Pero cuando llegó la 740ª noche

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Ella dijo:

"... Y había nacido verdaderamente en África, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de peor calidad. Y desde su juventud habíase dedicado con tesón al estudio de la hechicería y de los hechizos, y el arte de la geomancia, de la alquimia, de la astrología, de las fumigaciones y de los encantamientos. Y al cabo de treinta años de operaciones mágicas, por virtud de su hechicería, logró descubrir que en un paraje desconocido de la tierra había una lámpara extraordinariamente mágica que tenía el don de hacer más poderoso que los reyes y sultanes todos al hombre que tuviese la suerte de ser su poseedor. Entonces hubo de redoblar sus fumigaciones y hechicería, y con una última operación geomántica logró enterarse de que la lámpara consabida se hallaba en un subterráneo situado en las inmediaciones de la ciudad de Kolo-ka-tsé, en el país de China. (Y aquel paraje era precisamente el que acabamos de ver con todos sus detalles.) Y el mago se puso en camino sin tardanza, y después de un largo viaje había llegado a Kolo-ka-tsé, donde se dedicó a explorar los alrededores y acabó por delimitar exactamente la situación del subterráneo con lo que contenía. Y por su mesa adivinatoria se enteró de que el tesoro y la lámpara mágica estaban inscriptos, por los poderes subterráneos, a nombre de Aladino, hijo de Mustafá el sastre, y de que sólo él podría hacer abrirse el subterráneo y llevarse la lámpara, pues cualquier otro perdería la vida infaliblemente si intentaba la menor empresa encaminada a ello. Y por eso se puso en busca de Aladino, y cuando le encontró, hubo de utilizar toda clase de estratagemas y engaños para atraérsele y conducirle a aquel paraje desierto, sin despertar sus sospechas ni las de su madre. Y cuando Aladino salió con bien de la empresa, le había reclamado tan presurosamente la lámpara porque quería engañarle y emparedarle para siempre en el subterráneo. ¡Pero ya hemos visto cómo Aladino, por miedo a recibir una bofetada, se había refugiado en el interior de la cueva, donde no podía penetrar el mago, y cómo el mago, con objeto de vengarse, habíale encerrado allí dentro contra su voluntad para que se muriese de hambre y de sed!

Realizada aquella acción, el mago, convulso y echando espuma, se fué por su camino, probablemente a África, su país.

¡Y he aquí lo referente a él! Pero seguramente nos lo volveremos a encontrar.

¡He aquí ahora lo que atañe a Aladino!

No bien entró otra vez en el subterráneo, oyó el temblor de tierra producido por la magia del maghrebín, y aterrado, temió que la bóveda se desplomase sobre su cabeza, y se apresuró a ganar la salida. Pero al llegar a la escalera, vió que la pesada losa de mármol tapaba la abertura; y llegó al límite de la emoción y del pasmo. Porque, por una parte, no podía concebir la maldad del hombre a quien creía tío suyo y que le había acariciado y mimado, y por otra parte, no había para qué pensar en levantar la losa de mármol, pues le era imposible hacerlo desde abajo. En estas condiciones, el desesperado Aladino empezó a dar muchos gritos, llamando a su tío y prometiéndole, con toda clase de juramentos, que estaba dispuesto a darle en seguida la lámpara.

Pero claro es que sus gritos y sollozos no fueron oídos por el mago, que ya se encontraba lejos. Y al ver que su tío no le contestaba, Aladino empezó a abrigar algunas dudas con respecto a él, sobre todo al acordarse de que le había llamado hijo de perro, gravísima injuria que jamás dirigiría un verdadero tío al hijo de su hermano.

De todos modos, resolvió entonces ir al jardín, donde había luz, y buscar una salida por donde escapar de aquellos lugares tenebrosos. Pero al llegar a la puerta que daba al jardín observó que estaba cerrada y que no se abría ante él entonces. Enloquecido ya, corrió de nuevo a la puerta de la cueva y se echó llorando en los peldaños de la escalera. Y ya se veía enterrado vivo entre las cuatro paredes de aquella cueva, llena de negrura y de horror, a pesar de todo el oro que contenía. Y sollozó durante mucho tiempo, sumido en su dolor. Y por primera vez en su vida dió en pensar en todas las bondades de su pobre madre y en su abnegación infatigable, no obstante la mala conducta y la ingratitud de él. Y la muerte en aquella cueva hubo de parecerle más amarga, por no haber podido refrescar en vida el corazón de su madre mejorando algo su carácter y demostrándola de alguna manera su agradecimiento. Y suspiró mucho al asaltarle este pensamiento, y empezó a retorcerse los brazos y a restregarse las manos, como generalmente hacen los que están desesperados, diciendo, a modo de renuncia a la vida: "¡No hay recurso ni poder más que en Alah!"

Y he aquí que, con aquel movimiento, Aladino frotó sin querer el anillo que llevaba en el pulgar y que le había prestado el mago para preservarle de los peligros del subterráneo. Y no sabía aquel maghrebín maldito que el tal anillo había de salvar la vida de Aladino precisamente, pues de saberlo, no se lo hubiera confiado desde luego, o se hubiera apresurado a quitárselo, o incluso no hubiera cerrado el subterráneo mientras el otro no se lo devolviese. Pero todos los magos son, por esencia, semejantes a aquel maghrebín hermano suyo: a pesar del poder de su hechicería y de su ciencia maldita, no saben prever las consecuencias de las acciones más sencillas, y jamás piensan en precaverse de los peligros más vulgares. ¡Porque con su orgullo y su confianza en sí mismos, nunca recurren al Señor de las criaturas, y su espíritu permanece constantemente oscurecido por una humareda más espesa que la de sus fumigaciones, y tienen los ojos tapados por una venda, y van a tientas por las tinieblas!

Y he aquí que, cuando el desesperado Aladino frotó, sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya virtud ignoraba...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 741ª noche

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Ella dijo:

"... Y he aquí que, cuando el desesperado Aladino frotó, sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya virtud ignoraba, vió surgir de pronto ante él, como si brotara de la tierra, un inmenso y gigantesco efrit, semejante a un negro embetunado, con una cabeza como un caldero, y una cara espantosa, y unos ojos rojos, enormes y llameantes, el cual se inclinó ante él, y con una voz tan retumbante cual el rugido del trueno, le dijo "¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor del anillo en la tierra, en el aire y en el agua!"

Al ver aquello, Aladino, que no era valeroso, quedó muy aterrado; y en cualquier otro sitio y en cualquier otra circunstancia hubiera caído desmayado o hubiera procurado escapar. Pero en aquella cueva, donde ya se creía muerto de hambre y de sed, la intervención de aquel espantoso efrit parecióle un gran socorro, sobre todo cuando oyó la pregunta que le hacía. Y al fin pudo mover la lengua y contestar: "¡Oh gran jeique de los efrits del aire, de la tierra y del agua, sácame de esta cueva!" Apenas había él pronunciado estas palabras, se conmovió y se abrió la tierra por encima de su cabeza, y en un abrir y cerrar de ojos sintióse transportado fuera de la cueva, en el mismo paraje donde encendió la hoguera el magbrebín. En cuanto al efrit, había desaparecido.

Entonces, todo tembloroso de emoción todavía, pero muy contento por verse de nuevo al aire libre, Aladino dió gracias a Alah el Bienhechor que le había librado de una muerte cierta y le había salvado de las emboscadas del maghrebín. Y miró en torno suyo y vió a lo lejos la ciudad en medio de sus jardines. Y se apresuró a desandar el camino por donde le había conducido el mago, dirigiéndose al valle sin volver la cabeza atrás ni una sola vez. Y extenuado y falto de aliento, llegó ya muy de noche a la casa en que le esperaba su madre lamentándose, muy inquieta por su tardanza. Y corrió ella a abrirle, llegando a tiempo para acogerle en sus brazos, en los que cayó el joven desmayado, sin poder resistir más la emoción.

Cuando a fuerza de cuidados volvió Aladino de su desmayo, su madre le dió a beber de nuevo un poco de agua de rosas. Luego, muy preocupada, le preguntó qué le pasaba. Y contestó Aladino: "¡Oh madre mía, tengo mucha hambre! ¡Te ruego, pues, que me traigas algo de comer, porque no he tomado nada desde esta mañana!"

Y la madre de Aladino corrió a llevarle lo que había en la casa. Y Aladino se puso a comer con tanta prisa, que su madre le dijo, temiendo que se atragantara: "¡No te precipites, hijo mío, que se te va a reventar la garganta! ¡Y si es que comes tan aprisa para contarme cuanto antes lo que me tienes que contar, sabe que tenemos por nuestro todo el tiempo! ¡Desde el momento en que volví a verte estoy tranquila, pero Alah sabe cuál fué mi ansiedad cuando noté que avanzaba la noche sin que estuvieses de regreso!"

Luego se interrumpió para decirle: "¡Ah hijo mío! ¡modérate, por favor, y coge trozos más pequeños!" Y Aladino, que había devorado en un momento todo lo que tenía delante, pidió de beber, y cogió el cantarillo de agua y se lo vació en la garganta sin respirar. Tras de lo cual se sintió satisfecho, y dijo a su madre: "¡Al fin voy a poder contarte ¡oh madre mía! todo lo que me aconteció con el hombre a quien tú creías mi tío, y que me ha hecho ver la muerte a dos dedos de mis ojos! ¡Ah! ¡tú no sabes que ni por asomo era tío mío ni hermano de mi padre ese embustero que me hacía tantas caricias y me besaba tan tiernamente, ese maldito maghrebín, ese hechicero, ese mentiroso, ese bribón, ese embaucador, ese enredador, ese perro, ese sucio, ese demonio que no tiene par entre los demonios sobre la faz de la tierra! Alejado sea el Maligno!"

Luego añadió: "¡Escucha ¡oh madre! lo que me ha hecho!" Y dijo todavía: "¡Ah! ¡qué contento estoy de haberme librado de sus manos!" Luego se detuvo un momento, respiró con fuerza, y de repente, sin tomar aliento, contó cuanto le había sucedido, desde el principio hasta el fin, incluso la bofetada, la injuria y lo demás, sin omitir un solo detalle. Pero no hay ninguna utilidad en repetirlo.

Y cuando hubo acabado su relato se quitó el cinturón y dejó caer en el colchón que había en el suelo la maravillosa provisión de frutas transparentes y coloreadas que hubo de coger en el jardín. Y también cayó la lámpara en el montón, entre bolas de pedrería.

Y añadió él para terminar: "¡Esa es ¡oh madre! mi aventura con el mago, y aquí tienes lo que me ha reportado mi viaje al subterráneo!" Y así diciendo, mostraba a su madre las bolas maravillosas, pero con un aire desdeñoso que significaba: "¡Ya no soy, un niño para jugar con bolas de vidrio!"

Mientras estuvo hablando su hijo Aladino la madre le escuchó, lanzando, en los pasajes más sorprendentes o más conmovedores del relato, exclamaciones de cólera contra el mago y de conmiseración para Aladino. Y no bien acabó de contar él tan extraña aventura, no pudo ella reprimirse más, y se desató en injurias contra el maghrebín, motejándole con todos los dicterios que para calificar la conducta del agresor puede encontrar la cólera de una madre que ha estado a punto de perder a su hijo. Y cuando se desahogó un poco, apretó contra su pecho a su hijo Aladino y le besó llorando, y dijo: "¡Debemos gracias a Alah ¡oh hijo mío! que te ha sacado sano y salvo de manos de ese hechicero maghrebín! ¡Ah traidor, maldito! ¡Sin duda quiso tu muerte por poseer esa miserable lámpara de cobre que no vale medio dracma! ¡Cuánto le detesto! ¡Cuánto abomino de él! ¡Por fin te recobré, pobre niño mío, hijo mío Aladino! ¡Pero qué peligros no corriste por culpa mía, que debí adivinar, no obstante, en los ojos bizcos de ese maghrebín, que no era tío tuyo ni nada allegado, sino un mago maldito y un descreído!"

Y así diciendo, la madre se sentó en el colchón con su hijo Aladino, y le meció dulcemente. Y Aladino, que no había dormido desde hacía tres días, preocupado por su aventura con el maghrebín, no tardó en cerrar los ojos y en dormirse en las rodillas de su madre, halagado por el balanceo. Y le acostó ella en el colchón con mil precauciones, y no tardó en acostarse y en dormirse también junto a él.

Al día siguiente, al despertarse...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 742ª noche

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Ella dijo:

"...Al día siguiente, al despertarse, empezaron por besarse mucho, y Aladino dijo a su madre que su aventura le había corregido para siempre de la travesura y haraganería, y que en lo sucesivo buscaría trabajo como un hombre. Luego, como aun tenía hambre, pidió el desayuno, y su madre le dijo: "¡Ay hijo mío! ayer por noche te di todo lo que había en casa, y ya no tengo ni un pedazo de pan. ¡Pero ten un poco de paciencia y aguarda a que vaya a vender el poco de algodón que hube de hilar estos últimos días, y te compraré algo con el importe de la venta!"

Pero contestó Aladino: "Deja el algodón para otra vez, ¡oh madre! y coge hoy esta lámpara vieja que me traje del subterráneo, y ve a venderla al zoco de los mercaderes de cobre. ¡Y probablemente sacarás por ella algún dinero que nos permita pasar todo el día!" Y contestó la madre de Aladino: "¡Verdad dices, hijo mío! ¡Y mañana cogeré las bolas de vidrio que trajiste también de ese lugar maldito, e iré a venderlas en el barrio de los negros, que me las comprarán a más precio que los mercaderes de oficio!"

La madre de Aladino cogió, pues, la lámpara para ir a venderla; pero la encontró muy sucia, y dijo a Aladino: "¡Primero, hijo mío, voy a limpiar esa lámpara, que está sucia, a fin de dejarla reluciente y sacar por ella el mayor precio posible!" Y fué a la cocina, se echó en la mano un poco de ceniza, que mezcló con agua, y se puso a limpiar la lámpara. Pero apenas había empezado a frotarla, cuando surgió de pronto ante ella, sin saberse de dónde había salido, un espantoso efrit, más feo indudablemente que el del subterráneo, y tan enorme que tocaba el techo con la cabeza. Y se inclinó ante ella y dijo con voz ensordecedora: "¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!"

Cuando la madre de Aladino vió esta aparición, que estaba tan lejos de esperarse, como no estaba acostumbrada a semejantes cosas, se quedó inmóvil de terror; y se le trabó la lengua y se le abrió la boca; y loca de miedo y horror, no pudo soportar por más tiempo el tener a la vista una cara tan repulsiva y espantosa como aquella, y cayó desmayada.

Pero Aladino, que se hallaba también en la cocina, y que estaba ya un poco acostumbrado a caras de aquella clase, después de la que había visto en la cueva, quizás más fea y monstruosa, no se asustó tanto como su madre. Y comprendió que la causante de la aparición del efrit era aquella lámpara; y se apresuró a quitársela de las manos a su madre, que seguía desmayada; y la cogió con firmeza entre los diez dedos, y dijo al efrit: "¡Oh servidor de la lámpara! ¡tengo mucha hambre, y deseo que me traigas cosas excelentes en extremo para que me las coma!" Y el genni desapareció al punto, pero para volver un instante después, llevando en la cabeza una gran bandeja de plata maciza, en la cual había doce platos de oro llenos de manjares olorosos y exquisitos al paladar y a la vista, con seis panes muy calientes y blancos como la nieve y dorados por en medio, dos frascos grandes de vino añejo, claro y excelente, y en las manos un taburete de ébano incrustado de nácar y de plata, y dos tazas de plata. Y puso la bandeja en el taburete, colocó con presteza lo que tenía que colocar y desapareció discretamente.

Entonces Aladino, al ver que su madre seguía desmayada, le echó en el rostro agua de rosas, y aquella frescura, complicada con las deliciosas emanaciones de los manjares humeantes, no dejó de reunir los espíritus dispersos y de hacer volver en sí a la pobre mujer. Y Aladino se apresuró a decirle: "¡Vamos, ¡oh madre! eso no es nada! ¡Levántate y ven a comer! ¡Gracias a Alah, aquí hay con qué reponerte por completo el corazón y los sentidos y con qué aplacar nuestra hambre! ¡Por favor, no dejemos enfriar estos manjares excelentes!"

Cuando la madre de Aladino vió la bandeja de plata encima del hermoso taburete, los doce platos de oro con su contenido, los seis maravillosos panes, los dos frascos y las dos tazas, y cuando percibió su olfato el olor sublime que exhalaban todas aquellas cosas buenas, se olvidó de las circunstancias de su desmayo, y dijo a Aladino: "¡Oh hijo mío! ¡Alah proteja la vida de nuestro sultán! ¡Sin duda ha oído hablar de nuestra pobreza y nos ha enviado esta bandeja con uno de sus cocineros!"

Pero Aladino contestó: "¡Oh madre mía! ¡no es ahora el momento oportuno para suposiciones y votos! Empecemos por comer, y ya te contaré después lo que ha ocurrido".

Entonces la madre de Aladino fué a sentarse junto a él, abriendo unos ojos llenos de asombro y de admiración ante novedades tan maravillosas; y se pusieron ambos a comer con gran apetito. Y experimentaron con ello tanto gusto, que se estuvieron mucho rato en torno a la bandeja, sin cansarse de probar manjares tan bien condimentados, de modo y manera que acabaron por juntar la comida de la mañana con la de la noche. Y cuando terminaron por fin, reservaron para el día siguiente los restos de la comida. Y la madre de Aladino fué a guardar en el armario de la cocina los platos y su contenido, volviendo enseguida al lado de Aladino para escuchar lo que tenía él que contarle acerca de aquel generoso obsequio. Y Aladino le reveló entonces lo que había pasado, y cómo el genni servidor de la lámpara hubo de ejecutar la orden sin vacilación.

Entonces la madre de Aladino, que había escuchado el relato de su hijo con un espanto creciente, fué presa de gran agitación, y exclamó: "¡Ah hijo mío! por la leche con que nutrí tu infancia te conjuro a que arrojes lejos de ti esa lámpara y te deshagas de ese anillo, don de los malditos efrits, pues no podré soportar por segunda vez la vista de caras tan feas y espantosas, y me moriré a consecuencia de ello sin duda. Por cierto que me parece que estos manjares que acabo de comer se me suben a la garganta y van a ahogarme. Y además, nuestro profeta Mohamed (¡bendito sea!) nos recomendó mucho que tuviéramos cuidado con los genni y los efrits, y no buscáramos su trato nunca!"

Aladino contestó: "¡Tus palabras, madre mía, están por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero, realmente, no puedo deshacerme de la lámpara ni del anillo! Porque el anillo me fué de suma utilidad al salvarme de una muerte segura en la cueva, y tú misma acabas de ser testigo del servicio que nos ha prestado esta lámpara, la cual es tan preciosa, que el maldito maghrebín no vaciló en venir a buscarla desde tan lejos. ¡Sin embargo, madre mía, para darte gusto y por consideración a ti, voy a ocultar la lámpara, a fin de que su vista no te hiera los ojos y sea para ti motivo de temor en el porvenir!"

Y contestó la madre de Aladino: "¡Haz lo que quieras, hijo mío! ¡Pero, por mi parte, declaro que no quiero tener que ver nada con los efrits, ni con el servidor del anillo, ni con el de la lámpara! ¡Y deseo que no me hables más de ellos, suceda lo que suceda...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 743ª noche

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Ella dijo:

"¡... Y deseo que no me hables más de ellos, suceda lo que suceda!"

Al otro día, cuando se terminaron las excelentes provisiones, Aladino, sin querer recurrir tan pronto a la lámpara, para evitar a su madre disgustos, cogió uno de los platos de oro, se lo escondió en la ropa, y salió con intención de venderlo en el zoco e invertir el dinero de la venta en proporcionarse las provisiones necesarias en la casa. Y fué a la tienda de un judío, que era más astuto que el Cheitán. Y sacó de su ropa el plato de oro y se lo entregó al judío, que lo cogió, lo examinó, lo raspó, y preguntó a Aladino con aire distraído: "¿Cuánto pides por esto?" Y Aladino, que en su vida había visto platos de oro y estaba lejos de saber el valor de semejantes mercaderías, contestó: "¡Por Alah, oh mi señor! tú sabrás mejor que yo lo que puede valer ese plato; y yo me fío en tu tasación y en tu buena fe!" Y el judío, que había visto bien que el plato era del oro más puro, se dijo: "He ahí un mozo que ignora el precio de lo que posee. ¡Vaya un excelente provecho que me proporciona hoy la bendición de Abraham!" Y abrió un cajón, disimulado en el muro de la tienda, y sacó de él una sola moneda de oro, que ofreció a Aladino, y que no representaba ni la milésima parte del valor del plato, y le dijo: "¡Toma, hijo mío, por tu plato! ¡Por Moisés y Aarón, que nunca hubiera ofrecido semejante suma a otro que no fueses tú; pero lo hago sólo por tenerte por cliente en lo sucesivo!" Y Aladino cogió a toda prisa el dinar de oro, y sin pensar siquiera en regatear, echó a correr muy contento. Y al ver la alegría de Aladino y su prisa por marcharse, el judío sintió mucho no haberle ofrecido una cantidad más inferior todavía, y estuvo a punto de echar a correr detrás de él para rebajar algo de la moneda de oro; pero renunció a su proyecto al ver que no podía alcanzarle.

En cuanto a Aladino, corrió sin pérdida de tiempo a casa del panadero, le compró pan, cambió el dinar de oro y volvió a su casa para dar a su madre el pan y el dinero, diciéndole: "¡Madre mía, ve ahora a comprar con este dinero las provisiones necesarias porque yo no entiendo de esas cosas!" Y la madre se levantó y fué al zoco a comprar todo lo que necesitaban. Y aquel día comieron y se saciaron. Y desde entonces, en cuanto les faltaba dinero, Aladino iba al zoco a vender un plato de oro al mismo judío, que siempre le entregaba un dinar, sin atreverse a darle menos después de haberle dado esta suma la primera vez y temeroso de que fuera a proponer su mercancía a otros judíos, que se aprovecharían con ello, en lugar suyo, del inmenso beneficio que suponía el tal negocio. Así es que Aladino, que continuaba ignorando el valor de lo que poseía, le vendió de tal suerte los doce platos de oro. Y entonces pensó en llevarle el bandejón de plata maciza; pero como le pesaba mucho, fué a buscar al judío, que se presentó en la casa, examinó la bandeja preciosa, y dijo a Aladino: "¡Esto vale dos monedas de oro!" Y Aladino, encantado, consintió en vendérselo, y tomó el dinero, que no quiso darle el judío más que mediante las dos tazas de plata como propina.

De esta manera tuvieron aún para mantenerse durante unos días Aladino y su madre. Y Aladino continuó yendo a los zocos a hablar formalmente con los mercaderes y las personas distinguidas: porque desde su vuelta había tenido cuidado de abstenerse del trato de sus antiguos camaradas, los niños del barrio; y a la sazón procuraba instruirse escuchando las conversaciones de las personas mayores; y como estaba lleno de sagacidad, en poco tiempo adquirió toda clase de nociones preciosas que muy escasos jóvenes de su edad serían capaces de adquirir.

Entretanto, de nuevo hubo de faltar dinero en la casa, y como no podía obrar de otro modo, a pesar de todo el terror que inspiraba a su madre, Aladino se vió obligado a recurrir a la lámpara mágica. Pero advertida del proyecto de Aladino, la madre se apresuró a salir de la casa, sin poder sufrir el encontrarse allí en el momento de la aparición del efrit. Y libre entonces de obrar a su antojo, Aladino cogió la lámpara con la mano, y buscó el sitio que había que tocar precisamente, y que se conocía por la impresión dejada con la ceniza en la primera limpieza; y la frotó despacio y muy suavemente. Y al punto apareció el genni, que inclinóse, y con voz muy tenue, a causa precisamente de la suavidad del frotamiento, dijo a Aladino: "¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!" Y Aladino se apresuró a contestar: "¡Oh servidor de la lámpara! tengo mucha hambre, y deseo una bandeja de manjares en un todo semejante a la que me trajiste la primera vez!" Y el genni desapareció, pero para reaparecer, en menos de un abrir y cerrar de ojos, cargado con la bandeja consabida, que puso en el taburete; y se retiró sin saberse por dónde.

Poco tiempo después volvió la madre de Aladino; y vió la bandeja con su aroma y su contenido tan encantador; y no se maravilló menos que la primera vez. Y se sentó al lado de su hijo, y probó los manjares, encontrándolos más exquisitos todavía que los de la primera bandeja. Y a pesar del terror que le inspiraba el genni servidor de la lámpara, comió con mucho apetito; y ni ella ni Aladino pudieron separarse de la bandeja hasta que se hartaron completamente; pero como aquellos manjares excitaban el apetito conforme se iba comiendo, no se levantó ella hasta el anochecer, juntando así la comida de la mañana con la de mediodía y con la de la noche. Y Aladino hizo lo propio.

Cuando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 744ª noche

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Ella dijo:

"...Cuando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera, Aladino no dejó de coger uno de los platos de oro e ir al zoco, según tenía por costumbre, para vendérselo al judío, lo mismo que había hecho con los otros platos. Y cuando pasaba por delante de la tienda de un venerable jeique musulmán, que era un orfebre muy estimado por su probidad y buena fe, oyó que le llamaban por su nombre y se detuvo. Y el venerable orfebre hizo señas con la mano y le invitó a entrar un momento en la tienda. Y le dijo: "Hijo mío, he tenido ocasión de verte pasar por el zoco bastante veces, y he notado que llevabas siempre entre la ropa algo que querías ocultar; y entrabas en la tienda de mi vecino el judío para salir luego sin el objeto que ocultabas. ¡Pero tengo que advertirte de una cosa que acaso ignores, a causa de tu tierna edad! Has de saber, en efecto, que los judíos son enemigos natos de los musulmanes; y creen que es lícito escamotearnos nuestros bienes por todos los medios posibles. ¡Y entre todos los judíos, precisamente ése es el más detestable, el más listo, el más embaucador y el más nutrido de odio contra nosotros los que creemos en Alah el Único! ¡Así, pues, si tienes que vender alguna cosa, ¡oh hijo mío! empieza por enseñármela, y por la verdad de Alah el Altísimo te juro que la tasaré en su justo valor, a fin de que al cederla sepas exactamente lo qué hacer! Enséñame, pues, sin temor ni desconfianza lo que ocultas en tu traje, ¡y Alah maldiga a los embaucadores y confunda al Maligno! ¡Alejado sea por siempre!"

Al oír estas palabras del viejo orfebre, Aladino, confiado, no dejó de sacar de debajo de su traje el plato de oro y mostrárselo. Y el jeique calculó al primer golpe de vista el valor del objeto y preguntó a Aladino: "¿Puedes decirme ahora, hijo mío, cuántos platos de esta clase vendiste al judío y el precio a que se los cediste?" Y Aladino contestó: "¡Por Alah, ¡oh tío mío! que ya le he dado doce platos como éste a un dinar cada uno!"

Al oír estas palabras, el viejo orfebre llegó al límite de la indignación, y exclamó: "¡Ah maldito judío, hijo de perro, posteridad de Eblis!" Y al propio tiempo puso el plato en la balanza, lo pesó, y dijo: "¡Has de saber, hijo mío, que este plato es del oro más fino y que no vale un dinar, sino doscientos dinares exactamente! ¡Es decir, que el judío te ha robado a ti solo tanto como roban en un día, con detrimento de los musulmanes, todos los judíos del zoco reunidos!" Luego añadió: "¡Ah hijo mío, lo pasado pasado está, y como no hay testigos, no podemos hacer empalar a ese judío maldito! ¡De todos modos, ya sabes a qué atenerte en lo sucesivo! Y si quieres, al momento voy a contarte doscientos dinares por tu plato. ¡Prefiero, sin embargo, que antes de vendérmelo vayas a proponerlo y que te lo tasen otros mercaderes, y si te ofrecen más, consiento en pagarte la diferencia y algo más de sobreprecio!" Pero Aladino, que no tenía ningún motivo para dudar de la reconocida probidad del viejo orfebre, se dió por muy contento con cederle el plato a tan buen precio. Y tomó los doscientos dinares. Y en lo sucesivo no dejó de dirigirse al mismo honrado orfebre musulmán para venderle los otros once platos y la bandeja.

Y he aquí que, enriquecidos de aquel modo, Aladino y su madre no abusaron de los beneficios del Retribuidor. Y continuaron llevando una vida modesta, distribuyendo a los pobres y a los menesterosos lo que sobraba a sus necesidades. Y entretanto, Aladino no perdonó ocasión de seguir instruyéndose y afinando su ingenio con el contacto de las gentes del zoco, de los mercaderes distinguidos y de las personas de buen tono que frecuentaban los zocos. Y así aprendió en poco tiempo las maneras del gran mundo, y mantuvo relaciones sostenidas con los orfebres y joyeros, de quienes se convirtió en huésped asiduo. ¡Y habituándose entonces a ver joyas y pedrerías, se enteró de que las frutas que se había llevado de aquel jardín y que se imaginaba serían bolas de vidrio coloreado, eran maravillas inestimables que no tenían igual en casa de los reyes y sultanes más poderosos y más ricos! Y como se había vuelto muy prudente y muy inteligente, tuvo la precaución de no hablar de ello a nadie, ni siquiera a su madre. Pero en vez de dejar las frutas de pedrería tiradas debajo de los cojines del diván y por todos los rincones, las recogió con mucho cuidado y las guardó en un cofre que compró a propósito. Y he aquí que pronto habría de experimentar los efectos de su prudencia de la manera más brillante y más espléndida.

En efecto, un día entre los días, charlando él a la puerta de una tienda con algunos mercaderes amigos suyos...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 745ª noche

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Ella dijo:

"... En efecto, un día entre los días, charlando él a la puerta de una tienda con algunos mercaderes amigos suyos, vió cruzar los zocos a dos pregoneros del sultán armados de largas pértigas, y les oyó gritar al unísono en alta voz: "¡Oh vosotros todos, mercaderes y habitantes! ¡De orden de nuestro amo magnánimo, el rey del tiempo y el señor de los siglos y de los momentos, sabed que tenéis que cerrar vuestras tiendas al instante y encerraros en vuestras casas, con todas las puertas cerradas por fuera y por dentro! ¡porque va a pasar, para ir a tomar su baño en el hammam, la perla única, la maravillosa, la bienhechora, nuestra joven ama Badrú'l-Budur, luna llena de las lunas llenas, hija de nuestro glorioso sultán! ¡Séale el baño delicioso! ¡En cuanto a los que se atrevan a infringir la orden y a mirar por puertas o ventanas, serán castigados con el alfanje, el palo o el patíbulo! ¡Sirva, pues, de aviso a quienes quieran conservar su sangre en su cuello!"

Al oír este pregón público Aladino se sintió poseído de un deseo irresistible por ver pasar a la hija del sultán, a aquella maravillosa Badrú'l-Budur, de quien se hacían lenguas en toda la ciudad y cuya belleza de luna y perfecciones eran muy elogiadas. Así es que en vez de hacer como todo el mundo y correr a encerrarse en su casa, se le ocurrió ir a toda prisa al hammam y esconderse detrás de la puerta principal para poder, sin ser visto, mirar a través de las junturas y admirar a su gusto a la hija del sultán cuando entrase en el hammam.

Y he aquí que a los pocos instantes de situarse en aquel lugar vió llegar el cortejo de la princesa, precedido por la muchedumbre de eunucos. Y la vió a ella misma en medio de sus mujeres, cual la luna en medio de las estrellas, cubierta con sus velos de seda. Pero en cuanto llegó al umbral del hammam se apresuró a destaparse el rostro; y apareció con todo el resplandor solar de una belleza que superaba a cuanto pudiera decirse. Porque era una joven de quince años, más bien menos que más, derecha como la letra alef, con una cintura que desafiaba a la rama tierna del árbol han, con una frente deslumbradora, como el cuarto creciente de la luna en el mes de Ramadán, con cejas rectas y perfectamente trazadas, con ojos negros, grandes y lánguidos, cual los ojos de la gacela sedienta, con párpados modestamente bajos y semejantes a pétalos de rosa, con una nariz impecable como labor selecta, una boca minúscula con dos labios encarnados, una tez de blancura lavada en el agua de la fuente Salsabil, un mentón sonriente, dientes como granizos, de igual tamaño, un cuello de tórtola, y lo demás, que no se veía, por el estilo. Y de ella es de quien ha dicho el poeta:


¡Sus ojos magos, avivados con kohl negro, traspasan los corazones con sus flechas aceradas!

¡A las rosas de sus mejillas roban los colores las rosas de los ramos!


¡Y su cabellera es una noche tenebrosa iluminada por la irradiación de su frente!


Cuando la princesa llegó a la puerta del hammam, como no temía las miradas indiscretas, se levantó el velillo del rostro, y apareció así en toda su belleza. Y Aladino la vió, y en un momento sintió bullirle la sangre en la cabeza tres veces más de prisa que antes. Y sólo entonces se dió cuenta él, que jamás tuvo ocasión de ver al descubierto rostros de mujer, de que podía haber mujeres hermosas y mujeres feas y de que no todas eran viejas semejantes a su madre.

Aquel descubrimiento, unido a la belleza incomparable de la princesa, le dejó estupefacto y le inmovilizó en un éxtasis detrás de la puerta. Y ya hacía mucho tiempo que había entrado la princesa en el hammam, mientras él permanecía aún allí asombrado y todo tembloroso de emoción. Y cuando pudo recobrar un poco el sentido, se decidió a escabullirse de su escondite y a regresar a su casa, ¡pero en qué estado de mudanza y turbación! Y pensaba: "¡Por Alah ¿quién hubiera podido imaginar jamás que sobre la tierra hubiese una criatura tan hermosa?! ¡Bendito sea El que la ha formado y la ha dotado de perfección!" Y asaltado por un cúmulo de pensamientos, entró en casa de su madre, y con la espalda quebrantada de emoción y el corazón arrebatado de amor por completo, se dejó caer en el diván, y estuvo sin moverse.

Y he aquí que su madre no tardó en verle en aquel estado tan extraordinario, y se acercó a él y le preguntó con ansiedad qué le pasaba. Pero él se negó a dar la menor respuesta. Entonces le llevó la bandeja de los manjares para que almorzase; pero él no quiso comer. Y le preguntó ella: "¿Qué tienes, ¡oh hijo mío!? ¿Te duele algo? ¡Dime qué te ha ocurrido!"

Y acabó él por contestar: "¡Déjame!" Y ella insistió para que comiese, y hubo de instarle de tal manera, que consintió él en tocar los manjares, pero comió infinitamente menos que de ordinario, y tenía los ojos bajos, y guardaba silencio, sin querer contestar a las preguntas inquietas de su madre. Y estuvo en aquel estado de somnolencia, de palidez y de abatimiento hasta el día siguiente.

Entonces la madre de Aladino, en el límite de la ansiedad, se acercó a él, con lágrimas en los ojos, y le dijo: "¡Oh hijo mío! ¡por Alah sobre ti, dime lo que te pasa y no me tortures más el corazón con tu silencio! ¡Si tienes alguna enfermedad, no me la ocultes, y enseguida iré a buscar al médico! Precisamente está hoy de paso en nuestra ciudad un médico famoso del país de los árabes, a quien ha hecho venir ex profeso nuestro sultán para consultarle. ¡Y no se habla de otra cosa que de su ciencia y de sus remedios maravillosos! ¿Quieres que vaya a buscarle?


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 746ª noche

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Ella dijo:

"¡... Y no se habla de otra cosa que de su ciencia y de sus remedios maravillosos! ¿Quieres que vaya a buscarle?" Entonces Aladino levantó la cabeza, y con un tono de voz muy triste, contestó: "¡Sabe ¡oh madre! que estoy bueno y no sufro de enfermedad! ¡Y si me ves en este estado de mudanza, es porque hasta el presente me imaginé que todas las mujeres se te parecían! ¡Y sólo ayer hube de darme cuenta de que no había tal cosa!"

Y la madre de Aladino alzó los brazos y exclamó: "¡Alejado sea el Maligno! ¿qué estás diciendo, Aladino?" El joven contestó: "¡Estate tranquila, que sé bien lo que digo! ¡Porque ayer vi entrar en el hammam a la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán, y su sola vista me reveló la existencia de la belleza! ¡Y ya no estoy para nada! ¡Y por eso no tendré reposo ni podré volver a mí mientras no la obtenga de su padre el sultán en matrimonio!"

Al oír estas palabras, la madre de Aladino pensó que su hijo había perdido el juicio, y le dijo: "¡El nombre de Alah sobre ti, hijo mío! ¡Vuelve a la razón! ¡ah! ¡pobre Aladino, piensa en tu condición y desecha esas locuras!"

Aladino contestó: "¡Oh madre mía! no tengo para qué volver a la razón, pues, no me cuento en el número de los locos. ¡Y tus palabras no me harán renunciar a mi idea de matrimonio con El Sett Badrú'l-Budur, la hermosa hija del sultán! ¡Y tengo más intención que nunca de pedírsela a su padre en matrimonio!"

Ella dijo: "¡Oh hijo mío! ¡por mi vida sobre ti, no pronuncies tales palabras, y, ten cuidado de que no te oigan en la vecindad y transmitan tus palabras al sultán, que te haría ahorcar sin remisión! Y además, si de verdad tomaste una resolución tan loca, ¿crees que vas a encontrar quien se encargue de hacer esa petición?"

El joven contestó: "¿Y a quién voy a encargar de una misión tan delicada estando tú aquí, ¡oh madre! ? ¿y en quién voy a tener más confianza que en ti? ¡Sí, ciertamente, tú serás quien vaya a hacer al sultán esa petición de matrimonio!" Ella exclamó: "¡Alah me preserve de llevar a cabo semejante empresa, ¡oh hijo mío! ¡Yo no estoy, como tú, en el límite de la locura! ¡Ah! ¡bien veo al presente que te olvidas de que eres hijo de uno de los sastres más pobres y más ignorados de la ciudad, y de que tampoco yo, tu madre, soy de familia más noble o más esclarecida! ¿Cómo, pues, te atreves a pensar en una princesa que su padre no concederá ni aún a los hijos de poderosos reyes y sultanes?"

Aladino permaneció en silencio un momento; luego contestó: "Sabe ¡oh madre! que ya he pensado y reflexionado largamente en todo lo que acabas de decirme; pero eso no me impide tomar la resolución que te he explicado; ¡sino al contrario! ¡Te suplico, pues, que si verdaderamente soy tu hijo y me quieres, me prestes el servicio que te pido! ¡Si no, mi muerte será preferible a mi vida, y sin duda alguna me perderás muy pronto! ¡Por última vez, ¡oh madre mía! no olvides que siempre seré tu hijo Aladino!"

Al oír estas palabras de su hijo, la madre de Aladino rompió en sollozos, y dijo lacrimosa: "¡Oh hijo mío! ¡ciertamente, soy tu madre, y tú eres mi único hijo, el núcleo de mi corazón! ¡Y mi mayor anhelo siempre fué verte casado un día y regocijarme con tu dicha antes de morirme! ¡sí, pues, si quieres casarte, me apresuraré a buscarte mujer entre las gentes de nuestra condición! ¡Y aún así, no sabré qué contestarles cuando me pidan informes acerca de ti, del oficio que ejerces, de la ganancia que sacas y de los bienes y tierras que posees! ¡Y me azora mucho eso! Pero, ¿qué no será tratándose, no ya de ir a gentes de condición humilde, sino a pedir para ti al sultán de la China su hija única El Sett Badrú'l-Budur? ¡Vamos, hijo mío, reflexiona un instante con moderación! ¡Bien sé que nuestro sultán está lleno de benevolencia y que jamás despide a ningún súbdito suyo sin hacerle la justicia que necesita! ¡También sé que es generoso con exceso y que nunca rehúsa nada a quien ha merecido sus favores con alguna acción brillante, algún hecho de bravura o algún servicio grande o pequeño!

Pero, ¿puedes decirme en qué has sobresalido tú hasta el presente y qué títulos tienes para merecer ese favor incomparable que solicitas? Y además, ¿dónde están los regalos que, como solicitante de gracias, tienes que ofrecer al rey en calidad de homenaje de súbdito leal a su soberano?"

El joven contestó: "¡Pues bien; si no se trata más que de hacer un buen regalo para obtener lo que anhela tanto mi alma, precisamente creo que ningún hombre sobre la tierra puede competir conmigo en ese terreno! Porque has de saber ¡oh madre! que esas frutas de todos colores que me traje del jardín subterráneo y que creía eran sencillamente bolas de vidrio sin valor ninguno, y buenas, a lo más, para que jugasen los niños pequeños, son pedrerías inestimables como no las posee ningún sultán en la tierra. ¡Y vas a juzgar por ti misma, a pesar de tu poca experiencia en estas cosas! No tienes más que traerme de la cocina una fuente de porcelana en que quepan, y ya verás qué efecto tan maravilloso producen!"...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 747ª noche

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Ella dijo:

... y ya verás qué efecto tan maravilloso producen!"

Y aunque muy sorprendida de cuanto oía, la madre de Aladino fue a la cocina a buscar una fuente grande de porcelana blanca muy limpia y se la entregó a su hijo. Y Aladino, que ya había sacado las frutas consabidas, se dedicó a colocarlas con mucho arte en la porcelana, combinando sus distintos colores, sus formas y sus variedades. Y cuando hubo acabado se las puso delante de los ojos de su madre, que quedó absolutamente deslumbrada, tanto a causa de su brillo como de su hermosura. Y a pesar de que no estaba muy acostumbrada a ver pedrerías, no pudo por menos de exclamar: "¡Ya Alah! ¡qué admirable es esto!". Y hasta se vio precisada, al cabo de un momento, a cerrar los ojos. Y acabó por decir: "¡Bien veo al presente que agradara al sultán el regalo, sin duda! ¡Pero la dificultad no es esa, sino que está, en el, paso que voy a dar; porque me parece que no podré resistir la majestad de la presencia del sultán, y que me quedaré inmóvil, con la lengua turbada, y hasta quizá me desvanezca de emoción y de confusión! Pero aun suponiendo que pueda violentarme a mí misma por satisfacer tu alma llena de ese deseo, y logre exponer al sultán tu petición concerniente a su hija Badrú'l-Budur, ¿qué va a ocurrir? Sí, ¿qué va a ocurrir? ¡Pues bien, hijo mío; creerán que estoy loca, y me echarán del palacio, o irritado por semejante pretensión, el sultán nos castigará a ambos de manera terrible! Si a pesar de todo crees lo contracio, y suponiendo que el sultán preste oídos a tu demanda, me interrogará luego acerca de tu estado y condición. Y me dirá: "Sí, este regalo es muy hermoso, ¡oh mujer! ¿Pero quién eres? ¿Y quién es tu hijo Aladino? ¿Y qué hace? ¿Y quién es su padre? ¿Y con qué cuenta? ¡Y entonces me veré obligada a decir que no ejerces ningún oficio y que tu padre no era más que un pobre sastre entre los sastres del zoco!" Pero Aladino contestó: "¡Oh madre, está tranquila! ¡es imposible que el sultán te haga semejantes preguntas cuando vea las maravillosas pedrerías colocadas a manera de frutas en la porcelana! No tengas, pues, miedo, y no te preocupes por lo que no va a pasar. ¡Levántate, por el contrario, y ve a ofrecerle el plato con su contenido y pídele para mí en matrimonio a su hija Badrú'l-Budur! ¡Y no apesadumbres tu pensamiento con un asunto tan fácil y tan sencillo! ¡Tampoco olvides, ademas, si todavía abrigas dudas con respecto al éxito, que poseo una lámpara que suplirá para mí a todos los oficios y a todas las ganancias!"

Y continuó hablando a su madre con tanto calor y seguridad, que acabó por convencerla completamente. Y la apremió para que se pusiera sus mejores trajes; y la entregó la fuente de porcelana, que se apresuró ella a envolver en un pañuelo atado por las cuatro puntas, para llevarla así en la mano. Y salió de la casa y se encaminó al palacio del sultán. Y penetró en la sala de audiencias con la muchedumbre de solicitantes. Y se puso en primera fila, pero en una actitud muy humilde, en medio de los presentes, que permanecían con los brazos cruzados, y los ojos bajos en señal del más profundo respeto. Y se abrió la sesión del diván cuando el sultán hizo su entrada, seguido de sus visires, de sus emires y de sus guardias. Y el jefe de los escribas del sultán empezó a llamar a los solicitantes, unos tras otros, según la importancia de las súplicas. Y se despacharon los asuntos acto seguido. Y los sólicitantes se marcharon, contentos unos por haber conseguido lo que deseaban, otros muy alargados de nariz, y otros sin haber sido llamados por falta de tiempo. Y la madre de Aladino fue de estos últimos. Así es que cuando vio que se había levantado la sesión y que el sultán se había retirado, seguido de sus visires, comprendió que no la quedaba qué hacer más que marcharse también ella. Y salió de palacio y volvió a su casa. Y Aladino, que en su impaciencia la esperaba a la puerta, la vio volver con la porcelana en la mano todavía; y se extrañó y se quedó muy perplejo, y temiendo que hubiese sobrevenido alguna desgracia o alguna siniestra circunstancia, no quiso hacerle preguntas en la calle y se apresuró a arrastrarla a la casa, en donde, con la cara muy amarilla, la interrogó con la actitud y con los ojos, pues de emoción no podía abrir la boca. Y la pobre mujer le contó lo que había ocurrido, añadiendo: "Tienes que dispensar a tu madre por esta vez, hijo mío, pues no estoy acostumbrada a frecuentar palacios; y la vista del sultán me ha turbado de tal modo, que no pude adelantarme a hacer mi petición. ¡Pero mañana, si Alah quiere, volveré a palacio y tendré más valor que hoy!" Y a pesar de toda su impaciencia, Aladino se dio por muy contento al saber que no obedecía a un motivo más grave el regreso de su madre con la porcelana entro las manos. Y hasta le satisfizo mucho que se hubiese dado el paso más difícil sin contratiempos ni malas consecuencias para su madre y para él. Y se consoló al pensar que pronto iba a repararse el retrasó. En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio teniendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el obsequio de pedrerías...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Pero cuando llegó la 748ª noche

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Ella dijo:

... En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio teniendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el obsequio de pedrerías. Y estaba muy resuelta a sobreponerse a su timidez y formular su petición. Y entró en el diván, y se colocó en primera fila ante el sultán. Pero, como la vez primera, no pudo dar un paso ni hacer un gesto que atrajese sobre ella la atención del jefe de las escribas. Y se levantó la sesión sin resultado; y se volvió ella a casa, con la cabeza baja, para anunciar a Aladino el fracaso de su tentativa, pero prometiéndole el éxito para la próxima vez. Y Aladino se vio precisado a hacer nueva provisión de paciencia, amonestando a su madre por su falta de valor y de firmeza. Pero no sirvió de gran cosa, pues la pobre mujer fue a palacio con la porcelana seis días consecutivos y se colocó siempre frente al sultán, aunque sin tener más valor ni lograr más éxito que la primera vez. Y sin duda habría vuelto cien veces más tan inútilmente, y Aladino habría muerto de desesperación y de impaciencia reconcentrada, si el propio sultán, que acabó por fijárse'en ella, ya que éstaba en primera fila a cada sesión del diván, no hubiese tenido la curiosidad de informarse acerca de ella y del motivo de su presencia. En efecto, al séptimo día, terminado el diván, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: "Mira esa vieja que lleva en la mano un pañuelo con algo. Desde hace algunos días viene al diván con regularidad y permanece inmóvil sin pedir nada. ¿Puedes decirme a qué viene y qué desea?" Y el gran visir, que no conocía a la madre de Aladino, no quiso dejar al sultán sin respuesta, y le dijo: "¡Oh mi señor! es una vieja entre las numerosas viejas que no vienen al diván más que para pequeñeces. ¡Y tendrá que quejarse sin duda de que la han vendido cebada podrida, por ejemplo, o de que la ha injuriado su vecina, o de que la ha pegado su marido!" Pero el sultán no quedó contento con esta explicación, y dijo al visir: "Sin embargo, deseo interrogar a esa pobre mujer. ¡Hazla avanzar antes de que se retire con los demás!" Y el visir contestó con el oído y la obediencia, llevándose la mano a la frente. Y dio unos pasos hacia la madre de Aladino, y le hizo seña con la mano para que se acercara. Y la pobre mujer se adelantó al pie del trono, toda temblorosa, y besó la tierra entre las manos del sultán, como había visto hacer a los demás concurrentes. Y siguió en aquella postura hasta que el gran visir le tocó en el hombro y la ayudó a levantarse. Y se mantuvo entonces de pie, llena de emoción; y el sultán le dijo: "¡Oh mujer! hace ya varios días que te veo venir al diván y permanecer inmóvil sin pedir nada. Dime, pues, qué te trae por aquí y qué deseas, a fin de que te haga justicia." Y un poco alentada por la voz benévola del sultán, contestó la madre de Aladino: "Alah haga descender sus bendiciones sobre la cabeza de nuestro amo el sultán. ¡En cuanto a tu servidora, ¡oh rey del tiempo! antes de exponer su demanda te suplica que te dignes concederle la promesa de seguridad, pues, de no ser así, tendré miedo a ofender los oídos del sultán, ya que mi petición puede parecer extraña o singular!" Y he aquí que el sultán que era hombre bueno y magnánimo, se apresuró a prometerle la seguridad; e incluso dio orden de hacer desalojar completamente la sala, a fin de permitir a la mujer que hablase con toda libertad. Y no retuvo a su lado más que a su gran visir. Y se encaró con ella, y le dijo: "Puedes hablar, la seguridad de Alah está contigo, ¡oh mujer!" Pero la madre de Aladino, que había recobrado por completo el valor en vista de la acogida favorable del sultán, contestó:. "¡También pido perdón de antemano al sultán por lo que en mi súplica pueda encontrar de inconveniente y por la audacia extraordinaria de mis palabras!" Y dijo el sultán, cada vez mas intrigado: "Habla ya sin restricción, ¡oh mujer! ¡Contigo están el perdón y la gracia de Alah para todo lo que puedas decir y pedir!" Entonces, después de prosternarse por segunda vez ante el trono y de haber llamado sobre el sultán todas las bendiciones y los favores del Altísimo, la madre de Aladino se puso a contar cuanto le había sucedido a su hijo desde el día en que oyó a los pregoneros públicos proclamar la orden de que los habitantes se ocultaran en sus casas para dejar paso al cortejo de Sett Badrú'l-Budur. Y no dejó de decirle el estado en que se hallaba Aladino, que hubo de amenazar con matarse si no obtenía a la princesa en matrimonio. Y narró la historia con todos sus detalles, desde el comienzo hasta el fin. Pero no hay utilidad en repetirla. Luego, cuando acabó de hablar, bajó la cabeza. presa de gran confusión, añadiendo: "¡Y yo ¡oh rey del tiempo! No me queda más que suplicar a Tu Alteza que no sea riguroso con la locura de mi hijo y me excuse si la ternura de madre me ha impulsado a venir a transmitirte una petición tan singular!" Cuando el sultán, que había escuchado estas palabras con mucha atención, pues era justo y benévolo, vio que había callado la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír con bondad y le dijo: "¡Oh pobre! ¿y qué traes en ese pañuelo que sostienes pon la cuatro puntas?

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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