignorar las razones que me impulsan a alejarme tan precipitadamente de estos lugares. Debes saber, en efecto, que está prohibido a los hombres retardarse en los jardines, pasada cierta hora, y que les va la cabeza en contravenir esta prohibición. Por favor, déjame, pues, alejarme antes de que me adviertan los guardias". Y la joven señora, sin dejar de reír, me dijo: "¡Oh brisa del corazón! ¡un poco tarde te acuerdas de retirarte! La hora de que hablas ha pasado hace mucho tiempo. ¡Y mejor harías, en vez de procurar ponerte a salvo en pasar aquí el resto de la noche, que será para ti una noche bendita, una noche de blancura!" Pero yo, más asustado y más tembloroso que nunca, sólo pensaba en la fuga, y me lamentaba, diciendo: "¡Estoy perdido sin remedio! ¡Oh hija de gentes de bien, o mi señora, quienquiera que seas, no me ocasiones la muerte con el atractivo de tus encantos!" Y quise escaparme. Pero ella me lo impidió extendiendo el brazo izquierdo, y con su mano derecha se quitó completamente su velo, y me dijo, cesando de reír: "Mírame, pues, joven insensato, y dime si todas las noches las puedes encontrar más bellas o más jóvenes que yo. Apenas tengo dieciocho años, y no me ha tocado ningún hombre. Respecto a mi rostro, que no es feo de mirar, ninguno antes que tú pudo envanecerse de haberlo entrevisto. Me ultrajarías, pues, violentamente si te obstinaras en rehuirme". Y le dije: "¡Oh soberana mía! ¡ciertamente, eres la luna llena de la belleza, y aunque la noche, celosa, oculta a mis ojos parte de tus encantos, lo que de ellos descubro basta para encantarme! Pero te suplico que te pongas por un instante en mi situación, y verás cuán triste y delicada es".

Y contestó ella: "Convengo contigo ¡oh núcleo del corazón! en que tu situación es, en efecto, delicada; pero su delicadeza no proviene del peligro que corres, sino del propio objeto que la ocasiona. ¡Porque no sabes quién soy, ni cuál es mi rango en el palacio! Y en cuanto al peligro que corres, sería real para otro que tú, ya que te tengo bajo mi salvaguardia y mi protección. Dime, pues, tu nombre, quién eres y cuáles son tus funciones en palacio". Y contesté: "¡Oh mi señora! soy Hassán de Damasco, el nuevo chambelán del rey Sabur-Schah y el favorito del visir del rey Sabur-Schah". Y exclamó ella: "¡Ah! ¿conque eres tú el hermoso Hassán que ha volcado el cerebro del descendiente de Loth? ¡Cuán feliz soy por tenerte esta noche para mí sola, ¡oh querido mío! ¡Ven corazón mío, ven! ¡Y deja de envenenar los momentos de dulzura y de gracia con penosas reflexiones!"

Y tras de hablar así, la hermosa joven me atrajo a la fuerza hacia ella, y frotó su rostro contra el mío, y aplicó sus labios a mis labios con pasión. Y yo, ¡oh mi señor! aunque era la primera vez que me ocurría una aventura semejante, sentía en aquel contacto vivir furiosamente en mí al niño de su padre, y tras de besar en un transporte a la joven, que estaba en éxtasis, saqué el niño y lo encaminé al nido. Pero, al verlo, en vez de empezar a moverse animándose, la joven se desenlazó de pronto y me rechazó rudamente, lanzando un grito de alarma. Y apenas tuve tiempo de guardarme al niño, pues al punto vi salir de un bosquecillo de rosas a diez jóvenes que echaron a correr hacia nosotros; riendo a más no poder.

Y al divisarlas, ¡oh mi señor! comprendí que lo habían visto todo y oído todo, y que la joven consabida se había divertido a costa mía, y que sólo habló conmigo por broma, con el objeto evidente de, hacer reír a sus compañeras. Y por cierto que, en un abrir y cerrar de ojos, todas las jóvenes me habían rodeado, risueñas y saltarinas como corzas domesticadas. Y sin cesar en sus carcajadas, me miraban con ojos encendidos de malicia y de curiosidad, y decían a la que hubo de interpelarme: "¡Oh hermana nuestra Kairia, qué bien te has portado! ¡Oh qué bien te has portado! ¡Cuán hermoso era el niño! ¡y vivaz!" Y otra dijo: "¡Y rápido!" Y otra dijo: "¡E irritable!" Y otra dijo: "¡Y galante!" Y otra dijo: "¡Y encantador!" Y otra dijo: "¡Y grande!" Y otra dijo: "¡Y robusto!" Y otra dijo: "¡Y vehemente!" Y otra dijo: "¡Y sorprendente!" Y otra dijo: "¡Un sultán!"

Y a la sazón prorrumpieron en prolongadas carcajadas, mientras yo estaba en el límite del azoramiento y de la confusión. Porque en mi vida ¡oh mi señor! había mirado a una mujer a la cara, ni había tratado con mujeres. Y aquéllas tenían un desenfado y una audacia sin precedentes en los anales de la impudicia. Y allí me quedé, en medio de su delirio, desconcertado, vergonzoso y con la nariz alargada hasta los pies, como un tonto.

Pero de repente salió del bosquecillo de rosas, cual la luna que se eleva, una duodécima joven, cuya aparición hizo cesar súbitamente todas las risas y todas las bromas. Y era soberana su belleza y a su paso hacía inclinarse los tallos de las flores. Y avanzó hacia nuestro grupo, que hubo de abrirse al acercarse ella; y la joven me miró largamente y me dijo: "En verdad ¡oh Hassán de Damasco! que tu audacia es mucha audacia, y el atentado que cometiste en la persona de esta joven merece un castigo. ¡Y por mi vida te juro que lo siento por tu juventud y tu hermosura!"

Entonces la joven que fué causa de toda aquella aventura, y que se llamaba Kairia, se adelantó y besó la mano de la que acababa de hablar así, y le dijo: "¡Oh nuestra señora Suleika! ¡por tu vida preciosa, perdónale su impulso de hace poco, que sólo prueba su impetuosidad! ¡Y su suerte está entre tus manos! ¿Es que vamos a abandonar o a dejar sin socorro a este hermoso asaltante, a este perpetrador de atentados contra las jóvenes vírgenes?" Y la que se llamaba Suleika reflexionó un instante y contestó: "Pues bien: por esta vez le perdonamos, ya que tú, que has sufrido su atentado, intercedes en favor suyo. ¡Sea salva su cabeza, y véase él libre del peligro en que se encuentra! Y para que se acuerde de las jóvenes que le han salvado, conviene que tratemos de hacerle algo más agradable aún su aventura de esta noche.

Llevémosle, pues, con nosotras y hagámosle entrar en nuestros aposentos privados, que ningún hombre hasta ahora violó con su presencia".

Tras de hablar así, hizo cierta seña a una de las jóvenes que la acompañaban, la cual desapareció en seguida bajo los cipreses, ligera, para volver al cabo llevando en brazos un montón de sedas. Y desenvolvió a mis pies las tales sedas, que constituían un encantador traje de mujer; y entre todas me ayudaron a ponérmelo encima de mis ropas. Y disfrazado de tal modo, me mezclé al grupo que formaban ellas. Y pasando por entre los árboles, ganamos los aposentos privados.

Y he aquí que, al entrar en la sala de recepciones reservadas al harén, que era toda de mármol calado e incrustado de perlas y turquesas, las jóvenes me dijeron al oído que en aquella sala era donde la hija única del rey tenía costumbre de recibir a sus visitas y a sus amigas. Y también me revelaron que la hija única del rey no era otra que la propia princesa Suleika.

Y observé que en medio de aquella sala tan hermosa y tan desamueblada había veinte alfombrines grandes de brocado dispuestos en redondo sobre el tapiz central. Y todas las jóvenes, que ni por un instante habían dejado de hacerme zalamerías ni de dirigirme ojeadas llameantes, fueron a sentarse en buen orden sobre los alfombrines de brocado, obligándome a que me sentara en medio de ellas, junto a la princesa Suleika misma, que me miraba con ojos que traspasaban mi alma.

Entonces Suleika pidió refrescos, y seis nuevas esclavas, no menos bellas y ricamente vestidas, aparecieron al instante, y empezaron por ofrecernos servilletas de seda en bandejas de oro, en tanto que las seguían diez más con grandes porcelanas, cuya contemplación ya era por sí sola un refresco...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 879ª noche

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Ella dijo:

... en tanto que las seguían diez más con grandes porcelanas, cuya contemplación ya era por sí sola un refresco. Y nos sirvieron las porcelanas, que contenían sorbetes de nieve, leche cuajada, confituras de toronja, rebanadas de cohombro y limones. Y la princesa Suleika se sirvió la primera, y con la misma cuchara de oro que se había llevado a los labios me ofreció un poco de confitura y una rebanada de toronja, dándome luego otra cucharada de leche cuajada. Después circuló de mano en mano varias veces la misma cuchara, de modo que todas las jóvenes sirviéronse repetidamente de aquellas cosas excelentes hasta que no quedó nada en las porcelanas. Y entonces las esclavas nos presentaron en copas de cristal agua muy pura.

Y no dejó de hacerse la conversación tan viva como si hubiéramos bebido los fermentos de los vinos todos. Y me asombré del atrevimiento de los discursos que salían de labios de aquellas jóvenes, las cuales reían a carcajadas en cuanto una de ellas aventuraba una broma picante y mordaz acerca del niño de su padre, cuya contemplación las tenía preocupadas con exceso. Y la encantadora Kairia, contra quien iba dirigido mi atentado, si atentado hubo, no me guardaba ningún rencor, y se había colocado de frente a mí. Y me miraba sonriendo, y con el lenguaje de los ojos me daba a entender que me perdonaba mi ligereza del jardín. Y yo, por mi parte, levantaba los ojos hacia ella de cuando en cuando, y luego los bajaba vivamente en cuanto notaba que ella tenía la vista fija en mí; porque, no obstante los esfuerzos que hacía yo para aparentar cierto aplomo en mi rostro, seguían teniendo, en medio de aquellas extraordinarias jóvenes, un aspecto muy azorado. Y la princesa Suleika y sus acompañantes, que demasiado lo comprendían, trataban, por su parte, de darme ánimos a todo trance. Y Suleika acabó por decirme: "¿Cuándo vas a mostrarte tranquilo y seguro, ¡oh Hassán, oh damasquino!? ¿Acaso crees que estas inocentes jóvenes comen carne humana? ¿Y no sabes que no corres ningún peligro en los aposentos de la hija del rey, donde jamás se atrevería un eunuco a penetrar sin permiso? Olvida pues, por un instante que hablas con la princesa Suleika, y figúrate que estás charlando con sencillas hijas de mercaderes modestos de Schiraz. Levanta la cabeza ¡oh Hassán! y mira a la cara a todas estas jóvenes encantadoras. ¡Y cuando las hayas examinado con la mayor atención, date prisa a decirnos con toda franqueza, y ya sin temor a enfadarnos, cuál de entre nosotras te gusta más!"

Estas palabras de la princesa Suleika, ¡oh rey del tiempo! en vez de darme ánimo y tranquilidad, no hicieron más que aumentar mi turbación y mi embarazo, y sólo supe balbucear palabras incoherentes, sintiendo que se me subía al rostro el rubor de la emoción. Y en aquel momento hubiera querido que la tierra se abriese y me devorase. Y Suleika, al ver mi perplejidad, me dijo: "Ya veo ¡oh Hassán! que te he pedido una cosa que te pone en un aprieto. Porque sin duda temes, al declarar tu preferencia por una, disgustar a las demás e indisponerlas contra ti. Pues bien; estás equivocado si te oscurece el entendimiento ese temor. Has de saber, en efecto, que yo y mis compañeras estamos tan unidas y existen tantos lazos de ternura entre nosotros, que, hiciera un hombre lo que hiciera con una de nosotras, no podría alterar nuestros sentimientos mutuos. Desecha, pues, de tu corazón los temores que te hacen tan prudente, examínanos a tu antojo, e incluso si deseas que nos pongamos completamente desnudas delante de ti, dilo sin reticencia, y lo ejecutaremos por encima de nuestras cabezas y de nuestros ojos. Pero apresúrate a decirnos cuál es la elegida de tu gusto". Entonces ¡oh mi señor! hice una llamada al valor que me volvía a impulsos de estas palabras alentadoras, y aunque las compañeras de Suleika, eran perfectamente bellas, y hubiese sido muy difícil al ojo más experto hallar diferencia entre ellas, y aunque, por otra parte, la princesa Suleika era por sí misma tan maravillosa al menos como sus doncellas, mi corazón deseó ardientemente a la que fué la primera en hacerlo latir con tanta violencia en el jardín, a la vivaracha y deliciosa Kairia, a la bienamada del niño de su padre. Pero, aun con todo el deseo que tenía de hacerlo me guardé bien de revelar mis sentimientos, que era muy fácil, a despecho de las palabras tranquilizadoras de Suleika, que atrajeran sobre mi cabeza los rencores de todas aquellas vírgenes. Y tras de examinarlas a todas con la mayor atención, me limité a encararme con la princesa Suleika y a decirle: "¡Oh mi señora! debo empezar por decirte que nunca me atrevería a comparar el brillo de la luna con el titilar de las estrellas. Y es tanta tu belleza, que los ojos no acertarían a tener miradas más que para ella". Y diciendo estas palabras, no pude por menos de dirigir una ojeada de inteligencia a la deleitable Kairia para darle a entender que sólo la cortesía me dictaba aquella adulación a la princesa.

Y cuando hubo oído mi respuesta, Suleika me dijo, sonriendo: "Has estado galante, ¡oh Hassán! por más que la adulación sea aparente. ¡Apresúrate, pues, ahora que tienes más libertad para hablar, a descubrirnos el fondo de tu corazón, diciéndonos cuál, entre todas estas jóvenes, es la que te cautiva más!" Y por su parte, las jóvenes unieron sus ruegos a los de la princesa para apremiarme a que les revelara mi preferencia. Y Kairia era entre todas quien se mostraba más decidida a hacerme hablar, pues ya había adivinado mis pensamientos secretos.

Entonces, desechando el resto de timidez que me quedaba, cedí a tan reiteradas instancias de las jóvenes y de su señora, me encaré con Suleika, y le dije señalando con un ademán de mi mano a la joven Kairia: "¡Oh soberana mía! ¡ésa es la que prefiero! ¡Sí, por Alah, hacia la amable Kairia va mi mayor deseo!".

No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando todas las jóvenes se echaron a reír a carcajadas a la vez, sin que en sus rostros alegres apareciese el menor indicio de agravio. Y pensé para mi ánima, mirándolas cómo se empujaban con el codo y se morían de risa: "¡Qué cosa tan prodigiosa! ¿Se trata de mujeres entre las mujeres y de jóvenes entre las jóvenes? ¿Pues cuándo las criaturas de ese sexo han adquirido esa indiferencia y tanta virtud para no sentirse envidiosas y no arañarse el rostro al saber un triunfo de una semejante suya? ¡Por Alah! ni las hermanas obrarían ante sus hermanas con tanta amabilidad y desinterés. He aquí algo que va más allá del entendimiento".

Pero la princesa Suleika no me dejó sumido por mucho tiempo en aquella perplejidad, y me dijo: "Felicidades, felicidades, ¡oh Hassán de Damasco! ¡Por mi vida, que los jóvenes de tu país tienen buen gusto, vista fina y sagacidad! Y me satisface mucho ¡oh Hassán! que hayas dado la preferencia a mi favorita Kairia, que es la preferida de mi corazón y la más querida. Y no te arrepentirás de tu elección, ¡oh tunante! Además, te hallas muy distante de conocer todo el mérito y todo el valor de la elegida, pues ninguna de nosotras, tales como somos, puede compararse de cerca ni de lejos con ella en encantos, perfecciones corporales o atractivo espiritual. Y somos esclavas suyas, en verdad, aunque engañen las apariencias".

Luego, todas, una tras otra, empezaron a felicitar a la encantadora Kairia y a gastarle bromas por el triunfo que acababa de obtener. Y no se quedaba ella corta en las réplicas, y para cada una de sus compañeras tenía la respuesta conveniente, en tanto que yo llegaba al límite del asombro.

Tras de lo cual, Suleika tomó de junto a ella un laúd, y lo puso en las manos de su favorita Kairia, diciéndole: "¡Alma de mi alma, conviene que hagas ver a tu enamorado un poco de lo que sabes, a fin de que no crea que hemos exagerado tus méritos!" Y la deleitable Kairia cogió el laúd de manos de Suleika, lo templó, y después de un preludio arrebatador, cantó en sordina, acompañándose:


¡Soy la educanda del amor, que me ha enseñado las buenas maneras!


Y ha puesto en mi alma tesoros que reserva para ese joven corzo que me ha punzado el corazón, con los escorpiones negros de sus hermosas sienes.


¡Mientras viva, amaré al joven que ha escogido mi corazón, porque soy fiel al objeto de mi amor!


¡Oh enamorados! ¡cuando hayáis escogido un objeto amable, amadle mucho y no os separéis de él nunca! ¡Objeto que se pierde no se encuentra jamás!


¡Por lo que a mí respecta, amo a ese joven corzo de formas graciosas, cuya mirada ha penetrado en mi corazón más profundamente que el filo de una hoja cortante!


¡La belleza escribió en su frente joven líneas encantadoras de sentido conciso!


¡Su mirada de hechicería es tan encantadora que fascina a los corazones todos con el arco tirante en que brillan sus flechas negras!


¡Oh tú, sin quien yo ya no podré pasarme y a quien no sabré reemplazar en mi intimidad!


¡Ven al hammam conmigo! ¡Arderán los nardos, y sus vapores llenarán la sala!


¡Y cantaré sobre tu corazón nuestro amor!


Cuando hubo acabado de cantar, posó los ojos en mí tan tiernamente, que olvidando de pronto toda mi timidez y la presencia de la hija del rey y de sus maliciosas acompañantas, me arrojé a los pies de Kairia, transportado de amor y en el límite del placer. Y aspirando el perfume que se exhalaba de sus finos vestidos y sintiendo el calor que su carne me comunicaba, llegué a tal estado de embriaguez, que de repente la cogí en mis brazos, y empecé a besarla con vehemencia en donde podía, mientras ella desfallecía como una tórtola. Y no volví a la realidad hasta oír las grandes carcajadas que lanzaban las jóvenes al verme fuera de mí como un morueco ayuno desde su pubertad...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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