Y cuando llegó la 551ª noche

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Ella dijo:

"... Sonrió él con una boca que le llegaba de una oreja a otra, y me dijo: "¡Entonces empieza por traerme un laúd que no haya tocado ninguna mano todavía!" Y abrí una caja, y llevé un laúd completamente nuevo que le puse entre las manos. Y cogió él entre sus dedos la pluma de pato tallada, y rozó ligeramente con ella las cuerdas armoniosas. Y desde los primeros sones, advertí que aquel mendigo ciego era indudablemente el mejor músico de nuestro tiempo. ¡Pero cuál no sería mi emoción y mi admiración cuando le oí ejecutar una pieza de un modo que era desconocido en absoluto para mí, aunque no se me consideraba como ignorante en el arte! Después, con una voz a ninguna otra parecida, cantó estas coplas:


¡Atravesando la sombra espesa, el bienamado sale de su casa y viene a buscarme en medio de la noche!


Y antes de desearme la paz, le oigo llamar y decirme: "¿Puede el bienamado franquear la puerta de su amigo?"


Cuando escuchamos este canto del viejo ciego, yo y mi amiga nos miramos en el límite de la estupefacción. Luego ella se puso roja de cólera y me dijo de manera que yo solo oyese: "¡Oh pérfido! ¿no te da vergüenza haberme traicionado contando a ese viejo mendigo mi visita en los cortos instantes que tardaste en abrir la puerta? ¡En verdad, ¡oh Ishak! que no creí tuviese tu pecho una resistencia tan débil, que no pudiera contener un secreto durante una hora!

¡El oprobio para los hombres que se te asemejan!"

Pero yo le juré mil veces que no había por mi parte ninguna indiscreción, y le dije: "¡Por la tumba de mi padre Ibrahim, te juro que no he dicho nada de semejante cosa a ese viejo ciego!"

Y mi amiga se avino a creerme, y acabó dejándose acariciar y besar por mí, sin temor de que la viese el ciego. Y tan pronto la besaba yo en las mejillas y en los labios, como la hacía cosquillas o la pellizcaba los senos o la mordía en las partes delicadas; y se reía ella extremadamente. Luego me encaré con el viejo tío, y le dije: "¿Quieres cantarnos algo más, ¡oh mi señor!?"

El dijo: "¿Por qué no?" Y cogió de nuevo el laúd y dijo, acompañándose:


¡Ah! ¡con frecuencia recorro embriagado los encantos de mi bienamada, y acaricio con mi mano su hermosa piel desnuda!


¡Tan pronto oprimo las granadas de su pecho de marfil joven, como muerdo a flor de labios las manzanas de sus mejillas! ¡Y vuelvo a comenzar!



Entonces yo, al oír ese canto, no dudé ya de la superchería del falso ciego, y rogué a mi amiga que se tapase el rostro con su velo. Y el mendigo me dijo de pronto: "¡Tengo muchas ganas de orinar! ¿Dónde podré hacerlo?"

Entonces me levanté y salí un momento para ir a buscar una vela con que alumbrarle, y volví para conducirle. Pero cuando entré, no encontré a nadie ya: ¡el ciego había desaparecido con la joven! Y cuando me repuse de mi estupefacción, les busqué por toda la casa, pero no les encontré. Sin embargo, las puertas y las cerraduras de las puertas estaban cerradas por dentro, así es que no supe si se habían marchado saliendo por el techo o por el suelo entreabierto y vuelto a cerrar! Pero después me convencí de que era el propio Eblis quien me había servido de alcahuete antes, y me había arrebatado luego a aquella joven, que no era más que una falsa apariencia y una ilusión.


Luego se calló Schehrazada, tras de contar esta anécdota. Y exclamó el rey Schahriar, en extremo impresionado: "¡Alah confunda al Maligno!" Y al ver que fruncía él las cejas, Schehrazada quiso calmarle, y contó la historia siguiente:



El felah de Egipto y sus hijos blancos

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He aquí lo que en los libros de las crónicas relata el emir Mohammed, gobernador de El Cairo.


Dice:

Cuando viajaba yo por el Alto Egipto, me alojé una noche en casa de un felah, que era el jeique-al-balad del lugar. Y era un hombre de edad, moreno, de un color extremadamente moreno, con la barba cana. Pero noté que tenía hijos pequeños que eran blancos, de un color muy blanco matizado de rosa en las mejillas, con cabellos rubios y ojos azules. Luego, cuando tras de hacernos una buena acogida y un recibimiento cariñoso, fué él a conversar en nuestra compañía, le dije en son de pregunta: "Oye, amigo, ¿a qué obedece el que, teniendo tú la tez tan morena, tus hijos la tengan tan clara y posean una piel tan blanca y rosa, y ojos y cabellos tan claros?" Y el felah, atrayendo a sí a sus hijos, cuyos finos cabellos se puso a acariciar, me dijo: "¡Oh mi señor! la madre de mis hijos es una hija de los francos, y la compré como prisionera de guerra en tiempos de Saladino el Victorioso, después de la batalla de Hattin, que nos libró para siempre de los cristianos extranjeros usurpadores del reino de Jerusalén. ¡Pero ya hace mucho tiempo de eso, porque fué en los días de mi juventud!"

Y yo le dije: "¡Entonces ¡oh jeique! te rogamos que nos favorezcas con esa historia!" Y dijo el felah: "¡De todo corazón amistoso y como homenaje debido a los huéspedes! ¡Porque es muy extraña mi aventura con mi esposa, la hija de los francos!"

Y nos contó:

"Debéis saber que tengo oficio de cultivador de lino; mi padre y mi abuelo sembraban lino antes que yo, y por mi abolengo y por mi origen, soy un felah entre los felahs de este país. Y he aquí que un año acaeció que por la bendición, mi lino sembrado, crecido, limpio y perfecto, alcanzó el valor de quinientos dinares de oro. Y como lo ofrecí en el mercado sin hallar provecho, me dijeron los mercaderes: "¡Vé a llevar tu lino al castillo de Acre, en Siria, donde le venderás con mucho beneficio!" Y yo, que les escuché, cogí mi lino y me fui a la ciudad de Acre, que en aquel tiempo estaba entre las manos de los francos. Y efectivamente, empecé con una buena venta, cediendo a corredores la mitad de mi lino, con crédito de seis meses, y me guardé la otra mitad, y me quedé en la ciudad para venderlo al por menor con beneficios inmensos.

Pero un día, mientras estaba yo vendiendo mi lino, fué a mi casa a comprar una joven franca, que llevaba el rostro descubierto y la cabeza sin velos, según costumbre de los francos. Y se erguía ante mí; bella, blanca y linda; y podía yo admirar a mi antojo sus encantos y su frescura

¡Y cuanto más la miraba al rostro, más me invadía la razón el amor! Y tardé mucho en venderle el lino...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 552ª noche

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Ella dijo:

... Y tardé mucho en venderle el lino. Por último, lo envolví y se lo cedí en muy poco. Y se marchó ella, seguida por mis miradas.

Algunos días más tarde, volvió a comprarme lino, y se lo vendí en menos todavía que la primera vez, sin dejarla regatear. Y comprendió que yo estaba enamorado de ella y se marchó; pero fué para volver poco tiempo después, acompañada de una vieja que estuvo presente durante la venta, y que volvió luego con ella cuantas veces la joven tenía necesidad de hacer una compra.

Yo entonces, como el amor se había apoderado por completo de mi corazón, llamé aparte a la vieja, y le dije: "¿Podrías proporcionarme un goce con ella, mediante un regalo para ti?" La vieja me contestó: "Podría procurarte un encuentro para que gozaras; pero ha de ser con la condición de que la cosa permanezca secreta entre nosotros tres: yo, tú y ella; y además, tendrás que gastarte algún dinero".

Contesté: "¡Oh caritativa tía! si mi alma y mi vida debieran ser el precio de sus favores, mi alma y mi vida le daría. ¡Y en cuanto al dinero, poco importa lo que sea!" Y me puse de acuerdo con ella para darle, como comisión, la suma de cincuenta dinares; y se los conté en el momento. Y ultimado de tal suerte el trato, la vieja me dejó para ir a hablar a la joven; y volvió enseguida con una respuesta favorable. Luego me dijo: "¡Oh mi amo! esta joven no dispone de un sitio para semejantes encuentros, porque aun está virgen su persona, y no sabe nada de tales cosas. ¡Es preciso, pues, que la recibas en tu casa, adonde irá a buscarte y se quedará hasta mañana!" Y yo acepté con fervor, y me fui a la casa para preparar lo necesario en cuanto a manjares bebidas y repostería. Y me puse a esperar.

Y pronto vi llegar a la joven franca, y le abrí, y le hice entrar en mi casa. Y como estábamos en verano, lo había yo dispuesto en la terraza todo. Y la invité a sentarse a mi lado, y comí y bebí con ella. Y la casa en que yo me alojaba tenía vistas al mar; y a la luz de la luna estaba hermosa la terraza, y la noche parecía llena de estrellas que reflejábanse en el agua. Y mirando todo aquello, volví sobre mí mismo, y pensé para mi ánima: "¿No te da vergüenza ante Alah el Altísimo rebelarte contra el Exaltado, copulando bajo el cielo y frente al mar, aquí mismo en país extranjero, con esta cristiana que no es de tu raza ni de tu ley?" Y aunque ya me había echado junto a la joven, que se acurrucaba amorosamente contra mí, dije en mi espíritu: "¡Señor, Dios de Exaltación y de Verdad, sé testigo de que con toda castidad me abstengo de esta cristiana hija de los francos!" Y así pensando, volví la espalda a la joven sin ponerla la mano encima: y me dormí bajo la grata claridad del cielo.

Llegada que fué la mañana, la joven franca se levantó sin decirme una palabra y se fué muy apesadumbrada. Y yo me volví a mi tienda, donde hube de dedicarme a vender mi lino como de costumbre. Pero hacia mediodía, acertó a pasar por delante de mi tienda la joven, acompañada de la vieja y con cara de enfado; y de nuevo la deseé con todo mi ser hasta morir. Pues ¡por Alah! era ella como la luna; y no pude resistir a la tentación; y pensé, golosamente: "¿Quién eres ¡oh felah! para refrenar así tu deseo por semejante jovenzuela? ¿Acaso eres un asceta, o un sufi, o un eunuco, o un castrado, o uno de los insensibles de Bagdad o de Persia? ¿No vienes de la raza de los potentes felahs del Alto Egipto, o quizá tu madre se olvidó de amamantarte?"

Y sin más ni más, eché a correr detrás de la vieja, y llamándola aparte, le dije: "¡Quisiera otro encuentro!" Ella me dijo: "¡Por el Mesías, que ahora la cosa no es posible más que mediante cien dinares!" Y en el momento conté los cien dinares de oro y se los entregué. Y por segunda vez fué a mi casa la joven franca. Pero ante la belleza del cielo desnudo, tuve yo los mismos escrúpulos, y no me aproveché de esta nueva entrevista más que de la primera, y con toda castidad me abstuve de la jovenzuela. Y poseída de un violento despecho, ella se levantó de mi lado, salió y se marchó.

Pero de nuevo al día siguiente, cuando pasaba ella por delante de mi tienda, sentí en mí los mismos movimientos, y me palpitó el corazón, y fui en busca de la vieja y le hablé de la cosa. Pero ella me miró con cólera y me dijo: "¡Por el Mesías, oh musulmán! ¿Es así como tratan a las vírgenes los de tu religión? ¡Jamás podrás ya gozar de ella, a menos que me des por esta vez quinientos dinares!"

Luego se fué.

Naturalmente, yo, todo tembloroso de emoción y sintiendo arder en mí la llama del amor, resolví juntar el importe de todo mi lino y sacrificar por mi vida los quinientos dinares de oro. Y después de envolverlos en una tela, me disponía a llevárselos a la vieja, cuando de improviso...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.



Y cuando llegó la 553ª noche

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Ella dijo:

"... me disponía a llevárselos a la vieja, cuando de improviso oí que el pregonero público gritaba: "¡Hola! ¡Asamblea de los musulmanes, vosotros los que vivís en nuestra ciudad para desarrollar vuestros negocios, sabed que han terminado la paz y la tregua que con vosotros acordamos! ¡Y se os da una semana de plazo para que pongáis en orden vuestros asuntos y abandonéis nuestra ciudad y regreséis a vuestro país!"

Entonces yo, al oír este aviso, me apresuré a vender el lino que me quedaba, reuní el dinero que importaba lo que había dado a crédito, compré mercancías de fácil venta en nuestros países y reinos, y abandonando la ciudad de Acre partí con mil penas y sentimientos en el corazón por aquella joven cristiana que se había apoderado de mi espíritu y de mi pensamiento.

Y he aquí que fui a Damasco, en Siria, donde vendí mis mercancías de Acre con grandes beneficios y provechos, pues estaban interrumpidas las comunicaciones con el alzamiento de armas. E hice muy buenos negocios comerciales, y con ayuda de Alah (¡exaltado sea!) prosperó todo entre mis manos. Y de tal suerte me fué dable comerciar en grande muy provechosamente con las jóvenes cristianas cautivas, tomadas en la guerra. Y habían transcurrido así tres años desde mi aventura de Acre, y poco a poco comenzaba a endulzarse la amargura de mi brusca separación de la joven franca.

Por lo que a nosotros respecta, seguimos alcanzando grandes victorias sobre los francos, tanto en el país de Jerusalén como en el país de Siria. Y con ayuda de Alah, después de muchas batallas gloriosas, el sultán Saladino acabó por vencer completamente a los francos y a todos los infieles; llevó cautivos a Damasco a los reyes de éstos y a sus jefes, a los cuales había hecho prisioneros tras de tomar todas las ciudades costeras que poseían y pacificar todo el país. ¡Gloria a Alah!

Entretanto, iba yo un día a vender una hermosísima esclava en las tiendas donde acampaba todavía el sultán Saladino. Y le enseñé la esclava, que quiso comprar él. Y se la cedí por cien dinares solamente. Pero el sultán Saladino (¡Alah le tenga en su misericordia!) no poseía encima más que noventa dinares, porque empleaba todo el dinero del tesoro en llevar a buen término la guerra contra los descreídos. Entonces, encarándose con uno de sus guardias, le dijo el sultán Saladino: "¡Conduce a este mercader a la tienda en que están reunidas las jóvenes prisioneras llegadas últimamente, y que escoja entre ellas la que más le guste para reemplazar los diez dinares que le debo!" Así obraba en su justicia el sultán Saladino.

El guardia me llevó, pues, a la tienda de las cautivas francas, y al pasar por entre aquellas jóvenes, reconocí, precisamente en la primera con quien se tropezó mi mirada, a la joven franca de quien estuve tan enamorado en Acre. Y entonces era la esposa de un jefe, de caballería de los francos. Y he aquí que al reconocerla, la rodeé con mis brazos para posesionarme de ella, y dije: "¡Quiero ésta!"

Y la cogí, y me marché.

Llevándomela a mi tienda a la sazón, le dije: "¡Oh, jovenzuela! ¿No me reconoces?" Ella me contestó: "¡No, no te reconozco!" Yo le dije: "¡Soy tu amigo, el mismo a cuya casa fuiste en Acre por dos veces merced a la vieja, a la que una vez hube de dar cincuenta dinares y cien dinares la otra vez, absteniéndose de ti con toda castidad y dejándote partir, muy pesarosa, de su casa! ¡Y el mismo que quería tenerte en su poder una tercera noche por quinientos dinares, cuando ahora el sultán te cede a él por diez dinares!"

Ella bajó la cabeza, y levantándola de pronto, dijo: "¡Lo pasado será, para en lo sucesivo, un misterio de la fe islámica, pues yo alzo el dedo y atestiguo que no hay más Dios que Alah, y que Mahomed es el enviado de Alah!" Y pronunció así oficialmente el acto de nuestra fe, ¡y en el momento se ennobleció con el Islam!

Entonces pensé yo, por mi parte: "¡Por Alah!, ¡que esta vez no penetraré en ella hasta que la haya libertado y me haya casado con ella legalmente!" Y al momento fui en busca del kadí lbn-Scheddad, a quien puse al corriente de todo el particular, y que fué a mi tienda con los testigos para extender mi contrato de matrimonio.

Entonces penetré en ella. Y se quedó encinta de mí. Y nos establecimos en Damasco.

Habían transcurrido de tal suerte algunos meses, cuando llegó a Damasco un embajador del rey de los francos, enviado cerca del sultán Saladino, en demanda del cambio de prisioneros de guerra con arreglo a las cláusulas estipuladas entre los reyes. Y todos los prisioneros, hombres y mujeres, fueron escrupulosamente devueltos a los francos a cambio de prisioneros musulmanes. Pero cuando el embajador franco consultó su lista, notó que del total faltaba aún la mujer del jinete franco, aquél que era el primer marido de mi esposa. Y el sultán envió a sus guardias a buscarla por todas partes, y acabaron por decirle que estaba en mi casa. Y los guardias fueron a reclamármela. Y se me mudó el color, y fui llorando en busca de mi esposa, a la que puse al corriente de lo sucedido. Pero ella se levantó y me dijo: "¡Llévame a presencia del sultán, a pesar de todo! ¡Yo sé lo que tengo que decir entre sus manos!"

Así, pues, cogiendo a mi esposa, la conduje, velada, a la presencia del sultán Saladino; y vi que el embajador de los francos estaba sentado al lado suyo, a su derecha...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.



Y cuando llegó la 554ª noche

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Ella dijo:

"... y vi que el embajador de los francos estaba sentado al lado suyo, a la derecha.

Entonces besé la tierra entre las manos del sultán Saladino, y le dije: "¡He aquí la mujer consabida!" Y se encaró él con mi esposa, y le dijo: "¿Qué tienes que decir? ¿Quieres ir a tu país con el embajador, o prefieres permanecer aquí con tu marido?"

Ella contestó: "¡Me quedo con mi esposo, porque soy musulmana y estoy encinta de él, y la paz de mi alma no se halla entre los francos!"

Entonces el sultán se encaró con el embajador, y le dijo: "¿Lo has oído? ¡No obstante, háblale tú mismo, si quieres!"

Y el embajador de los francos hizo advertencias y amonestaciones a mi esposa, y acabó por decirle: "¿Prefieres quedarte con tu marido el musulmán o volver junto al jefe de caballería de los francos?"

Ella contestó: "¡No me separaré de mi esposo el egipcio, porque la paz de mi alma se halla entre los musulmanes!"

Y el embajador, muy contrariado, dió con el pie en el suelo, y me dijo: "¡Llévate, entonces, esa mujer!"

Y cogí de la mano a mi esposa y saliendo de la audiencia con ella, nos llamó de improviso el embajador y me dijo: "¡La madre de tu esposa, que es una franca vieja que habita en Acre, me ha entregado para su hija este fardo que ves aquí!" Y me entregó el fardo, y añadió: "¡Y me ha encargado esa señora que dijera a su hija que esperaba encontrarla con buena salud!"

Cogí, pues, el fardo, y volví a casa con mi esposa. ¡Y cuando abrimos el fardo, hallamos en él las vestiduras que mi esposa llevaba en Acre, además de los primeros cincuenta dinares que yo le había dado y de los otros cien dinares del segundo encuentro; anudados en el mismo pañuelo y con el nudo que yo mismo hice! ¡Entonces advertí en aquello la bendición que me había traído mi castidad, y di gracias a Alah!

Más adelante me traje a mi mujer, la franca convertida en musulmana, a Egipto, aquí mismo. Y ella es ¡oh huéspedes míos! quien me ha hecho padre de estos hijos blancos que bendicen a su Creador. ¡Y hasta hoy hemos vivido en nuestra unión, comiendo el pan que hemos cocido antes! ¡Y tal es mi historia! ¡Pero Alah es más sabio! "


Y después de contar esta anécdota, se calló Schehrazada. Y el rey Schahriar dijo: "¡Qué dichoso es ese felah, Schehrazada!"

Y dijo Schehrazada: "¡Sí, ¡oh rey! pero no es sin duda más de lo que fue Califa el pescador con los monos marinos y el califa!"

Y preguntó el rey Schahriar: "¿Y cómo es esa Historia de califa y del califa??"


Schehrazada contestó: "¡Voy a contártela en seguida!"



Historia de Califa y del Califa

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Y dijo Schehrazada:

He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que en la antigüedad del tiempo y el pasado de la edad y del momento, había en la ciudad de Bagdad un hombre que era pescador de oficio y se llamaba Califa. Y era un hombre tan pobre, tan desgraciado y tan sin recursos, que no había podido reunir las escasas monedas de cobre necesarias para casarse; y así es que seguía soltero, mientras que los más pobres de los pobres tenían mujer e hijos.

Un día se echó sus redes a la espalda, como tenía por costumbre, y se fué a la orilla del agua para arrojarlas muy de mañana, antes de que llegasen los demás pescadores. Pero las arrojó por diez veces consecutivas Sin sacar nada en absoluto.

Y su despecho fué extremado en un principio; y se le oprimió el pecho, y su espíritu se hallaba perplejo y se sentó en la ribera presa de la desesperación. Pero acabó por calmar sus malos pensamientos y dijo: "¡Alah me perdone mi impulso! ¡Sólo hay recurso en El! ¡El se cuida de la subsistencia de sus criaturas, y lo que El da no puede quitárnoslo nadie, y lo que rehúsa Él, nadie nos lo puede dar! Tomemos, pues, los días buenos y los malos como vengan, y aprestemos un pecho henchido de paciencia contra las desgracias. ¡Porque la mala fortuna es como el grano que no se revienta y sólo se resuelve a fuerza de cuidados pacienzudos!"

Cuando el pescador Califa Se hubo reconfortado el alma con estas palabras, se levantó animosamente, y remangándose la ropa, lanzó al agua sus redes tan lejos como alcanzaba su brazo, y esperó un buen rato; tras de lo cual atrajo a sí la cuerda y tiró de ella con todas sus fuerzas; pero pesaban tanto las redes, que hubo de tomar precauciones infinitas para arrastrarlas sin romperlas. Por fin lo consiguió, acarreándolas delicadamente; y cuando las tuvo delante de él, las abrió, con el corazón palpitante; pero no encontró dentro más que un mono muy grande, tuerto y lisiado...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.



Pero cuando llegó la 555ª noche

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Ella dijo:

"... pero no encontró dentro más que un mono muy grande, tuerto y lisiado.

Al ver aquello, exclamó el desgraciado Califa: "¡No hay fuerza ni poder más que en Alah! ¡En verdad que pertenecemos a Alah y a El volveremos!

¡Pero qué fatalidad me persigue hoy!

¿Y qué significa esta suerte desastrosa y este sino calamitoso? ¿Qué va a sucederme, pues, en este día bendito? Pero todo esto está escrito por Alah (¡exaltado sea!)" Y así diciendo, cogió al mono y le ató con una cuerda a un árbol que había en la ribera; luego tomó un látigo que llevaba consigo, y enarbolándolo en el aire, quiso emprenderla a golpes con el mono para desahogar su contrariedad. Pero de pronto el mono movió la lengua con ayuda de Alah, y de una manera elocuente dijo a Califa:

"¡Oh, Califa, detén tu mano y no me pegues! ¡Déjame por el momento atado a este árbol, y ve a arrojar tu red al agua una vez más, fijándote en Alah, que te dará tu pan del día!"

Cuando Califa oyó este discurso del mono tuerto y lisiado, contuvo su gesto amenazador y fue hacia el agua, donde arrojó su red, dejando flotar la cuerda. Y cuando quiso atraerla a sí, encontró la red más pesada todavía que la vez primera; pero tirando de ella con lentitud y precaución, consiguió llevarla a la orilla, y he aquí que halló dentro otro mono que no era tuerto ni ciego, sino muy hermoso, con los ojos prolongados con kohl, las uñas teñidas con henné, los dientes blancos y separados por lindos intervalos, y un trasero sonrosado y no de color crudo, como el trasero de los demás monos; y llevaba ceñido al talle un traje rojo y azul muy agradable a la vista, y pulseras de oro en las muñecas y en los tobillos, y pendientes de oro en las orejas; y se reía mirando al pescador, y guiñaba los ojos y chascaba la lengua.

Al ver aquello, exclamó Califa: "¡Por lo visto, hoy es día de monos! ¡Loores a Alah, que ha convertido en monos los pescados del agua!

¡Oh día de pez, cómo empiezas!

¡Eres cual el libro cuyo contenido se sabe al leer la primera página! ¡Pero todo esto sólo me sucede por culpa del consejo que me dió el primer mono!"

Y diciendo estas palabras, corrió hacia el mono tuerto atado al árbol, y enarboló sobre él su látigo, haciéndolo primero voltear tres veces en el aire, y gritando: "¡Mira ¡oh rostro de mal agüero! el resultado del consejo que me diste!

¡Por haberte escuchado y haber abierto mi día con el espectáculo de tu ojo tuerto y tu deformidad, heme aquí condenado a morir de fatiga y de hambre!"

Y le azotó en el lomo con el látigo, e iba a comenzar de nuevo, cuando le gritó el mono: "¡Oh Califa! ¡antes de pegarme, empieza por hablar a mi compañero el mono que acabas de sacar del agua! ¡Porque el trato que quieres darme ¡oh Califa! no te servirá de nada, sino al contrario! ¡Escúchame, pues, lo que te digo por tu bien!"

Y muy perplejo, Califa se alejó del mono tuerto y se acercó al segundo, que le miraba llegar riendo de muy buena gana.

Y le gritó el pescador: "Y tú, ¡oh rostro de pez! ¿quién eres?"

Y el mono de los ojos hermosos contestó: "¡Cómo, oh Califa! ¿Es que no me conoces?"

Y él dijo: "¡No, no te conozco! ¡Habla pronto, o caerá sobre tu trasero este látigo!"

Y el mono contestó: "No me parece oportuno ese lenguaje ¡oh Califa! ¡Y mejor será que hables de otro modo, y retengas mis respuestas, que han de enriquecerte!"

Entonces Califa arrojó lejos de sí el látigo, y dijo al mono: "Heme aquí dispuesto a escucharte, ¡oh señor mono, rey de todos los monos!"

Y el otro dijo: "¡Has de saber, entonces, ¡oh Califa! que pertenezco a mi amo el cambista judío Abu-Saada, y que a mí me debe su fortuna y su éxito en los negocios!"

Califa preguntó: "¿Y cómo es eso?"

El mono contestó: "¡Sencillamente, porque yo soy la primera persona cuyo rostro mira él por la mañana, y la última de quien se despide antes de marcharse a dormir!"

Al oír estas palabras, exclamó Califa: "¿Pues no es cierto el proverbio que dice: "Calamitoso como el rostro del mono..."

Luego se encaró con el mono tuerto, y le gritó: "Lo oyes, ¿verdad? ¡Esta mañana tu rostro no me ha traído más que la fatiga y la contrariedad! ¡No te ocurre lo que a este hermano tuyo!"

Pero el mono de los ojos hermosos dijo: "¡Deja tranquilo a mi hermano, ¡oh Califa! y escúchame por fin! Para experimentar la verdad de mis palabras, empieza, pues, por atarme al extremo de la cuerda que sujeta tus redes, y ¡arrójalas al agua una vez más! ¡Y verás entonces si te traigo la buena suerte...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 556ª noche

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Ella dijo:

"¡... Y verás entonces si te traigo la buena suerte!"

Entonces Califa hizo lo que el mono acababa de aconsejarle, y habiendo arrojado sus redes, sacó un magnífico pez tan grande como un carnero, con ojos como dos dinares de oro y escamas como diamantes. Y radiante cual si fuese el amo de la tierra y de sus dependencias, fue el pescador a llevárselo en triunfo al mono de los ojos hermosos, que le dijo: "¡Ya lo ves! Ahora ve a coger hierbas buenas y frescas, ponlas en el fondo de tu cesto, coloca el pez encima, cúbrelo todo con una nueva capa de hierbas, échate el cesto al hombro y llévalo a la ciudad de Bagdad, dejándonos a los dos monos atados a este árbol. Y si los transeúntes te preguntan qué llevas, no les contestes una palabra. Y entrarás en el zoco de los cambistas, y en medio del zoco encontrarás la tienda de mi amo Abu-Saada el judío, jeique de los cambistas.

Le hallarás sentado en un diván con un cojín detrás de sí y dos cajas delante, una para el oro y otra para la plata. Y verás en su casa mozos jóvenes, esclavos, servidores y empleados. Entonces te adelantarás hacia él, le pondrás delante el cesto de pescado, y le dirás: "Aquí tienes, ¡oh Abu-Saada! ¡Hoy fui de pesca, y he arrojado las redes en tu nombre, y Alah me ha enviado este pez que hay en el cesto!" Y descubrirás delicadamente el pez.

Entonces te preguntará él: "¿Se lo has brindado a otro que no sea yo?" Dile: "¡No, por Alah!"

Él cogerá el pez y te ofrecerá como precio un dinar; pero se lo devolverás. Y te ofrecerá dos dinares; pero se los devolverás. Y te dirá: "¡Dime, entonces, qué deseas!" Y le contestarás: "¡Por Alah! ¡Sólo vendo el pez por dos palabras!"

Y si te pregunta: "¿Cuáles son esas palabras?", le contestarás: "¡Alzate sobre tus pies!, y di: "¡Sed testigos ¡oh vosotros todos los que estáis presentes en el zoco! de que consiento en cambiar el mono de Califa el pescador por mi mono; que trueco mi suerte por su suerte y mi parte de dicha por su parte de dicha!"

Y añadirás, dirigiéndote a Abu-Saada: "Tal es el precio de mi pez. ¡Porque no me importa el oro! ¡No conozco su color, ni su sabor, ni su utilidad!"

Hablarás así, ¡oh Califa! Y si el judío accede a ese trato, como seré yo propiedad tuya, todos los días muy de mañana te daré los buenos días y por la noche te daré las buenas noches; y así te traeré la buena suerte, y ganarás cien dinares al día. En cuanto a Abu-Saada el judío, inaugurará mañana su jornada con el espectáculo de este mono tuerto y lisiado, y tendrá la misma visión todas las noches; y cada día le afligirá Alah con un nuevo impuesto o una carga o una vejación; y de ese modo, al poco tiempo se arruinará, ¡y cuando no tenga ya nada entre las manos, se verá reducido a la mendicidad! ¡Así, pues, ¡oh Califa! retén bien en la memoria lo que acabo de decirte, y prosperarás y seguirás el camino recto de la dicha!"

Cuando Califa el pescador hubo oído este discurso del mono, contestó: "Acepto tu consejo, ¡oh rey de todos los monos! ¿Pero qué tengo que hacer, entonces, con ese tuerto de mal agüero? ¿Hay que dejarle atado al árbol? ¡Porque estoy muy perplejo con respecto a él! ¡Pluguiera a Alah no bendecirle nunca!"

El mono contestó: "Déjale que vuelva al agua. Y déjame también a mí. ¡Es lo mejor!" Califa contestó: "¡Escucho y obedezco!" Y se acercó al mono tuerto y lisiado, y le desató del árbol; y también dió libertad al mono consejero. Y al punto se echaron de dos zancadas al agua, donde se sumergieron y desaparecieron.

Entonces Califa cogió el pez, lo lavó, lo puso en el cesto encima de la hierba verde y fresca, lo cubrió con hierba asimismo, se lo echó todo al hombro y se fué a la ciudad cantando a gritos.

Y he aquí que, cuando entró en los zocos, la gente y los transeúntes le reconocieron, y como de ordinario bromeaban con él, empezaron a preguntarle: "¿Qué llevas ahí, ¡oh Califa!?"

Pero él no les contestaba y ni siquiera les miraba, y así durante todo el camino. Y llegó de tal suerte al zoco de los cambistas, y pasó las tiendas una a una hasta que llegó a la del judío. Y le vió en medio de su tienda sentado majestuosamente en un diván, teniendo dedicados a su servicio servidores numerosos de todas edades y de todos colores; ¡y parecía así un rey del Khorassán!

Tras de asegurarse de que aquél era el propio judío, Califa adelantóse entre sus manos y se detuvo. Y el judío levantó la cabeza hacia él, y dijo al reconocerle: "Comodidad y familia, ¡oh Califa! ¡Bienvenido seas!...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.



Y cuando llegó la 557ª noche

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Ella dijo:

"... Comodidad y familia, ¡oh Califa! ¡Bienvenido seas! Y dime qué te trae y qué deseas. ¡Y si por casualidad te ha dicho malas palabras alguien o te ha empujado o te ha atropellado, dímelo en seguida para que vaya yo contigo a buscar al walí y a pedirle completa reparación del daño que se te haya causado!"

El aludido contestó: "¡No, por vida de tu cabeza, ¡oh jefe de los judíos y su corona! nadie me ha dicho malas palabras ni me ha empujado ni me ha atropellado, sino al contrario! Pero esta mañana salí de mi casa y me fuí a la ribera y eché mis redes al agua a tu salud y en tu nombre. ¡Y las retiré y encontré dentro este pez!" Y así diciendo, abrió el cesto, sacó delicadamente de su lecho de hierbas al pez, y se lo presentó con ostentación al cambista judío. Y cuando éste vió aquel pez, lo encontró admirable, y exclamó: "¡Por el Pentateuco y los Diez Mandamientos! Sabe, ¡oh pescador! que ayer, estando yo dormido, vi en sueños a la Virgen María, que se me apareció para decirme: «¡Oh Abu-Saada, mañana tendrás un regalo mío!»

¡Y he aquí que sin duda es éste el regalo consabido!"

Luego añadió: "Dime, por tu religión, ¡oh Califa! ¿le has enseñado o brindado este pez a otro que no sea yo?" Y Califa le contestó: "¡No, por Alah! ¡Te juro por la vida de Abu-Bekr el Sincero, ¡oh jefe de los judíos y su corona! que no lo ha visto todavía nadie más que tú!" Entonces el judío se encaró con uno de sus esclavos jóvenes, y le dijo: "¡Ven aquí! ¡Toma este pez y vé a llevarlo a casa, y dile a mi hija Saada que lo limpie, fría la mitad y ase la otra mitad, y me lo tenga todo caliente para cuando acabe yo de despachar los asuntos y pueda volver a casa!"

Y para dar más fuerza a la orden, Califa dijo al mozo: "¡Sí, ¡oh mozo! recomienda bien a tu ama que no lo deje quemar, y hazle ver el hermoso color de sus agallas!" Y el mozo contestó: "Escucho y obedezco, ¡oh mi amo!" Y se fué.

¡Volvamos al judío!

Ofreció con la punta de los dedos un dinar a Califa el pescador, diciéndole: "¡Toma esto para ti, ¡oh Califa! y gástalo con tu familia!"

Cuando Califa tomó instintivamente el dinar y lo vió brillar en la palma de su mano, él, que todavía no hubo visto en su vida el oro y ni siquiera sospechaba su valor, exclamó: "¡Gloria al Señor, Dueño de los tesoros y Soberano de las riquezas de los dominios!"

Luego dió algunos pasos para marcharse, pero de pronto se acordó de la recomendación del mono de los ojos hermosos, y volviendo sobre sus pasos, tiró el dinar al judío y le dijo: "¡Coge tu oro y devuelve el pez al pobre! ¿Acaso crees que vas a burlarte impunemente de los pobres como yo?"

Cuando el judío hubo oído estas palabras, creyó que Califa quería bromear con él, y riendo mucho de la ocurrencia ¡le ofreció tres dinares en vez de uno!

Pero Califa le dijo: "¡No, por Alah, basta de bromas desagradables! ¿Crees verdaderamente que voy a decidirme a vender mi pez por un precio tan irrisorio?"

Entonces el judío le ofreció cinco dinares en vez de tres, y le dijo: "¡Toma estos cinco dinares como pago por tu pez, y no seas avaricioso!"

Y Califa los cogió en la mano y se marchó muy contento; y miraba aquellos dinares de oro, y se maravillaba y se decía: "¡Gloria a Alah! ¡Sin duda que el califa de Bagdad no tiene en su casa tanto como tengo yo en mi mano hoy!" Y prosiguió su camino hasta que llegó al extremo del zoco. Entonces se acordó de las palabras del mono y de la recomendación que le había hecho; y volvió a casa del judío y le tiró el oro con desprecio.

El judío le preguntó: "¿Qué quieres, pues ¡oh Califa! y qué vienes a pedir? ¿Deseas cambiar tus dinares de oro por dracmas de plata?"

El pescador contestó: "¡No quiero ni tus dracmas, ni tus dinares, sino que devuelvas el pez al pobre!"

Al oír estas palabras se enfadó el judío, y gritó, y dijo: "¿Cómo se entiende, ¡oh pescador!? ¡Me traes un pez que no vale un dinar, y te doy por él cinco dinares, y no te quedas satisfecho! ¿Estás loco? ¿Quieres, si no, decirme al fin el precio a que deseas cedérmelo?"

Califa contestó: "¡No quiero cederlo por plata ni por oro, sino que quiero venderlo por dos palabras solamente!" Cuando el judío oyó que era cuestión de dos palabras, creyó que se trataba de las dos palabras que sirven de fórmula para la profesión de fe del Islam, y que el pescador le pedía que abjurase de su religión por un pez.

Así es que la cólera y la indignación hicieron que se le abrieran los ojos hasta lo más alto de su cabeza, y se le paró la respiración, y se le agrietó el pecho, y le rechinaron los dientes, y exclamó: "¡Oh recortadura de uña de los musulmanes! ¿Acaso quieres con tu pez separarme de mi religión y hacerme abjurar mi fe y mi ley, las que profesaron mis padres antes que yo?"

Y llamó a sus servidores, que acudieron entre sus manos, y les gritó: "¡Maldición! ¡Sus, y a ese rostro de pez, y cogédmele por la nuca y azotadle concienzudamente hasta sacarle tiras de la piel! Y no le perdonéis...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.



Y cuando llegó la 558ª noche

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Ella dijo:

"¡... Y no le perdonéis!" Y al punto los servidores le derribaron a palos, y no cesaron de golpearle hasta que rodó por los escalones de la tienda. Y el judío les dijo: "¡Dejadle levantarse ahora!" Y Califa se irguió sobre sus pies, a pesar de los golpes recibidos, ¡como si no hubiese sentido nada!

Y el judío le preguntó: "¿Quieres decirme ahora el precio que pretendes recibir por tu pez? ¡Estoy dispuesto a dártelo para acabar ya! ¡Y medita acerca del trato nada envidiable que acabas de sufrir!"

Pero Califa se echó a reír, y contestó: "¡No tengas ningún temor por mí ¡oh amo mío! en cuanto a los palos, porque puedo soportar tantos golpes como granos de cebada podrían comerse diez asnos a la vez! No me han impresionado lo más mínimo!" Y el judío también se echó a reír de estas palabras, y le dijo: "¡Por Alah sobre ti, dime lo que deseas, y te juro por la verdad de mi fe que te lo concederé!"

Entonces contestó Califa: "¡Ya te lo he dicho! ¡Por este pez pido dos palabras solamente! ¡Y no vayas a creerte de nuevo que se trata de pronunciar nuestro acto de fe musulmán! Porque, por Alah, ¡oh judío, si te haces musulmán, tu islamismo no tendrá nunca ventaja para los musulmanes y ninguna desventaja para los judíos; y si, por el contrario, te obstinas en permanecer en tu fe impía y en tu error de descreído, tu descreimiento no tendrá ninguna desventaja para los judíos.

¡Las dos palabras que te pido no tienen nada que ver con eso! Deseo que te levantes sobre ambos pies y digas: "Sed testigos de mis palabras, ¡oh habitantes del zoco, oh mercaderes de buena fe! ¡Por voluntad propia consiento en cambiar mi mono por el mono de Califa, y en trocar mi suerte y mi sino de este mundo por su suerte y su sino, y mi dicha por su dicha!"

Al oír este discurso del pescador, le dijo el judío: "¡Si se reduce a eso tu demanda, la cosa es fácil para mí!" Y en aquella hora y en aquel instante, se irguió sobre ambos pies y dijo las palabras que le había pedido Califa el pescador. Tras de lo cual se encaró con él y le preguntó: "¿Tienes que hacer algo más en mi casa?" Califa contestó: "¡No!"

El judío le dijo: "¡Entonces, vete tranquilo!" Y sin más tardanza, se levantó Califa, cogió su cesto vacío y sus redes y volvió a la ribera.

Entonces, confiando en la promesa del mono de los ojos hermosos, arrojó sus redes al agua, las sacó luego, aunque con grandes dificultades, pues pesaban mucho, y las encontró llenas de peces de todas las especies. Y al punto pasó por junto a él una mujer que llevaba en equilibrio sobre su cabeza una bandeja, y que le pidió un dinar de pescado; y se lo vendió él. Y también acertó a pasar por allí un esclavo, que le tomó otro dinar de pescado. ¡Y así sucesivamente, hasta que hubo vendido aquel día por valor de cien dinares! Triunfante entonces en el límite del triunfo, cogió sus cien dinares, y entró en el miserable albergue donde vivía, cerca del mercado de pescado.

Y cuando llegó la noche, se sintió él muy inquieto por todo aquel dinero que poseía, y dijo para sí antes de echarse a dormir en su estera: "¡Oh Califa! todo el mundo en el barrio sabe que eres un pobre hombre, un desgraciado pescador que no tiene nada entre las manos! ¡Pero hete aquí ahora convertido en poseedor de cien dinares de oro! Y va a saberlo la gente, y también acabará por saberlo el califa Harún Al-Raschid, y un día que ande escaso de dinero, enviará a tu casa los guardias, para decirte: "Tengo necesidad de tanto dinero, y he sabido que tenías en tu casa cien dinares. ¡Y vengo a que me los prestes!" Entonces yo tomaré una actitud muy lamentable, y me quejaré golpeándome el rostro, y contestaré: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡soy un pobre que no tiene nada! ¿Cómo iba yo a tener suma tan fabulosa? ¡Por Alah! ¡que quien te lo contó es un insigne embustero! ¡Jamás tuve, ni tendré, semejante suma!" Entonces, para sacarme mi dinero y hacerme declarar el sitio en que lo he ocultado, me entregará al jefe de policía Ahmad-la-Tiña, que mandará que me desnuden y me den una paliza hasta que declare y le entregue los cien dinares. ¡Pero ahora pienso que lo mejor que puedo hacer para salir de este atolladero es no declarar! ¡Y para no declarar, es preciso que acostumbre mi piel a los golpes, aunque ¡loado sea Alah! está ya bastante curtida! ¡Pero es necesario que lo esté del todo, no vaya a ser que mi delicadeza nativa no resista a los golpes y me obligue a hacer lo que no desea mi alma!"

Tras de pensar así, Califa no dudó ya más, y puso en ejecución el proyecto que le sugería su alma de tragador de haschich. Se levantó, pues, al instante, se quedó completamente desnudo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.



Pero cuando llegó la 559ª noche

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Ella dijo:

"... Tras de pensar así, Califa no dudó ya más, y puso en ejecución el proyecto que le sugería su alma de tragador de haschich. Se levantó, pues, al instante, se quedó completamente desnudo, y cogió una almohada de piel que tenía, y la colgó de un clavo frente a él en la muralla; luego, asiendo un látigo de ciento ochenta nudos, empezó a dar alternativamente un latigazo en su piel y otro latigazo en la piel de la almohada, y a lanzar al propio tiempo grandes gritos, como si ya estuviese en presencia del jefe de policía y se viese obligado a defenderse de la acusación. Y gritaba: "¡Ay! ¡Ay! ¡Por Alah! que es mentira, mi señor! ¡Una mentira manifiesta! ¡Ay! ¡Uy! ¡Palabras de perdición contra mí! ¡Oh! ¡Oh! ¡Con lo delicado que soy! ¡Todos embusteros! ¡Yo soy un pobre! ¡Alah! ¡Alah! ¡Un pobre pescador! ¡No poseo nada! ¡Uy! ¡Ninguno de los bienes despreciables de este mundo! ¡Sí! ¡Poseo! ¡No! ¡No poseo! ¡Sí! ¡Poseo! ¡No, no poseo!" Y continuó administrándose de aquella manera aquel remedio, dando sobre su piel un latigazo y otro en la almohada; y cuando se hacía demasiado daño, olvidaba su turno y daba en la almohada dos golpes seguidos; y acabó por no darse ya más que un latigazo de cada tres, luego de cada cuatro, luego de cada cinco.

¡Eso fué todo!

Y los vecinos y los mercaderes del barrio, que oían resonar en la noche los gritos y los golpes, acabaron por conmoverse, y se dijeron: "¿Qué le habrá ocurrido a ese pobre mozo para que grite de esa manera? ¿Y qué golpes serán esos que llueven sobre él? ¡Acaso le hayan sorprendido unos ladrones y le peguen hasta hacerle morir!" Y entonces, como los gritos y los aullidos aumentaban, y los golpes se hacían más numerosos cada vez, salieron de sus casas todos y corrieron a casa de Califa. Pero encontraron cerrada la puerta, y se dijeron: "¡Los ladrones han debido entrar en su casa por el otro lado, bajando por la terraza!" Y subieron a la terraza contigua y desde allí saltaron a la terraza de Califa, y bajaron a la casa por el tragaluz del techo. ¡Y le hallaron solo y todo desnudo, dedicado a darse latigazos alternados y a lanzar al mismo tiempo aullidos y protestas de inocencia!

¡Y se revolvía como un efrit, saltando sobre sus piernas!

Al ver aquello, los vecinos le preguntaron, estupefactos: "¿Qué te pasa, Califa? ¿Y por qué haces eso? ¡Los golpes y los aullidos que oímos han puesto en conmoción a todo el barrio, y no nos han dejado dormir! ¡Y henos aquí con los corazones agitados tumultuosamente!" Pero Califa les gritó: "¿Qué queréis de mí? ¿Es que no soy dueño de mi piel y no puedo en paz acostumbrarla a los golpes? ¿Acaso sé lo que puede reservarme el porvenir? ¡Idos, buena gente! ¡Mejor será que hagáis como yo y os déis el mismo trato! ¡No estáis más al abrigo que yo de las exacciones y de las vejaciones!"

Y sin reparar más en su presencia, Califa continuó aullando bajo los golpes que resonaban en su almohada, haciéndose la ilusión de que iban a parar a su propia piel.

Entonces los vecinos, al ver aquello, se echaron a reír de tal manera, que se cayeron de trasero, y acabaron por marcharse como habían ido.

En cuanto a Califa, se cansó al cabo de cierto tempo; pero no quiso cerrar los ojos por temor a los ladrones, pues estaba muy preocupado con su reciente fortuna. Y por la mañana, antes de ir a su trabajo, todavía pensaba en sus cien dinares, y se decía: "Si los dejo en mi albergue, sin duda me los robarán; si los guardo en mi cinturón, se dará cuenta de ello algún ladrón, que se pondrá al acecho en algún paraje solitario para esperar a que yo pase, y saltará sobre mi, me matará y me robará. ¡Voy a hacer algo mejor que todo eso!"

Entonces se levantó, partió en dos su capote, confeccionó un saco con una de las mitades, y guardó el oro en el saco, que se colgó al cuello con un cordel. Tras de lo cual cogió sus redes, su cesto y su cayado, y se encaminó a la ribera. Y llegado que fué a ella, cogió sus redes y las arrojó al agua con toda la fuerza de su brazo. Pero el movimiento que hizo fué tan brusco y tan violento, que saltó de su cuello el saco de oro y siguió a las redes en el agua; y la fuerza de la corriente lo arrastró lejos por las profundidades.

Al ver aquello, Califa abandonó sus redes, se desnudó en un abrir y cerrar de ojos, tirando sus vestidos en la ribera, saltó al agua y se sumergió en busca de su saco; pero no consiguió dar con él. Entonces se metió en el agua por segunda vez y por tercera vez y así sucesivamente hasta cien veces, pero en vano. Entonces, desesperado y en el límite de sus fuerzas, ganó la ribera y quiso vestirse; pero observó que sus ropas habían desaparecido, y no encontró más que su red, su cesto y su cayado. Entonces se golpeó las manos una contra otra, y exclamó: "¡Ah! ¡Viles foragidos, que me han robado mi ropa!

Pero todo esto me sucede sólo por hacer cierto el proverbio que dice: "¡No acaba para el camellero la peregrinación más que cuando ha horadado a su camello...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.

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