Pero cuando llegó la 834ª noche

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Ella dijo:

... Y en cuanto estuvo entre mis dedos aquel brazalete, ¡oh hermano mío! el rey y todo su séquito de manos desaparecieron, y me encontré vestido con mis ricos trajes en medio de mi palacio, en el propio aposento de mi esposa. Y la hallé sumida en un sueño profundo. Pero en cuanto le puse el brazalete en el brazo se despertó y lanzó un grito de alegría al verme. Y como si nada hubiese pasado, me tendí junto a ella. Y lo demás es misterio de la fe musulmana, ¡oh hermano mío!

Y al día siguiente su padre y su madre llegaron al límite de la alegría al saber que yo había vuelto de mi ausencia, y se olvidaron de interrogarme sobre el particular, de tanto júbilo como les producía el saber que había quitado a su hija la virginidad. Y desde entonces vivimos todos en paz, concordia y armonía.

Y algún tiempo después de mi matrimonio, mi tío el sultán, padre de mi esposa, murió sin dejar hijo varón, y como yo estaba casado con su hija mayor, me legó su trono. Y llegué a ser lo que soy, ¡oh hermano mío! Y Alah es el más grande. ¡Y de El procedemos y a El volveremos!"

Y el sultán Mahmud, cuando hubo contado así su historia a su nuevo amigo el sultán-derviche, le vió extremadamente asombrado de una aventura tan singular, y le dijo: "No te asombres, ¡oh hermano mío! porque todo lo que está escrito ha de ocurrir, y nada es imposible para la voluntad de Quien lo ha creado todo. Y ahora que me he mostrado a ti con toda verdad, sin temor a desmerecer ante tus ojos al revelarte mi humilde origen, y precisamente para que mi ejemplo te sirva de consuelo y para que no te creas inferior a mí en rango y en valor individual, puedes ser amigo mío con toda tranquilidad; porque, después de lo que te he contado, nunca me creeré con derecho a enorgullecerme de mi posición ante ti, ¡oh hermano mío!" Luego añadió: "Y para que tu situación sea más regular, ¡oh hermano mío de origen y de rango! te nombro mi gran visir. ¡Y así serás mi brazo derecho y el consejero de mis actos; y no se hará nada en el reino sin intervención tuya y sin que tu experiencia lo haya aprobado de antemano!"

Y sin más tardanza, el sultán Mahmud convocó a los emires y a los grandes de su reino, e hizo reconocer al sultán-derviche como gran visir, y le puso por sí mismo un magnífico ropón de honor, y le confió el sello del reino.

Y el nuevo gran visir celebró diwán aquel día mismo, y así continuó en los días sucesivos, cumpliendo los deberes de su cargo con tal espíritu de justicia y de imparcialidad, que las gentes, advertidas de aquel nuevo estado de cosas, venían desde el fondo del país para reclamar sus decretos y entregarse a sus decisiones, tomándole por juez supremo en sus diferencias. Y ponía él tanta prudencia y moderación en sus juicios, que obtenía la gratitud y la aprobación de los mismos contra quienes pronunciaba sus sentencias. En cuanto a sus ratos de ocio, los pasaba en la intimidad del sultán, de quien se había convertido en compañero inseparable y amigo a toda prueba.

Un día, sintiéndose el sultán Mahmud con el espíritu deprimido, se apresuró a ir en busca de su amigo, y le dijo: "¡Oh hermano y visir mío! Hoy me pesa el corazón, y tengo deprimido el espíritu". Y el visir, que era el antiguo sultán de Arabia, contestó: "¡Oh rey del tiempo! En nosotros están alegrías y penas, y nuestro propio corazón es quien las segrega. Pero a menudo la contemplación de las cosas externas puede influir en nuestro humor. ¿Has ensayado hoy con tus ojos la contemplación de las cosas externas?" Y contestó el sultán: "¡Oh visir mío! He ensayado hoy con mis ojos la contemplación de las pedrerías de mi tesoro, y he tomado unos tras otros entre mis dedos los rubíes, las esmeraldas, los zafiros y las gemas de todas las series de colores, pero no me han incitado al placer, y mi alma ha seguido melancólica y encogido mi corazón. Y he entrado en mi harén luego, y he pasado revista a todas mis mujeres, las blancas, las morenas, las rubias, las cobrizas, las negras, las gordas y las finas; pero ninguna de ellas ha conseguido disipar mi tristeza. Y luego he visitado mis caballerizas, y he mirado mis caballos y mis yeguas y mis potros; pero con toda su hermosura no han podido alzar el velo que ennegrece el mundo ante mi vista. Y ahora, ¡oh visir mío lleno de sabiduría! vengo en busca tuya para que descubras un remedio a mi estado o me digas las palabras que curan".

Y contestó el visir: "¡Oh mi señor! ¿qué te parecería una visita al asilo de los locos, al maristán, que tantas veces quisimos ver juntos, sin haber ido todavía? Porque opino que los locos son personas dotadas de un entendimiento diferente al nuestro, y que hallan entre las cosas relaciones que los que no están locos no distinguen nunca, y que son visitados por el espíritu. ¡Y acaso esa visita levante la tristeza que pesa sobre tu alma y dilate tu pecho!" Y contestó el sultán: "¡Por Alah, ¡oh visir mío! vamos a visitar a los locos del maristán!"

Entonces el sultán y su visir, el antiguo sultán-derviche, salieron de palacio, sin llevar consigo ningún séquito, y anduvieron sin detenerse hasta el maristán, que era la casa de locos. Y entraron y la visitaron por entero; pero, con extremado asombro suyo, no encontraron allí más habitantes que el llavero mayor y los celadores; en cuanto a los locos, ni sombra ni olor de ellos había. Y el sultán preguntó al llavero mayor: "¿Dónde están los locos?" Y el interpelado contestó: "¡Por Alah, ¡oh mi señor! que desde hace un largo transcurso de tiempo no los tenemos ya, y el motivo de esta penuria reside sin duda en que se debilita la inteligencia en las criaturas de Alah!" Luego añadió: "A pesar de todo, ¡oh rey del tiempo! podemos enseñarte tres locos que están aquí desde hace cierto tiempo, y que nos fueron traídos, uno tras otro, por personas de alto rango, con prohibición de enseñárselos a quienquiera que fuese, pequeño o grande. ¡Pero para nuestro amo el sultán nada está oculto!" Y añadió: "Sin duda alguna son grandes sabios, porque se pasan el tiempo leyendo en los libros". Y llevó al sultán y al visir a un pabellón reservado, donde les introdujo para alejarse luego respetuosamente.

Y el sultán Mahmud y su visir vieron encadenados al muro tres jóvenes, uno de los cuales leía mientras los otros dos escuchaban atentamente. Y los tres eran hermosos, bien formados, y no ofrecían ningún aspecto de demencia o de locura. Y el sultán se encaró con su acompañante, y le dijo: "¡Por Alah, oh visir mío! que el caso de estos tres jóvenes debe ser un caso muy asombroso, y su historia una historia sorprendente!" Y se volvió hacia ellos, y les dijo: "¿Es realmente por causa de locura por lo que habéis sido encerrados en este maristán?"

Y contestaron: "No, por Alah; no somos ni locos ni dementes, ¡oh rey del tiempo! y ni siquiera somos idiotas o estúpidos. ¡Pero tan singulares son nuestras aventuras y tan extraordinarias nuestras historias, que si se grabaran con agujas en el ángulo de nuestros ojos serían una lección saludable para quienes se sintieran capaces de descifrarlas!" Y a estas palabras, el sultán y el visir se sentaron en tierra frente a los tres jóvenes encadenados, diciendo: "¡Nuestro oído está abierto, y pronto nuestro entendimiento!"


Entonces el primero, el que leía en el libro, dijo:



Historia del primer loco

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"Mi oficio ¡oh señores míos y corona de mi cabeza! era el de mercader en el zoco de sederías, como lo fueron antes que yo mi padre y mi abuelo. Y no vendía más mercancías que artículos indios de todas las especies y de todos los colores, pero siempre de precios muy elevados. Y vendía y compraba con mucho provecho y beneficio, según costumbre de los grandes mercaderes.

Un día estaba yo sentado en mi tienda, como era usual en mí, cuando acertó a pasar una dama vieja que me dió los buenos días y me gratificó con la zalema. Y al devolverle yo sus salutaciones y cumplimientos, se sentó ella en el borde de mi escaparate, y me interrogó, diciendo: "¡Oh mi señor! ¿tienes telas selectas originarias de la India?" Yo contesté: "¡Oh mi señora! en mi tienda tengo con qué satisfacerte". Y dijo ella: "¡Haz que me saquen una de esas telas para que la vea!" Y me levanté y saqué para ella del armario de reservas una pieza de tela india del mayor precio, y se la puse entre las manos. Y la cogió, y después de examinarla quedó muy satisfecha de su hermosura, y me dijo: "¡Oh mi señor! ¿cuánto vale esta tela?" Yo contesté: "Quinientos dinares". Y al punto sacó ella su bolsa y me contó los quinientos dinares de oro; luego cogió la pieza de tela y se marchó por su camino. Y de tal suerte ¡oh nuestro señor sultán! le vendí por aquella suma una mercancía que no me había costado más que ciento cincuenta dinares. Y di gracias al Retribuidor por Sus beneficios.

Al siguiente día volvió a buscarme la vieja dama, y me pidió otra pieza, y me la pagó también a quinientos dinares, y se marchó a buen paso con su compra. Y de nuevo volvió al siguiente día para comprarme otra pieza de tela india, que pagó al contado; y durante quince días sucesivos ¡oh mi señor sultán! obró de tal suerte, compró y pagó con la misma regularidad. Y al décimosexto día la vi llegar como de ordinario y escoger una nueva pieza. Y se disponía a pagarme, cuando advirtió que había olvidado su bolsa, y me dijo: "¡Ya Khawaga! he debido olvidar mi bolsa en casa". Y contesté: "¡Ya setti! no corre prisa. ¡Si quieres traerme el dinero mañana, bienvenida seas; si no, bienvenida seas también!" Pero ella protestó, diciendo que nunca consentiría en tomar una mercancía que no había pagado, y yo, por mi parte, insistí varias veces: "¡Puedes llevártela por amistad y simpatía para tu cabeza!" Y entre nosotros tuvo lugar un torneo de mutua generosidad, ella rehusando y yo ofreciendo. Porque ¡oh mi señor! convenía que, después de beneficiarme tanto con ella, obrase yo tan cortésmente, y hasta estuviese dispuesto, en caso necesario, a darle de balde una o dos piezas de tela. Pero al fin dijo ella: "¡Ya Khawaga! veo que no vamos a entendernos nunca si continuamos de este modo. Así es que lo más sencillo sería que me hicieras el favor de acompañarme a casa para pagarte allí el importe de tu mercancía". Entonces, sin querer contrariarla, me levanté, cerré mi tienda y la seguí.

Y anduvimos, ella delante y yo diez pasos detrás de ella, hasta que llegamos a la entrada de la calle en que se hallaba su casa. Entonces se detuvo, y sacándose del seno un pañuelo, me dijo: "Es preciso que consientas en dejarte vendar los ojos con este pañuelo". Y yo, muy asombrado de aquella singularidad, le rogué cortésmente que me diera la razón de ello, Y me dijo: "Es porque en esta calle por donde vamos a pasar hay casas con las puertas abiertas y en cuyos vestíbulos están sentadas mujeres que tienen la cara descubierta; de suerte que tal vez se posara tu mirada en alguna de ellas, casada o doncella, y entonces podrías comprometer el corazón en un asunto de amor, y estarías atormentado toda tu vida; porque en este barrio de la ciudad hay más de un rostro de mujer casada o de virgen tan bello, que seduciría al asceta más religioso. Y temo mucho por la paz de tu corazón...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 835ª noche

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Ella dijo:

"... porque en este barrio de la ciudad hay más de un rostro de mujer casada o de virgen tan bello que seduciría al asceta más religioso. Y temo por la paz de tu corazón".

Y al escucharla pensé: "Por Alah, que es de buen consejo esta vieja". Y consentí en lo que me pedía. Entonces ella me vendó los ojos con el pañuelo, y me impidió así ver. Luego me cogió de la mano, y caminó conmigo hasta que llegamos ante una casa cuya puerta golpeó con la aldaba de hierro. Y nos abrieron desde dentro al instante. Y en cuanto entramos mi vieja conductora me quitó la venda, y advertí con sorpresa que me encontraba en una morada decorada y amueblada con todo el lujo de los palacios de los reyes, y ¡por Alah! , oh nuestro señor sultán, que en mi vida había visto yo nada parecido ni soñado cosa tan maravillosa.

En cuanto a la vieja, me rogó que la esperara en la habitación en que me hallaba, y que daba a una sala más hermosa aún y con galería. Y dejándome solo en aquella habitación, desde la cual podía yo ver cuanto pasaba en la otra, se marchó.

Y he aquí que, desde la puerta de la segunda sala, vi amontonadas negligentemente en un rincón todas las preciosas telas que había vendido yo a la vieja. Y al punto entraron dos jóvenes como dos lunas, cada una de las cuales llevaba un cubo lleno de agua de rosas. Y dejaron sus cubos en las baldosas de mármol blanco, y acercándose al montón de telas preciosas cogieron una al azar y la cortaron en dos pedazos, como hubiesen hecho con una rodilla de cocina. Cada una se dirigió luego hacia donde estaba su cubo, y remangándose hasta los sobacos metió el trozo de tela preciosa en el agua de rosas, y se puso a humedecer y a lavar las baldosas y a secarlas después con otros retales de mis telas preciosas para frotarlas y sacarles brillo por último con lo que quedaba de las piezas que habían costado quinientos dinares cada una. Y cuando aquellas jóvenes hubieron acabado el tal trabajo y el mármol quedó como la plata, cubrieron el suelo con tejidos tan hermosos que el producto de la venta de mi tienda entera no daría la suma necesaria para la adquisición del menos rico de ellos. Y sobre estos tejidos extendieron una alfombra de pelo de cabra almizclada y cojines rellenos de plumas de avestruz. Tras de lo cual llevaron cincuenta alfombrines de brocato de oro, y los colocaron ordenadamente alrededor de la alfombra central; después se retiraron.

Y he aquí que entraron, de dos en dos y cogidas de las manos, unas jóvenes, que fueron a situarse cada una ante uno de los alfombrines de brocato; y como eran cincuenta, se colocaron por orden ante sus alfombrines respectivos.

Y he aquí que, bajo un palio llevado por diez lunas de belleza, apareció a la puerta de la sala una joven tan deslumbradora en su blancura y con tanto brillo en sus ojos negros, que mis ojos se cerraron por sí mismos. Y cuando los abrí vi junto a mí a mi conductora, la vieja dama, que me invitaba a acompañarla para presentarme a la joven, que ya estaba perezosamente acostada en la alfombra central, en medio de las cincuenta jóvenes erguidas sobre los alfombrines de brocato. Pero me alarmé mucho al verme convertido en blanco de las miradas de aquellos cincuenta y un pares de ojos negros, y me dije: "¡No hay poder ni recurso más que en Alah el Glorioso, el Altísimo! ¡Es evidente que desean mi muerte!"

Cuando estuve entre sus manos, la real joven me sonrió, me deseó la bienvenida y me invitó a sentarme junto a ella en la alfombra. Y muy confuso y azorado, me senté para obedecerla, y me dijo ella: "¡Oh joven! ¿qué opinas de mí y de mi belleza? ¿Crees que reúno condiciones para ser tu esposa?"

Al oír estas palabras contesté asombrado hasta el límite extremo del asombro: "¡Oh mi señora! ¿cómo me atrevería a creerme digno de tal favor? ¡En verdad que no estimo mi valer en tanto como para llegar a ser un esclavo, o menos todavía, entre tus manos!" Pero ella repuso: "No, por Alah, ¡oh joven! mis palabras no contienen ningún engaño, y nada de evasivo hay en mi lenguaje, que es sincero. ¡Respóndeme, pues, con toda sinceridad y ahuyenta todo temor de tu espíritu, porque mi corazón se desborda de amor por ti!"

Al oír estas palabras, ¡oh nuestro señor sultán! comprendí, a no dudar, que la joven tenía realmente intención de casarse conmigo, pero sin que me fuese posible adivinar por qué razón me había escogido entre millares de jóvenes y cómo me conocía. Y acabé por decirme: "¡Oh! lo inconcebible tiene la ventaja de no ocasionar pensamientos torturadores. No trates, pues, de comprenderlo y deja que las cosas sigan su curso". Y contesté: "¡Oh mi señora! si en realidad no hablas para que se rían de mí estas honorables jóvenes, acuérdate del proverbio que dice:

"¡Cuando la chapa está al rojo, está a punto para el martillo!"

Por otra parte, me parece que mi corazón está tan inflamado de deseo, que ya es hora de realizar nuestra unión. ¡Dime, pues, por tu vida, qué debo traerte como dote y la viudedad que debo señalarte!" Y contestó ella sonriendo: "Dote y viudedad están pagadas y no tienes que ocuparte de ello". Y añadió: "Puesto que ése es también tu deseo, voy al instante a enviar a buscar al kadí y a los testigos, a fin de que podamos unirnos sin dilación".

Y, efectivamente, ¡oh mi señor! no tardaron en llegar el kadí y los testigos. Y anudaron el nudo por la vía lícita. Y quedamos casados sin dilación. Y después de la ceremonia se marchó todo el mundo. Y me pregunté: "¡Oh! ¿estoy despierto o soñando?" Y aún me asombré más cuando ella mandó a sus hermosas esclavas que prepararan el hammam para mí y me condujeran allá. Y las jóvenes me hicieron entrar en una sala de baño perfumada con áloe de Comorín, y me confiaron a las bañeras, que me desnudaron, y me friccionaron y me dieron un baño que me dejó más ligero que los pájaros. Después vertieron encima de mi los perfumes más exquisitos, me cubrieron con un rico atavío y me presentaron refrescos y sorbetes de toda especie. Tras de lo cual me hicieron dejar el hammam y me condujeron al aposento íntimo de mi reciente esposa, que me esperaba ataviada sólo con su belleza.

Y al punto vino ella a mí, y se echó sobre mí, y se restregó conmigo con un ardor asombroso. Y yo ¡oh mi señor! sentí que mi alma se albergaba por entero donde tú sabes, y di cima a la obra para la que había sido requerido y a la tarea que se me pedía, y vencí lo que hasta entonces pertenecía al dominio de lo invencible, y abatí lo que estaba por abatir, y arrebaté lo que estaba por arrebatar, y tomé lo que pude y di lo que era necesario, y me levanté, y me eché, y cargué, y descargué, y clavé, y forcé, y llené, y barrené, y reforcé, y excité, y apreté, y derribé, y avancé, y recomencé, y de tal manera, ¡oh mi señor sultán! que aquella noche Quien tú sabes fué realmente el valiente a quien llaman el cordero, el herrero, el aplastante, el calamitoso, el largo, el férreo, el llorón, el abridor, el agujereador, el frotador, el irresistible, el báculo del derviche, la herramienta prodigiosa, el explorador, el tuerto acometedor, el alfanje del guerrero, el nadador infatigable, el ruiseñor canoro, el padre de cuello gordo, el padre del turbante, el padre de cabeza calva, el padre de los estremecimientos, el padre de las delicias, el padre de los terrores, el gallo sin cresta ni voz, el hijo de su padre, la herencia del pobre, el músculo caprichoso y el grueso nervio dulce. Y creo ¡oh mi señor sultán! que aquella noche cada remoquete fué acompañado de su explicación, cada cualidad de su prueba y cada atributo de su demostración. Y nos interrumpimos en nuestros trabajos sólo porque ya había transcurrido la noche y teníamos que levantarnos para la plegaria de la mañana.

Y continuamos viviendo juntos de tal suerte ¡oh rey del tiempo! durante veinte noches consecutivas, en el límite de la embriaguez y de la felicidad. Y al cabo de este tiempo vino a ofrecerse a mi memoria el recuerdo de mi madre, y dije a mi esposa la joven: "¡Ya setti! hace mucho tiempo que estoy ausente de casa, y mi madre, que no tiene noticias mías, debe sentir gran inquietud por mí. Además, los negocios de mi comercio han debido sufrir quebranto con haber estado cerrada mi tienda todos estos días pasados".

Y me contestó ella: "¡No te apures por eso! De buena gana consiento en que vayas a ver a tu madre y a tranquilizarla. Y hasta puedes ir allá a diario y ocuparte de tus negocios, si eso te gusta; pero exijo que te conduzca y te traiga aquí siempre la vieja dama". Y contesté: "¡No hay inconveniente!"

En vista de lo cual, fué la vieja, me puso un pañuelo a los ojos, me condujo al sitio donde me había vendado los ojos la vez primera, y me dijo: "Vuelve aquí esta noche a la hora de la plegaria y me hallarás en este mismo sitio para conducirte a casa de tu esposa". Y dichas estas palabras me quitó la venda y me dejó.

Y me apresuré a correr a mi casa, en donde encontré a mi madre sumida en la desolación y bañada en lágrimas de desesperación, dedicándose a coser ropas de luto. Y en cuanto me vió se abalanzó a mí y me estrechó en sus brazos, llorando de alegría; y le dije: "No llores, ¡oh madre mía! y refresca tus ojos, porque esta ausencia me ha llevado a disfrutar una felicidad a que nunca me hubiera atrevido a aspirar". Y la enteré de mi dichosa aventura, y exclamó ella en un transporte: "Pluguiera a Alah protegerte y resguardarte, ¡oh hijo mío! Pero prométeme que vendrás a visitarme a diario, pues mi ternura necesita ser pagada con tu afecto". Y no me negué a prometérselo, ya que mi esposa me había dejado en libertad de salir. Tras de lo cual invertí el resto de la jornada en mis negocios de venta y compra en la tienda del zoco, y cuando llegó la hora, regresé al lugar indicado, donde encontré a la vieja, que me vendó los ojos como de ordinario, y me condujo al palacio de mi esposa, diciéndome: "¡Más te vale esto; pues, como te he dicho ya, hijo mío, en esta calle hay una porción de mujeres, casadas y doncellas, que están sentadas en el portal de su casa y que no tienen más que un deseo todas y es aspirar el amor que pasa como se absorbe el aire y como se bebe el agua corriente! ¿Y qué sería de tu corazón si cayeras en sus redes?"

Al llegar al palacio en que yo habitaba a la sazón, mi esposa me recibió con transportes indecibles, y yo respondí como el yunque responde al martillo. Y mi gallo sin cresta ni voz no le anduvo a la zaga a aquella gallina apetitosa y no amenguó su reputación de valiente agujereador, pues, por Alah, ¡oh mi señor! el cordero no dió aquella noche menos de treinta topetazos a aquella oveja batalladora, y no cesó la lucha hasta que su contrincante hubo pedido gracia, dándose por vencida.

Y durante tres meses continué viviendo aquella vida tan activa, llena de combates nocturnos, de batallas matinales y de asaltos diurnos. Y en mi interior me maravillaba todos los días de mi suerte, diciéndome: "¡Qué suerte la mía que me ha hecho entablar conocimiento con esta ardiente jovenzuela y me la ha dado por esposa! ¡Y qué destino tan asombroso el que, al mismo tiempo que este rollo de manteca fresca, me ha deparado un palacio y riquezas como no las poseen los reyes!"

Y no se pasaba día sin que me sintiese tentado de informarme, por las esclavas, del nombre y calidad de la que se había casado conmigo sin conocerla yo y sin saber de quién era hija o pariente. Pero un día entre los días, encontrándome a solas con una joven negra de entre las esclavas negras de mi esposa, le pregunté acerca del particular, diciéndole: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh joven bendita! ¡oh blanca por dentro! dime lo que sepas con respecto a tu señora, y guardaré profundamente tus palabras en el rincón más oscuro de mi memoria!" Y temblando de miedo me contestó la joven negra: "¡Oh mi señor! la historia de mi señora es una cosa de lo más extraordinaria: pero temo, si te la revelo, ser condenada a muerte sin remisión ni dilación. Todo lo que puedo decirte es que ella se ha fijado en ti un día en el zoco, y te ha escogido por puro amor". Y no pude sacarle más que estas palabras. Y como insistiera yo, hasta me amenazó con ir a contar a su señora mi tentativa de provocación a las palabras indiscretas. Entonces la dejé irse por su camino, y me volví al lado de mi esposa para emprender una escaramuza sin importancia.

Y transcurría mi vida de tal suerte, entre placeres violentos y torneos de amor, cuando una siesta, estando yo en mi tienda, con permiso de mi esposa, al echar una mirada a la calle divisé a una joven tapada con el velo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 836ª noche

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Ella dijo:

... Y transcurría mi vida de tal suerte, entre placeres violentos y torneos de amor, cuando una siesta, estando yo en mi tienda, con permiso de mi esposa, al echar una mirada a la calle divisé a una joven tapada con el velo, que avanzaba hacia mí de manera ostensible. Y cuando llegó delante de mi tienda me dirigió la más graciosa zalema, y me dijo: "¡Oh mi señor! mira este gallo de oro adornado de diamantes y de piedras preciosas, que he ofrecido en vano, por el precio de coste, a todos los mercaderes del zoco. Pero son gentes sin gusto ni delicadeza de apreciación, pues me han contestado que una joya así no es de fácil venta y que no podrían colocarla ventajosamente. ¡Por eso vengo a ofrecértela a ti, que eres hombre de gusto, por el precio que quieras ofrecerme tú mismo!"

Y contesté: "Tampoco yo tengo ninguna necesidad de este joyel. Pero, para darte gusto, te ofreceré por él cien dinares, ni uno más ni uno menos". Y contestó la joven: "Tómalo. pues, y que sea para ti una compra ventajosa!" Y aunque realmente no tenía yo el menor deseo de adquirir aquel gallo de oro, pensé, no obstante, que aquella figura le gustaría a mi esposa por recordarle mis cualidades fundamentales, y fui a mi armario y cogí los cien dinares de trato. Pero cuando quise ofrecérselos a la joven, los rehusó ella, diciéndome: "En verdad que no tienen ninguna utilidad para mí, y no deseo otro pago que el derecho de darte un solo beso en la mejilla. Y éste es mi único deseo, ¡oh joven!" Y me dije para mí: "¡Por Alah, que un solo beso en mi mejilla por una alhaja que vale más de mil dinares de oro es un precio tan singular como barato!" Y no vacilé en dar mi consentimiento.

Entonces la joven ¡oh mi señor! avanzó hacia mí, y levantándose el velillo del rostro me dió un beso en la mejilla -¡ojalá le resultase delicioso!-; pero al mismo tiempo, como si se le hubiese abierto el apetito al probar mi piel, clavó en mi carne sus dientes de tigre joven, y me dió un mordisco cuya cicatriz tengo todavía. Luego se alejó riendo con risa de satisfacción, mientras yo me limpiaba la sangre que corría por mi mejilla. Y pensé: "¡Tu caso ¡oh! es un caso sorprendente! ¡Y pronto verás cómo todas las mujeres del zoco vienen a pedirte, quién una muestra de tu mejilla, quién una muestra de tu mentón, quién una muestra de lo que tú sabes, y quizás valga más, en ese caso, arrinconar tus mercancías para no vender ya más que pedazos de ti mismo!"

Y llegada que fué la noche, medio risueño, medio furioso, salí al encuentro de la vieja, que me esperaba, como de ordinario, en la esquina de nuestra calle, y que, después de haberme puesto una venda en los ojos, me condujo al palacio de mi esposa. Y por el camino la oí que refunfuñaba entre dientes palabras confusas que me parecieron amenazas; pero pensé: "¡Las viejas son personas a quienes gusta gruñir y que pasan sus viejos días decrépitos murmurando de todo y chocheando!"

Al entrar en casa de mi esposa la encontré sentada en la sala de recepción, con los párpados contraídos y vestida de pies a cabeza de color rojo escarlata, como el que llevan los reyes en sus horas de ira. Y tenía el continente agresivo y el rostro revestido de palidez. Y al ver aquello dije para mí: "¡Oh Conservador, resguárdame!" Y sin saber a qué atribuir aquella actitud hostil, me acerqué a mi esposa, quien, en contra de su costumbre, no se había levantado para recibirme y me volvía la cabeza; y ofreciéndole el gallo de oro que acababa de adquirir, le dije: "¡Oh mi señora! acepta este precioso gallo, que es un objeto verdaderamente admirable, y que es curioso mirar; porque le he comprado para que te recrees con él". Pero al oír estas palabras se oscureció su frente y sus ojos se entenebrecieron, y antes de que yo tuviese tiempo de evadirme, recibí una bofetada tan terrible que me hizo girar como un trompo y por poco me rompe la mandíbula izquierda. Y me gritó: "¡Oh perro hijo de perro! si realmente has comprado este gallo, ¿a qué obedece ese mordisco que tienes en la mejilla?"

Y yo, aniquilado por la sacudida del violento bofetón, me sentí en peligro, y tuve que hacer grandes esfuerzos sobre mí mismo para no caerme cuan largo era. Pero aquello no era más que el principio, ¡oh mi señor! no era ¡ay! más que el principio del principio. Porque vi que a una seña de mi esposa, se abrían los cortinajes del fondo y entraban cuatro esclavas conducidas por la vieja. Y llevaban el cuerpo de una joven con la cabeza cortada y colocada en medio de su cuerpo. Y al instante reconocí en aquella cabeza la de la joven que me había dado la alhaja a cambio de un mordisco. Y la vista de aquella acabó de derretirme, y rodé por el suelo sin conocimiento. Cuando volví en mí, ¡oh señor sultán! me vi encadenado en este maristán. Y los celadores me enteraron de que me había vuelto loco. Y no me dijeron nada más.

Y tal es la historia de mi presunta locura y de mi encarcelamiento en esta casa de locos. Y Alah es quien os envía a ambos, ¡oh mi señor sultán! y tú, ¡oh prudente y juicioso visir! para sacarme de aquí. Y por la lógica o la incoherencia de mis palabras podréis juzgar si realmente estoy poseído por el espíritu, o si estoy siquiera atacado de delirio, de manía o de idiotez, o si estoy, en fin, sano de entendimiento".

Cuando el sultán y su visir, que era el antiguo sultán-derviche adulterino, oyeron la historia del joven, quedaron pensativos, con la frente baja y los ojos fijos en el suelo durante una hora de tiempo. Tras de lo cual el sultán fué el primero que levantó la cabeza, y dijo a su acompañante: "¡Oh visir mío! por la verdad de Quien me hizo gobernante de este reino, juro que no tendré reposo y no comeré ni beberé sin haber dado con la joven que se casó con este joven. Apresúrate, pues, a decirme qué tenemos que hacer para ello". Y contestó el visir: "¡Oh rey del tiempo! es preciso que nos llevemos sin tardanza a este joven, abandonando momentáneamente a los otros dos jóvenes encadenados, y que recorramos con él las calles de la ciudad de oriente a occidente y de derecha a izquierda, hasta que encuentre él la entrada de la calle en donde la vieja acostumbraba a vendarle los ojos. Y entonces le vendaremos los ojos, y se acordará él del número de pasos que daba en compañía de la vieja, y de tal suerte nos hará llegar ante la puerta de la casa, a la entrada de la cual le quitaban la venda. Y allá nos iluminará Alah acerca de la conducta que debemos observar en tan delicado asunto".

Y dijo el sultán: "Sea conforme a tu consejo, ¡oh visir mío lleno de sagacidad!" Y se levantaron ambos al instante, hicieron caer las cadenas del joven y se le llevaron fuera del maristán. Y todo sucedió según las previsiones del visir. Porque, después de recorrer gran número de calles de diversos barrios, acabaron por llegar a la entrada de la calle consabida, la cual reconoció sin dificultad el joven. Y con los ojos vendados como otras veces, supo calcular los pasos, e hizo que se parasen ante un palacio cuya vista sumió al sultán en la consternación. Y exclamó: "Alejado sea el Maligno, ¡oh visir mío! Este palacio está habitado por una esposa entre las esposas del antiguo sultán de El Cairo, el que me ha legado el trono a falta de hijos varones en su posteridad. ¡Y esta esposa del antiguo sultán, padre de mi mujer, habita aquí con su hija, que indudablemente será la joven que se ha casado con este joven! Alah es el más grande, ¡oh visir! ¡Por lo visto, está escrito en el destino de todas las hijas de reyes que se casen con cualquiera, como nosotros mismos lo hemos sido! ¡Los decretos del Retribuidor siempre están justificados; pero ignoramos los motivos a que obedecen!" Y añadió: "Apresurémonos a entrar para saber la continuación de este asunto". Y llamaron en la puerta con la aldaba de hierro, que hubo de resonar. Y dijo el joven: "¡Bien recuerdo este sonido!" Y al punto abrieron la puerta unos eunucos, que se quedaron absortos al reconocer al sultán, al gran visir y al joven, esposo de su señora...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 837ª noche

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Ella dijo:

... Y llamaron con la aldaba de hierro, y al punto abrieron la puerta unos eunucos, que se quedaron absortos al reconocer al sultán, al gran visir y al joven, esposo de la joven. Y uno de ellos echó a correr para prevenir a su señora de la llegada del soberano y de sus acompañantes.

Entonces la joven se engalanó y arregló y salió del harén, y fué a la sala de recepción para rendir sus homenajes al sultán, esposo de su hermana de padre, pero no de madre, y besarle la mano. Y el sultán la reconoció, efectivamente, e hizo un signo de inteligencia a su visir. Luego dijo a la princesa: "¡Oh hija del tío! Alah me libre de hacerte reproches por tu conducta, pues el pasado pertenece al Dueño del cielo, y sólo el presente nos pertenece. Por eso deseo al presente que te reconcilies con este joven, esposo tuyo, que es un joven que posee preciosas cualidades fundamentales y que, sin guardarte rencor ninguno, no pide más que volver a tu gracia. Por otra parte, te juro por los méritos de mi difunto tío el sultán, tu padre, que tu esposo no ha cometido falta grave contra el pudor conyugal. ¡Y ya ha expiado bien duramente la debilidad de un momento!" Y contestó la joven: "Los deseos de nuestro señor sultán son órdenes y están por encima de nuestra cabeza y de nuestros ojos". Y el sultán se alegró mucho de aquella solución, y dijo: "Siendo así, ¡oh hija del tío! nombro a tu esposo mi primer chambelán. Y en adelante será mi comensal y mi compañero de copa. Y le enviaré a ti esta misma noche, a fin de que realicéis ambos, sin testigos molestos, la reconciliación prometida. ¡Pero permíteme que por el momento me le lleve, porque tenemos que escuchar juntos las historias de sus dos compañeros de cadena!" Y se retiró, añadiendo: "Desde luego, queda convenido entre vosotros dos que en lo sucesivo le dejarás ir y venir libremente, sin venda en los ojos, y por su parte promete él que jamás, bajo ningún pretexto, se dejará besar por una mujer, sea casada o doncella".


"Y éste es ¡oh rey afortunado! -continuó Schehrazada- el final de la historia que contó al sultán y a su visir el primer joven, el que leía el libro en el maristán. ¡Pero en cuanto al segundo joven, uno de los dos que escuchaban la lectura, he aquí lo referente a él!"


Cuando el sultán, así como el visir y el nuevo chambelán, estuvieron de vuelta en el maristán, se sentaron en tierra frente al segundo joven, diciendo: "Ahora te toca a ti". Y el segundo joven dijo:



Historia del segundo loco

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"¡Oh nuestro señor sultán, y tú, juicioso visir, y tú, antiguo compañero mío de cadena! Sabed que el motivo de mi encarcelamiento en este maristán es todavía más sorprendente que el que conocéis ya, porque si este compañero mío fué encerrado como loco sin estarlo, fué por culpa suya y a causa de su credulidad y confianza en sí mismo. ¡Pero si yo he pecado ha sido precisamente por el exceso contrario, como vais a ver, siempre que queráis permitirme proceder con orden!" Y el sultán y su visir y su nuevo chambelán, que era el antiguo loco primero, contestaron de común acuerdo: "¡Desde luego!" Y el visir añadió: "Por cierto que, cuando más orden pongas en tu relato quedaremos mejor dispuestos para considerar que estás comprendido injustamente en el número de los locos y los dementes".

Y el joven comenzó su historia en estos términos:

"Sabed, pues, ¡oh señores míos y corona de mi cabeza! que también yo soy un mercader hijo de mercader, y que antes de que me arrojasen a este maristán tenía en el zoco una tienda, donde vendía brazaletes y adornos de todas clases a las mujeres de los señores ricos. Y en la época en que comienza esta historia no tenía yo más que dieciséis años de edad, y ya estaba reputado en el zoco por mi gravedad, mi honestidad, mi cabeza pesada y mi seriedad con los negocios. Y nunca trataba yo de entablar conversación con las damas clientes mías; y no les decía más que las palabras precisas para ultimar los tratos. Y además practicaba los preceptos del Libro, y nunca levantaba los ojos para mirar a una mujer entre las hijas de los musulmanes. Y los mercaderes me citaban como ejemplo a sus hijos cuando les llevaban consigo por primera vez al zoco. Y más de una madre se había ya puesto al habla con mi madre, pensando en mí para algún matrimonio honorable. Pero mi madre se reservaba la respuesta para mejor ocasión, y eludía la cuestión, pretextando mi poca edad y mi calidad de hijo único y mi temperamento delicado.

Un día estaba yo sentado ante mi libro de cuentas y repasaba el contenido, cuando vi entrar en mi tienda una remilgada negrita, que, después de saludarme con respeto, me dijo: "¿Es ésta la tienda del señor mercader Fulano?" y yo dije: "¡Esta es, en verdad!" Entonces ella, con precauciones infinitas y mirando prudentemente a derecha y a izquierda con sus ojos de negra, se sacó del seno un billetito, que me tendió, diciendo: "Esto de parte de mi señora. Y aguarda el favor de una respuesta". Y entregándome el papel se mantuvo a distancia en espera de mi contestación.

Y yo, después de desdoblar el billete, lo leí, y me encontré con que contenía una oda escrita en versos inflamados en loor y honor míos. Y los versos finales formaban con su trama el nombre de la que se decía enamorada de mí.

Entonces, ¡oh mi señor sultán! me mostré extremadamente enfadado por aquella audacia, y estimé que era un atentado grave a mi buena conducta, o acaso una tentativa para arrastrarme a alguna aventura peligrosa o complicada. Y cogí aquella declaración, y la rompí, y la pisoteé. Luego avancé hacia la negrita, y la cogí de una oreja, y le administré algunos bofetones y algunos torniscones bien dados. Y rematé el correctivo dándole un puntapié que la hizo rodar fuera de mi tienda. Y la escupí en el rostro muy ostensiblemente, con objeto de que viesen mi acción todos mis vecinos y no pudiesen dudar de mi honradez y de mi virtud, y le grité: "¡Ah! ¡hija de los mil cornudos de la impudicia, ve a contar todo eso a tu señora, la hija de alcahuetes!" Y al ver aquello todos mis vecinos murmuraron entre sí con admiración; y uno de ellos me mostró con el dedo a su hijo, diciéndole: "¡Caiga la bendición de Alah sobre la cabeza de este joven virtuoso! ¡Ojalá ¡oh hijo mío! llegaras tú a saber a su edad rechazar las ofertas de las malignas y los perversos que acechan a los jóvenes hermosos!"

Y he aquí ¡oh señores míos! lo que hice a los dieciséis años. Y sólo ahora es cuando veo con lucidez todo lo que mi conducta tuvo de grosera, desprovista de discernimiento, llena de estúpida vanidad y de amor propio fuera de lugar, hipócrita, cobarde y brutal. Y aunque más tarde hube de experimentar sinsabores, como consecuencia de aquella tontería, considero que merecí más aún, y que esta cadena, que actualmente llevo al cuello por un motivo distinto en absoluto, debió serme infligida a raíz de aquel primer acto insensato. Pero, de todos modos, no quiero confundir el mes de Chabán con el mes de Ramadán, y continúo procediendo con orden en el relato de mi historia.

Pues bien, ¡oh mis señores! tras de aquel incidente transcurrieron días y meses, y me convertí en todo un hombre. Y hube de conocer a las mujeres y todo lo consiguiente, aunque era soltero; y sentía que había llegado en realidad el momento de elegir una joven que fuese mi esposa ante Alah y madre de mis hijos. Por cierto que había de quedar bien servido, como vais a oír. Pero no anticiparé nada, y procederé con orden.

En efecto, una siesta vi acercarse a mi tienda, entre cinco o seis esclavas blancas que la servían de cortejo, a una joven de amor, ataviada con las alhajas más preciosas, las manos teñidas de henné y las trenzas de sus cabellos flotando sobre sus hombros, que avanzó con gracia, contoneándose con nobleza y coquetería...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 838ª noche

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Ella dijo:

... a una joven de amor, ataviada con las alhajas más preciosas, las manos teñidas de henné y las trenzas de sus cabellos flotando sobre sus hombros, que avanzó con gracia, contoneándose con nobleza y coquetería. Y como una reina, entró en mi tienda, seguida de sus esclavas, y se sentó después de favorecerme con una zalema graciosa. Y me dijo ¡Oh joven! ¿tienes un buen surtido de adornos de oro y plata?" Y contesté: "¡Oh mi señora! ¡los tengo de todas las especies posibles y de las demás!" Entonces me pidió que le enseñara anillos de oro para los tobillos. Y le llevé lo más hermoso y más pesado que tenía en anillos de oro para los tobillos. Y les echó una mirada distraída y me dijo: "¡Pruébamelos!" Y al punto se bajó una de sus esclavas y levantándole la orla de su traje de seda descubrió ante mis ojos el tobillo más fino y más blanco que salió de los dedos del Creador. Y le probé los anillos; pero no pude encontrar en mi tienda ninguno bastante estrecho para la finura de sus piernas moldeadas en el molde de la perfección. Y al ver mi azoramiento ella sonrió y dijo: "No te importe, ¡oh joven! Ya te tomaré otra cosa. Pero el caso es que me habían dicho en mi casa que yo tenía las piernas de elefante. ¿Es verdad eso?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti y sobre la perfección de tus tobillos, ¡oh mi señora! ¡Al verlos se moriría de envidia la gacela!" Entonces me dijo ella: "¡Enséñame brazaletes!" Y con los ojos llenos todavía de la visión de sus tobillos adorables y de sus piernas de perdición, busqué lo más fino y más estrecho que tenía en brazaletes de oro y de esmalte, y se lo traje. Pero me dijo ella: "Pruébamelos tú mismo. Estoy muy cansada hoy".

Y al punto se precipitó una de sus esclavas a alzar las mangas de su señora. Y a mis ojos apareció un brazo ¡ay! ¡ay! como un cuello de cisne, más blanco y más liso que el cristal y rematado por una muñeca y una mano y unos dedos ¡ay! ¡ay! de azúcar cande, ¡oh mi señor! de dátiles confitados, una alegría para el alma, una delicia, una pura delicia suprema. E inclinándome, probé mis brazaletes en aquel brazo milagroso. Pero los más estrechos, los confeccionados para manos de niño, bailaban vergonzosamente en sus finas muñecas transparentes; y me apresuré a retirarlos, temeroso de que su contacto lastimase aquella piel cándida. Y sonrió ella de nuevo al ver mi confusión, y me dijo: "¿Qué has visto, ¡oh joven!? ¿Soy manca, o acaso tengo manos de pato, o quizá un brazo de hipopótamo?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre la redondez de tu brazo blanco, y sobre la forma de tus dedos de hurí, ¡oh mi señora!" Y me dijo ella: "¿Verdad que sí? Pues, sin embargo, en casa me afirmaron lo contrario con frecuencia".

Luego añadió: "Enséñame collares y colgantes de oro". Y tambaleándome sin haber probado el vino, me apresuré a mostrarle lo más rico y ligero que tenía yo en collares y colgantes de oro.

Y al punto, con religioso cuidado, una de sus esclavas descubrió, al mismo tiempo que el cuello de su ama, parte de su pecho. Y los dos senos, ¡ah! ¡ah! los dos a la vez, ¡oh mi señor! los dos pechitos de marfil rosa, aparecieron redondos y erguidos sobre la nieve deslumbradora del pecho; y se dirían colgados del cuello de mármol puro, como dos hermosos niños gemelos colgados al cuello de su madre. Y al ver aquello no pude por menos de gritar, volviendo la cabeza: "¡Tapa, tapa! ¡Que Alah corra sus velos!"

Y me dijo ella: "¿Es que no vas a probarme los collares y colgantes? ¡Pero no te importe! Ya te tomaré otra cosa. Sin embargo, dime antes si soy deforme, o tetuda como la hembra del búfalo, y negra y velluda. ¿0 acaso estoy tan flaca y seca como un pescado salado, y tan lisa como el banco de un carpintero?" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre tus carnes ocultas, y sobre tus frutos ocultos, y sobre toda tu hermosura oculta, ¡oh mi señora!" Y dijo ella: "¿Entonces me han engañado los que me afirmaron a menudo que no podía encontrarse nada más feo que mis formas ocultas?" Y añadió: "Está bien; pero ya que no te atreves ¡oh joven! a probarme estos collares de oro y estos colgantes, ¿podrías, al menos, probarme cinturones?"

Y luego de traerle lo más flexible y ligero que tenía en cinturones de filigrana de oro, los puse a sus pies discretamente. Pero me dijo ella: "¡No, no! ¡por Alah, pruébamelos tú mismo!" Y yo ¡oh mi señor sultán! tuve que responder con el oído y la obediencia, y adivinando de antemano cuál sería la finura de aquella gacela, escogí el cinturón más pequeño y más estrecho, y por encima de sus trajes y velos se lo ceñí al talle. Pero aquel cinturón, confeccionado de encargo para una princesa niña, resultaba muy ancho para aquel talle tan fino que no proyectaba sombra en el suelo, y tan derecho que habría causado la desesperación de un escriba de la letra alef, y tan flexible que habría hecho secarse de despecho al árbol ban, y tan tierno que habría hecho derretirse de envidia a un rollo de manteca fina, y tan gracioso que habría puesto en fuga, avergonzado, a un tierno pavo real, y tan ondulante que habría hecho perderse al tallo del bambú. Y al ver que no lograba mi propósito, me quedé muy perplejo y no supe cómo excusarme.

Pero me dijo ella: "Por lo visto, debo ser contrahecha, con una joroba doble por detrás y una joroba doble por delante, con un vientre de forma innoble y una espalda de dromedario!" Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, y sobre tu talle, y sobre lo que le precede, y sobre lo que le acompaña, y sobre todo lo que le sigue. ¡oh mi señora!" Y ella me dijo: "Estoy asombrada, ¡oh joven! ¡Porque en casa me han confirmado a menudo esta opinión desventajosa de mí misma! ¡De todos modos, ya que no puedes encontrar cinturón para mí, creo que no te será imposible encontrar pendientes de anilla y un frontal de oro para sujetarme los cabellos!" Y así diciendo, se levantó por sí misma el velillo del rostro, e hizo aparecer a mi vista su cara, que era la luna llena en su décimocuarta noche. Y al ver aquellas dos piezas preciosas de sus ojos babilónicos, y sus mejillas de anémona, y su boquita, estuche de coral, que encerraba un brazalete de perlas, y todo su rostro conmovedor, se me paró la respiración y no pude hacer un movimiento para buscar lo que me pedía. Y sonrió ella, y me dijo: "Comprendo ¡oh joven! que te hayas asombrado de mi fealdad. Ya sé, porque me lo han repetido muchas veces, que mi rostro es de una fealdad espantosa, picado de viruela y apergaminado, que soy tuerta del ojo derecho y bizca del ojo izquierdo, que tengo una nariz gorda y horrible, y una boca fétida, con los dientes desencajados y movibles, y, por último, que estoy mutilada y rapada de orejas. ¡Y no hay para qué hablar de mi piel, que es sarnosa, ni de mis cabellos, que son lacios y quebradizos, ni de todos los horrores invisibles de mi interior!"

Y exclamé: "El nombre de Alah sobre ti y alrededor de ti, ¡oh mi señora! y sobre tu belleza invisible, ¡oh revestida de esplendor! y sobre tu pureza, ¡oh hija de los lirios! y sobre tu olor, ¡oh rosa! y sobre tu brillo y tu blancura, ¡oh jazmín! y sobre cuanto en ti puede verse, olerse o tocarse. ¡Y dichoso aquel que pueda verte, olerte o tocarte!"

Y me quedé aniquilado de emoción, ebrio con una embriaguez mortal.

Entonces la joven de amor me miró con una sonrisa de sus ojos rasgados, y me dijo: "¡Ay! ¡ay! ¿por qué, pues, me detesta mi padre hasta el punto de atribuirme todas las fealdades que te he enumerado? Porque es mi mismo padre, y no otro, quien me ha hecho creer siempre en todos esos presuntos horrores de mi persona. ¡Pero loado sea Alah, que me demuestra lo contrario por intervención tuya! Porque ahora estoy convencida de que no me ha engañado mi padre, sino que es presa de una alucinación que le hace verlo todo feo en torno mío. Y para desembarazarse de mi vista, que le pesa, está dispuesto a venderme como a una esclava en el mercado de esclavas de desecho". Y yo ¡ oh mi señor! exclamé: "¿Y quién es tu padre, ¡oh soberana de la belleza!?" Ella me contestó: "¡El jeique al-Islam en persona!"

Y exclamé inflamado: "Entonces, por Alah, mejor que venderte en el mercado de esclavas, ¿no consentiría en casarte conmigo?"

Ella dijo: "Mi padre es un hombre íntegro y concienzudo. ¡Y como se imagina que su hija es un monstruo repelente, no querrá tener sobre la conciencia la unión de ella con un joven como tú! Pero puedes, a pesar de todo, aventurar tu petición. Y a tal fin, voy a indicarte el medio de que te has de valer para tener más probabilidades de convencerle".

Y tras de hablar así, la joven del perfecto amor reflexionó un momento, y me dijo: "¡Escucha! Cuando te presentes a mi padre, que es el Jeique al-Islam, y le hagas tu petición de matrimonio, te dirá seguramente: "¡Oh hijo mío! conviene que abras los ojos. Has de saber que mi hija es una impedida, una lisiada, una jorobada, una..." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "Mi hija es tuerta, desorejada, repugnante, coja, babosa, meona..." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "¡Oh pobre! mi hija es antipática, viciosa, pedorrera, mocosa..." Pero le interrumpirás para decirle: "¡Que me place! ¡que me place!" Y continuará él: "¡Pero si no sabes ¡oh pobre! que mi hija es bigotuda, barriguda, tetuda, manca, contrahecha de un pie, bizca del ojo izquierdo, con nariz gorda y aceitosa, con la cara picada de viruela, con la boca fétida, con los dientes desencajados y movibles, mutilada por dentro, calva, espantosamente sarnosa, un horror absolutamente, una abominable maldición!"

Y tras de dejarle que acabe de verter sobre mí esta horrible cuba de dicterios, le dirás: "¡Vaya, por Alah, que me place, que me place...


En este momento de su narración, Schehrazada vió apareces la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 839ª noche

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Ella dijo:

"... Y tras de dejarle que acabe de verter sobre mí esta horrible cuba de dicterios, le dirás: "¡Vaya por Alah, que me place, que me place!"

Y yo, ¡oh mi señor! al oír estas palabras, y nada más que a la idea de que tales apelativos pudiesen aplicarse por su padre a aquella joven del perfecto amor, sentía que la sangre se me subía a la cabeza de indignación y de cólera. Pero, en fin, como había que pasar por semejante prueba para llegar a casarme con aquel modelo de gacelas, le dije: "Dura es la prueba, ¡oh mi señora! y puede que muera yo al oír a tu padre tratarte de tal suerte. ¡Pero Alah me dará las fuerzas y el valor necesarios!" Luego le pregunté: "¿Y cuándo podré presentarme entre las manos de tu padre el venerable Jeique al-Islam para hacer mi petición?" Ella me contestó: "Mañana a media mañana sin falta".

Tras estas palabras, se levantó y me abandonó, seguida de sus jóvenes esclavas, saludándome con una sonrisa. Y mi alma siguió sus huellas y quedó atada a sus pasos, por más que yo permaneciese en mi tienda presa de las angustias de la ausencia y de la pasión.

Así es que al día siguiente, a la hora indicada, no dejé de correr a la residencia del Jeique al-Islam, al cual pedí audiencia, diciendo que era para un negocio urgente de suma importancia. Y me recibió sin tardanza, y me devolvió mi zalema con consideración, y me rogó que me sentara. Y observé que era un anciano de aspecto venerable, de barba blanca inmaculada y de una actitud llena de nobleza y grandeza; pero en su rostro y en sus ojos tenía una sombra de tristeza sin esperanza y de dolor sin remedio. Y pensé: "¡Ya apareció aquello! Tiene la alucinación de la fealdad. ¡Ojalá le cure Alah!"

Luego, sin sentarme hasta que me invitó la segunda vez, por respeto y deferencia para su edad y su alta dignidad, de nuevo le hice mis zalemas y cumplimientos, y los reiteré por tercera vez, levantándome siempre. Y habiendo demostrado de tal suerte mi cortesía y mi mundanidad, volví a sentarme, pero en el mismo borde de la silla, y esperé a que iniciase él la conversación y me interrogara sobre lo que me llevaba allí.

Y, efectivamente, después que el agha de servicio nos hubo ofrecido los refrescos de rigor, y el Jeique al-Islam hubo cambiado conmigo algunas palabras sin importancia acerca del calor y la sequía, me dijo:

"¡Oh joven mercader! ¿en qué puedo satisfacerte?" Y contesté: "¡Oh mi señor! ¡me he presentado entre tus manos para implorarte y solicitarte con respeto a la dama escondida tras la cortina de castidad de tu honorable casa, la perla sellada con el sello de la conservación y la flor oculta en el cáliz de la modestia, tu hija sublime, la virgen insigne a la cual yo, indigno, anhelo unirme por los lazos lícitos y el contrato legal!"

A estas palabras, vi ennegrecerse y amarillear luego el rostro del venerable anciano e inclinarse su frente hacia el suelo con tristeza. Y se quedó por un momento sumido en penosas reflexiones relativas a su hija, sin duda alguna. Luego levantó la cabeza lentamente y me dijo con acento de tristeza infinita: "Alah conserve tu juventud y te favorezca siempre con sus gracias, ¡oh hijo mío! ¡Pero la hija que tengo en mi casa detrás de la cortina de castidad es una calamidad! Y nada se puede hacer con ella, y nada se puede sacar de ella. Porque..."

Pero yo ¡oh mi señor sultán! le interrumpí de pronto para exclamar: "¡Que me place! ¡que me place!" Y el venerable anciano me dijo: "¡Alah te colme con sus gracias, ¡oh hijo mío! Pero mi hija no le conviene a un joven tan hermoso como tú, lleno de amables cualidades, de fuerza y de salud. Porque es una pobre criatura enfermiza, parida por su madre antes de tiempo a consecuencia de un incendio. Y es tan contrahecha y fea como hermoso y bien formado eres tú. ¡Y como debes saber el motivo que me hace negarme a tu petición, te la describiré tal y como es, si quieres, pues en mi corazón reside el temor de Alah, y no quisiera contribuir a inducirte a error!"

Pero exclamé: "¡Yo la admiro con todos los defectos y estoy satisfecho de ella, de lo más satisfecho!" Pero él me dijo: "¡Ah hijo mío, no obligues a un padre que tiene la dignidad de su vida privada a hablarte de su hija en términos penosos! Pero tu insistencia me fuerza a decirte que, casándote con mi hija, te casarás con el monstruo más espantoso de este tiempo. Porque es una criatura cuya sola contemplación..."

Pero temiendo yo la espantosa enumeración de los horrores con que se disponía a afligir mi oído, le interrumpí para exclamar con un acento en que puse toda mi alma y todo mi deseo: "¡Que me place! ¡que me place!" Y añadí: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh padre nuestro! ahórrame el dolor de hablar de tu honorable hija en términos penosos, pues, sea cual sea lo que puedas decirme y por muy odiosa que sea la descripción que me hagas, seguiré solicitándola en matrimonio, porque tengo una afición especial a los horrores cuando son del género de los que afligen a tu hija, y repito que la acepto tal como es, y que estoy satisfecho, satisfecho, satisfecho!"

Cuando el Jeique al-Islam me hubo oído hablar de tal suerte; y comprendió que mi resolución era inquebrantable y mi deseo inmutable, se golpeó las manos una contra otra con sorpresa y asombro, y me dijo: "He librado mi conciencia ante Alah y ante ti, ¡oh hijo mío! y sólo a ti podrás culpar de tu acto de locura. Pero, por otra parte, los preceptos divinos me prohíben impedir el deseo de satisfacerlo, y no puedo por menos que darte mi consentimiento". Y en el límite de la dicha, le besé la mano, y anhelé que se llevase a cabo el matrimonio y se celebrase aquel mismo día. Y me dijo él suspirando: "¡Ya no hay inconveniente!"

Y se extendió y legalizó por los testigos el contrato de matrimonio; y quedó estipulado que yo aceptaba a mi esposa con sus defectos, sus deformidades, sus achaques, sus malas hechuras, su conformación, sus dolencias, sus fealdades y otras cosas parecidas. Y también quedó estipulado que si, por una u otra razón, me divorciaba de ella tendría que pagarle, como rescate del divorcio y como viudedad, veinte bolsas de mil dinares de oro. Y desde luego acepté de todo corazón las condiciones. E incluso hubiese aceptado cláusulas mucho más desventajosas.

Y he aquí que, después de la redacción del contrato, mi tío, padre de mi esposa, me dijo: "¡Oh joven! mejor te será consumar en mi casa el matrimonio y establecer aquí tu domicilio conyugal. Porque el transporte de tu esposa inválida desde aquí a tu casa presentaría graves inconvenientes". Y contesté: "¡Escucho y obedezco!"

Y en mi interior ardía de impaciencia, y me decía: "¡Por Alah ¿es verdaderamente posible que yo, el oscuro mercader, haya llegado a ser dueño de esa joven del perfecto amor, la hija del venerado Jeique al-Islam? ¿Y soy yo verdaderamente el que va a regocijarse con su belleza, y a disfrutarla a su antojo, y a comer y a beber lo que tenga gana en sus encantos ocultos, y a endulzarme con ellos hasta la saciedad?"

Y cuando por fin llegó la noche penetré en la cámara nupcial después de recitar la plegaria de la noche, y con el corazón latiendo de emoción me acerqué a mi esposa y levanté el velo que cubría su cabeza y le destapé el rostro.

Y miré con mi alma y mis ojos.

Y (¡que Alah confunda al Maligno ¡oh mi señor sultán! y nunca te haga testigo de un espectáculo semejante al que se ofreció a mis miradas!) vi la criatura humana más deforme, la más repulsiva, la más repelente, la más detestable, la más repugnante y la más nauseabunda que se puede ver en la más penosa de las pesadillas. Y en verdad que era de una fealdad mucho más espantosa que la que me había descrito la joven, y un monstruo de deformidad, y un guiñapo tan lleno de horror, que me sería imposible ¡oh mi señor! hacerte su descripción sin sentir arcadas y caer a tus pies sin conocimiento. Pero bástame decirte que la que era esposa mía con mi propio consentimiento encerraba en su persona nauseabunda todos los vicios legales y todas las abominaciones ilegales, todas las impurezas, todas las fetideces, todas las aversiones, todas las atrocidades, todas las fealdades y todas las repugnancias que pueden afligir a los seres sobre quienes pesa la maldición. Y tapándome las narices y volviendo la cabeza dejé caer otra vez su velo, y me alejé de ella hasta el rincón más retirado de la estancia, pues, aun cuando hubiese sido yo un tebaico comedor de cocodrilo, no habría podido inducir a mi alma a una aproximación carnal con una criatura que hasta tal punto ofendía a la paz de su Creador.

Y sentándome en mi rincón con la cara vuelta a la pared sentía yo invadir mi entendimiento de todas las preocupaciones y subirme por los riñones todos los dolores del mundo. Y gemí en el fondo del núcleo de mi corazón. Pero no tenía derecho a decir una sola palabra o a emitir la menor queja, pues la había aceptado por esposa por propio impulso. Porque yo era, con mis propios ojos, quien había interrumpido al padre siempre para exclamar: "¡Que me place! ¡que me place!" Y me decía: "¡Sí, sí! ¡ahí tienes a la joven del perfecto amor! ¡Ah! ¡muérete! ¡muérete! ¡muérete! ¡ah idiota! ¡ah buey estúpido! ¡oh cerdo pesado!" Y me mordía los dedos y me pellizcaba los brazos en silencio. Y por momentos fermentaba en mí una cólera contra mí mismo, y pasé de mala manera toda aquella noche de mi destino, como si hubiese estado en medio de torturas en la prisión del Meda o del Deilamita ...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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