Pero cuando llegó la 868ª noche

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Ella dijo:

"... Y ya la oigo gritar con su voz aborrecible en el patio del palacio. Por favor, ayúdame, ¡oh amigo mío! ¡Vengo a implorar tu concurso!"

Cuando el genni hubo oído mis palabras, sintió que le poseía un terror indescriptible, y exclamó: "¡Mi concurso! ¡ya Alah! ¡mi concurso! ¡Que mis hermanos los genn me preserven de encontrarme nunca cara a cara con una mujer semejante! ¡Amigo Ahmad, arréglate como puedas! En cuanto a mí nada podría hacer. Y me voy al instante".

Dijo, y salió con estrépito del cuerpo de la princesa para echar a correr y devorar a su paso la distancia: parecía un navío grande ahuyentado en el mar por la tempestad.

Y la princesa china volvió a la razón. Y llegó a ser mi segunda esposa.

Y desde entonces viví con las dos jóvenes reales entre delicias de todas clases y placeres delicados.

Y a la sazón pensé, antes de ser sultán de la India o de la China y de encontrarme en la imposibilidad de viajar, en volver a ver el país en que nací como leñador, esta ciudad de Bagdad, ciudad de paz.

Y ya sabes ¡oh Emir de los Creyentes! por qué me has encontrado en el puente de Bagdad a la cabeza de mi cortejo, seguido del palanquín que llevaba a mis dos esposas, las princesas de la India y de la China, en honor de las cuales los músicos tocaban en sus instrumentos aires indios y chinos.

¡Pero Alah es más sabio!"


Cuando el califa hubo oído el relato del noble jinete, se levantó en honor suyo y le invitó a sentarse junto a él en el lecho del trono. Y le felicitó por haber sido escogido por los decretos del Todopoderoso para convertirse, de pobre leñador que era, en heredero del trono de la India y del trono de la China. Y añadió: "¡Alah selle nuestra amistad y te guarde y te conserve para dicha de tus futuros reinos!"

Tras de lo cual, Al-Raschid se encaró con el tercer personaje, que era el venerable jeique de mano generosa, y le dijo: "¡Oh jeique! te he encontrado ayer en el puente de Bagdad, y lo que he visto de tu generosidad, de tu modestia y de tu humildad ante Alah me ha incitado a tratarte más de cerca. Y estoy convencido de que las vías de que plugo al Retribuidor servirse para gratificarte con Sus dones deben ser extraordinarias. Tengo mucha curiosidad por saberlas por ti mismo, y para darme esa satisfacción, te he hecho venir. Háblame, pues, con sinceridad, a fin de que me regocije participando de tu dicha con más conocimiento. ¡Y ten la seguridad de que, digas lo que digas, de antemano estás cubierto con el pañuelo de mi protección y de mi salvaguardia!"

Y después de besar la tierra entre las manos del califa, contestó el jeique de mano generosa: "¡Oh Emir de los Creyentes! te haré el relato fiel de lo que merece ser contado en mi vida. ¡Y si mi historia es asombrosa, más asombrosos todavía son el poderío y la munificencia del Dueño del Universo!"

Y contó su historia como sigue:



Historia del jeique de mano generosa

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"Has de saber ¡oh mi señor y señor de todo beneficio! que toda mi vida ejercí el oficio de pobre cordelero, trabajando en el cáñamo, como antes que yo habían trabajado mi padre y mis antepasados. Y lo que ganaba con mi oficio apenas bastaba para alimentarnos a mí, a mi esposa y a mis hijos. Pero, exento de capacidades para ejercer otra profesión, me contentaba, sin renegar demasiado, con lo poco que nos deparaba el Retribuidor, y sólo atribuía mi miseria a mi falta de maña y a la pesadez de mi espíritu. Y en eso no me equivocaba; debo declararlo con toda humildad ante el Dueño de la inteligencia. Pero ¡oh mi señor! la inteligencia no ha sido nunca patrimonio de los cordeleros que trabajan en cáñamo y su sitio predilecto no iba a estar debajo del turbante de un cordelero que trabajara en cáñamo. Por eso, al fin y al cabo, no me quedaba más que comer el pan de Alah sin emitir aspiraciones más irrealizables que pasar de un salto la cumbre de la montaña Kaf.

Un día entre los días, estando yo sentado en mi tienda con una cuerda de cáñamo sujeta al dedo gordo del pie y acabando de confeccionarla, vi acercarse dos ricos habitantes de mi barrio que tenían costumbre de ir a sentarse delante de mi tienda, para charlar de unas cosas y de otras, tomando el aire de la tarde. Y aquellos dos notables de mi barrio estaban unidos por la amistad, y les gustaba discutir entre sí, tan pronto sobre una cosa como sobre otra, desgranando su rosario de ámbar. Pero jamás, en la animación de sus charlas, habían llegado a pronunciar una palabra más alta que otra ni a salirse de la cortesía que los amigos deben tener con los amigos en las relaciones de la vida. Bien al contrario, cuando uno hablaba el otro escuchaba, y viceversa. Con lo cual sus discursos eran siempre sensatos, y yo mismo, no obstante mi poca inteligencia, solía sacar provecho de tan buenas palabras.

Y aquel día, una vez que me hicieron la zalema y yo se la devolví como es debido, fueron a su sitio habitual delante de mi tienda y continuaron una charla que ya habían iniciado, en su paseo. Y uno de ellos que se llamaba Si Saad, dijo a otro, que se llamaba Si Saadi: "¡Oh amigo mío Saadi! no es por contradecirte; pero, por Alah, un hombre no puede ser dichoso en este mundo más que teniendo bienes y grandes riquezas para vivir con toda independencia. Y por otra, parte, los pobres no son pobres más que porque han nacido en la pobreza, transmitida de padres a hijos, o porque, nacidos con riquezas, las han perdido a causa de la prodigalidad, de la relajación, de algún mal negocio o sencillamente por una de esas fatalidades contra las cuales es impotente la criatura. De todos modos, ¡oh Saadi! mi opinión es que los pobres sólo son pobres porque no pueden llegar a acumular una cantidad de dinero lo bastante importante para permitirles enriquecerse definitivamente con algún negocio comercial emprendido a tiempo. Y entiendo que si, enriquecidos de tal suerte, hacen un uso conveniente de su riqueza, no solamente serán ricos, sino que llegarán a ser más opulentos por el tiempo".

A lo cual respondió Si Saadi, diciendo: "¡Oh amigo mío Saad! no es por contradecirte; pero por Alah que estoy contrariado por no ser de tu opinión. Por lo pronto, claro que más vale, generalmente, vivir con desahogo que con pobreza. Pero la riqueza por sí misma no tiene nada que pueda tentar a un alma sin ambición. A lo más, es útil para sembrar dádivas, en torno nuestro. ¡Pero cuántos inconvenientes tiene! ¿No sabemos algo de eso por nosotros mismos, que a diario tenemos que aguantar tantos ajetreos y sinsabores? ¿Y no es, en suma, preferible a la nuestra la suerte de nuestro amigo Hassán el cordelero? Y además, ¡oh Saad! el medio que propones para que un pobre se vuelva rico no me parece tan seguro como a ti. Considera, en efecto, que ese medio es muy problemático, porque depende de una porción de circunstancias y coincidencias tan problemáticas como él mismo, y que sería demasiado prolijo discutir. Por mi parte, creo que un pobre desprovisto de todo dinero en un principio tiene, por lo menos, tantas probabilidades de hacerse rico como si poseyera algo; quiero decirte, pues, que sin un ahorro inicial puede llegar a ser inmensamente rico sin tomarse el menor trabajo, sencillamente porque tal sea su destino. Por eso entiendo que es del todo inútil hacer economías en previsión de los días. malos, pues los días malos como los buenos nos vienen de Alah, y hacemos mal en escatimar los bienes que nos depara el Retribuidor en el presente, tratando de apartar lo que nos sobre. Este exceso, ¡oh Saad! si existe, debe ir a parar a los pobres de Alah; y reservárnoslo supone falta de confianza en la generosidad del Retribuidor. En cuanto a mí, ¡oh amigo mío! no se pasa día en que no me despierte diciéndome: "¡Regocíjate, ya Si Saadi, porque quien sabe en qué consistirá hoy el beneficio que te haga tu Señor!" Y jamás ha sido defraudada mi fe en el Retribuidor. Y por eso en mi vida he trabajado ni me he preocupado nunca del mañana. Y ésta es mi opinión".

Al oír estas palabras de su amigo, el notable Si Saad contestó: "¡Oh Saadi! bien se me alcanza que por hoy sería verdaderamente inútil persistir en sostener mi opinión en contra de la tuya. Por eso, en vez de discutir sin objeto, prefiero intentar una experiencia que pueda convencerte de la excelencia de mi manera de considerar la vida. Quiero, pues, ir sin tardanza en busca de un hombre verdaderamente pobre, nacido de un padre tan miserable como él, a quien daré sin más ni más una suma importante que le sirva de ahorro inicial. Y como el hombre que escogeré tendrá que haber dado prueba de honradez, la experiencia nos probará quién de nosotros dos tiene razón, si tú, que todo lo esperas del Destino, o yo, que entiendo es preciso que cada uno edifique por sí mismo la propia casa".

Y contestó Si Saadi: "Está muy bien, ¡oh amigo mío! Y para dar con el hombre pobre y honrado de que hablas, no tenemos necesidad de ir a buscarle lejos. He aquí a nuestro amigo Hassán el cordelero, que, verdaderamente, reúne las condiciones requeridas. ¡Y no podrá caer tu liberalidad sobre cabeza más digna...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 869ª noche

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Ella dijo:

"... He aquí a nuestro amigo Hassán el cordelero, que, verdaderamente, reúne las condiciones requeridas. ¡Y no podrá caer tu liberalidad sobre cabeza más digna!"

Y contestó Si Saad: "¡Por Alah, que dices verdad! Y sólo por olvido quise buscar fuera de aquí lo que tenemos al alcance de la mano".

Luego se encaró conmigo y me dijo: "¡Ya Hassán! sé que tienes una numerosa familia, la cual tiene a su vez bocas numerosas y dientes numerosos, y que ni uno de los cinco hijos con que te ha gratificado el Donador está todavía en edad de ayudarte a la menor cosa. Por otra parte, sé que el cáñamo sin trabajar, aunque no está demasiado caro a la cotización actual del zoco, precisa de algún dinero para comprarlo. Y para disponer de ese dinero hay que haber hecho economías. Y las economías no son posibles en un hogar como el tuyo, donde el haber es más exiguo que el debe. Así, pues, ¡ya Hassán! para ayudarte a salir de la miseria, quiero hacerte don de una suma de doscientos dinares de oro, que te servirán de fondo inicial para ampliar tu comercio cordelero. ¡Dime, pues, si con esa suma de doscientos dinares crees que podrás sacar adelante el negocio, haciendo fructificar el dinero con habilidad y sagacidad!"

Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! contesté: "¡Oh amo mío! ¡que Alah alargue tu vida y te haga recuperar el céntuplo de lo que me ofrece tu munificencia! Y puesto que te dignas interrogarme, me atrevo a decirte que en mi tierra el grano cae en un suelo fértil, y que, sin presumir con exceso de mis aptitudes, una suma mucho menor entre mis manos bastaría, no solamente para que fuera yo tan rico como los principales cordeleros de mi profesión, sino hasta para que fuera yo solo más opulento que todos los cordeleros reunidos de esta ciudad de Bagdad, no obstante lo populosa y grande que es -siempre que Alah me favorezca-, ¡inschalah!"

Y Si Saad, muy satisfecho de mi respuesta, me dijo: "¡Me inspiras mucha confianza, ya Hassán!" Y se sacó del seno una bolsa, que puso entre mis manos, y me dijo: "Toma esta bolsa que contiene los doscientos dinares consabidos. ¡Y ojalá hagas de ellos un uso afortunado y prudente y encuentres ahí el germen de la riqueza! ¡Y ten la seguridad de que yo y mi amigo Si Saadi nos regocijaremos en extremo si un día sabemos que en la prosperidad eres más dichoso que en medio de privaciones.

Entonces, ¡oh mi señor! tomando la bolsa, llegué al límite de los transportes de alegría. Y era tal mi emoción, que me sentí incapaz de hacer decir a mi lengua las palabras de gratitud que convenía pronunciar en semejante circunstancia; y a duras penas pude inclinarme hasta tierra y coger el borde del traje de mi bienhechor, llevándomelo a los labios y a la frente. Pero él se apresuró a retirarlo con modestia y se despidió de mí. Y acompañado de su amigo Si Saadi, se levantó para continuar su interrumpido paseo.

En cuanto a mí, cuando se hubieron alejado ellos, el primer pensamiento que asaltó naturalmente mi espíritu fué buscar un sitio donde guardar bien la bolsa de doscientos dinares para que estuviera segura del todo. Y como en mi pobre casita, compuesta de una sola pieza, no había ni armario, ni olor a armario, ni cajón, ni cofre, ni nada semejante donde esconder un objeto que se tuviese que esconder, quedé extremadamente perplejo, y por un momento pensé en ir a enterrar aquel dinero en algún paraje desierto, fuera de la ciudad, mientras daba con el modo de hacerlo fructificar. Pero volví de mi acuerdo al pensar que mi mala suerte podría hacer que se descubriera mi escondite o que algún labrador me viera. Y al punto se me ocurrió la idea de que lo mejor sería ocultar la bolsa en los pliegues de mi turbante. Y en aquella hora y en aquel instante me levanté, cerré la puerta de la tienda, y desenrollé mi turbante en toda su extensión. Y empecé por sacar de la bolsa diez monedas de oro que aparté para gastarlas, y envolví el resto, con la bolsa, en los pliegues de la tela, cogiéndola por un extremo. Y anudando este extremo a la bolsa, lo junté con mi gorro y me hice de nuevo el turbante con cuatro vueltas perfectamente combinadas. Y entonces pude respirar más a mis anchas.

Acabado este trabajo, volví a abrir la puerta de mi tienda, y me apresuré a ir al zoco para aprovisionarme de cuanto tenía necesidad. Comencé por comprarme una buena cantidad de cáñamo, que llevé a mi tienda. Tras de lo cual, como hacía tiempo que no había yo visto carne en mi casa, fui a la carnicería y compré una espaldilla de cordero. Y emprendí el camino a casa para llevar a mi mujer aquella espaldilla de cordero, a fin de que nos la guisase con tomates. Y de antemano me regocijaba con el júbilo de los niños a la vista de aquel manjar suculento.

Pero ¡oh mi señor! mi presunción era demasiado notoria para que se quedase sin castigo. Porque me había yo puesto a la cabeza aquella espaldilla, y caminaba moviendo mucho los brazos, con el espíritu perdido en mis ensueños de opulencia. Y he aquí que un gavilán hambriento se abalanzó a la espaldilla de cordero, y antes de que yo pudiese alzar los brazos o hacer el menor movimiento, me la arrebató, así como el turbante con lo que contenía, y remontó el vuelo llevándose la espaldilla en el pico y el turbante en las garras.

Y al ver aquello, me puse a lanzar gritos tan desaforados, que los hombres, mujeres y niños de la vecindad se conmovieron y juntaron sus gritos a los míos para asustar al ladrón y hacerle soltar su presa. Pero en vez de producir este efecto, nuestros gritos no hicieron más que excitar al gavilán a acelerar el movimiento de sus alas. Y pronto desapareció en los aires con mi hacienda y mi suerte.

Y yo, despechado y entristecido, tuve que resignarme a comprar otro turbante, lo que ocasionó una nueva disminución en los dinares de oro que había tenido cuidado de sacar de la bolsa, y que a la sazón constituían todo mi haber. Y he aquí que, como había gastado buena parte de ello en la compra de mis provisiones de cáñamo, lo que me quedaba estaba lejos de bastar para hacerme concebir en adelante sólidas esperanzas en mi porvenir de opulencia. Pero en verdad que lo que me causó más pena y ensombreció el mundo ante mis ojos fué el pensamiento de que mi bienhechor Si Saad tuviera que arrepentirse de haber escogido tan mal al hombre a quien había confiado su dinero y el éxito de la experiencia proyectada. Y me decía yo, además, que cuando él se enterara de la funesta aventura, acaso la considerase una invención de mi parte y me abrumara con su desprecio.

De todos modos, ¡oh mi señor! mientras duraron los escasos dinares que me quedaron después del robo llevado a cabo por el gavilán, no tuvimos en casa demasiados motivos de queja. Pero cuando se gastó la última moneda menuda, no tardamos en caer en la misma miseria de tiempo atrás, y me vi en igual imposibilidad de salir de mi estado. Sin embargo, me guardé bien de murmurar contra los decretos del Altísimo, y pensé: "¡Oh pobre! ¡el Retribuidor te ha dado bienes cuando menos lo esperabas, y te los ha quitado casi al mismo tiempo, porque así le plugo, y suyos eran esos bienes! ¡Resígnate ante Sus Decretos, y sométete a Su voluntad!"

Y mientras a mí me agitaban estos sentimientos, estaba de lo más inconsolable mi mujer, a quien yo no había podido por menos de participar la pérdida que sufrí y de dónde me llegaba. Y para colmo de infortunio, como en mi turbación también se me había escapado decir a mis vecinos que con mi turbante perdía el valor de ciento noventa dinares de oro, mis vecinos, para quienes era conocida mi pobreza desde hacía mucho tiempo, se rieron de mis palabras con sus hijos, persuadidos de que la pérdida de mi turbante me había vuelto loco.

Y las mujeres decían a mi paso, riendo: "¡Ahí va el que dejó echar a volar su razón con su turbante!"

¡Eso fué todo!

Y he aquí ¡oh Emir de los Creyentes! que haría unos diez meses que el gavilán me había ocasionado aquella desgracia, cuando los dos señores amigos Si Saad y Si Saadi pensaron ir a pedirme cuentas del uso que había hecho yo de la bolsa de doscientos dinares. Y mientras se dirigían a mí, Si Saad decía a Si Saadi: "¡Ya hace días que pensaba en nuestro amigo Hassán, complaciéndome mucho en la satisfacción que voy a tener al hacerte testigo de nuestra experiencia! Vas a notar en él un cambio tan grande, que nos costará trabajo reconocerle".

Y como ya estaban muy próximos a la tienda, Si Saadi contestó sonriendo "Me parece, por Alah, ¡oh amigo mío Saad! que te comes el cohombro antes de que esté maduro. Por lo que a mí respecta, con mis propios ojos veo yo a Hassán sentado como de ordinario, con el cáñamo sujeto al dedo gordo del pie; pero no asombra mi vista ningún cambio notable de su persona. Porque hele aquí tan pobremente vestido como antes, y la única diferencia que observo en él es que su turbante es un poco menos feo y grasiento que el que tenía hace diez meses. Además, míralo por ti mismo, y verás que lo que he dicho no tiene vuelta de hoja".

A la sazón, Si Saad, que ya había llegado ante la tienda, me examinó y vió también que en mi estado no había alteración ni mejora en mi aspecto. Y entraron en mi casa ambos amigos, y después de las zalemas de rigor, Si Saad me dijo: "Y bien, Hassán, ¿a qué obedece esa cara demudada y ese aire compungido? ¡Por lo visto, tus negocios te dan que hacer y el cambio de vida te entristece un poco!"

Y con los ojos bajos, contesté: "¡Oh mis señores! Alah prolongue vuestra vida; pero el Destino siempre es enemigo mío y los tribulaciones del presente son peores que las del pasado. ¡En cuanto a la confianza que mi amo Si Saad ha cifrado en su esclavo, se ve defraudada, no ciertamente por culpa de su esclavo sino por culpa de la hostilidad del Destino!" Y les conté mi aventura con todos los detalles, tal como te la he contado, ¡oh Emir de los Creyentes! Pero no hay utilidad en repetirla.

Cuando hube terminado mi relato, vi que Si Saadi sonreía con malicia, mirando a Si Saad, que estaba muy abatido. Y hubo un momento de silencio, al cabo del cual me dijo Si Saad: "En verdad que el éxito no es tal como yo esperaba. Pero no voy a hacerte reproches, aunque esa historia del gavilán sea un poco extraña, y me induzca, en uso de mi derecho, a no creerla y a suponer que te has divertido, te has regalado y has estado de comilona con el dinero que te di para que de él hicieras un uso muy distinto. De todos modos, deseo intentar la experiencia contigo una vez más, y entregarte otra suma igual a la primera. ¡Porque no quiero que mi amigo Saadi se salga con la suya después de una sola tentativa por mi parte!"

Y tras de hablar así, me contó doscientos dinares, diciéndome: "Quiero creer que esta vez no guardarás esa suma en tu turbante...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 870ª noche

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Ella dijo:

"... Quiero creer que esta vez no guardarás esa suma en tu turbante". Y cuando ya le cogía yo las manos para llevármelas a los labios, me dejó y se fué con su amigo.

Por lo que a mí respecta, no reanudé mi trabajo cuando se marcharon, y me apresuré a cerrar la tienda y a entrar en casa, sabiendo que a aquella hora no encontraría allí a mi mujer ni a los niños. Y puse aparte diez dinares de oro de los doscientos, y envolví los otros ciento noventa en un lienzo, atándolo. Y ya sólo me quedaba dar con un lugar seguro para esconder aquel dinero. Así es que, después de haber reflexionado mucho tiempo, se me ocurrió meterlo en el fondo de una cuba llena de salvado, donde me imaginaba con razón que nadie pensaría en ir a buscarlo. Y tras de colocar otra vez la cuba en su rincón, salí mientras mi mujer entraba a preparar la comida. Y dejándola sola le dije que iba a comprar cáñamo, pero que volvería a la hora de comer. Y he aquí que mientras yo estaba en el zoco para hacer aquella compra, acertó a pasar por mi calle un vendedor de esa tierra que limpia los cabellos y de la cual se sirven las mujeres en el hammam, y se anunció con su pregón. Y mi mujer, que desde hacía mucho tiempo no se había limpiado el cabello, llamó al vendedor. Pero como no tenía dinero encima, no sabía qué hacer para pagarle, y pensó, diciéndoselo a sí misma: "Esta cuba de salvado que hace tanto tiempo que está aquí, por el momento no nos es de ninguna necesidad. Voy, pues, a dársela al vendedor a cambio de la tierra de limpiar el cabello".

Y así lo hizo.

Y tras de consentir el vendedor en este cambio, quedó ultimado el trato. Y se llevó la cuba con su contenido.

En cuanto a mí, a la hora de comer volví cargado con cuanto cáñamo podía llevar a cuestas, y lo puse en el sobradillo que a este efecto había dispuesto en la casa. Luego me apresuré a echar disimuladamente una ojeada a la cuba que contenía mi fortuna. Y vi lo que vi. Y pregunté con precipitación a mi mujer por qué había quitado la cuba de su sitio habitual. Y me contestó contándome tranquilamente el cambio consabido. Y con la impresión entró la muerte roja en mi alma.

Y me desplomé en el suelo como un hombre atacado de vértigo. Y exclamé: "Alejado sea el Lapidado, ¡oh mujer! Acabas de cambiar mi destino, tu destino y el destino de nuestros hijos por un poco de tierra de limpiar los cabellos. ¡Esta vez estamos perdidos sin remedio!" Y en pocas palabras la puse al corriente de la cosa.

Y ella empezó a lamentarse, a golpearse el pecho, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidos con desesperación. Y exclamó: "¡Oh, qué desgracia por culpa mía! He vendido la fortuna de los niños a ese vendedor de tierra de limpiar, a quien no conozco. Es la primera vez que pasa por nuestra calle, y ya no volveré a encontrarle nunca, sobre todo ahora que habrá descubierto la bolsa."

Luego, tras de la reflexión, hubo de reprocharme mi falta de confianza en ella para un asunto de tanta importancia, diciéndome que seguramente se habría evitado aquella desgracia si yo le hubiese dado parte de mi secreto. Y sin duda sería demasiado prolijo contarte, ¡oh mi señor! pues no ignoras cuán elocuentes son las mujeres en la aflicción, todo lo que el dolor le puso entonces en la boca. Y yo no sabía qué hacer para calmarla. Le decía: "¡Oh hija del tío, modérate, por favor! ¿No ves que vas a atraer con tus gritos y tus llantos a todos los vecinos, y verdaderamente no hay necesidad de que se enteren de esta segunda desgracia, cuando no tienen ya bastante sonrisas y palabras burlonas para hacer befa de nosotros y humillarnos con lo del gavilán? Y ahora tendrían doble gusto en bromearnos por nuestra candidez.

Así que es preferible para nosotros, que ya hemos aguantado sus bromas, ocultar esta pérdida y soportarla pacientemente, sometiéndonos a los decretos del Altísimo. Todavía hemos de bendecirle por no haber querido quitarnos de Sus dones más que ciento noventa monedas, dejándonos estas diez, cuyo empleo no dejará de proporcionarnos algún desahogo." Pero, por muy buenas que fuesen mis razones, a mi mujer le costó mucho trabajo rendirse a ellas. Y sólo conseguí consolarla poco a poco, diciéndole: "Es verdad que somos pobres. Pero, en suma, ¿qué tienen más que nosotros en la vida los ricos? ¿No respiramos el mismo aire? ¿No disfrutamos del mismo cielo y de la misma luz? ¿Y no se mueren ellos como nosotros?" Y hablando así, ¡oh mi señor! no solamente acabé por convencerla, sino por convencerme a mí mismo. Y reanudé mi trabajo, con el espíritu tan libre como si no nos hubiesen sucedido aquellas dos aflictivas aventuras.

Una sola cosa, sin embargo, continuaba apenándome: me sentía inquieto al preguntarme a mí mismo cómo iba a resistir la presencia de Si Saad, mi bienhechor, cuando fuera a pedirme cuentas del empleo de los doscientos dinares de oro. Y esta idea ennegrecía ante mi rostro el mundo y la vida.

Por fin llegó el tan temido día que me puso en presencia de ambos amigos. Y felicitándose por haber tardado tanto en ir a saber noticias mías, Si Saad debía decir sin duda a Si Saadi: "No nos apresuremos a ir en busca de Hassán el cordelero. Porque cuanto más retrasemos nuestra visita, más se habrá enriquecido, y será mayor la satisfacción que yo tenga." Y Si Saadi supongo que respondería, sonriendo: "¡Por Alah, que no deseo otra cosa que estar de acuerdo contigo! No obstante, me temo que el pobre Hassán todavía tenga que recorrer mucho camino antes de llegar al paraje donde le espera la opulencia. Pero ya hemos llegado. ¡Y él mismo ha de decirnos cómo van sus negocios!"

Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! estaba tan confuso, que no tenía más que un deseo, y era el de ocultarme a su vista; y con todas mis fuerzas anhelaba que la tierra se abriese y me tragase. Así es que cuando estuvieron delante de la tienda, hice como que no les advertía, y aparenté estar muy atareado en mi trabajo de cordelero. Y sólo levanté los ojos para mirarles cuando me hicieron la zalema y me vi obligado a devolvérsela. Y para que no durasen mucho rato mi suplicio y mi azoramiento, no quise esperar a que me preguntaran, y me encaré resueltamente con Si Saad y le conté, sin tomar aliento, la segunda desgracia que me había ocurrido, es decir, el cambio que mi mujer hizo de la cuba de salvado, donde escondí la bolsa, por un poco de tierra de limpiar el cabello. Y habiéndome desahogado así un tanto, bajé los ojos, me volví a mi sitio y reanudé mi trabajo sujetando de nuevo la madeja de cáñamo al dedo gordo de mi pie izquierdo.

Y pensé: "Ya he dicho lo que tenía que decir. ¡Y Alah sólo sabe lo que sucederá!"

Pero, lejos de enfadarse conmigo o de injuriarme, motejándome de embustero y de hombre de mala fe, Si Saad supo contenerse, sin demostrar ni por asomo el despecho que sentía al ver que el Destino le quitaba la razón con tanta persistencia. Y se contentó con decirme: "Después de todo, Hassán, es posible que sea verdad cuanto me cuentas, y que verdaderamente se haya esfumado la segunda bolsa, como se esfumó su hermana. Sin embargo, es un poco asombroso, en verdad, que el gavilán y el vendedor de tierra de limpiar se hayan presentado, precisamente en el momento en que te hallabas distraído o ausente. ¡De cualquier modo, renuncio a intentar nuevas experiencias en lo sucesivo!" Luego se encaró con Si Saadi, y le dijo: "Pero ¡oh Saadi! no persisto menos en pensar que sin dinero nada es posible, y que un pobre permanecerá pobre mientras con su trabajo no fuerce al Destino para que le sea favorable".

Pero Si Saadi contestó: "¡Qué error el tuyo, ¡oh generoso Saad! Para que prevaleciera tu opinión, no has vacilado en tirar cuatrocientos dinares, llevándose la mitad un gavilán y la otra mitad un vendedor de tierra de limpiar los cabellos. Pues bien, por mi parte, no seré tan generoso como tú has sido, sino que solamente quiero, a mi vez, tratar de probarte que la marcha del Destino es la única norma de nuestra vida, y que los decretos del Destino son los únicos elementos de buena o mala suerte con que podemos contar." Luego se encaró conmigo, y enseñándome un gran trozo de plomo que acababa de coger del suelo, me dijo: "¡Oh Hassán, de quien huyó la suerte hasta el presente! quisiera ayudarte, como lo ha hecho mi generoso amigo Si Saad. Pero Alah no me ha favorecido con tantas riquezas, y todo lo que puedo darte es este pedazo de plomo, que sin duda ha perdido algún pescador al recoger sus redes."

A estas palabras de Si Saadi, su amigo Si Saad se echó a reír a carcajadas, creyendo que quería gastarme una broma. Pero Si Saadi no prestó atención a ello, y con grave ademán me ofreció el trozo de plomo, diciéndome: "Tómalo, y deja que se ría Si Saad. Porque llegará el día en que este trozo de plomo te será más útil, si tal es tu destino, que toda la plata de las minas".

Y sabiendo hasta qué punto era hombre de bien Si Saadi, y cuán grande era su sabiduría, no quise desairarle haciendo la menor observación. Y cogí el trozo de plomo que me ofrecía, y lo guardé cuidadosamente en mi cinturón, vacío de toda moneda. Y no dejé de darle gracias calurosamente por sus buenos deseos y por sus buenas intenciones. Y acto seguido los dos amigos me dejaron para continuar su paseo, en tanto que yo de nuevo me entregaba a mi trabajo. Y cuando, por la noche, regresé a casa, y después de cenar me desnudé para acostarme, sentí que algo caía al suelo de pronto. Y lo busqué y lo recogí, encontrándome con que era el trozo de plomo que me había echado al cinturón. Y sin darle la menor importancia, lo puse donde primero se me ocurrió, y me tumbé en el colchón, no tardando en dormirme...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 871ª noche

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Ella dijo:

... en el colchón, no tardando en dormirme.

Y he aquí que aquella noche, cuando se despertó tan temprano como de costumbre un pescador de mi vecindad, advirtió, al repasar sus redes antes de cargárselas a la espalda, que les faltaba un trozo de plomo precisamente en un sitio en que la carencia de plomo constituía un defecto grave para el buen funcionamiento de lo que le proporcionaba el pan. Y como no tenía a mano otro plomo de recambio y no era hora de ir a comprarlo en el zoco, pues todas las tiendas estaban cerradas, sintió una perplejidad grande al pensar que si no se iba de pesca dos horas antes del día no tendría con qué alimentar a su familia al día siguiente. Y entonces se decidió a decir a su mujer que, a pesar de lo intempestivo de la hora y el trastorno que aquello suponía, fuera a despertar a sus vecinos más próximos y a exponerle la situación, rogándoles que le dieran un trozo de plomo que supliese al que faltaba a su red.

Y como precisamente éramos nosotros los vecinos más próximos al pescador, la mujer llamó a nuestra puerta, mientras sin duda pensaba: "Voy a pedir plomo a Hassán el cordelero, aunque por experiencia sé que a su casa hay que ir cuando no se tiene necesidad de nada". Y siguió llamando a la puerta hasta que me desperté. Y grité: "¿Quién hay en la puerta?" Ella contestó: "¡Soy yo, la hija del tío de tu vecino el pescador! ¡Oh Hassán! se me ha ennegrecido el rostro por turbar así tu sueño; pero se trata de lo que da él pan al padre de mis hijos, y obligo a mi alma a este acto de mala educación. Por favor, dispénsame, y para que no te tenga levantado más tiempo, dime si dispones de un trozo de plomo que prestar a mi esposo para que arregle sus redes".

Y al punto me acordé del plomo que me había dado Si Saadi, y pensé: "¡Por Alah, que no podré utilizarlo mejor que haciendo ese servicio a mi vecino el padre de sus hijos!" Y contesté a la vecina que precisamente tenía un trozo de plomo que podía servirle, y fuí a buscar a tientas el trozo consabido, y se lo entregué a mi mujer para que se lo diera a la vecina.

Y la pobre mujer, satisfecha de no haber andado en vano y de no volverse a su casa sin resultado, dijo a mi mujer: "¡Oh vecina nuestra! ¡qué gran servicio es el que nos presta esta noche el jeique Hassán! ¡Así es que, en cambio, todo el pescado que coja mi esposo a la primera redada estará escrito a vuestra salud, y os lo traeremos mañana por encima de nuestra cabeza!" Y se apresuró a ir a entregar el trozo de plomo a nuestro vecino el pescador, que compuso con él sus redes, y salió de pesca dos horas antes del día, como de costumbre.

Y he aquí que la primera redada, a nuestra salud, no proporcionó más que un solo pez. Pero aquel pez era de más de un codo de largo y grueso en proporción. Y el pescador lo apartó en su cesto y prosiguió su pesca. Pero, de todo el pescado que cogió, ni un solo pez igualaba al primero en hermosura ni en tamaño. Así es que, cuando el pescador acabó de pescar, su primer cuidado, antes de ir a vender al zoco el producto de su pesca, fué poner el pez apartado en una almohada de follaje oloroso y llevárnoslo, diciéndonos: "¡Alah haga que os parezca delicioso y agradable!" Y añadió: "Os ruego que admitáis esta dádiva, aunque no sea suficiente ni oportuna. Y dispensadme su escasez, ¡oh vecinos! Porque así es vuestra suerte, ya que eso constituye toda mi primer redada."

Y contesté: "Ve ahí un trato en el que sales perdiendo, ¡oh vecino! Porque ésta es la primera vez que se vende un pez tan hermoso y de tanta valía por un trozo de plomo que apenas vale una ínfima moneda de cobre. Pero lo recibimos como regalo de tu parte, para no desairarte, y porque lo haces de corazón amistoso y generoso." Y aún cambiamos algunos cumplidos, y se marchó.

Y entregué a mi esposa el pez del pescador, diciéndole: "Ya ves ¡oh mujer! que no estaba equivocado Si Saadi cuando me decía que un pedazo de plomo podría serme más útil, si Alah quisiera, que todo el oro del Sudán. He aquí un pez como jamás lo han tenido en sus bandejas los emires y los reyes." Y aunque le regocijaba mucho el ver aquel pez, no dejó de replicarme mi esposa: "¡Si, por Alah! pero ¿cómo voy a arreglarme para guisarlo? No tenemos parrillas ni tampoco tenemos una olla bastante grande para cocerle en ella entero".

Y contesté "¡No te apures por eso, pues nos le comeremos con mucho gusto entero o en pedazos! No tengas escrúpulos por su presentación, y no temas cortarle en pedazos para ponerle guisado". Y partiéndole por la mitad, mi mujer le sacó las entrañas, y vió en medio de aquellas entrañas una cosa que brillaba con vivo resplandor. La cogió, la lavó en el cubo, y vimos que era un trozo de vidrio del tamaño de un huevo de paloma y transparente como el agua de roca. Y tras de contemplarlo algún tiempo, se lo dimos a nuestros hijos para que les sirviese de juguete y no molestaran a su madre, que preparaba el excelente pez.

Y he aquí que por la noche, a la hora de cenar, mi mujer advirtió que, aunque no había encendido todavía su lámpara de aceite iluminaba la estancia una luz que no había traído ella. Y miró a todos lados para ver de dónde procedía aquella luz, y vió que la proyectaba el huevo de vidrio abandonado en el suelo por los niños. Y cogió aquel huevo y lo puso al borde del aparador, en el sitio ordinario de la lámpara. Y llegamos al límite del asombro al ver la vivacidad de la luz que salía de él, y exclamé: "Por Alah, ¡oh mujer! he aquí que el trozo de plomo de Si Saadi no sólo nos alimentaba sino que nos alumbra y nos dispensará, para en lo sucesivo, de comprar aceite para arder".

Y a la claridad maravillosa de aquel huevo de vidrio, nos comimos el deleitoso pescado, comentando nuestro doble provecho de aquel día bendito y glorificando al Retribuidor por sus beneficios. Y aquella noche nos acostamos satisfechos de nuestra suerte y sin desear nada mejor que la continuación de aquel estado de cosas.

Y he aquí que al día siguiente, gracias a la lengua larga de la hija del tío, no tardó en correr por todo el barrio el rumor de que en el vientre del pescado habíamos descubierto aquel vidrio luminoso. Y en seguida recibió mi mujer la visita de una judía, vecina nuestra, cuyo marido era joyero del zoco. Y tras de las zalemas y salutaciones por una y otra parte, la judía, después de contemplar durante largo rato el huevo de vidrio, dijo a mi esposa: "¡Oh vecina mía Aischah! da gracias a Alah, que me ha conducido hoy a tu casa. ¡Porque, como me gusta este trozo de vidrio, y tengo otro trozo de vidrio muy parecido con el que me adorno algunas veces y que hace pareja con éste, quisiera comprártelo, y te ofrezco por él, sin regatear, la enorme suma de diez dinares de oro nuevo!"

Pero nuestros hijos que oyeron hablar de vender su juguete, se echaron a llorar, rogando a su madre que lo guardara para ellos. Y a fin de apaciguarlos, y también porque aquel huevo nos servía de lámpara, ella declinó oferta tan tentadora, con gran despecho de la judía, que se marchó cariacontecida.

A la sazón volví ya del trabajo y mi mujer me puso al corriente de lo que acababa de pasar. Y le contesté: "En verdad ¡oh hija del tío! que si este huevo de vidrio no tuviese algún valor, esa hija de judíos no nos habría ofrecido la suma de diez dinares. Supongo, pues, que volverá otra vez para ofrecernos más. Pero ya veré yo el modo de hacer subir la oferta". Y aquello me indujo al punto a pensar en las palabras de Si Saadi, que me había predicho que un trozo de plomo seguramente podría hacer la fortuna de un hombre, si tal era su destino. Y esperé con toda confianza a que por fin se mostrase mi destino después de huirme durante tanto tiempo.

Aquella misma noche, de acuerdo con mis presentimientos, la judía, esposa del joyero, fué a hacer una segunda visita a mi esposa; y tras de las zalemas y salutaciones de rigor, le dijo: "¡Oh vecina mía Aischah! ¿cómo puedes despreciar los dones del Retribuidor? ¡Y al despreciarlos rechazas el pan que te ofrezco por un trozo de vidrio! ¡Pero ya que se trata del bien de tus hijos, sabe que he hablado de ese huevo con mi marido, y como estoy encinta y no conviene que el deseo de las mujeres encinta se reconcentre sin verse cumplido, ha consentido en dejarme que te ofrezca veinte dinares de oro nuevo a cambio de tu trozo de vidrio!"

Pero mi mujer, que había recibido instrucciones mías a este respecto, contestó: "¡Ay, Ualah ! ¡oh vecina! me haces volver en mí. Pero yo no tengo voto en casa, pues el hijo de mi tío es el amo de la casa y de su contenido, y a él es a quien tienes que dirigirte. ¡Espera, pues, a su regreso para hacerle esa oferta!"

Y cuando regresé, la judía me repitió lo que había dicho a mi esposa, y añadió: "Te traigo el pan de tus hijos, ¡oh hombre! por un trozo de vidrio. Porque debe satisfacerse mi antojo de mujer encinta, y mi esposo no quiere tener sobre su conciencia la reconcentración del deseo de las mujeres encinta. ¡Por eso ha consentido en dejarme proponerte ese cambio y esa venta, con gran pérdida para él!"

Y yo, ¡oh mi señor! dejando a aquella judía que me dijera cuánto quería darme, me tomé tiempo para responderle y acabé por mirarla sin decir una palabra, meneando la cabeza por toda respuesta.

Al ver aquello, a la hija de judíos se le puso muy amarilla la tez, me miró con ojos llenos de desconfianza, y me dijo: "Ruega a tu Profeta ¡oh musulmán!" Y contesté: "¡Con El la plegaria y la paz ¡oh descreída! y las más escogidas bendiciones del Dios único!"

Y ella repuso: "¿A qué vienen esos ojos vacíos ¡oh padre de tus hijos! y ese ademán negativo para los beneficios del Retribuidor sobre tu casa por mediación nuestra?" Yo contesté: "¡Los beneficios de Alah sobre Sus criaturas ¡oh hija de descreídos! son ya incalculables! ¡Glorificado sea, sin mediación de los que se apartan del camino derecho!" Y ella me dijo: "¿Entonces rehúsas los veinte dinares de oro?" Y tras de hacer de nuevo yo el signo negativo, me dijo ella: "¡Pues bien, ¡oh vecino! te ofrezco por tu vidrio cincuenta dinares de oro! ¿Estás satisfecho?" Y con mi gesto más indiferente, de nuevo hice un signo negativo de cabeza. Y me puse a mirar a otra parte...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 872ª noche

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Ella dijo:

... Y con mi gesto más indiferente, de nuevo hice un signo negativo de cabeza. Y me puse a mirar a otra parte.

Entonces la mujer del joyero recogió sus velos como para marcharse, se dirigió a la puerta, hizo ademán de abrirla, y como decidiéndose de pronto, se encaró conmigo y me dijo: "¡La última palabra! ¡Cien dinares de oro! ¡Y eso que no sé si mi marido querrá darme tan formidable suma!"

Y entonces accedí a contestar, y le dijo, no sin un aire de profunda indiferencia: "No es para que te marches disgustada, ¡oh vecina! pero estás muy lejos de ponerte en razón. Porque este huevo de vidrio, por el que me ofreces el precio irrisorio de cien dinares, es una cosa maravillosa, y su historia es tan maravillosa como él mismo. Por eso, y únicamente para darte gusto a ti y a nuestro vecino, y para no hacer que se reconcentre el deseo de una mujer encinta, me limitaré a reclamar, como precio de ese huevo luminoso, la suma de cien mil dinares de oro, ni uno más, ni uno menos. ¡Y si quieres, lo tomas, y si no, lo dejas, pues más me ofrecerán otros joyeros que están más al corriente que tu marido del valor real de las cosas hermosas y únicas! En cuanto a mí, ante Alah el Omnisciente juro que no variaré de tasación ni para aumentarla ni para disminuirla. ¡Uassalam!"

Cuando la mujer del judío hubo oído estas palabras y comprendido su significado, no supo replicar nada, y me dijo, marchándose: "Yo ni vendo ni compro, sino que es mi marido quien manda. Si la cosa le conviene, ya te hablaré de ello. ¡Prométeme, sin embargo, tener paciencia y esperar, antes de entrar en tratos con otros joyeros, a que él vea por sí mismo ese huevo de vidrio!"

Y se lo prometí.

Y se marchó.

Después de aquella discusión, ¡oh Emir de los Creyentes! ya no dudé de que el tal huevo, que yo creía de vidrio, era una gema entre las gemas del mar, desprendida de la corona de algún rey marino. Y por otra parte, yo, como todo el mundo, sabía que en las profundidades yacen tesoros con los que se adornan las hijas del mar y las reinas del mar. Y aquel hallazgo sirvió para confirmarme en mi creencia. Y glorifiqué al Retribuidor, que, por conducto del pez del pescador, había puesto entre mis manos aquella maravillosa muestra de los adornos de las jóvenes marinas. Y determiné no desdecirme de la cifra de cien mil dinares que había dicho a la mujer del judío, pensando que mejor habría hecho en no apresurarme a fijar de aquel modo la tasación, cuando tal vez hubiera podido obtener más del joyero judío. Pero como había fijado esta cifra solemnemente, no quise desdecirme, y me prometí mantenerme en lo que hube de indicar.

Y como había yo previsto, no tardó en presentarse en mi casa el joyero judío en persona. Y tenía un aire de redomado que no me anunciaba nada bueno, sino que me advertía que el hijo de cochinos iba a utilizar toda su astucia para escamotearme la gema como el que no quiere la cosa. Y por mi parte, me puse en guardia, adoptando la actitud más sonriente y más amable, y le rogué que tomara asiento en la estera. Y después de las zalemas y salutaciones de rigor, me dijo él: "¡Espero ¡oh vecino! que no estará el cáñamo demasiado caro en estos tiempos y que los negocios de tu tienda serán benditos!" Y yo contesté en el mismo tono: "La bendición de Alah no falta a Sus creyentes, ¡oh vecino! Y espero que a ti te serán favorables en el zoco de los joyeros". Y me dijo él: "¡Por vida de Ibrahim y de Yacub, ¡oh vecino! créeme que peligran, créeme que peligran! Y apenas si tenemos para comer un pedazo de pan y de queso". Y durante un buen rato continuamos hablando de tal suerte, sin abordar la única cuestión que nos interesaba, hasta que el judío, al ver que nada sacaba de mí por ese medio, acabó por ser el primero en decirme: "La hija de mi tío ¡oh vecino! me ha hablado de cierto huevo de vidrio, sin gran valor por lo demás, que sirve de juguete a tus hijos, y ya sabes que cuando una mujer está encinta, como lo está la mía, tiene antojos extraños y estrambóticos. Pero, desgraciadamente, nos vemos precisados a satisfacer tales antojos, hasta cuando son irrealizables, a trueque de que el objeto deseado llegue a imprimirse en el cuerpo del niño y a deformarle. Y en el caso actual, como el deseo de mi mujer se ha cifrado en ese huevo de vidrio, mucho me temo que, si no lo satisfago, se reproduzca ese huevo en tamaño natural sobre la nariz de nuestro hijo, cuando nazca, o sobre cualquier parte más delicada todavía y que la decencia me impide nombrar. Te ruego, pues, ¡oh vecino! que me enseñes, ante todo, ese huevo de vidrio, y en caso de que viera que me es imposible adquirir uno parecido en el zoco, tengas a bien cedérmelo mediante un precio razonable que tú me indicarás, sin aprovecharte demasiado de mi situación".

Y a estas palabras del judío, contesté: "Escucho y obedezco".

Y me levanté y fui hacia mis hijos, que jugaban en el patio con el huevo consabido y se lo quité de las manos, a pesar de sus gritos y sus protestas. Luego volví a la estancia donde me esperaba el judío sentado en la estera, y cerré la puerta y las ventanas, de modo que fuese completa la oscuridad, disculpándome por obrar así. Y hecho lo cual, me saqué del seno el huevo y lo puse bien a la vista, sobre un taburete, ante el judío.

Y al punto se iluminó la habitación como si ardieran en ella cuarenta antorchas. Y al ver aquello, el judío no pudo menos de exclamar: "¡Es una de las gemas que adornan la corona de Soleimán ben Daud!" Y tras de asombrarse de tal suerte, comprendió que había hablado demasiado, y se rehizo, diciendo: "Pero ya las he tenido semejantes entre mis manos. ¡Y como no eran de fácil venta, me he apresurado a revenderlas con pérdida! ¡Ah! ¿por qué estará encinta ahora la hija del tío para obligarme a adquirir una cosa invendible?"

Luego me dijo: "¿Cuánto pides ¡oh vecino! por este huevo marino?"

Yo contesté: "No está en venta, ¡oh vecino! pero te lo daré para no hacer que se reconcentre el deseo de la hija de tu tío. Y ya he marcado el precio de esta cesión. ¡Alah es testigo de que no me desdeciré!" Y me dijo él: "¡Sé razonable, ¡oh hijo de gentes de bien! y no arruines mi casa! ¡Aunque vendiera mi tienda y mi casa y aunque me vendiera yo mismo en el zoco de los subastadores, con mi mujer y mis hijos, no llegaría a realizar la cifra exorbitante que has señalado, en broma sin duda alguna! ¡Cien mil dinares de oro, ya Alah! ¡cien mil dinares de oro, ¡oh jeique! ni uno más, ni uno menos! ¡Es mi muerte lo que reclamas!"

Y tras de volver a abrir la puerta y las ventanas, contesté tranquilamente: "¡Cien mil dinares de oro, ni uno más, que el aumento sería ilícito! ¡Pero ni uno menos! ¡Lo tomas, si quieres, y si no lo dejas!" Y añadí: "Y cuenta que, si yo hubiera sabido que este huevo maravilloso era una gema entre las gemas marinas de la corona de Soleimán ben Daud (¡con ambos la plegaria y la paz!), no hubiese pedido cien mil dinares, sino diez veces cien mil, y además, algunos collares y joyeles de tu tienda como presente para mi mujer, que ha preparado el negocio difundiendo nuestro descubrimiento. Date, pues, por muy contento con pagar ese precio irrisorio, ¡oh hombre! y ve en busca de tu oro".

Y el joyero judío, con la nariz muy alargada al ver que nada podía hacer, se reconcentró un instante, luego me miró con resolución, y dijo, lanzando un gran suspiro: "¡El oro está a la puerta! ¡Dame la gema!" Y así diciendo, sacó la cabeza por la ventana y gritó a un esclavo negro que permanecía estacionado en la calle y tenía de la brida a un mulo cargado con varios sacos: "¡Hola Mubarak! ¡sube aquí los sacos y la balanza!"

Y el negro subió a mi casa los sacos llenos de dinares, y el judío los abrió uno tras otro y me pesó los cien mil dinares, como yo los había pedido, ni uno más, ni uno menos. Y la hija de mi tío sacó de nuestro cofre grande de madera, único que poseíamos, toda la ropa que contenía, y lo llenamos con el oro del judío. Y sólo entonces me saqué del seno, donde la había guardado para que estuviese segura, la gema salomónica, y se la entregué al judío, diciéndole: "¡Ojalá la revendas diez veces más cara de lo que acabas de comprarla!" Y él se echó a reír con una boca que le llegaba hasta las orejas, diciéndome: "¡Por Alah, ¡oh jeique! que no está de venta! La destino a satisfacer el antojo de mi mujer encinta".

Y se despidió de mí y me hizo ver la anchura de sus hombros.

¡Y esto es lo referente a él!

¡...Pero he aquí ahora lo que atañe a Si Saad, a Si Saadi y al destino que me trajo el pez...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 873ª noche

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Ella dijo:

¡... Pero he aquí ahora lo que atañe a Si Saad, a Si Saadi y al destino que me trajo el pez!

Cuando de la noche a la mañana me vi más rico de lo que nunca había deseado mi alma, y rodeado de oro y opulencia, no me olvidé de que, al fin y al cabo, sólo era un antiguo cordelero pobre, hijo de cordelero, y di gracias al Retribuidor por Sus beneficios y me puse a pensar en el uso que en adelante habría de hacer de mis riquezas. Pero habría querido primeramente besar la tierra entre las manos de Si Saadi, para demostrarle mi gratitud y hacer lo mismo con Si Saad, a quien, en último término, debía el ser quien era, por más que él no viera realizadas, como Si Saadi, sus buenas intenciones para conmigo. Pero me lo impidió la timidez; y además, yo no sabía con exactitud dónde vivían ambos. Por eso preferí esperar a que fuesen ellos por propio impulso a pedir noticias del pobre cordelero Hassán. (¡Alah le tenga en Su compasión al tal antiguo Hassán, que ya ha fallecido y tuvo una juventud tan miserable!)

Y entretanto, decidí hacer el mejor uso posible de la fortuna que me había sido escrita. Y lo primero que hice no fué comprarme ricos trajes ni cosas suntuosas, sino en ir en busca de todos los cordeleros pobres de Bagdad, que vivían en el mismo estado de miseria en que había vivido yo tanto tiempo, y congregándolos les dije: "He aquí que el Retribuidor me ha escrito el bienestar y me ha enviado Sus beneficios, siendo yo el último en merecerlos. Y por eso ¡oh hermanos musulmanes! deseo que los favores del Altísimo no se acumulen sobre la misma cabeza y que os aprovechéis de ellos con arreglo a vuestras necesidades. Así es que desde hoy os tomo a todos a mi servicio, empleándoos en trabajar para mí en la obra de cordelería, en la seguridad de que se os pagará liberalmente, según vuestra habilidad, a fin de la jornada. De esta manera tendréis la certeza de ganar abundantemente el pan de vuestra familia sin tener que preocuparos del día de mañana. Y ya sabéis por qué os he congregado en este local. Y esto es lo que tenía que deciros. ¡Pero Alah es más generoso y más magnánimo!"

Y los cordeleros me dieron gracias y alabaron mis buenas intenciones con respecto a ellos, y aceptaron lo que les propuse. Y desde entonces continúan trabajando por mi cuenta con tranquilidad, contentos de tener asegurada su vida y la de sus hijos. Y yo, merced a esta organización, cada vez aumento más mis rentas y consolido mi situación.

Ya hacía algún tiempo que había abandonado yo mi pobre casa antigua para establecerme en otra que había hecho construir a todo costo entre jardines, cuando Si Saad y Si Saadi pensaron por fin en ir a saber noticias del pobre cordelero Hassán conocido de ellos. Y fué extremado su asombro cuando nuestros antiguos vecinos, a quienes preguntaron al ver mi tienda cerrada como si me hubiese muerto, les aseguraron que no solamente estaba vivo todavía, sino que era uno de los mercaderes más ricos de Bagdad, que habitaba un maravilloso palacio rodeado de jardines y que ya no me llamaba Hassán el cordelero, sino Si Hassán el Magnífico. Entonces, tras de hacer que les dieran señas más precisas acerca del lugar en que se hallaba mi palacio, se dirigieron a él y no tardaron en llegar ante la puerta principal que daba acceso a los jardines. Y el portero les hizo atravesar un bosque de naranjos y de limoneros cargados de frutos y cuyas raíces se refrescaban en el agua que perpetuamente corría por una reguera que partía del río. Y cuando llegaron a la sala de recepción, estaban ya encantados de la frescura, del sombrajo, del murmullo del agua y del canto de los pájaros.

Y no bien me anunció su llegada uno de mis esclavos, les salí al encuentro apresuradamente y quise cogerles la orla del traje para besársela. Pero me lo impidieron y me abrazaron como si fuese su hermano, y les invité a entrar en el kiosco que había en el jardín, rogándoles que se sentaran en el sitio de honor que les correspondía. Y me senté un poco más lejos, como era debido.

Y después de hacer que les sirvieran sorbetes y refrescos, les conté cuanto me había sucedido punto por punto, sin olvidar el menor detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo. Y Si Saadi, en el límite de la satisfacción, se encaró con su amigo y le dijo: "Ya lo ves, ¡oh Si Saad!" Y no le dijo nada más.

Y aún no habían vuelto del asombro en que hubo de sumirlos mi historia, cuando dos de mis hijos, que se divertían en el jardín, entraron de improviso, llevando en sus manos un gran nido de ave que acababa de coger para ellos en la copa de una palmera el esclavo que vigilaba sus juegos. Y nos asombramos mucho al ver que aquel nido, que tenía pollos de gavilán, estaba hecho en un turbante. Y al examinar más de cerca aquel turbante, observé, sin que me cupiese duda alguna, que era el mismo que en otro tiempo me había llevado el gavilán ladrón. Y me encaré con mis huéspedes, y les dije: "¡Oh mis señores! ¿os acordáis todavía del turbante que llevaba yo el día en que Si Saad me hizo don de los primeros doscientos dinares?" Y contestaron: "No, por Alah, no nos acordamos con exactitud". Y Si Saad añadió: "¡Pero lo reconoceré, indudablemente, si están en él los ciento noventa dinares!" Y contesté: "¡Oh mis señores, no lo dudéis!" Y saqué los pajarillos, dándoselos a los niños, y desbaraté el nido, y desenrollé el turbante en toda su longitud. Y de la punta colgaba intacta, y atada como yo la había atado, la bolsa de Si Saad con los dinares que contenía.

Y aún no habían vuelto de su asombro mis dos huéspedes, cuando entró uno de los palafreneros llevando en las manos una cuba de salvado que al punto reconocí como la que mi mujer hacía cedido en otro tiempo al mercader de tierra para limpiar el cabello. Y me dijo: "¡Oh mi señor! esta cuba, que he comprado hoy en el zoco, porque se me había olvidado coger pienso para el caballo que montaba, contiene un saco atado que traigo entre tus manos". Y reconocimos la segunda bolsa de Si Saad.

Y desde entonces ¡oh Emir de los Creyentes! los tres vivimos como amigos, convencidos para siempre del poder del Destino, y maravillados de las vías que utiliza para llevar a cabo sus decretos.

Y como los bienes de Alah deben volver a sus pobres, no dejé de invertirlos en hacer las dádivas y limosnas prescritas. Y por eso me has visto dar esa limosna al mendigo del puente de Bagdad.

¡Y tal es mi historia!"


Cuando el califa hubo oído este relato del jeique generoso, le dijo: "¡Ciertamente, ¡oh jeique Hassán! las vías del Destino son maravillosas, y como prueba en apoyo de lo que me has contado, voy a enseñarte algo!"

Y se encaró con el visir del Tesoro y le dijo unas palabras al oído. Y el visir salió para volver al cabo de algunos instantes con un estuche en la mano. Y el califa lo cogió, lo abrió, y enseñó el contenido al jeique, quien al punto reconoció la gema salomónica cedida al joyero judío. Y Al-Raschid le dijo: "Esta gema entró en mi tesoro el mismo día que se la vendiste al judío".


Luego se encaró con el cuarto personaje, que era el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida, y le dijo: "Cuenta lo que tengas que contarnos".


Y tras de besar la tierra entre las manos del califa, el hombre dijo



Historia del maestro de escuela lisiado y con la boca hendida

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"Sabe ¡oh Emir de los Creyentes! que, por mi parte, empecé a ganarme la vida como maestro de escuela, y tenía bajo mi mano unos ochenta muchachos. Y la historia de lo que me sucedió con estos muchachos es prodigiosa.

Debo empezar por decirte ¡oh mi señor! que yo era para ellos severo hasta el límite de la severidad, e inflexible y riguroso, hasta el punto de exigir que, incluso en las horas de recreo, continuasen trabajando, y no los enviaba a sus casas hasta una hora después de ponerse el sol. Y aun entonces no dejaba de vigilarlos, siguiéndolos por zocos y barrios, para impedirles que jugaran con granujillas que los pervirtieran.

Y he aquí que fué precisamente mi rigor el que atrajo sobre mi cabeza las calamidades, como vas a ver ¡oh Emir de los Creyentes! En efecto, al entrar un día entre los días en la sala de lectura en el momento en que todos mis alumnos estaban reunidos, los vi de pronto erguirse sobre sus piernas a todos y exclamar con una sola voz "¡Oh maestro, que amarillo tienes hoy el rostro!" Y me sorprendió mucho aquello; pero como no sentía ningún dolor interno que pudiese amarillearme de tal suerte el rostro, no me preocupé excesivamente de aquella noticia, y abrí la clase como de costumbre, gritándoles: "Empezad, ¡oh granujas! que ha llegado la hora de trabajar". Pero he aquí que el alumno monitor avanzó hacia mí con un aire preocupado, y me dijo: "¡Por Alah, ¡oh maestro! tienes muy amarillo el rostro hoy, y Alah aleje tu mal! Si estás muy enfermo, yo daré la clase en lugar tuyo". Y al mismo tiempo, todos los alumnos, demostrando gran inquietud, me miraban llenos de conmiseración, como si ya estuviese yo a punto de rendir el alma. Y acabé por impresionarme mucho, y me dije a mí mismo: "¡Oh! por lo visto debes estar muy mal sin darte cuenta de ello. Y las peores enfermedades son las que entran en el cuerpo subrepticiamente, sin que su presencia se revele por molestias muy marcadas". Y me levanté en aquella hora y en aquel instante, confié la dirección de la clase al alumno monitor, y entré en mi harén, donde me acosté cuan largo era, diciendo a mi esposa: "¡Prepárame contra la ictericia!" Y lo dije lanzando muchos suspiros y quejándome, como si ya estuviese bajo la acción de todas las pestes y enfermedades rojas.

A la sazón, el alumno monitor llamó a la puerta y pidió permiso para entrar. Y me entregó la suma de ochenta dracmas, diciéndome: "¡Oh maestro! los buenos de tus alumnos acaban de verificar una colecta entre ellos para hacerte este presente, a fin de que nuestra maestra pueda cuidarte bien sin reparar en gastos".

Y me conmoví mucho con aquel rasgo de mis alumnos, y para demostrarles mi satisfacción, les di un día de asueto, sin sospechar que se había fraguado todo con este único fin. ¿Pero quién puede adivinar toda la malicia que se oculta en el pecho de los niños?

En cuanto a mí, pasé todo aquel día muy apurado, aunque la vista del dinero que habíame venido de manera tan inesperada me daba cierto gusto. Y al día siguiente volvió a verme el alumno monitor, y al encontrarse conmigo exclamó: "Alah aleje de ti todo mal, ¡oh maestro! ¡Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer! ¡Descansa! ¡descansa! ¡Y no te preocupes de los demás...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 874ª noche

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Ella dijo:

"... Alah aleje de ti todo mal, ¡oh maestro! Pero aún tienes la tez más amarilla que ayer! ¡Descansa! ¡Y no te preocupes de los demás!" Y muy impresionado con las palabras del maligno muchacho, me dije a mí mismo: "Cuídate bien, ¡oh maestro! cuídate bien a costa de tus alumnos". Y así pensando, dije al monitor: "¡Da tú la clase como si yo estuviera allí!" Y empecé a gemir y a lamentarme de mí mismo. Y dejándome en aquel estado, el muchacho se apresuró a reunirse con los demás alumnos para ponerlos al corriente de la situación.

Y aquel estado de cosas duró una semana entera, al cabo de la cual el alumno monitor me llevó otra suma de ochenta dracmas, diciéndome: "Es la colecta que han hecho los buenos de tus alumnos, a fin de que nuestra maestra te pueda cuidar bien". Y aún me conmoví mucho más que la vez primera, y me dije: "¡Oh! en verdad que tu enfermedad es una enfermedad bendita que te proporciona dinero sin trabajos ni esfuerzos, y que, al fin y al cabo, no te hace sufrir. ¡Ojalá dure mucho tiempo todavía, para mayor bien tuyo!"

Y desde aquel momento decidí fingir que seguía enfermo, persuadido a la larga de que mi organismo no estaba realmente atacado, y diciéndome: "Jamás tus lecciones te producirán tanto como tu enfermedad".

Y a partir de aquel momento, me tocó a mí hacer creer en lo que no existía. Y cada vez que el alumno monitor volvía a verme le decía yo: "¡Voy a morir de inanición, porque mi estómago rehúsa los alimentos!" Pero no era verdad, pues nunca había comido yo con tanto apetito ni me había encontrado mejor.

Y continué viviendo de tal suerte durante algún tiempo, cuando he aquí que un día entró el alumno en el preciso momento en que me disponía a comer un huevo. Y al verle, mi primer impulso fué el de ocultar el huevo en mi boca, por temor de que, al encontrarme comiendo, sospechara la verdad y advirtiese mi falsía. Y como el huevo quemaba, me producía dolores intolerables. Y el empecatado chiquillo, que sin duda alguna debía saber a qué atenerse acerca de la situación, en vez de marcharse persistió en mirarme con aire compasivo y diciéndome: "¡Oh maestro, qué inflamadas tienes las mejillas y cuánto debes sufrir! Eso seguramente debe ser un absceso maligno". Luego, como en mi tortura se me salían los ojos de la cabeza y no le contestaba, me dijo: "¡Hay que abrirlo! ¡hay que abrirlo!"

Y avanzó hacia mí con presteza, y quiso clavarme en la mejilla una aguja gorda. Pero entonces salté sobre ambos pies vivamente, y corrí a la cocina, donde escupí el huevo, que ya me había quemado gravemente las mejillas. Y a consecuencia de aquella quemadura, ¡oh Emir de los Creyentes! se me declaró en la mejilla un verdadero absceso y me hizo ver la muerte roja. Y me hizo ir al barbero, que me sacó la mejilla para vaciarme el absceso. Y a consecuencia de aquella operación se me quedó la boca hendida y deformada.

Y he aquí el por qué de la rasgadura y de la deformación de mi boca. En cuanto al por qué de mi lisiadura, ¡helo aquí!

Cuando, al cabo de algún tiempo, me repuse de las consecuencias de la herida, volví a la escuela, donde fui más riguroso y severo que nunca para con mis alumnos, cuya turbulencia había que reprimir. Y cuando la conducta de uno de ellos dejaba algo que desear, le corregía a estacazos. Así acabé por enseñarles a respetarme de tal modo, que, cuando me ocurría estornudar, abandonaban al instante sus libros y cuadernos, se erguían sobre sus pies con los brazos cruzados y se inclinaban ante mí hasta tierra, exclamando de común acuerdo: "¡Bendición! ¡bendición!" Y yo contestaba, como era razón: "¡Y con vosotros el perdón! ¡y con vosotros el perdón!" Y también les enseñaba otras mil cosas, a cual más provechosa e instructiva. Porque no quería que sus padres gastasen en vano el dinero que me daban por su educación. Y de tal suerte esperaba hacer de los chicos excelentes sujetos y comerciantes respetables.

Un día, que era día de salida, los llevé de paseo un poco más lejos que de costumbre. Y de haber andado mucho, teníamos mucha sed. Y como precisamente habíamos llegado junto a un pozo, decidí bajar a él para aplacar mi sed con el agua fresca que contenía y coger un cubo de ella, si podía, para los chicos.

Y al ver que no había cuerda, cogí todos los turbantes de los alumnos, y haciendo con los mismos una cuerda bastante larga, me la até a la cintura y ordené a mis alumnos que me bajaran al pozo. Y al punto me obedecieron. Y me vi colgado del orificio del pozo. Y me bajaron con precaución para que no diese con la cabeza en la piedra. Y he aquí que el tránsito del calor al fresco y de la luz a la oscuridad me hizo estornudar. Y no pude reprimir un estornudo. Y sea involuntariamente, sea por costumbre, sea por malicia, mis escolares soltaron la cuerda con un ademán unánime, se cruzaron de brazos y exclamaron todos a la vez, como lo hacían en la escuela: "¡Bendición! ¡bendición!" Pero no pude contestarles en aquella circunstancia, porque caí pesadamente al fondo del pozo. Y como el agua no tenía mucha profundidad, no me ahogué; pero me rompí ambas piernas y la clavícula, en tanto que los chicos, espantados no sé si de su hazaña o de su atolondramiento, huyeron a todo correr.

Y yo lanzaba tales gritos de dolor, que unos transeúntes, de quienes llamé la atención, me sacaron del pozo. Y como me hallaba en un estado lamentable, me colocaron en un asno y me llevaron a casa, donde estuve postrado durante un tiempo considerable. Pero jamás me curé de mi accidente. Y no pude volver a ejercer mi profesión de maestro de escuela.

Y por eso ¡oh Emir de los Creyentes! me vi obligado a mendigar para dar de comer a mi mujer y a mis hijos. Y así es como me has visto y socorrido generosamente en el puente de Bagdad.

¡Y tal es mi historia!"


Y cuando el maestro de escuela lisiado y con la boca hendida acabó de contar de tal suerte la causa de su lisiadura y de su deformidad, Massrur, el portaalfanje, le hizo volver a la fila. Y el ciego que se hacía abofetear en el puente avanzó a tientas entre las manos del califa, y obedeciendo a la orden que le habían dado, contó así lo que tenía que contar. Dijo:

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