Pero cuando llegó la 713ª noche

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Ella dijo:

"... Y fueron introducidos en el diwán de audiencias, rodeados por los guardias del palacio. Y cuando estuvieron en la presencia augusta del califa, se prosternaron ante él, y besaron la tierra entre sus manos. Y dijo el chambelán que estaba de servicio entonces: "¡Oh Emir de los Creyentes! he aquí a la princesa Mariam, hija del rey de los francos, y a Nur, su raptor, hijo del mercader Corona, de El Cairo. ¡Y siguiendo órdenes del walí de la ciudad, se les ha detenido a ambos en Damasco!"

Entonces el califa posó sus ojos en Mariam, y quedó entusiasmado de la elegancia de su figura y de la belleza de sus facciones; y le preguntó: "¿Eres tú la que se llama Mariam y es hija del rey de los francos?"

Ella contestó: "Sí, yo misma soy la princesa Mariam, esclava tuya únicamente, ¡oh Emir de los Creyentes, protector de la Fe, descendiente del príncipe de los enviados de Alah!" Y el califa, muy asombrado de aquella respuesta, se encaró luego con Nur, y también quedó encantado de los hechizos de su juventud y de su hermosura; y le dijo: "¿Y tú eres el joven Nur, hijo de Corona, el mercader de El Cairo?" El aludido contestó: "Sí, soy yo, tu esclavo, ¡oh Emir de los Creyentes, sostén del imperio, defensor de la Fe!"

Y le dijo el califa: "¿Cómo te has atrevido a raptar a esta princesa franca, con menosprecio de la ley?" Entonces Nur, aprovechándose del permiso para hablar, contó toda su aventura con los menores detalles al califa, que escuchó su relato con mucho interés. Pero no hay utilidad en repetirlo.

Entonces Al-Raschid se encaró con la princesa Mariam, y le dijo: "Has de saber que tu padre, el rey de los francos, me ha enviado a este embajador que ves aquí, con una carta escrita de su puño y letra. ¡Y me afirma su gratitud y su intención de levantar una mezquita en su capital si consiento en mandarte a sus Estados! ¿Qué tienes que responder a eso?" Y Mariam levantó la cabeza, y con voz segura y deliciosa a la vez, contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! eres el representante de Alah sobre la tierra y el que mantiene la ley de Su Profeta Mahomed (¡con El por siempre la paz y la plegaria!) Yo me he vuelto musulmana, y creo en la unidad de Alah, y la profeso en tu augusta presencia, y digo: ¡No hay más Dios que Alah, y Mahomed es el Enviado de Alah! ¿Podrás, pues, ¡oh Emir de los Creyentes! enviarme al país de los infieles que buscan competidores a Alah, creer en la divinidad de Jesús, hijo del hombre, adorar a los ídolos, reverencian la cruz y rinde un culto supersticioso a toda clase de criaturas muertas en la impiedad y precipitadas en las llamas de la cólera de Alah? Si obrares así, entregándome a esos cristianos, yo en el día del Juicio, en que nada valdrán todas las grandezas y sólo se mirará a los corazones, te acusaré, por tu conducta ante Alah y ante nuestro Profeta, primo tuyo (¡con El la plegaria y la paz!) "

Cuando el califa hubo oído estas palabras de Mariam y su profesión de fe, se entusiasmó con toda el alma al saber que era musulmana semejante heroína, y exclamó con lágrimas en los ojos: "¡Oh Mariam, hija mía! ¡ojalá no permita nunca Alah que yo entregue a los infieles una musulmana que cree en la unidad de Alah y en Su Profeta! ¡Que Alah te guarde y te conserve y esparza sobre ti su misericordia y sus bendiciones, aumentando la convicción de tu fe! ¡Y ahora, en vista, de tu heroísmo y tu bravura, puedes reclamarlo todo de mí; y juro que no te rehusaré nada, aunque sea la mitad de mi imperio! ¡Alegra, pues, tus ojos, dilata tu corazón y desecha toda inquietud! Y para que a tal fin haga yo lo que sea preciso, dime si te gustaría que se convirtiese en tu esposo legal ese joven, hijo de nuestro servidor Corona, el mercader de El Cairo".

Y contestó Mariam: "¿Cómo no voy a desearlo, ¡oh Emir de los Creyentes!? ¿No es él quien me ha comprado? ¿No es él quien ha tomado lo que había que tomar en mí? ¿No es él quien ha expuesto por mí su vida con frecuencia? ¿Y no es él, en fin, quien ha dado paz a mi alma revelándome la pureza de la fe musulmana?"

Al punto el califa hizo llamar al kadí y a los testigos, y extender inmediatamente el contrato de matrimonio. Luego mandó acercarse al visir, embajador de los francos, y le dijo: "Ya ves con tus propios ojos y oyes con tus propios oídos que no puedo acceder a la demanda de tu señor, ya que la princesa Mariam nos pertenece al hacerse musulmana. ¡De no obrar así, cometería yo una acción de la que tendría que dar cuenta a Alah y a su profeta el día del Juicio! Porque está escrito en el Libro de Alah: "¡Nunca será posible a los infieles prevalecer sobre los creyentes!" ¡Vuelve pues, al lado de tu señor, y entérale de lo que viste y oíste...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 714ª noche

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Ella dijo:

"¡Nunca será posible a los infieles prevalecer sobre los creyentes!" ¡Vuelve, pues, al lado de tu señor, y entérale de lo que viste y oíste!"

Cuando el embajador, en vista de aquello, comprendió que el califa no quería entregarle la hija del rey de los francos, se atrevió a indignarse, lleno de despecho y de soberbia, porque Alah no le había dejado entrever las consecuencias de sus palabras; y exclamó: "¡Por el Mesías, que aunque sea veinte veces más musulmana, habré de llevársela a mi señor su padre! Si no vendrá él a invadir tu reino y cubrirá con sus tropas tu país desde el Eufrates hasta el Yaman!"

Al oír estas palabras, exclamó el califa en el límite de la indignación: "¿Cómo se entiende? ¿es que este perro cristiano se atreve a proferir amenazas? ¡Que le corten la cabeza y que la pongan a la entrada de la ciudad, crucificando su cuerpo, para que sirva de escarmiento a los embajadores de los infieles!"

Pero la princesa Mariam exclamó: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡no manches tu alfanje glorioso con la sangre de ese perro! ¡Yo misma le trataré como se merece!" Y habiendo dicho estas palabras, tiró del sable que el visir franco llevaba al costado, y enarbolándolo, le quitó de un solo tajo la cabeza y la arrojó por la ventana. Y rechazó el cuerpo con el pie, haciendo seña a los esclavos de que se lo llevaran.

Al ver aquello, el califa quedó maravillado de la prontitud con que la princesa había procedido a semejante ejecución, y la puso su propio manto. Y también hizo que pusieran a Nur un ropón de honor, y les colmó a ambos de ricos presentes; y de acuerdo con el deseo que manifestaron, les dió una magnífica escolta para que les acompañara hasta El Cairo, y les entregó cartas de recomendación para el walí de Egipto y los ulemas.

De tal suerte regresaron Nur y la princesa Mariam a Egipto, a casa de los ancianos padres. Y al ver el mercader Corona que su hijo le llevaba a su casa una princesa en calidad de nuera, llegó al límite del orgullo y perdonó a Nur por su conducta de antes. E invitó a una gran fiesta que hubo de dar en honor suyo a todos los grandes de El Cairo, que colmaron de presentes a los jóvenes esposos, rivalizando en obsequiosidad unos con otros.

¡Y el joven Nur y la princesa Mariam vivieron largos años en el límite de la dilatación y el desahogo sin privarse de nada en absoluto, y comiendo bien, y bebiendo bien, y copulando mucho, a su antojo y durante largo tiempo, en medio de los honores y de la prosperidad, llevando la vida más tranquila y más deliciosa, hasta que fué a visitarles la Destructora de felicidades, la Separadora de amigos y sociedades, la que derriba casas y palacios y llena el vientre de las tumbas! ¡Pero gloria al Único Viviente que no conoce la muerte y que tiene en Sus manos las llaves de lo Visible y de lo Invisible! ¡Amín!


Cuando el rey Schahriar hubo oído esta historia, se incorporó de repente, y exclamó: "¡En verdad que me ha entusiasmado esa historia tan heroica!" Y tras de hablar así, se sentó de nuevo en los cojines, pensando: "¡Me parece que, después de ésa, ya no tendrá más historias que contarme! ¡Y por lo tanto voy a reflexionar acerca de lo que me toca hacer con respecto a su cabeza!"

Pero Schehrazada, que le había visto fruncir las cejas, se dijo: "¡No hay tiempo que perder!" Y exclamó: "¡Oh rey! admirable es realmente esa historia tan heroica; pero, ¿a qué se reduce en comparación con las que aun tengo que contarte, siempre que me lo permitas?"

Y preguntó el rey: "¿Qué estás diciendo, Schehrazada? ¿Qué historias piensas contarme todavía que sean más admirables o más hermosas que ésa?"

Y Schehrazada, sonriendo, dijo: "El rey juzgará! ¡Pero esta noche, para terminar nuestra velada, no debo referir más que una anécdota corta, de las que no resultan fatigosas de escuchar! Está sacada de Los consejos de la generosidad y de la experiencia".



Consejos de la generosidad y de la experiencia

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Saladino y su visir

Y dijo al punto:

He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que el visir del victorioso rey sultán Saladino tenía, entre los esclavos favoritos de su pertenencia, a un joven cristiano perfectamente hermoso, al cual quería en extremo, y tan agraciado como jamás le habían encontrado semejante los ojos de los hombres. Y he aquí que un día e que el visir se paseaba con aquel joven, del que no podía separarse, reparó en él el sultán Saladino, que le hizo seña para que se acercara. Y tras de echar una mirada entusiasta al joven, el sultán Saladino preguntó al visir. "¿De dónde te ha venido este joven?" Y el visir contestó un poco azorado: "¡De Alah!, ¡oh mi señor!" Y el sultán Saladino sonrió, y dijo prosiguiendo su camino: "¡He aquí cómo ahora ¡oh visir nuestro! has encontrado la manera de subyugarnos con la belleza de un astro y cautivarnos con los encantos de una luna!"

Esto impresionó mucho al visir, que se dijo: "¡Ya no puedo, en verdad, reservarme este joven, habiéndose fijado el sultán en él!" Y preparó un rico regalo, llamó al hermoso joven cristiano, y le dijo: "¡Por Alah, ¡oh joven! que de no haberse visto precisada a ello mi alma, no se habría separado de ti nunca!" Y le entregó el regalo, diciendo: "¡Llevarás este regalo en mi nombre a nuestro amo el sultán, y tú mismo formarás parte del obsequio, pues a partir de este instante te cedo a nuestro amo!" Y al propio tiempo le dió, para que se lo entregase al sultán Saladino, un billete en que había escrito estas dos estrofas:

¡He aquí ¡oh mi señor! una luna llena para tu horizonte; porque no hay en la tierra un horizonte más digno de esta luna!


¡Para serte agradable, no vacilo en separarme de mi alma preciosa, a fin de dártela, aunque ¡oh rareza sin par! no sé de ningún hombre que haya nunca consentido en deshacerse voluntariamente de su alma!


Y el regalo satisfizo muchísimo al sultán Saladino, el cual, generoso y magnánimo como de costumbre, no dejó de indemnizar a su visir por aquel sacrificio, colmándole de riquezas y favores, y haciéndole comprender en toda ocasión hasta qué punto había entrado en su gracia y en su amistad...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 715ª noche

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Ella dijo:

"... Y el regalo satisfizo muchísimo al sultán Saladino, el cual generoso y magnánimo como de costumbre, no dejó de indemnizar a su visir por aquel sacrificio, colmándole de riquezas y favores, y haciéndole comprender en toda ocasión hasta qué punto había entrado en su gracia y en su amistad.

A la sazón adquirió el visir, para aumentar el número de esclavas de su harén, una joven entre las jóvenes más deliciosas y perfectas del tiempo. Y desde su llegada, aquella joven supo captarse el corazón del visir; pero antes de aficionarse a ella, como lo había hecho con el joven, se dijo él: "¡Quién sabe si la fama de esta perla nueva no llegará a oídos del sultán! Más me valdrá regalársela también al sultán antes que mi corazón se aficione a esta joven esclava. ¡De tal modo será menos grande el sacrificio y la pérdida menos cruel!" Así pensando, hizo ir a la joven, la cargó con un regalo para el sultán todavía más rico que el de la primera vez, y le dijo: "¡Tú misma formarás parte del obsequio!" Y le dió, para que se lo entregase al sultán, un billete en que había escrito estos versos:


¡Oh mi señor! ¡en tu horizonte ha aparecido ya una luna, y he aquí el sol ahora!


¡Con lo cual se unen en el mismo cielo estos dos astros de luz para formar, con destino a tu reino, la más hermosa de las constelaciones!


Y he aquí que, después de aquello, el crédito del visir se duplicó en el ánimo del sultán Saladino, quien no perdonaba ocasión de demostrar, ante toda su corte, la estimación y amistad que sentía por él. Y esto hizo que el visir tuviese de tal suerte muchos enemigos y envidiosos, los cuales, proyectando su perdición resolvieron desorientar al sultán con respecto a él. Valiéndose de diversas alusiones y afirmaciones, dejaron entrever a Saladino que el visir conservaba siempre mucha inclinación hacia el joven cristiano, y que no cesaba en desearle ardientemente y de llamarle con toda su alma, sobre todo cuando la brisa fresca del Norte le incitaba al recuerdo de los antiguos paseos. Y le dijeron que se reprochaba con amargura el don que le hizo, y hasta que se mordía los dedos y se saltaba las muelas de despecho y de arrepentimiento. Pero el Sultán Saladino, lejos de prestar oído a aquellas murmuraciones indignas del visir, en quien había puesto toda su confianza, gritó con furiosa voz a los que pronunciaban aquellos discursos: "¡Dejad de mover esas lenguas de perdición contra el visir, o al instante vuestras cabezas os saltarán de los hombros!"

Luego, como era avisado y justo, les dijo: "¡Sin embargo, quiero comprobar esas mentiras y calumnias, y dejar que se vuelvan contra vosotros vuestras propias armas! ¡Voy, pues, a poner a prueba la rectitud de alma de mi visir!" Y llamó al joven, y le preguntó: "¿Sabes escribir?" El aludido contestó: "Sí, ¡oh mi señor!" El sultán dijo: "¡Tomad entonces un papel y un cálamo y escribe lo que voy a dictarte!" Y dictó, como si estuviese redactada por el propio niño, la siguiente carta dirigida al visir:

"¡Oh mi antiguo amo bienamado! Por el sentimiento que tú mismo debes experimentar por mí, comprenderás la ternura que por ti siento y el recuerdo que dejaron en mi alma nuestras delicias de antaño. Por eso me quejo a ti de mi suerte actual en el palacio, donde nada puede hacerme olvidar tus bondades, máxime cuando aquí la majestad del sultán y el respeto que le tengo me impiden disfrutar de sus favores. Te ruego, pues, busques un procedimiento para arrancarme del sultán de una u otra manera. ¡Por lo demás, el sultán hasta ahora no ha estado a solas conmigo, y me verás lo mismo que me dejaste!"

Y escrita esta carta, el sultán hizo que la llevara un esclavo de palacio, que se la entregó al visir, diciéndole: "Tu antiguo esclavo el niño cristiano me encarga que te entregue esta carta de parte suya". Y el visir cogió la carta, la miró un momento, y sin abrirla, escribió las siguientes estrofas al dorso:


"¿Desde cuándo el hombre de experiencia expone, como el insensato, su cabeza en las fauces del león?


"¡No soy de esos cuya razón se somete y sucumbe al amor, ni de los que dan que reír a los envidiosos que ejecutan maniobras solapadas!


"¡Cuando hice el sacrificio de mi alma dándola, es porque sabía bien que, una vez que saliera el alma, no debería ya volver a habitar el cuerpo abandonado!"


Al recibir esta respuesta, el sultán Saladino se entusiasmó, y no dejó de leerla ante la expresión de despecho de los envidiosos. Luego mandó llamar a su visir, y después de darle nuevas pruebas de amistad, le preguntó: "¿Puedes decirnos ¡oh padre de la sabiduría! cómo te arreglas para tener tanto poder sobre ti mismo?"

Y el visir contestó: "¡Jamás dejo que mis pasiones lleguen al umbral de mi voluntad!" ¡Pero Alah es más sabio todavía!


Luego dijo Schehrazada: "¡Ahora que te conté ¡oh rey afortunado! cómo la voluntad del prudente le ayuda a dominar sus pasiones, ¡voy a contarte una historia de amor apasionado!"

Y dijo:



La tumba de los amantes

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Esta historia nos la trasmite en sus escritos Abdalah, hijo de Al-Kaissi.

Dice:

Iba yo un año en peregrinación a la Santa Casa de Alah. Y cuando hube cumplido con todos mis deberes de peregrino, volví a Medina para visitar una vez más la tumba del Profeta (¡Con El la paz y la bendición de Alah!) Y he aquí que estando yo sentado cierta noche en un jardín, no lejos de la tumba venerada, oí una voz que cantaba muy dulcemente en medio del silencio.

Encantado, presté toda mi atención, y escuchando de aquel modo, entendí estos versos que la tal voz cantaba:


¡Oh ruiseñor de mi alma, que exhalas tus cantos en recuerdo de la bienamada...! ¡Oh tórtola de su voz! ¿cuándo responderás a mis gemidos?

¡Oh noche! ¡Cuán larga resultas para aquellos a quienes atormenta la fiebre de la impaciencia, para aquellos a quienes torturan las preocupaciones de la ausencia!


¡Oh luminosa aparecida! ¿acaso no brillaste como un faro en mi camino más que para desaparecer y dejarme errar a ciegas en las tinieblas?


Luego se hizo el silencio. Y miré a todos lados para ver quién acaba de cantar aquellas estrofas apasionadas, cuando se presentó a mí el poseedor de la voz. Y a la claridad que caía del cielo nocturno, vi que era un joven hermoso hasta arrebatar las almas y que tenía bañado en lágrimas el rostro.

Me volví hacia él, y no pude menos que gritar: "¡Ya Alah! ¡qué joven tan hermoso!" Y le tendí los brazos. Y él me miró, y me preguntó: "¿Quién eres y qué me quieres?" Y contesté, inclinándome ante su belleza: "¿Qué voy a querer de ti que no sea bendecir a Alah al mirarte? Por lo que a mí y a mi nombre se refiere, soy tu esclavo Abdalah, hijo de Ma'amar Al-Kaissi. ¡Oh mi señor, cómo desea mi alma conocerte! Tu cántico que oí hace un momento me ha impresionado, y tu presencia acaba de transportarme. ¡Y aquí me tienes dispuesto a sacrificarte mi vida, si pudiera serte útil!" Entonces me miró el joven, ¡ah, con qué ojos! y me dijo: "¡Siéntate, pues, a mi lado!" Y me senté muy cerca de él, con el alma estremecida, y me dijo: "¡Escucha ahora, ya que te he llegado al corazón, lo que acaba de sucederme!"

Y prosiguió en estos términos: "Soy Otbah, hijo de Al Hubab, hijo de Al-Mundhir, hijo de Al-Jamuh el Ansarita. Y he aquí que ayer por la mañana hacía yo mis devociones en la mezquita de la tribu, cuando vi entrar, ondulando sobre su cintura y sus caderas, a varias mujeres muy hermosas, que acompañaban a una joven cuyos encantos borraban los de todas las demás. Y en un momento dado aquella luna se acercó a mí, sin ser notada entre la muchedumbre de fieles, y me dijo: "¡Otbab! ¿qué te parecería la unión con la que es tu amante y desea ser tu esposa?" Luego, antes de que yo tuviese tiempo de abrir la boca para contestarle, ella me dejó y desapareció en medio de sus acompañantes. Después salieron de la mezquita todas juntas, y se perdieron entre la multitud de peregrinos. Y a pesar de todos los esfuerzos que hice para encontrarla, no pude volver a verla desde aquel instante. Y mi alma y mi corazón están con ella. ¡Y mientras no me sea posible volver a verla, no disfrutaré de dicha alguna, aunque gozase de las delicias del paraíso...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 717ª noche

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Ella dijo:

"... Y mi alma y mi corazón están con ella. ¡Y mientras no me sea posible volver a verla, no disfrutaré de dicha alguna, aunque gozase de las delicias del paraíso!"

Habló así, y a medida que se coloreaban sus mejillas sombreadas, crecía mi cariño hacia él. Y le dije cuando calló: "¡Oh Otbah! ¡oh primo mío ¡pon tu esperanza en Alah, y ruégale que te otorgue el perdón de tus pecados! Por lo que a mí se refiere, heme aquí dispuesto a ayudarte con todo mi poder y con todos mis medios para que encuentres a la joven de tus pensamientos. ¡Porque al verte sentí que mi alma iba por sí misma en pos de tu persona, y lo que haga yo por ti en lo sucesivo será únicamente por ver bajarse contentos hacia mí tus ojos!" Y así diciendo, le oprimí contra mí afectuosamente, y le besé como un hermano besaría a su hermano; y durante toda la noche no cesé de tranquilizar su alma querida. Y en verdad que en toda mi vida olvidaré aquellos momentos deliciosos e incompletos pasados al lado suyo.

Al día siguiente fui con él a la mezquita, y le dejé pasar el primero por consideración. Y estuvimos juntos allí, desde por la mañana hasta mediodía, hora en que las mujeres suelen ir a la mezquita. Pero, con gran desaliento por nuestra parte, observamos que ya estaban en la mezquita todas las mujeres, sin que entre ellas se encontrara la joven. Y al ver yo la pena que aquel descubrimiento producía en mi joven amigo, le dije: "¡No te inquietes por eso! ¡Voy a preguntar por tu bienamada a estas mujeres que ayer estaban con ella!"

Y salí corriendo hasta llegar junto a ellas, y conseguí al fin que me enterasen de que la joven era una virgen de muy alta estirpe que se llamaba Riya, y era hija de Al-Ghitrif, jefe de la tribu de los Bani-Sulem. Y les pregunté: "¡Oh mujeres de bien! ¿por qué no ha venido ella hoy con vosotras?" Contestaron: "¿Cómo ha de hacerlo, si su padre, que custodió a los peregrinos durante la travesía por el desierto desde el Irak hasta la Meca, ha regresado ayer con sus jinetes a su tribu, que está a orillas del Eufrates, y ha llevado consigo a su hija Riya?" Y les di las gracias por sus informes, y volví al lado de Otbah; y le dije: "¡Las noticias que te anuncio ¡ay! no están de acuerdo con mis deseos!" Y le puse al corriente de la marcha de Riya con su padre hacia la tribu. Luego le dije: "Pero tranquiliza tu alma, ¡oh Otbah! ¡oh primo mío! porque Alah me ha concedido riquezas numerosas, y estoy dispuesto a gastarlas para hacerte llegar al logro de tus fines. ¡Y desde este momento voy a tomar parte en el asunto, y a llevarlo a buen término, con ayuda de Alah!" Y añadí: "¡Pero has de tomarte el trabajo de acompañarme!" Y se levantó y me acompañó hasta la mezquita de sus parientes los Ansaritas.

Allí esperamos a que se reuniese el pueblo, y saludé a la asamblea, y dije: "¡Oh creyentes Ansaritas reunidos aquí! ¿qué opinión tenéis acerca de Otbah y del padre de Otbah?" Y contestaron a la vez: "¡Todos creemos que son árabes, pertenecientes a una familia ilustre y de una noble tribu!" Y les dije: "Sabed, pues, que Otbah, hijo de Al-Hubab, está consumido por una pasión violenta. ¡Y vengo precisamente a rogaros que unáis vuestros esfuerzos a los míos para asegurar su dicha!" Contestaron: "¡De todo corazón amistoso!" Dije: "¡En este caso, tenéis que acompañarme a las tiendas de los Bani-Sulem para ver al jeique Al-Ghitrif, su jefe, a fin de pedirle en matrimonio a su hija Riya para vuestro primo Otbah, hijo de Al-Hubab!" Y todos contestaron con el oído y la obediencia. Entonces monté a caballo, y también Otbah; y la asamblea hizo lo mismo. Y pusimos a galope tendido nuestros caballos sin detenernos. Y de tal suerte conseguimos llegar a las tiendas de los jinetes del jeique Al-Ghitrif, a seis jornadas de Medina.

Cuando nos vió llegar el jeique Al-Ghitrif, salió a nuestro encuentro hasta la puerta de su tienda, y después de las zalemas, le dijimos: "Venimos a pedirte hospitalidad, ¡oh padre de los árabes!" El contestó: "Bienvenidos seáis a nuestras tiendas ¡oh nobles huéspedes!" Y así diciendo, al punto dió a sus esclavos las órdenes necesarias para recibirnos como era debido. Y los esclavos extendieron en honor nuestro esteras y alfombras, y mataron carneros y camellos para ofrecernos un espléndido festín...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 718ª noche

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Ella dijo:

"... y mataron carneros y camellos para ofrecernos un espléndido festín. Pero cuando llegó el momento de sentarnos a tomar parte en el festín, nos negamos a ello; y en nombre de toda la asamblea, declaré yo al jeique Al-Ghitrif: "¡Por los merecimientos sagrados del pan y de la sal, y por la fe de los árabes, que no tocaremos ninguno de estos manjares mientras no hayas accedido a nuestra demanda!" Y dijo Al-Ghitrif: "¿Y cuál es vuestra demanda?" Contesté: "¡Venimos a solicitarte para el matrimonio de tu noble hija Riya con Otbah; hijo de Al-Hubab el Ansarita, hijo de Al-Mundhir, hijo de Al-Jamuh, el bravo, el bueno, el ilustre, el victorioso, el excelente!" Y cambiando repentinamente de color, el padre de Riya nos dijo inmediatamente con voz tranquila: "¡Oh hermanos árabes! dueña de su voluntad es la que me hacéis el honor de pedirme en matrimonio para el ilustre Otbah, hijo de Al-Hubab. Y no he de contrariar su voluntad. ¡Ella es, pues, quien tiene que hablar! ¡Y al mismo instante voy a buscarla para pedirle su opinión!" Y se levantó, alejándose de nosotros, muy pálido, llena de cólera la nariz y con una cara que por sí sola desmentía el sentido de sus palabras.

Se fué, pues, a su tienda en busca de su hija Riya, la cual, muy asustada por la expresión de su rostro, le preguntó: "¡Oh padre mío! ¿por qué la cólera altera de modo tan violento la tranquilidad de tu alma?" Y se sentó él en silencio junto a su hija; y según supimos más tarde, acabó por decirle: "¡Has de saber ¡oh Riya, hija mía! que acabo de dar hospitalidad a unos Ansaritas que vinieron a mí con el fin de pedirte en matrimonio para uno de ellos!"

Ella dijo: "¡Oh padre! ¡la familia de los Ansaritas es una de las más ilustres entre los árboles! ¡Y has hecho bien en darles hospitalidad! Pero dime, ¿para cuál de ellos acaban de pedirme en matrimonio?" El contestó: "¡Para Otbah, hijo de Hubab!" Ella dijo: "¡Se trata de un joven conocido! ¡Y es digno de entrar en tu raza!" Pero exclamó él, lleno de furor: "¿Qué palabras acabas de pronunciar? ¿Es que has entablado relaciones con él? ¡Porque ¡por Alah! he jurado a mi hermano en otro tiempo que te concedería en matrimonio a su hijo, y ninguno, a no ser el hijo de tu tío, es digno de entrar en mi familia!" Ella dijo: "¡Oh padre! ¿y qué vas a responder a los Ansaritas? ¡Son árabes llenos de nobleza y muy susceptibles en todas las cuestiones de preeminencia y honor! Y si me niegas en matrimonio a uno de ellos, vas a atraer sobre ti y la tribu su rencor y el efecto de su venganza. ¡Porque se creerán menospreciados por ti y no te lo perdonarán!"

El dijo: "¡Verdad dices! Pero voy a disimular mi negativa pidiendo para ti una dote exorbitante. Porque dice el proverbio: "¡Si no quieres casar a tu hija, exagera tu petición de dote!"

Dejó, pues, a su hija y volvió a nuestro lado para decirnos: "La hija de la tribu ¡oh huéspedes míos! no se opone a vuestra petición de matrimonio; pero exige una dote que sea digna de sus méritos. ¿Quién de entre vosotros podrá darme el valor de esa perla incomparable?" A estas palabras, se adelantó Otbah y dijo: "¡Yo!" El jeique dijo: "¡Pues bien; mi hija pide mil brazaletes de oro rojo, cinco mil monedas de oro del cuño de Hajar, un collar de cinco mil perlas, mil piezas de tela de seda indiana, doce pares de botas de cuero amarillo, diez sacos de dátiles del Irak, mil cabezas de ganado, una yegua de la tribu de Anazi, cinco cajas de almizcle, cinco pomos de esencia de rosas y cinco cajas de ámbar gris!"

Y añadió, encarándose con Otbah: "¿Eres hombre que se preste a esta demanda?" Y contestó Otbah: "¿Lo dudas, oh ¡padre de los árabes!? ¡No solamente accedo a pagarte la dote pedida, sino que añadiré a ella algo más aún!"

Entonces yo me volví a Medina con mi amigo Otbah, y no sin muchos esfuerzos y trabajos, logramos reunir todas las cosas pedidas. Y gasté sin tasa mi dinero, con más gusto que si hubiese hecho para mí todas aquellas compras. Y regresamos a las tiendas de los Bani-Sulem con todas nuestras compras, y nos apresuramos a entregárselas al jeique Al-Ghitrif. Y sin poder ya retirarse de su palabra, el jeique se vió obligado a recibir a todos sus huéspedes los Ansaritas, que se reunieron para cumplimentarle por el matrimonio de su hija. Y comenzaron los festejos y duraron cuarenta días. Y degolláronse camellos y corderos en gran número, y se guisaron en calderas manjares de todas clases, de los que cada individuo de la tribu podía comer a su antojo.

Al cabo de aquel tiempo, preparamos un palanquín suntuoso que pusimos al lomo de un tronco de camellos, y en él colocamos a la recién casada. Y partimos todos en el límite de la alegría, seguidos por una caravana entera de camellos cargados con presentes. Y mi amigo Otbah estaba lleno de gozo en espera del día de la llegada, en que por fin se encontraría a solas con su bienamada. Y durante todo el viaje no la abandonaba un instante, y le hacía compañía en su palanquín, de donde no bajaba más que para favorecerme con una conversación de amistad, confianza y gratitud...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 719ª noche

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Ella dijo:

"... Y durante todo el viaje no la abandonaba un instante, y le hacía compañía en su palanquín, de donde no bajaba más que para favorecerme con una conversación de amistad, confianza y gratitud. Y yo me regocijaba con toda el alma y me decía: "¡Hete aquí ¡oh Abdalah! convertido en amigo de Otbah, porque, olvidando tus propios sentimientos, supiste conmover su corazón uniéndole a Riya! ¡No dudes de que algún día será recompensado con creces tu sacrificio! ¡Y también tú disfrutarás del cariño de Otbah hasta el límite de lo deseable y exquisito!"

Estábamos a una jornada de marcha de Medina, cuando al anochecer nos detuvimos para descansar en un oasis. Y la paz era completa; y la luz de la luna reía ante la alegría de nuestro campamento; y por encima de nuestras cabezas, doce palmeras, que parecían doce jóvenes, acompañaban con los susurros de sus ramas la canción de la brisa nocturna. Y como los autores del mundo en días antiguos, disfrutábamos de la hora llena de quietud, de la frescura del agua, de la hierba espesa y de la dulzura del aire.

Pero ¡ay! no se puede escapar al destino, aunque se tengan alas para rehuirle. ¡Y mi amigo Otbah tenía que apurar hasta las heces la copa inevitable! En efecto, de improviso turbó nuestro reposo el ataque de unos jinetes armados que cayeron sobre nosotros lanzando gritos y aullidos. Eran jinetes de la tribu de los Bani-Sulem, enviados por el jeique Al-Ghitrif para que raptaran a su hija. Porque no se había atrevido a violar en sus tiendas las leyes de la hospitalidad, y había esperado a que nos alejáramos para hacer que nos atacaran de aquel modo sin faltar ya a las costumbres del desierto. Pero no contaba con el valor de Otbah y de nuestros jinetes, que resistieron con gran valor el ataque de los Bani-Sulem, y tras de matar gran número de ellos, acabaron por derrotarles. Pero en medio de la refriega, mi amigo Otbah recibió una lanzada, y cuando estuvo de vuelta en el campamento, cayó muerto en mis brazos.

Al ver aquello, la joven Riya lanzó un grito angustioso y se desplomó sobre el cuerpo de su amante. Y se pasó toda la noche lamentándose. Y cuando llegó la mañana, nos la encontramos muerta de desesperación. ¡Que Alah les tenga a ambos en Su Misericordia! Y cavamos para ellos una tumba en la arena, y les enterramos uno junto al otro. Y con el alma dolorida, regresamos a Medina. Y cuando terminé lo que tenía que terminar, me volví a mi país.

Pero siete años más tarde, me invadió el deseo de hacer otra peregrinación a los santos lugares. Y mi alma anheló ir a visitar la tumba de Otbah y de Riya. Y cuando llegué a la tumba, la vi sombreada por un árbol hermoso de especie desconocida, que habían plantado piadosamente los de la tribu de los Ansaritas. Y me senté en la piedra, a la sombra del árbol, llorando y con el alma entristecida. Y pregunté a los que me acompañaban: "¡Oh amigos míos! ¿cuál es el nombre de este árbol que llora conmigo la muerte de Otbah y de Riya?" Y me contestaron: "Se llama el Árbol de los Amantes". ¡Ah! ¡ojalá, oh Otbah! reposes en la paz de tu Señor, a la sombra del árbol que se lamenta encima de tu tumba!



El divorcio de Hind

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Cuentan que la joven Hind, hija de Al-Nemán, era la joven más bella entre las jóvenes de su tiempo, y sus ojos, su finura y sus encantos la hacían parecerse en todo a una gacela. Y he aquí que la fama de su belleza llegó a oídos de Al-Hajage, gobernador del Irak; y éste la pidió en matrimonio. Pero el padre de Hind no quiso concedérsela por menos de una dote de doscientos mil dracmas de plata, a pagar antes del matrimonio, con la condición de pagarle también, en caso de divorcio, otros doscientos mil dracmas. Y Al-Hajage aceptó todas las condiciones, y se llevó a Hind a su casa.

Pero Al-Hajage, para amargura y calamidad suyas, era impotente. Y había venido al mundo con un zib de lo más deforme y con el ano obstruído. Y como con aquella constitución no podía vivir el niño, el diablo se apareció bajo forma humana a la madre, y le previno que, si quería que viviese su hijo, tenía que darle de mamar, en vez de leche, sangre de dos cabritos negros, de un cabrón negro y de una serpiente negra. Y la madre siguió aquel consejo y obtuvo el efecto deseado. Sin embargo, la impotencia y la deformidad, que son dones de Satán y no de Alah el Generoso, continuaron siendo patrimonio del niño cuando se hizo hombre.

Así es que, cuando Al-Hajage se llevó a Hind a su casa, estuvo mucho tiempo sin atreverse a acercarse a ella más que de día y sin tocarla, a pesar de todo el deseo que tenía de hacerlo.

Y no tardó Hind en conocer el motivo de aquella abstinencia, y lo lamentó mucho con sus esclavas.

Y he aquí que un día fué a verla Al-Hajage, como de costumbre, para regocijarse los ojos con su belleza. Y estaba ella de espaldas a la puerta, distraída en mirarse al espejo, y cantando estos versos:


¡Hind, yegua de noble sangre árabe, hete aquí condenada a vivir con un miserable mulo!


¡Oh! ¡desembarazadme de estos ricos trajes de púrpura, y devolvedme mis ropas de pelo de camello!


¡Abandonaré este palacio odioso para volver a los lugares donde las tiendas negras de la tribu crujen al viento de mi desierto!


¡Allá donde la flauta y el céfiro se hablan con melodías a través de los agujeros de la tienda, melodías más dulces para mí que la música de laúdes y tambores!


Y donde los jóvenes de la tribu, criados con sangre de leones, son potentes y hermosos como leones!


¡Aquí, morirá Hind sin posteridad, al lado de un miserable mulo!


Cuando Al-Hajage oyó el canto en que Hind le comparaba con un mulo, salió de la habitación, lleno de desaliento, sin que su esposa advirtiese su presencia y su desaparición, y mandó al instante que buscaran al kadí Abdalah, hijo de Taher, para hacer pronunciar su divorcio. Y Abdalah se presentó a Hind, y le dijo: "¡Oh hija de Al-Nemán! ¡he aquí que Al-Hajage Abu-Mohammad te envía doscientos mil dracmas de plata, y al propio tiempo me encarga de llenar en nombre suyo las formalidades de su divorcio contigo!"

Y exclamó Hind: "¡Gracias a Alah, he aquí atendido mi ruego, y heme aquí en libertad para volverme con mi padre! ¡Oh hijo de Taher! no podías darme una noticia más agradable que la de que estoy libre de ese perro inoportuno. ¡Guárdate, pues, esos doscientos mil dracmas, como recompensa por la feliz noticia que me traes!


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 720ª noche

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Ella dijo:

"¡... Guárdate, pues, esos doscientos mil dracmas, como recompensa por la feliz noticia que me traes!"

Entonces el califa Abd Al-Malek ben-Merwán, que había oído hablar de la incomparable belleza y del ingenio de Hind, la deseó, y envió a pedirla en matrimonio. Pero ella le contestó con una carta en que, después de las alabanzas a Alah y de las fórmulas de respeto, le decía: "¡Sabe ¡oh Emir de los Creyentes! que el perro ha manchado el vaso al tocarlo con el hocico para olerlo!"

Y cuando recibió esta carta, el califa se echó a reír a carcajadas, y al punto escribió esta respuesta: "¡Oh Hind! ¡si el perro manchó el vaso al tocarlo con el hocico, lo lavaremos siete veces, y con el uso que hagamos de él, lo purificaremos! "

Y al ver que el califa, a pesar de los obstáculos que ella le oponía, continuaba deseándola ardientemente, Hind no pudo por menos de inclinarse. Aceptó, pues, pero poniendo una condición, como se lo escribió en otra carta en que, después de las alabanzas y las fórmulas, decía: "¡Sabe ¡oh Emir de los Creyentes! que no partiré más que con una condición: que Al-Hajage, con los pies descalzos, conduzca de la brida, durante todo este viaje, mi camello hasta tu palacio!"

Esta carta hizo reír al califa aún más que la primera. Y transmitió a Al-Hajage la orden de conducir de la brida el camello de Hind. Y no obstante todo su despecho, como Al-Hajage sabía bien que no podía hacer más que obedecer las órdenes del califa, fué con los pies descalzos hasta la morada de Hind, y cogió al camello por la brida. Y montó Hind en su litera, y durante todo el camino no dejó de divertirse con toda el alma a costa de su conductor. Y llamó a su nodriza, y le dijo: "¡Oh nodriza mía! descorre un poco las cortinas del palanquín!" Y la nodriza separó las cortinas, y sacó Hind la cabeza por la portezuela, y tiró a tierra un dinar de oro que fué a caer en medio del barro. Y se encaró con su antiguo esposo, y le dijo: "¡Oh canciller, devuélveme esa moneda de plata!" Y Al-Hajage recogió la moneda y se la entregó a Hind, diciéndole: "¡Es un dinar de oro y no una moneda de plata!" Y echándose a reír, exclamó Hind: "¡Loores a Alah, que hace convertirse la plata en oro, a pesar de la suciedad del barro!" Y Al-Hajage, al oír estas palabras, comprendió que aquello era una nueva burla de Hind para humillarle. Y se puso muy colorado de vergüenza y de cólera. ¡Pero bajó la cabeza y se vió obligado a ocultar su rencor contra Hind, convertida en esposa del califa!


Cuando Schehrazada hubo contado esta historia, se calló. Y le dijo el rey Schahriar: "Me gustan esas anécdotas, Schehrazada. Pero querría oír ahora una historia maravillosa. ¡Y si es que no sabes más, dímelo para que me entere!"

Y Schehrazada exclamó: "¿Y dónde hay una historia más maravillosa que la que precisamente voy a contar en seguida al rey, siempre que me lo permita?"

Y dijo Schahriar: "¡Te lo permito!"



Historia maravillosa del espejo de las vírgenes

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Y Schehrazada dijo al rey Schahriar:


He llegado a saber ¡oh rey afortunado! ¡oh dotado de ideas excelentes! que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y de los momentos, había en la ciudad de Bassra un sultán que era un joven admirable y delicioso, lleno de generosidad y de valentía, de nobleza y de poderío, y se llamaba el sultán Zein. Pero, a pesar de las grandes cualidades y de los dones de todas clases, que hacían que no tuviese par a lo largo ni a lo ancho del mundo, el tal joven y encantador sultán Zein era un extraordinario disipador de riquezas, un pródigo que no tenía freno ni orden, y que, con las liberalidades de su mano abierta a jóvenes favoritos glotones en extremo, y con lo que gastaba en las mujeres innumerables de todos colores y de todas estaturas que mantenía en palacios suntuosos, y con la compra no interrumpida de nuevas jóvenes que a diario le procuraban, en estado de virginidad, por precios exorbitantes, para que las metiese el diente, había acabado por agotar completamente los inmensos tesoros acumulados desde hacía siglos por sus abuelos los sultanes y los conquistadores. Y un día su visir fue a anunciarle, después de besar la tierra entre sus manos, que las arcas del oro estaban vacías y que no había con qué pagar al día siguiente a los proveedores del palacio; y no bien le hubo anunciado aquella mala noticia, por miedo al palo se apresuró a marcharse como había venido.

Cuando el joven sultán Zein se enteró así de que habíanse consumido todas sus riquezas, se arrepintió de no haber pensado en reservarse una parte para los días negros del destino; y se entristeció en el alma hasta el límite de la tristeza. Y se dijo: "Ya no te queda, sultán Zeid, más que huir de aquí y dejar el trono decadente del reino de tus padres, a quien quiera apoderarse de él, abandonando a su suerte a tus favoritos tan queridos, a tus concubinas jóvenes, a tus mujeres y tus asuntos de gobierno. Porque es preferible ser un mendigo en el camino de Alah, a ser un rey sin riquezas y sin prestigio, y ya conoces el proverbio que dice: "¡Más vale estar en la tumba que en la pobreza!"

Y así pensando, esperó que llegara la noche para disfrazarse y salir por la puerta secreta de su palacio sin ser visto por nadie. Y se disponía a coger un báculo y a ponerse en camino cuando Alah el Omnividente, el Omnioyente, le trajo a la memoria las últimas palabras y recomendaciones de su padre. Porque, antes de morir, su padre le había llamado, y entre otras cosas le había dicho: "¡Y sobre todo ¡oh hijo mío! no olvides que, si el destino se vuelve un día contra ti, encontrarás en el armario del archivo un tesoro que te permitirá hacer frente a todos los embates de la suerte!"

Cuando Zein recordó estas palabras, que habíanse borrado completamente de su memoria, corrió sin tardanza al armario del archivo y lo abrió, temblando de alegría. Pero por más que miró, hojeó y examinó, revolviendo papeles y registros y desordenando los anales del reino, no encontró en aquel armario ni oro, ni olor de oro, ni plata, ni olor de plata, ni joyas, ni pedrerías, ni nada que de cerca o de lejos se pareciese a aquellas cosas. Y desesperado hasta no poder contener más desesperación su pecho, y muy furioso por haber visto defraudada su esperanza, empezó a sacarlo todo y a tirar los papeles del reino en todas direcciones, y a pisotearlos con rabia, cuando de pronto sintió que resistía a su mano devastadora un objeto duro como de metal. Y lo cogió, y cuando lo hubo mirado, vio que era un pesado cofrecillo de cobre rojo. Y se apresuró a abrirlo; y no encontró dentro más que un billete doblado y sellado con el sello de su padre. Entonces, aunque estaba muy descorazonado, rompió el precinto y leyó en el papel estas palabras trazadas de puño y letra de su padre: "¡Ve, hijo mío, a tal sitio del palacio, llévate un azadón y cava por ti mismo la tierra con tus manos, invocando a Alah!"

Cuando hubo leído este billete, Zein se dijo: "¡He aquí que tengo que hacer ahora el trabajo penoso de los labradores! ¡Pero ya que tal es la voluntad de mi padre, no quiero desobedecerlo!" Y bajó al jardín, cogió el azadón que estaba apoyado contra el muro de la casa del jardinero y fué al sitio designado, que era un subterráneo situado debajo del palacio...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 721ª noche

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La pequeña Doniazada, hermana de Schehrazada, se levantó de la alfombra en que estaba acurrucada y exclamó: "¡Oh hermana mía! ¡cuán dulces y amables y sabrosas en su frescura son tus palabras!" Y dijo Schehrazada, besando en los ojos a su hermana: "¡Sí! pero ¿qué es lo anterior comparado con lo que voy a contar esta noche, siempre que me lo permita este rey bien educado y dotado de buenas maneras? Y dijo el rey Schahriar: "¡Permitido!"

Entonces Schehrazada continuó así:

"... El joven Zein cogió un azadón y fué al subterráneo, situado debajo del palacio. Y encendió una antorcha, y a aquella claridad empezó por golpear el suelo del subterráneo con el mango de su azadón, y de tal suerte acabó por percibir una resonancia profunda. Y se dijo "¡Ahí es donde tengo que cavar!" Y se puso a cavar de firme; y levantó más de la mitad de las baldosas del pavimento sin dar con la menor apariencia del tesoro. Y dejó la tarea para descansar, y apoyándose contra el muro, pensó: "¡Por Alah! ¿y desde cuándo, sultán Zein, necesitas correr detrás de tu destino y buscarlo hasta en las profundidades de la tierra, en vez de esperarlo sin preocupaciones, sin fatigas y sin trabajo? ¿Es que no sabes que lo que pasó, pasado está y lo que se escribió, escrito está y deberá ocurrir?"

Sin embargo, cuando descansó un poco, continuó su tarea, quitando las baldosas sin muchas esperanzas; y he aquí que de repente dejó al descubierto una piedra blanca, que hubo de levantar; y debajo encontró una puerta que tenía puesto un candado de acero. Y rompió aquel candado a azadonazos y abrió la puerta.

Entonces se vió en lo alto una magnífica escalera de mármol blanco que daba acceso a una amplia sala cuadrada, toda de porcelana blanca de China y de cristal, y cuyo artesonado y techo y columnata eran de lapislázuli celeste. Y vió en aquella sala cuatro estrados de nácar, sobre cada uno de los cuales había diez ánforas grandes de alabastro y de pórfido alternadas. Y se preguntó: "¿Quién sabe qué contendrán estas hermosas ánforas? ¡Es muy probable que mi difunto padre hiciera que las llenaran de vino añejo, el cual ahora debe alcanzar los límites extremos de la excelencia!" Y así pensando, subió uno de los cuatro estrados, se acercó a una de las ánforas y quitó la tapa. Y ¡oh sorpresa! ¡oh alegría! ¡oh danza! vió que estaba llena de polvo de oro hasta el borde. Y para cerciorarse de ello mejor, metió el brazo sin poder llegar al fondo, y lo sacó todo dorado y reluciente de sol. Y se apresuró a quitar la tapa a otra ánfora y vió que estaba llena de dinares de oro y de zequíes de oro de todos tamaños. Y examinó una tras otra las cuarenta ánforas, y vió que todas las de alabastro estaban repletas de dinares y de zequíes de oro...

Al ver aquello, el joven Zein se dilató y se esponjó y se tambaleó y se convulsionó; luego se puso a gritar de alegría, y dejando su antorcha en una cavidad de la pared de cristal, inclinó hacia él una de las ánforas de alabastro, y se echó por la cabeza, por los hombros, por el vientre y por todas partes polvo de oro; y se bañó en ello con una voluptuosidad que no sintió nunca en los hammams más deliciosos. Y exclamó: "¡Vaya, vaya, sultán Zein! ¿con que querías coger el báculo del derviche y ya te disponías a recorrer los caminos de Alah mendigando? ¡Y he aquí que la bendición ha descendido sobre tu cabeza, porque no dudaste de la generosidad del Donador y derrochaste a mano abierta los primeros bienes que te dió! Refréscate, pues, los ojos y tranquiliza tu alma. ¡Y no temas poder agotar de nuevo los dones incesantes de Quien te ha creado!" Y al mismo tiempo inclinó todas las demás ánforas de alabastro, y vertió en la sala de porcelana el contenido. E hizo lo propio con las ánforas de pórfido, cuyos dinares y zequíes hacían estremecerse con sus caídas sonoras y sus tintineos los ecos de la porcelana y el armonioso cristal. Y sumergió su cuerpo amorosamente en medio de aquel amontonamiento de oro, en tanto que, a la luz de la antorcha, la sala blanca y azul unía el resplandor de sus paredes milagrosas a las fulgurantes chispas y las llamaradas gloriosas que escapábanse del seno de aquel incendio frío.

Cuando el joven sultán se bañó en oro de aquel modo, recreándose en ello para olvidar el recuerdo de la miseria que había amenazado su vida y le tuvo a punto de abandonar el palacio de sus padres, se levantó chorreando cascadas inflamadas, y más calmado ya, se puso a examinarlo todo con extremada curiosidad, asombrándose de que su padre el rey hubiese hecho abrir aquel subterráneo y construir en él aquella sala admirable tan secretamente, que nadie en el palacio oyó nunca hablar de semejante cosa. Y sus ojos atentos acabaron por notar en un rincón, escondido entre dos columnas, un minúsculo cofrecillo, semejante en un todo, aunque más pequeño, al que había encontrado en el armario del archivo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 722ª noche

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Ella dijo:

"... Y sus ojos atentos acabaron por notar en un rincón, escondido entre dos columnas, un minúsculo cofrecillo, semejante en un todo, aunque más pequeño, al que había encontrado en el armario del archivo. Y lo abrió, y encontró dentro una llave de oro incrustada de pedrerías. Y se dijo: "¡Por Alah! ¡esta llave debe ser la que abre el candado que he roto!" Luego reflexionó y pensó: "El caso es que ¿cómo iba a cerrarse entonces el candado desde afuera? Esta llave, por consiguiente, debe servir para otra cosa". Y se puso a buscar por todas partes a ver si descubría para qué servía la llave. Y examinó con atención extremada todas las paredes de la sala, y acabó por encontrar, en medio de un testero, una cerradura. Y pareciéndole que sería la correspondiente a la llave que tenía él, la probó , y al punto cedió y se abrió de par en par una puerta. Y así pudo penetrar en otra sala, todavía más maravillosa que la anterior. Porque toda ella, desde el suelo hasta el techo, era de loza verde con labrados de oro, y se la creería tallada en esmeralda marina. Y verdaderamente, era tan hermosa en su desnudez de todo adorno, que en ningún sueño se hubiera imaginado otra parecida. Y en medio de aquella sala se mantenían de pie, bajo la bóveda, seis jóvenes como lunas y brillando de por sí con un brillo que iluminaba toda la sala. Y se erguían sobre pedestales de oro macizo; y no hablaban. Y encantado, a la vez que estupefacto, avanzó Zein hacia ellas para verlas más de cerca y hacerles su zalema; pero advirtió que no estaban vivas, sino que cada cual estaba hecha de un solo diamante.

Al ver aquello, exclamó Zein, en el límite del asombro: "¡Ya Alah! ¿cómo se arreglaría mi difunto padre para poseer semejantes maravillas?" Y las examinó aun con más atención, y observó que, erguidas sobre sus pedestales, rodeaban al séptimo pedestal, el cual permanecía sin ninguna joven cubierto con una tapicería de seda en que había escritas estas palabras:


¡Has de saber ¡oh hijo mío Zein! que me ha costado mucho trabajo adquirir estas jóvenes de diamante. Pero por más que sean maravillosas de belleza, no creas que son lo más admirable de la tierra. Porque existe una séptima joven, más brillante e infinitamente más bella, que las supera, y ella sola vale más que mil como las que estás viendo. Si anhelas, pues, verla y hacerla tuya para colocarla encima del séptimo pedestal que la aguarda, no tienes más que hacer aquello que la muerte no me permitió llevar a cabo. Ve a la ciudad de El Cairo y busca en ella a uno de mis antiguos criados llamado Mubarak, a quien no te costará ningún trabajo descubrir. Y después de las zalemas, cuéntale lo que te ha sucedido. Y te reconocerá como hijo mío y te conducirá hasta el sitio en que se halla esa incomparable joven. Y la adquirirás. Y regocijará tu vista para el resto de tus días! ¡Uassalam, ya Zein!


Cuando el joven Zein hubo leído estas palabras, se dijo: "¡Ciertamente, me guardaré muy mucho de aplazar ese viaje a El Cairo! ¡Porque muy maravilloso ejemplar ha de ser la séptima joven para que mi padre me asegure que ella sola vale tanto como las reunidas aquí y otras mil análogas!" Y teniendo decidido partir, salió del subterráneo un instante para volver con una banasta que llenó de dinares y de zequíes de oro. Y la transportó a su aposento. Y se pasó parte de la noche llevando a sus habitaciones algo de aquel oro, sin que nadie notase sus idas y venidas. Y cerró la puerta del subterráneo, y subió a acostarse para descansar.

Pero al día siguiente convocó a sus visires, emires y grandes del reino, y les participó su intención de ir a Egipto para cambiar de aires. Y encargó para que gobernara el reino durante su ausencia a su gran visir, que era el mismo precisamente que tanto hubo de temer al palo en vista de la mala noticia anunciada. La escolta que debía acompañarle en el viaje estaba compuesta de un número reducido de esclavos, escogidos cuidadosamente. Y partió él sin pompa ni cortejo. Y Alah le escribió la seguridad, y llegó sin contratiempo a El Cairo.

Allí se apresuró a pedir noticias de Mubarak, y le dijeron que en El Cairo no conocían por este nombre más que a un rico mercader, síndico del zoco, que vivía con toda comodidad y holgura en su palacio, cuyas puertas estaban abiertas para los pobres y para los extranjeros. Y Zein se hizo conducir al palacio de aquel Mubarak, y se encontró a la puerta con gran número de esclavos y eunucos que, tras de avisar a su amo, se apresuraron a desearle la bienvenida. Y le hicieron pasar por un patio grande y atravesar una sala magníficamente adornada, en la cual le esperaba el amo de la casa sentado en un diván de seda. Y se retiraron.

Entonces avanzó Zein hacia su huésped, que levantóse en honor suyo y, después de las zalemas, le rogó que se sentara a su lado, diciéndole: "¡Oh mi señor! ¡La bendición entró en mi casa al mismo tiempo que tú!" Y le abrazó con gran cordialidad, y se guardó mucho de faltar a los deberes de hospitalidad y preguntándole su nombre y la causa que motivaba su presencia. Así es que fue Zein quien interrogó a su huésped, diciéndole: "¡Oh mi señor! aquí donde me ves, acabo de llegar de Bassra, que es mi país, en busca de un hombre llamado Mubarak, que en otro tiempo se contó entre los esclavos del difunto rey de quien soy hijo. Y si me preguntaras mi nombre, te diría que me llamo Zein. ¡Y ahora soy yo mismo el sultán de Bassra...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 723ª noche

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Ella dijo:

"... Y si me preguntaras mi nombre, te diría que me llamo Zein. ¡Y ahora soy yo mismo el sultán de Bassra!"

Al oír estas palabras, el mercader Mubarak, en el límite de la emoción, se levantó del diván, y arrojándose a los pies de Zein besó la tierra entre sus manos, y exclamó: "¡Loores a Alah! ¡oh mi señor! que ha permitido la reunión del amo y del esclavo! ¡Ordena y te responderé con el oído y la obediencia! ¡Porque yo mismo soy ese Mubarak, esclavo de tu padre el difunto rey! ¡No muere el hombre que engendra! ¡Oh hijo de mi amo! ¡Este palacio es tu palacio, y yo soy propiedad tuya!". Entonces Zein, levantando del suelo a Mubarak, le contó cuanto le había sucedido, desde el principio hasta el fin, y sin omitir un detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo. Y añadió: "¡Por tanto, vengo a Egipto para que me ayudes a encontrar esa maravillosa joven de diamante!" Y contestó Mubarak: "¡De todo corazón leal y como homenaje debido! Soy el esclavo no liberto, y mi vida y mis bienes te pertenecen por derecho propio. ¡Pero antes de ir en busca de la joven de diamante, ¡oh mi señor! conviene que descanses de las fatigas del viaje y que me permitas dar un festín en honor tuyo!" Pero Zein contestó: "Has de saber ¡oh Mubarak! que, por lo que afecta a tu calidad de esclavo, puedes considerarte libre en adelante, porque te liberto y excluyo tu persona de mis bienes y propiedades. ¡En cuanto a la joven de diamante, es preciso que vayamos en su busca sin tardanza, pues no me ha fatigado el viaje, y la impaciencia que me embarga me impediría disfrutar del menor reposo!"

Entonces, viendo lo firme que era la resolución del príncipe Zein no quiso contrariarle, y después de besar por segunda vez la tierra entre sus manos para darle gracias por el don que acababa de hacerle de su libertad, y tras de besarle la orla del manto y cubrirse con ella la cabeza, se levantó y dijo a Zein: "¡Oh mi señor! ¿pero has reflexionado acerca de los peligros que vas a correr en esta expedición? ¡Porque la joven de diamante está en el palacio del Anciano de las Tres Islas! Y las Tres Islas se hallan situadas en un país cuyo umbral no puede trasponer la generalidad de los hombres. Sin embargo, yo puedo conducirte, pues conozco la fórmula que hay que pronunciar para penetrar en él!" Y contestó el príncipe Zein: "Estoy pronto a afrontar todos los peligros con tal de adquirir esa joven de diamante, ya que no sucederá nada que no deba suceder. ¡Y heme aquí con el pecho hinchado por todo mi valor para ir en busca del Anciano de las Tres Islas!"

Entonces ordenó Mubarak a los esclavos que dispusieran todo lo necesario para la marcha. Y tras de hacer sus abluciones y la plegaria, montaron a caballo y se pusieron en camino. Y viajaron días y noches por llanuras y desiertos y por parajes solitarios en donde no había más que hierba y la presencia de Alah. Y durante aquel viaje se ofreció a ellos sin cesar el espectáculo de cosas, a cual más extraña, que encontraban por primera vez en su vida. Y acabaron por llegar a una pradera deliciosa, en donde se apearon de los camellos, y encarándose con los esclavos que les seguían, les dijo Mubarak: "¡Os quedaréis en esta pradera para guardar los camellos y las provisiones hasta nuestro regreso!" Y rogó a Zein que le siguiera, y le dijo: "¡Oh mi señor, no hay recurso ni poder más que en Alah el Omnipotente! Henos aquí en el umbral de las tierras prohibidas donde se halla la joven de diamante. Tenemos que avanzar completamente solos, sin vacilar en adelante ni por un momento. ¡Y ahora es cuando hemos de manifestar nuestra entereza y nuestro valor!" Y el príncipe Zein le siguió, y caminaron largo tiempo, sin detenerse, hasta que llegaron al pie de una alta montaña que tapaba todo el horizonte con una muralla inflexible.

Entonces el príncipe Zein se encaró con Mubarak, y le dijo: "¡Oh Mubarak! ¿y qué poder nos hará escalar ahora esta montaña inaccesible? ¿Y quién nos dará alas para llegar a su cúspide?" Y Mubarak contestó: "¡No tenemos necesidad de escalarla ni de llegar a su cúspide con alas que nos permitan ascender!" Y sacó del bolsillo un libro antiguo, en el cual había trazados al revés caracteres desconocidos, semejantes a patas de hormigas, y se puso a leer en voz alta ante la montaña, moviendo la cabeza, unos versículos en lengua incomprensible. Y al punto, girando sobre sí misma por ambos lados a la vez, se separó en dos partes la montaña, dejando junto al suelo un espacio lo bastante ancho para permitir pasar a un solo hombre. Y Mubarak cogió de la mano al príncipe, y resueltamente se aventuró el primero por aquel espacio angosto. Y anduvieron de tal suerte, uno detrás de otro, durante una hora de tiempo, y llegaron al otro extremo del pasadizo. Y en cuanto salieron se acercaron y unieron de una manera tan perfecta las dos mitades de la montaña, que no dejaron entre ellas ni un intersticio por el que pudiese penetrar siquiera la punta de una aguja.

Y a la salida se encontraron en la ribera de un lago tan grande como el mar y del seno del cual emergían a lo lejos tres islas cubiertas de vegetación. Y la ribera donde estaban recreaba la vista con árboles, arbustos y flores, que se miraban en el agua y embalsamaban el aire con los aromas más dulces, en tanto que los pájaros cantaban en diversos tonos melodías que arrebataban el espíritu y cautivaban el corazón.

Mubarak se sentó en la ribera, y dijo a Zein: "¡Oh mi señor! lo mismo que yo, estás viendo a lo lejos esas islas. ¡A ellas precisamente es adonde tenemos que ir!" Y Zein preguntó muy sorprendido: "¿Y cómo vamos a atravesar ese lago, tan vasto cual un mar, para ir a esas islas?" El otro contestó: "No te inquietes por eso, porque dentro de unos instantes vendrá por nosotros una barca para transportarnos a esas islas, hermosas cual las tierras prometidas por Alah a sus creyentes. Pero ¡oh mi señor! te suplico que, suceda lo que suceda y veas lo que veas, no hagas la menor reflexión. ¡Y sobre todo, ¡oh mi señor! por muy singular que te parezca la cara del barquero, y por muy extraordinario que le encuentres, guárdate de mover la lengua! ¡Porque si, una vez embarcados, tienes la desgracia de pronunciar una sola palabra, la barca se hundirá en las aguas con nosotros!" Y contestó Zein, extremadamente impresionado: "¡Me guardaré la lengua entre los dientes y mis reflexiones en el espíritu...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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