Pero cuando llegó la 700ª noche

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Ella dijo:

¡... Gloria a Alah, que no ha creado espectáculo más encantador que el de dos amantes dichosos, que después de embriagarse con las delicias de la voluptuosidad, reposan en su cama, con los brazos entrelazados, las manos unidas y los corazones latiendo juntos!

Cuando se despertaron al día siguiente, no dejaron de repetir sus escarceos, con más intensidad, calor, multiplicidad, repeticiones, vigor y experiencia que la víspera. Así es que la princesa franca, maravillada y en el límite de la admiración al ver tantas facultades reunidas en los hijos de los musulmanes, se dijo: "¡En verdad que cuando una religión inspira y desarrolla en sus creyentes tales alardes de valor, de heroísmo y de aptitud, es incontestablemente la mejor, la más humana y la única verdadera entre todas las religiones!" Y en el momento quiso ennoblecerse con el Islam.

Encaróse con Nur, y le preguntó: "¿Qué tengo que hacer para ennoblecerme con el Islam, ¡oh ojos míos!? ¡Porque quiero hacerme musulmana como tú, ya que la paz de mi alma no se hallaba con los francos, que hacen una virtud de la horrible continencia y nada estiman tanto como un sacerdote castrado! ¡Son unos pervertidos que ignoran el valor inestimable de la vida! ¡Son unos desgraciados a quienes no calienta con sus rayos el sol! Así es que mi alma quiere morar aquí, donde florecerá con todas sus rosas y cantará con todos sus pájaros! ¡Dime, pues, qué tengo que hacer para convertirme en musulmana!"

Y Nur, lleno de dicha por haber contribuido así, en la medida de sus fuerzas, a convertir a la princesa franca, le dijo: "¡Oh mi señora! ¡nuestra religión es sencilla e ignora las complicaciones externas! ¡Tarde o temprano, reconocerán todos los descreídos la superioridad de nuestras creencias, y se encaminarán a nosotros por sí mismos, como se sale de las tinieblas a la luz, de lo incomprensible a lo claro y de lo imposible a lo natural! En cuanto a ti, ¡oh princesa de bendición! para lavarte de la mugre cristiana, no tienes más que pronunciar estas palabras: "¡No hay más Dios que Alah y Mohamed es el Enviado de Alah! ¡Y al instante te volverás creyente musulmana!" Al oír estas palabras, la princesa Mariam, hija del rey de los francos, levantó el dedo y pronunció: "¡Atestiguo y certifico que no hay más Dios que Alah y que Mohamed es el Enviado de Alah!" ¡Y al instante se ennobleció con el Islam! ¡Gloria a Quien con procedimientos sencillos abre los ojos de los ciegos, torna sensibles los oídos de los sordos, desata la lengua de los mudos y ennoblece los corazones pervertidos, al Dueño de las virtudes, al Distribuidor de gracias, al Bueno para sus creyentes! ¡Amín!

Realizado de tal modo aquel acto importante (¡loado sea Alah!) se levantaron ambos de su lecho de voluptuosidad, y fueron a los retretes, haciendo luego sus abluciones y las plegarias prescritas. Tras de lo cual comieron y bebieron y se pusieron a charlar con mucho agrado y a divagar amistosamente. Y cada vez se maravillaba más Nur de los conocimientos numerosos de la princesa y de su sabiduría y sagacidad.

Por la tarde, a la hora de la plegaria del asr, el joven Nur se dirigió a la mezquita, y la princesa Mariam fué a pasearse por el lado de la Columna del Mástil. ¡Y he aquí lo referente a ellos!

Pero en cuanto al rey de los francos de Constantinia, padre de Mariam, cuando supo la captura de su hija por los piratas musulmanes, afligióse hasta el límite de la aflicción y se desesperó hasta sentirse morir. Y envió a todas partes jinetes y patricios para que hicieran las pesquisas necesarias y rescataran a la princesa y la salvaran, de grado o por fuerza, de las manos de sus raptores. Pero cuantos se encargaron de aquellas pesquisas regresaron al cabo de cierto tiempo sin haberse enterado de nada. Entonces hizo ir a su visir, que también era jefe de policía, un viejecillo tuerto del ojo derecho y cojo de la pierna izquierda, pero un verdadero demonio entre los espías; porque era capaz de desenredar, sin romperlos, los hilos enredados de una tela de araña, de sacar los dientes a un dormido sin despertarle, de escamotear los bocados entre los labios de un beduino hambriento, y de horadar por tres veces seguidas, a un negro sin que el negro pudiese ni revolverse siquiera. Y le dió la orden de recorrer todos los países musulmanes y que no volviera sin la princesa. Y le prometió toda clase de honores y de prerrogativas a su regreso, pero haciéndole entrever el palo para en caso de que fracasase. Y se apresuró a partir el visir tuerto y cojo. Y empezó a viajar, disfrazado, por países amigos y enemigos, sin dar con ninguna pista, hasta que llegó a Al-Iskandaria.

Y aquel día precisamente fué a la Columna del Mástil, con los esclavos que le habían acompañado, para recrearse un momento. Y quiso el destino que se encontrase con la princesa Mariam, la cual tomaba el fresco por aquellos contornos. Así es que, en cuanto la reconoció, se bamboleó de alegría, y se precipitó a su encuentro. Y llegado que fué ante ella, puso una rodilla en tierra y quiso besarle las manos. Pero la princesa, que había adquirido todas las virtudes musulmanas y la decencia para con los hombres, aplicó una tremenda bofetada a aquel visir franco tan feo, y le gritó: "¡Perro maldito! ¿qué vienes a hacer en tierra musulmana? ¿Acaso crees que voy a caer en tu poder...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 701ª noche

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Ella dijo:

"... Pero la princesa, que había adquirido todas las virtudes musulmanas y la decencia para con los hombres, aplicó una tremenda bofetada a aquel visir franco tan feo, y le gritó: "¡Perro maldito! ¿qué vienes a hacer en tierra musulmana? ¿Acaso crees que voy a caer en tu poder?"

El franco contestó: "¡Oh princesa! Yo no tengo la culpa de esto. ¡Culpa sólo a tu padre el rey, que me ha amenazado con el palo si no te encuentro! Es preciso, pues, que vengas con nosotros, de grado o por fuerza, para salvarme de ese suplicio espantoso. ¡Además, tu padre está muriéndose de desesperación al saber que eres cautiva de los infieles, y tu madre está bañada en lágrimas de pensar en los malos tratos que debiste sufrir entre las manos de esos bandidos perforadores!" Pero la princesa Mariam contestó: "¡Nada de eso! He encontrado la paz de mi alma aquí mismo. ¡Y no abandonaré esta tierra de bendición! ¡Vuélvete, pues, por donde has venido, antes de que te haga yo empalar precisamente aquí en lo alto de la Columna del Mástil!

Al oír estas palabras, el franco cojo comprendió que no decidiría a la princesa para que le siguiese de buen grado, y le dijo: "Con tu permiso, ¡oh mi señora!" E hizo seña de que se apoderaran de ella a sus esclavos, que al punto la rodearon, la amordazaron, y aunque ella se defendió y les arañaba cruelmente, se la cargaron a la espalda, y al caer la noche la transportaron a bordo de un navío que se hacía a la vela para Constantinia. ¡Y he aquí lo referente al visir tuerto y cojo y a la princesa Mariam!

En cuanto al joven Nur, cuando vió que la princesa Mariam no volvía al khan, no supo a qué atribuir su tardanza. Y como avanzaba la noche y aumentaba su inquietud, salió del khan y echó a andar por las calles desiertas, con la esperanza de encontrarla, y acabó por llegar al puerto. Unos bateleros le enteraron allí de que acababa de zarpar un navío y que habían llevado a bordo de él a una joven cuyas señas coincidían exactamente con las que les daban.

Al enterarse de aquella marcha de su bienamada, Nur empezó a lamentarse y a llorar, sin interrumpir sus sollozos más que para decir a gritos: "¡Mariam!" Entonces, conmovido por su belleza y por su desesperación, un anciano que le veía quejarse de tal suerte, se acercó a él y le interrogó bondadosamente acerca de la causa de sus lágrimas. Y Nur le contó la desgracia que acababa de sucederle. Entonces le dijo el anciano: "¡No llores más, hijo mío, y no te desesperes!

El navío que acaba de zarpar se hizo a la vela con rumbo a Constantinia, y precisamente yo, que soy capitán marino, voy también a hacerme a la vela esta noche para esa ciudad con los cien musulmanes que llevo a bordo. ¡No tienes, pues, más que embarcarte conmigo, y encontrarás al objeto de tus deseos!" Y con lágrimas en los ojos, besó Nur la mano al capitán marino y se apresuró a embarcarse con él en el navío, que salió disparando a toda vela por el mar.

Y he aquí que Alah les escribió la seguridad, y al cabo de una navegación de cincuenta y un días, llegaron a la vista de Constantinia, donde no tardaron en echar pie a tierra. Pero al punto les prendieron los soldados francos que guardaban la costa, y les despojaron y metieron en la cárcel, siguiendo órdenes del rey, que quería vengarse así en todos los mercaderes extranjeros de la afrenta hecha a su hija en los países musulmanes.

Porque la princesa Mariam había llegado a Constantinia la misma víspera de aquel día. Y en cuanto cundió por la ciudad la nueva de su regreso, se adornaron en honor suyo todas las calles, y toda la población corrió a su encuentro. Y el rey y la reina montaron a caballo con todos los grandes dignatarios de palacio, y fueron a recibirla al desembarcar. Y tras de haber besado con ternura a su hija, la reina le preguntó ansiosamente si estaba virgen todavía o si, para desgracia suya y para oprobio de su nombre, había perdido el sello inestimable. Pero, echándose a reír ante todos los concurrentes, la princesa contestó: "¿Qué me preguntas, ¡oh madre mía!? ¿Acaso crees que se puede permanecer virgen en el país de los musulmanes? ¿Ignoras que en los libros de los musulmanes se dice: "¡Ninguna mujer envejecerá virgen en el Islam...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 702ª noche

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Ella dijo:

"... Ninguna mujer envejecerá virgen en el Islam!?"

Cuando la reina -que no había hecho públicamente esta pregunta a su hija más que para esparcir, en cuanto llegase, la noticia de que su virginidad permanecía intacta y de que su honor estaba a salvo- oyó estas palabras tan insólitas y pronunciadas en presencia de toda la corte, se puso muy amarilla y cayó desmayada en brazos de sus doncellas, que estaban asombradas ante aquel escándalo tan enorme. Y el rey, muy furioso con aquella aventura y sobre todo en vista de la franqueza con que su hija se avenía a lo que le había ocurrido, sintió que la bolsa de la hiel se le reventaba dentro del hígado, e indignado hasta el límite de la indignación, se llevó a la princesa y entró a toda prisa en el palacio en medio de la consternación general, de narices alargadas de dignatarios y caras indigestas de ancianas matronas pudibundas. Y convocó con urgencia a su Consejo de Estado, y pidió su opinión a los visires y a los patriarcas. Y contestaron los visires y los patriarcas consultados: "Nuestra opinión es que, para purificar a la princesa de la impureza de los musulmanes, sólo hay un medio, y consiste en lavarla con la sangre de ellos. ¡Es preciso, pues, sacar de la cárcel cien musulmanes, y cortarles la cabeza! ¡Y se recogerá la sangre que brote de sus cuellos, y en ella se bañará el cuerpo de la princesa, como si se tratase de un segundo bautismo!"

Entonces, el rey ordenó que cogieran a los cien musulmanes que acababan de meter en la cárcel, y entre los cuales se encontraba, como es sabido, el joven Nur. Y empezaron por cortar la cabeza al capitán marino. Luego cortaron la cabeza a todos los mercaderes. Y cada vez recogían en un baño la sangre que brotaba de los cuellos sin cabeza. Y llegó el turno al joven Nur. Y ya le conducían al sitio de la ejecución, vendándole los ojos y colocándole en la alfombra ensangrentada, en tanto que el ejecutor blandía su alfanje para hacerle saltar del cuello la cabeza, cuando se acercó al rey una vieja y le dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡Ya se han cortado las cien cabezas, y el baño está lleno de sangre! ¡Debes perdonar, pues, a ese joven musulmán que queda, y dármelo para dedicarle al servicio de la iglesia!" Y exclamó el rey: "¡Por el Mesías, que dices la verdad! Ya se hallan ahí las cien cabezas, y el baño está lleno. ¡Quédate, pues, con él y utilízale en servicio de la iglesia!" Y la vieja, que era la celadora de la iglesia, dió las gracias al rey, y mientras éste se retiraba con sus visires para proceder al bautismo de sangre de la princesa, se llevó al joven Nur. Y encantada de su belleza, le condujo a la iglesia sin tardanza.

Allí la vieja ordenó al joven Nur que se desnudase, y le dió un largo ropón negro, un gorro alto de sacerdote, un velo negro muy grande para cubrir aquel gorro, una estola y un cinturón ancho. Y le vistió por sí misma para enseñarle cómo debía servirse de aquellas prendas, y le dió sus instrucciones para que se dedicase, como era debido, al servicio de la iglesia. Y durante siete días consecutivos vigiló su trabajo y fomentó sus aptitudes, en tanto que él se lamentaba con su corazón de creyente por verse obligado a hacer semejante farsa al servicio de los descreídos.

Pero por la tarde del séptimo día, la vieja dijo a Nur: "Has de saber, hijo mío, que dentro de unos instantes la princesa Mariam, que ha sido purificada con el bautismo de sangre va a venir a la iglesia para pasar aquí toda la noche en devoción y hacerse perdonar de esa manera los actos de su pasado. Por tanto, te aviso su llegada, a fin de que, cuando yo me vaya a acostar, te quedes a la puerta para prestarle el servicio que pida o para llamarme en caso de que cayese desvanecida de contrición a causa de sus antiguos pecados. ¿Has comprendido bien?" Y contestó Nur, chispeantes los ojos: "He comprendido, ¡oh mi señora!"

Entretanto, llegó al vestíbulo de la iglesia la princesa Mariam vestida de negro desde la cabeza hasta los pies y con el rostro cubierto por un velo negro, y después de inclinarse profundamente ante Nur, a quien tomaba por un sacerdote a causa de sus hábitos, penetró en la iglesia, cuya puerta hubo de abrirle la anciana celadora, y con paso lento se dirigió hacia una especie de oratorio interior, de aspecto muy tenebroso. Entonces, sin querer distraerla de sus devociones, la vieja se apresuró a retirarse; y tras de recomendar mucho a Nur que vigilara la puerta, se retiró a descansar a su habitación...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 703ª noche

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Ella dijo:

"... se retiró a descansar a su habitación.

Cuando se cercioró Nur de que la anciana celadora, dormida ya, roncaba como una fiera, deslizóse hasta la iglesia y se dirigió al sitio en que se hallaba la princesa Mariam, el cual consistía en un oratorio alumbrado por una lámpara que ardía ante imágenes de impiedad (¡que el fuego las destruya!). Y entró sigilosamente en aquel oratorio, y dijo con voz temblorosa: "Soy Nur, ¡oh Mariam!" Y al reconocer la voz de su bienamado, la princesa creyó en un principio que soñaba y luego acabó por arrojarse en sus brazos. Y en el límite de la emoción, se besaron ambos en silencio durante largo rato. Y cuando pudieron hablar, contáronse mutuamente lo que les había sucedido desde el día de la separación. Y juntos dieron gracias a Alah, que hubo de permitir su encuentro.

Tras de lo cual, para celebrar con alegría aquel momento, la princesa se apresuró a quitarse los hábitos de duelo que su madre la reina la obligó a llevar para recordarle de continuo la pérdida de su virginidad. Y enteramente desnuda, se sentó en las rodillas de Nur, el cual por su parte, había arrojado lejos de sí su traje y sus prendas de sacerdote cristiano. Y comenzaron una serie de caricias extraordinarias y tales como nunca las había visto aquel lugar de perdición de las almas descreídas. Y en toda la noche no cesaron de abandonarse sin restricciones de ningún género a los regocijos más diversos de voluptuosidad, dándose mutuas pruebas de su grande y violento amor. Y en aquel momento sentíase Nur revivir con tanta intensidad, que hubiera podido degollar uno tras otro, sin interrumpirse, a mil sacerdotes con su patriarcas. ¡Alah extermine a los impíos y dé fuerza y valor a sus verdaderos creyentes!

Cuando al apuntar el alba las campanas de la iglesia tocaron el primer toque de llamada para los descreídos, la princesa Mariam, aunque con lágrimas en los ojos, se apresuró a ponerse otra vez sus hábitos de duelo; y también Nur se vistió con sus vestiduras de impiedad (¡que Alah, que ve el fondo de las conciencias, les excuse por aquella necesidad cruel a que se hallaron reducidos!). Pero antes de separarse y tras de haberle besado por última vez, la princesa dijo a Nur: "¡Después de los siete días que llevas en esta ciudad ¡oh Nur! supongo que conocerás a fondo el emplazamiento y los alrededores de esta iglesia!"

Y contestó Nur: "Sí, ¡oh mi señora!" Ella dijo: "Pues bien; entonces escucha mis palabras y no las olvides. ¡Porque acabo de combinar ahora mismo un proyecto que nos permitirá escapar para siempre de este país! A tal fin, mañana a primera hora de la noche, no tendrás más que abrir la puerta de la iglesia que da hacia el mar, e ir sin tardanza a la costa. Allí encontrarás un navío pequeño con una tripulación de diez hombres, cuyo capitán se apresurará a darte la mano al verte llegar. Pero aguarda a que te llame por tu nombre; y sobre todo ¡no te precipites!

En cuanto a mí, no tengas ninguna inquietud; ya sabré reunirme contigo sin dificultad. ¡Y Alah nos librará de entre estas manos!" Luego, antes de despedirse de él, añadió aún: "No te olvides tampoco, ¡oh Nur! para hacer una buena despedida a los patriarcas, de escamotear del tesoro de la iglesia todo lo que encuentres más pesado respecto al valor y más ligero respecto al peso, y de vaciar antes de marcharte la arquilla en que los infieles depositan las ofrendas en oro que hacen a los jefes de su impostura!"

Y tras de haber hecho repetir a Nur, palabra por palabra, las instrucciones que acababa de darle, la princesa salió de la iglesia y volvió con ojos contritos al palacio en que la esperaba su madre para predicarle el arrepentimiento y la continencia. ¡Ojalá se vean siempre los creyentes preservados de la continencia impura y no se arrepientan más que del daño hecho al prójimo! ¡Amín!

Así, pues, a primera hora de la noche, después de cerciorarse de los ronquidos de la anciana celadora de la iglesia, no dejó Nur de meter mano a las cosas preciosas del tesoro subterráneo, y de vaciar en su cinturón de sacerdote todo el oro y la plata contenidos en el arca de los patriarcas. Y cargado con aquellos despojos que hubo de tomar a los descreídos, salió a toda prisa a la orilla del mar por la puerta que le fue indicada. Y siguiendo las instrucciones que le dió la princesa encontró el bajel cuyo capitán recibióle con toda cordialidad en compañía de su carga preciosa, dándole la mano y llamándole por su nombre. Y al punto se dió la señal de marcha.

Pero los marineros, en vez de obedecer la orden de su capitán y soltar las amarras que sujetaban el navío a los postes de la orilla, empezaron a murmurar, y uno de ellos levantó la voz y dijo: "¡Oh capitán! ¡bien sabes, no obstante, que hemos recibido órdenes completamente distintas del rey nuestro señor, que quiere que mañana embarque en nuestro navío su visir para ver si encuentra a los piratas musulmanes que parece amenazan con llevarse a la princesa Mariam!" Pero exclamó el capitán, en el límite del furor ante semejante resistencia: "¿Quién se atreve a resistirse a mis órdenes?" Y blandiendo su sable, de un solo tajo derribó la cabeza del que había hablado. Y en la noche flameó el sable, rojo de sangre, como una antorcha. Pero aquel rasgo de energía no impidió que continuaran murmurando los demás marineros, que eran hombres de cuidado. Así es que todos compartieron la suerte de su camarada, perdiendo la cabeza de sobre sus hombros, los diez uno tras otro, a impulso del sable rápido como el relámpago. Y el capitán empujó con el pie sus cuerpos hacia el mar...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 704ª noche

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Ella dijo:

"... Y el capitán empujó con el pie sus cuerpos hacia el mar. Hecho lo cual, encaróse con Nur, y en un tono de mando que no admitía réplica, le gritó: "¡Yalah! ¡Vamos! ¡Suelta las amarras, despliega las velas y cuida las jarcias, mientras yo me ocupo del timón!" Y dominado por el ascendiente que sobre él ejercía el terrible capitán, y como, además, no disponía de armas con qué defenderse y tratar de echar pie a tierra para ponerse en salvo, no tuvo más remedio Nur que obedecer, y aunque era inexperto en cosas de mar, ejecutó la maniobra lo mejor que pudo. Y dirigido desde la barra por la mano firme del capitán, el pequeño navío alejóse a toda vela, y empujado por el viento propicio, puso la proa hacia Al-Iskandaria.

Entretanto, el pobre Nur se lamentaba desde lo más profundo de su alma, sin atreverse a quejarse descaradamente en presencia del barbudo capitán, que le miraba con ojos chispeantes; y se decía: "¡Vaya una calamidad que ha caído sobre mi cabeza en el momento en que creía yo acabadas mis tribulaciones! ¡Y cada contratiempo que me ocurre es peor que el anterior! ¡Si al menos comprendiese yo algo de todo esto! Y luego, ¿qué va a ser de mí al lado de este hombre feroz? ¡Sin duda que no saldré vivo de entre sus manos!" Y siguió dejándose llevar así de sus desoladores pensamientos durante toda la noche, cuidando de las velas y de los aparejos.

Por la mañana, a la vista de una ciudad donde iban a anclar para contratar más tripulantes, el capitán se levantó de pronto, presa de gran agitación, y empezó por tirar el turbante a sus pies. Luego, como Nur le mirara estupefacto, sin comprender nada, se echó a reír, y arrancándose a dos manos la barba y los bigotes, se transformó de improviso en una joven como la luna cuando sale sobre el mar. Y Nur reconoció a la princesa Mariam. Y una vez que se le hubo pasado la emoción, se arrojó a los pies de ella, en el límite de la admiración y de la alegría, y le confesó que había tenido mucho miedo a aquel terrible capitán que con tanta facilidad separaba de los hombros las cabezas de las personas. Y la princesa Mariam se rió mucho de su terror; y tras de abrazarse, apresuróse cada cual a maniobrar para entrar en el puerto de la ciudad. Y cuando estuvieron en tierra, contrataron a varios marineros, y se hicieron a la mar otra vez. Y la princesa Mariam, que entendía a maravilla la navegación y conocía las rutas marinas y los vientos y las corrientes, siguió dando de día las órdenes necesarias en el transcurso del viaje.

Pero por la noche no dejaba de acostarse junto a su bienamado Nur y de saborear, en medio de la frescura marina, bajo el cielo puro, todas las voluptuosidades del amor. ¡Alah los guarde y los conserve y aumente sobre ellos sus favores!

Alah les decretó hasta el fin del viaje una navegación sin contratiempo, y no tardaron en divisar la Columna del Mástil. Y cuando el navío estuvo amarrado al puerto y los hombres de la tripulación bajaron a tierra, dijo Nur a la princesa Mariam: "¡Henos por fin en tierra musulmana! ¡Espérame aquí un momento solamente, que voy a comprarte todo lo preciso para que entres decentemente en la ciudad, pues veo que no tienes ropa, ni velo, ni babuchas!" Y contestó Mariam: "Sí, vé a comprarme todo eso, ¡pero no tardes en volver!" Y Nur bajó a tierra para comprar aquellos objetos. ¡Y he aquí lo referente a ellos!

¡Pero he aquí ahora lo referente al rey de los francos de Constantinia! Al día siguiente de la partida nocturna de la princesa fueron a anunciarle su desaparición, y no pudieron darle otro detalle sino que había ido a hacer sus devociones a la gran iglesia patriarcal. Pero en el mismo instante llegó la anciana celadora, que iba a anunciarle la desaparición del nuevo servidor de la iglesia, e inmediatamente le enteraron también de la marcha del navío y de la muerte de los diez marineros cuyos cuerpos decapitados se hallaron en la playa. Y el rey de los francos, bullendo de furor reconcentrado en su vientre, reflexionó durante una hora de tiempo, y dijo: "¡Puesto que mi navío ha desaparecido, no cabe duda que ha transportado a mi hija!" Y sobre la marcha llamó al capitán del puerto y al visir tuerto y cojo, y les dijo: "¡Ya os habréis enterado de lo que acaba de suceder! Sin duda ha partido mi hija para el país de los musulmanes en busca de sus perforadores. ¡Como no déis con ella, viva o muerta, nada os salvará del palo que os espera! ¡Salid!"

Entonces el viejo visir tuerto y cojo y el capitán del puerto se apresuraron a fletar un navío, y sin tardanza se hicieron a la vela con rumbo a Al-Iskandaria, adonde llegaron en el mismo momento que ambos fugitivos. Y reconocieron el navío amarrado al puerto. Y también divisaron, sin dejar lugar a duda, a la princesa Mariam, que estaba sentada sobre cubierta en un montón de jarcias. Y al punto hicieron destacarse en una barca a unos cuantos hombres armados, que se abalanzaron de pronto al navío de la princesa, consiguieron apoderarse de ella de improviso, la amordazaron y la transportaron a bordo de su nave después de prender fuego al navío. Y sin pérdida de tiempo llegaron a alta mar y pusieron la proa con rumbo a Constantinia, teniendo la fortuna de arribar allá sin contratiempo. Y se apresuraron a hacer entrega de la princesa Mariam a su padre...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 705ª noche

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Ella dijo:

"... Y se apresuraron a hacer entrega de la princesa Mariam a su padre.

Cuando el rey de los francos vió entrar a su hija, y sus ojos se encontraron con los ojos de ella, no pudo contener la violencia de sus sentimientos, e inclinándose en su trono y adelantando los puños, le gritó: "¡Mal hayas, hija maldita! ¡Sin duda abjuraste de las creencias de tus antepasados, ya que así abandonas las moradas de tu padre y vas en busca de los descreídos que te quitaron el sello! ¡En verdad que tu muerte apenas podrá lavar la afrenta hecha al nombre cristiano y al honor de nuestra raza! ¡Ah, maldita! ¡prepárate a ser ahorcada a la puerta de la iglesia!" Pero, lejos de turbarse, contestó la princesa Mariam: "Ya conoces mi franqueza, padre mío. No soy tan culpable como crees. Porque, ¿qué crimen cometí al querer volver a una tierra en que calienta el sol con sus rayos y en que los hombres son fuertes y enteros? ¿Y qué iba a hacer aquí entre sacerdotes y eunucos?"

Al oír estas palabras, la cólera del rey llegó a sus límites extremos, y gritó a sus verdugos: "¡Quitad de mi vista a esa hija ignominiosa, y lleváosla para hacerla perecer con la muerte más cruel!"

Cuando los verdugos se disponían a prender a la princesa, el viejo visir tuerto avanzó hacia el trono renqueando, y después de besar la tierra entre las manos del rey, dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡permite a tu esclavo formular un ruego antes de la muerte de la princesa!" El rey dijo: "Habla, ¡oh mi viejo visir abnegado! ¡oh sostén de la cristiandad!" Y dijo el visir: "Has de saber ¡oh rey! que desde hace mucho tiempo tu indigno esclavo está prendado de los encantos de la princesa. Por eso vengo a rogarte que no la hagas morir, y como única recompensa por las pruebas acumuladas que te di de mi abnegación en interés de su trono y de la cristiandad, me la concedas por esposa. ¡Y el caso es que, como soy tan feo, este matrimonio, que resulta para mí un favor, podrá servir al mismo tiempo de castigo a los pecados de la princesa! ¡Por lo demás, me comprometo a tenerla encerrada en el fondo de mi palacio, al abrigo de toda fuga y de las asechanzas de los musulmanes para en adelante!"

Al oír estas palabras de su viejo visir, dijo el rey: "¡No hay inconveniente! Pero ¿qué vas a hacer ¡oh pobre! con este tizón quemado en los fuegos del infierno? ¿Y no temes las funestas consecuencias de ese matrimonio? ¡Por el Mesías que, en tu lugar, me metería yo en la boca el dedo durante largo rato para reflexionar acerca de un asunto tan grave!"

Pero el visir contestó: "¡Por el Mesías, que no me hago ilusiones a ese respecto, y no ignoro la gravedad de la situación! ¡Pero ya sabré obrar con el tacto bastante para impedir que mi esposa se entregue a excesos reprensibles!" Y al oír estas palabras, echándose a reír, el rey de los francos bamboleó en su trono, y dijo al viejo visir: "¡Oh padre claudicante! ¡espero ver crecer en tu cabeza dos colmillos de elefante! ¡Pero te prevengo que, como dejes escapar de tu palacio a mi hija o no la impidas añadir una aventura más a sus aventuras tan deshonrosas para nuestro nombre, tu cabeza saltará de tus hombros! ¡Con esa única condición te doy mi consentimiento!" Y el viejo visir aceptó la condición, y besó los pies al rey.

Al punto se informó de aquel matrimonio a todos los sacerdotes, monjes y patriarcas, así como a todos los dignatarios de la cristiandad. Y con tal motivo se dieron grandes fiestas en palacio. Y terminadas las ceremonias, el viejo repugnante visir penetró en la cámara de la princesa. ¡Que Alah impida a la fealdad tocar al esplendor! ¡Y ojalá entregue el alma ese inmundo cerdo antes que mancillar las cosas puras!

¡Pero ya volveremos a encontrarle!

En cuanto a Nur, que había bajado a tierra para comprar las cosas necesarias al tocado de la princesa, cuando volvió con el velo, el traje y un par de babuchas de cuero amarillo limón, vió que una muchedumbre inmensa iba y venía por el puerto. Y preguntó la causa de tal tumulto; y le dijeron que la tripulación de un barco franco acababa de abordar y quemar de improviso un navío amarrado no lejos de allá, llevándose a una joven que se hallaba en él. Y al escuchar esta noticia, a Nur se le mudó el color y cayó al suelo sin conocimiento.

Cuando, al cabo de cierto tiempo, volvió de su desmayo, hubo de contar a los presentes su triste aventura. Pero no hay utilidad en repetirla. Y todos empezaron a censurar su conducta y a dirigirle mil reproches, diciéndole: "¡No tienes más que tu merecido! ¿Por qué la dejaste sola? ¿Qué necesidad tenías de ir a comprarle un velo y babuchas nuevas de cuero amarillo limón? ¿No podía ella bajar a tierra con sus ropas viejas y cubrirse el rostro por el momento con un trapo o un trozo de velo o cualquier otra tela? ¡Sí, por Alah, no tienes más que tu merecido!"

A la sazón llegó un jeique, que era el propietario del khan donde se alojaron Nur y la princesa a raíz de su encuentro. Y reconoció al pobre Nur, y al verle en un estado tan lastimoso, le preguntó la causa. Y cuando estuvo al corriente de la historia, le dijo: "¡En verdad que el velo era tan superfluo como el traje nuevo y las babuchas amarillas! Pero más superfluo aún sería seguir hablando de ello. ¡Ven conmigo, hijo mío! Eres joven, y en vez de llorar por una mujer y desesperarte, debes aprovecharte cuanto antes de tu juventud y de tu salud. ¡Ven! ¡Todavía no se ha extinguido en nuestro país la raza de las jóvenes hermosas! ¡Y ya sabremos encontrar para ti una egipcia bella y experta que sin duda alguna te resarcirá y te consolará de la pérdida de esa princesa franca...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 706ª noche

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Ella dijo:

¡... Y ya sabremos encontrar para ti una egipcia bella y experta que sin duda alguna te resarcirá y te consolará de la pérdida de esa princesa franca!" Pero contestó Nur, sin dejar de llorar: "¡No por Alah, mi buen tío, que nada podrá resarcirme de la pérdida de la princesa ni hacerme olvidar mi dolor!" El jeique preguntó: "Pues entonces, ¿qué vas a hacer ahora? ¡El navío se alejó con la princesa, y nada podrán ya tus lamentos!" El joven dijo: "¡Pues por eso voy a volver a la ciudad del rey de los francos, y sacaré de allí a mi bienamada!"

El otro dijo: "¡Ah hijo mío, no escuches los dictados de tu alma temeraria! Si conseguiste llevártela contigo la primera vez, ten cuidado con la segunda tentativa, y no olvides el proverbio que dice: «¡No siempre que se cae queda intacto el jarro!»" Pero Nur contestó: "¡Te agradezco tus consejos de prudencia, tío mío; pero nada impedirá que vaya a recuperar a mi bienamada, aunque tuviera que exponer a la muerte mi alma preciosa!" Y como, por voluntad de la suerte, se encontraba en el puerto un navío pronto a hacerse a la vela con rumbo a las islas de los francos, el joven Nur se presentó a embarcarse en él, y al punto levaron el ancla.

Razón tenía el jeique, propietario del khan, en advertir a Nur los peligros en medio de los cuales iba a arrojarse desatentadamente. En efecto, el rey de los francos, desde que ocurrió la última aventura a su hija, había jurado por el Mesías y por los libros de la impiedad exterminar por tierra y por mar a la raza de los musulmanes; y había mandado fletar cien navíos de guerra para dar caza a los barcos de los musulmanes y asolar las costas y sembrar por doquiera ruina, carnicería y muerte. Así es que, en el momento en que entraba en el mar de las islas el navío donde se hallaba Nur, fue visto por uno de aquellos barcos de guerra, y capturado y conducido al puerto del rey de los francos, precisamente el primer día de las fiestas que se daban para celebrar las nupcias del visir tuerto con la princesa Mariam. Y para celebrar mejor aquellas fiestas y satisfacer su sed de venganza, el rey dio orden de hacer morir en el palo a todos los prisioneros musulmanes.

Se ejecutó, naturalmente, orden tan feroz, y todos los prisioneros musulmanes fueron empalados, uno tras otro, a la puerta del palacio en que tenía lugar la boda. Y ya no quedaba por empalar más que el joven Nur, cuando el rey, que asistía con toda su corte a la ejecución, le miró atentamente, y dijo: "¡No estoy seguro; pero, ¡por el Mesías! me parece que éste es el joven que cedí, hace algún tiempo, a la celadora de la iglesia! ¿A qué se debe que esté aquí después de evadirse la primera vez?"

Y añadió: "¡Hola! ¡hola! ¡que le empalen por haberse evadido!" Pero en aquel momento se adelantó el visir tuerto, y dijo al rey: "¡Oh rey del tiempo! ¡también yo hice a mi vez una promesa! ¡Y consiste en inmolar a la puerta de mi palacio tres musulmanes jóvenes para atraer la bendición sobre mi matrimonio! ¡Te ruego, pues, que me facilites los medios de cumplir mi promesa, dejándome escoger tres prisioneros entre la redada de prisioneros!" Y dijo el rey: "¡Por el Mesías, que no sabía yo tu promesa! ¡De no ser así, te hubiera cedido no tres, sino treinta prisioneros! Y el visir se llevó consigo a Nur, con intención de regar con la sangre del joven el umbral de su palacio; pero después de haber pensado que su promesa no se cumpliría por completo mientras no sacrificase a tres musulmanes a la vez, arrojó a Nur, todo encadenado, en la cuadra del palacio, adonde por el momento pensaba torturarle de hambre y sed.

Y he aquí que el visir tuerto tenía en su cuadra dos caballos gemelos de una hermosura milagrosa, de la raza más noble de Arabia, y cuya genealogía llevaban colgada al cuello en una bolsa sujeta por una cadena de turquesas y de oro. Uno de ellos era blanco como una paloma y se llamaba Sabik, y el otro era negro como un cuervo y se llamaba Lahik. Y aquellos dos maravillosos caballos eran famosos entre los francos y los árabes, y daban envidia a reyes y sultanes. Uno de aquellos caballos, empero, tenía en un ojo una nube blanca; y la ciencia de los más hábiles veterinarios no pudo conseguir que desapareciese. Y el mismo tuerto había tratado de curarle, porque estaba muy versado en las ciencias y en la medicina; pero no hizo más que agravar el mal y aumentar la opacidad de la nube.

Cuando Nur, conducido por el visir, llegó a la cuadra, observó la nube en el ojo del caballo y se sonrió. Y el visir vióle sonreír de aquella manera, y le dijo: "¡Oh musulmán! ¿de qué te sonríes?" El joven dijo: "¡De esa nube!" El visir dijo: "¡Oh musulmán! ¡ya se que los de tu raza son muy entendidos en caballos y conocen mejor que nosotros el arte de cuidarlos! ¿Es por eso por lo que te sonríes?" Y Nur, que precisamente sabía a maravilla el arte veterinario, contestó: "¡Tú lo has dicho! ¡En todo el reino de los cristianos no hay veterinario que pueda curar a ese caballo! ¡Pero yo puedo hacerlo! ¿Qué me darás si mañana te encuentras a tu caballo con los ojos tan sanos como los de la gacela?" El visir contestó: "¡Te concederé la vida y la libertad y te nombraré en el momento jefe de mis caballerizas y veterinario del palacio!" Nur dijo: "¡En ese caso, desátame las ligaduras!" Y el visir desató las ligaduras que sujetaban los brazos de Nur; y Nur cogió enseguida sebo, cera, cal y ajo, y lo mezcló con extracto de cebollas concentrado, e hizo un emplasto que aplicó al ojo del caballo. Tras de lo cual se acostó en el camastro de la cuadra, y dejó a Alah el cuidado de la cura...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 707ª noche

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Ella dijo:

"... Tras de lo cual se acostó en el camastro de la cuadra, y dejó a Alah el cuidado de la cura.

Al día siguiente por la mañana fué renqueando el visir tuerto a levantar el emplasto por sí mismo. Y su asombro y su alegría llegaron a los límites extremos cuando vió que el ojo del caballo estaba limpio como la luz de la mañana. Y llegaron a tanto sus transportes, que puso a Nur su propio manto y en el momento le nombró jefe de sus caballerizas y primer veterinario del palacio. Y le dió por habitación el aposento situado encima de las cuadras, enfrente del palacio en que se hallaban sus propios aposentos, que sólo estaban separados por el patio. Tras de lo cual se fué para asistir a las fiestas que se daban con motivo de sus bodas con la princesa. ¡Y no sabía que el hombre jamás escapa a su destino, y de cuanto prepara la suerte a quienes de antemano tiene reservado para servir de escarmiento a las generaciones!

Había llegado el séptimo día de las fiestas, y aquella misma noche el feo viejo debía entrar en posesión de la princesa. (¡Alejado sea el Maligno!) Y he aquí que precisamente la princesa estaba asomada a su ventana y oía los últimos tumultos y los gritos lanzados a lo lejos en honor suyo. Y pensaba, muy triste, en su bienamado Nur, el vigoroso y hermoso joven de Egipto, que había cortado la flor de su virginidad. Y a este recuerdo bañaba su alma una gran melancolía, y le subían las lágrimas a los ojos. Y se decía ella: "¡En verdad que nunca dejaré que se aproxime a mí ese viejo repulsivo! ¡Antes le mataré y luego me tiraré al mar por la ventana!" Y mientras dejábase impregnar por la amargura de estos pensamientos, oyó debajo de sus ventanas una hermosa voz de joven que en medio de la noche cantaba versos árabes acerca de la separación de los amantes. Era Nur, que en aquel momento, cuando terminó de cuidar a los dos caballos, había subido a su aposento y también se había asomado a su ventana para pensar en su bienamada. Y cantaba estas palabras del poeta:


¡Oh felicidad desaparecida; vengo a buscarte lejos de nuestras moradas, en un país cruel, o a hacerme, por lo menos, la ilusión de encontrarte! ¡Ay de mí!


¡Mis sentidos equivocados creen reconocerte en todo lo que tiene algo de gracia o algún encanto atrayente! ¡Ay de mí!


¡Si en la lejanía suspira sus melodías una flauta o un laúd le responde con sus acordes armoniosos, se me mojan de lágrimas los ojos al pensar en nosotros dos! ¡Ay de ambos!


Cuando la princesa Mariam hubo oído este canto con que el bienamado de su corazón expresaba los sentimientos de su amor fiel, reconoció su voz al punto y se emocionó hasta el límite de la emoción.

Pero como era prudente y avisada, supo dominarse para no hacerse traición ante las doncellas que la rodeaban, y empezó por mandarlas que se marchasen. Después cogió un papel y un cálamo, y escribió lo que sigue:

"¡En el nombre de Alah el Clemente, el Misericordioso! ¡Y ahora, que la paz de Alah sea contigo, ¡oh Nur! así como Su misericordia y Su bendición!

"¡Quiero decirte que tu esclava Mariam te saluda y arde en deseos de reunirse contigo! Escucha, pues, lo que te dice aquí, y haz lo que te ordena.

"A primera hora de la noche, hora propicia a los amantes, coge los dos corceles, Sabik y Lahik, y condúcelos fuera de la ciudad, detrás de la puerta del Sultán, donde me esperarás. ¡Y si te preguntan que adónde llevas los caballos, contesta que los sacas para que den un paseo!"

Luego dobló este billete, lo escondió en un pañuelo de seda, y agitó el pañuelo desde la ventana en dirección a Nur. Y cuando vió que él la había advertido y que estaba ya cerca, arrojó por la ventana el pañuelo. Y Nur lo recogió, lo abrió y se encontró con el billete, que hubo de leer para llevárselo después a los labios y a la frente en señal de asentimiento. Y se apresuró a volver a las cuadras, donde esperó con la más viva impaciencia la primera hora de la noche. Ensilló entonces a los dos nobles animales y salió de la ciudad con ellos, sin que nadie le estorbase el camino. Y esperó a la princesa detrás de la puerta del Sultán, teniendo de la brida a los caballos.

Precisamente en aquel momento, terminadas las fiestas y llegada la noche, el viejo tuerto tan feo y tan repugnante penetraba en la cámara de la princesa para cumplir lo que tenía que cumplir. Y la princesa, al verle entrar, se estremeció de horror, de tan repulsivo como era el aspecto de él. Pero como ella tenía que seguir un plan que no quería hacer fracasar, trató de dominar sus sentimientos de repulsión, y levantándose en honor suyo, le invitó a sentarse junto a ella en el diván. Y le dijo el viejo cojo: "¡Oh soberana mía! ¡eres la perla de Oriente y de Occidente, y a tus pies es donde debiera yo prosternarme!" Y contestó la princesa: "¡Está bien! pero dejémonos de cumplimientos. ¿Dónde está la cena? ¡Tengo mucha hambre, y ante todo debemos empezar por comer!"

Al punto llamó el viejo a las esclavas, y en un instante se sirvieron bandejas cubiertas de los manjares más raros y más exquisitos, que se componían de cuanto vuela por los aires, nada por los mares, anda por la tierra y crece en los árboles de los huertos y en los arbustos de los parterres. Y se pusieron ambos a comer juntos; y la princesa se desvivía por ofrecerle los mejores bocados; y el viejo estaba entusiasmado de tales atenciones y se le dilataba el pecho y se felicitaba de alcanzar sus propósitos con mucha más facilidad de lo que creía. Pero de pronto cayó de espaldas sin conocimiento, dando con la cabeza antes que con los pies. Porque la princesa había logrado echar disimuladamente en la copa un poco de bang marroquí capaz de derribar a un elefante y dejarle más ancho que largo. ¡Loores a Alah, que no permite que la fealdad mancille la pureza...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 708ª noche

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Ella dijo:

"... un poco de bang marroquí capaz de derribar a un elefante y de dejarle más ancho que largo. ¡Loores a Alah, que no permite que la fealdad mancille la pureza!

Cuando la princesa Mariam vió al visir rodar de tal modo como un cerdo hinchado, se levantó en aquella hora y en aquel instante, tomó dos sacos que llenó de pedrerías y de joyas, cogió un alfanje que tenía la hoja empapada en sangre de leones, se lo sujetó a la cintura, se cubrió con amplio velo, y valiéndose de una cuerda se descolgó por la ventana al patio para salir desde allí del palacio sin ser notada y correr en dirección a la puerta del Sultán, adonde llegó sin contratiempo. Y no bien divisó a Nur, se lanzó hacia él, y sin darle tiempo para besarla siquiera, saltó a lomos del caballo Lahik, y gritó a Nur: "¡Monta en Sabik, y sígueme!" Y renunciando a toda reflexión, Nur a su vez saltó a lomos del otro caballo y le puso a galope tendido para alcanzar a su bienamada, que estaba ya lejos. Y corrieron de tal suerte durante toda la noche hasta la aurora.

Cuando le pareció a la princesa que había puesto una distancia grande entre ellos dos y los que pudieran perseguirles, consintió en detenerse un momento para descansar y dar aliento a los dos nobles brutos. Y como el paraje a que habían llegado era delicioso y tenía prados verdes, boscajes, árboles frutales, flores y agua corriente, y la frescura de la hora les invitaba al placer tranquilo, quedaron encantados de poder sentarse por fin uno al lado del otro en la paz de aquellos lugares, y de contarse mutuamente lo que sufrieron durante su separación. Y después de beber hasta saciarse agua de arroyo y de refrescarse con frutas cogidas a discreción en los propios árboles, hicieron sus abluciones y se tendieron uno en brazos de otro, frescos, bien dispuestos y enamorados. Y de una vez se resarcieron de todo el tiempo perdido en abstinencia. Luego, halagados por la dulzura del aire y el silencio, se dejaron llevar del sueño bajo las caricias de la brisa de la mañana.

Estuvieron dormidos de aquel modo hasta mediar el día, y sólo se despertaron cuando oyeron resonar la tierra como si la golpearan millares de cascos de caballos. Y abrieron los ojos, y vieron el ojo del sol oscurecido por un torbellino de polvo, en medio de cuya densidad brillaban relámpagos como en un cielo tempestuoso. Y no tardaron en percibir galope de caballos y tintineo de armas. ¡Les perseguía un ejército entero!

En efecto, por la mañana de aquel día, el rey de los francos se había levantado muy temprano para ir a saber por sí mismo noticias de su hija la princesa y tranquilizarse con respecto a ella, porque estaba muy lejos de creer en el éxito del matrimonio de ella con un viejo que sin duda tenía la médula derretida desde hacía mucho tiempo. Pero su sorpresa llegó a los límites extremos al no encontrar a su hija y al ver al visir tendido en tierra, privado de sentido y con la cabeza entre los pies. Y como ante todo quería saber lo que había sido de la princesa, aplicó vinagre a la nariz del visir, quien recobró al punto el uso de sus facultades. Y con voz aterradora, le gritó el rey: "¡Oh maldito! ¿dónde está mi hija Mariam, esposa tuya? El viejo contestó:"¡Oh rey, no lo sé!" Entonces, lleno de furor, sacó el rey su sable, y de un solo tajo partió en dos la cabeza del visir; y salió el alma por las mandíbulas, brillando. ¡Alah aloje por siempre su alma descreída en el último piso del infierno!

Al mismo tiempo llegaron, temblando, los palafreneros, para anunciar al rey la desaparición del nuevo veterinario y de los dos caballos Sabik y Lahik. Y ya el rey no dudó de la fuga de su hija con el jefe de las caballerizas, y al punto hizo llamar a tres de sus primeros patricios y les ordenó que cada uno se pusiera a la cabeza de tres mil hombres y le acompañaran a ir en busca de su hija. Y agregó a este ejército los patriarcas y los grandes de su corte, se adelantó él mismo al frente de las tropas, y se puso en persecución de la fugitiva, a la cual alcanzó en la pradera consabida.

Cuando Mariam vió acercarse aquel ejército, montó a caballo, y gritó a Nur: "Deseo ¡oh Nur! que vayas a mi zaga, porque voy a atacar yo sola a nuestros enemigos, y a defenderte y defenderme de ellos, aunque sean innumerables como los granos de arena!" Y blandiendo su alfanje, improvisó estos versos:


¡Quiero mostrar hoy mi vigor y mi valentía, y aplastar yo sola a mis enemigos coaligados!


¡Demoleré hasta los cimientos los baluartes de los francos, y mi sable afilado partirá las cabezas de sus jefes!


¡Tiene mi caballo el color de la noche, y mi bravura es resplandeciente como el día!


Ya se comentará hoy lo que digo: ¡porque soy la amazona única entre los mortales!


Dijo, y se lanzó contra el ejército de su padre...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 709ª noche

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Ella dijo:

"... Cuando la princesa hubo improvisado estos versos, se lanzó contra el ejército de su padre. Y el rey la vió llegar, girando en sus órbitas unos ojos que parecían de azogue. Y exclamó: "¡Por la fe del Mesías, que es lo bastante insensata para atacarnos!" Y detuvo la marcha de sus tropas, y avanzó solo hacia su hija, gritándole: "¡Oh hija de la perversidad! ¡he aquí que te atreves a retarme y te dispones a atacar al ejército de los francos! ¡Oh insensata! ¿es que renunciaste a todo pudor y renegaste de la religión de tus padres? ¿E ignoras que, si no te confías a mi clemencia, te espera una muerte segura?" Ella contestó: "¡Lo que ha pasado es irrevocable, y consiste en el misterio de la ley musulmana! ¡Creo en Alah el Único y en su Enviado Mahomed el Bendito, hijo de Abdalah! ¡Y jamás renunciaré a mi creencia y a la fidelidad de mi afecto por el joven de Egipto, aunque tuviera que apurar la copa de mi ruina!" Dijo, e hizo caracolear a su caballo espumeante a la vista del ejército de los francos, y cantó estas estrofas guerreras, hendiendo el aire con su sable centelleante:


¡Qué dulce es combatir en el día de la batalla! ¡Ven a mí, si te atreves, vil barahúnda! ¡Venid, cristianos, a afrontar mis golpes que aplastan!


¡Hundiré en el polvo vuestras cabezas cortadas, y heriré en el corazón a vuestro poderío! ¡Y los cuervos graznarán sobre vuestras moradas y anunciarán vuestra destrucción!


¡En el filo de mi alfanje beberéis tragos amargos como el jugo de la coloquíntida! ¡Y serviré a vuestro rey la copa de las calamidades para quitarle por siempre el sabor del agua clara!


¡Ea! ¡venid a mí, si existe un bravo entre vosotros! ¡Venid a aliviar mi pena y a curar mi dolor con vuestra sangre!


¡Adelantaos, si es que no está forjada con cobardía vuestra alma, y veréis cómo os acoje la punta de mi alfanje bajo la polvareda!


Así cantó la heroica princesa. Y se inclinó sobre el caballo, le besó en el cuello, le acarició con la mano, y le dijo al oído: "¡Ya te ha llegado ¡oh Lahik! el día digno de tu raza y de tu nobleza!" Y el hijo de árabes se estremeció y relinchó, y saltó más rápido que el viento Norte, echando lumbre por la narices. Y la princesa Mariam, lanzando un espantoso rugido, cargó sobre el ala izquierda de los francos, y al galope de su corcel segó con su alfanje diecinueve cabezas de jinetes. Luego volvió a colocarse en medio de la arena, y desafió a los francos con grandes gritos.

Al ver aquello, el rey llamó a uno de los tres patricios jefes de sus tropas, que se llamaba Barbut. Era un hábil guerrero, vivo como el fuego y el sostén más firme del trono del rey franco, y el primero de los grandes de su reino y de su corte por su fuerza y por su valentía; y la caballería era su fuerte. Y a la llamada de su rey, se adelantó el patricio Barbut, hirviendo de ardor, montado en un caballo de noble raza y jarretes robustos; y le resguardaba una cota de oro sobrecargada de adornos, con mallas apretadas como alas de langosta. Y consistían sus armas en un sable afilado y destructor, una lanza enorme semejante al mástil de un barco, y con un golpe de la cual hubiese derribado una montaña, cuatro javelinas aguzadas y una maza espantosa erizada de clavos. Y bordado así de hierro y de armas ofensivas y defensivas, era comparable a una torre.

El rey le dijo: "¡Oh Barbut! ¡Ya ves la matanza que ha hecho esta hija desnaturalizada! ¡A ti te incumbe someterla y traérmela viva o muerta!" Luego le hizo bendecir por los patriarcas, los cuales iban cubiertos con vestiduras abigarradas y enarbolando cruces por encima de sus cabezas, y leyeron sobre la cabeza del guerrero el Evangelio, implorando en favor suyo a los ídolos de su terror y de su impiedad. ¡Pero nosotros, musulmanes, invocamos a Alah el Único, que está lleno de fuerza y majestad!

En cuanto al patricio Barbut acabó de besar el estandarte de la cruz, se lanzó a la arena bramando como un elefante furioso y vomitando su lengua horribles injurias para la religión de los creyentes. ¡Maldito sea! Pero la princesa, por su parte, le vió llegar a ella, y rugió cual una leona madre de leoncillos; y gruñendo, mugiendo y rápida como una ave de presa, lanzó su corcel Lahik contra su adversario. Y se entrechocaron ambos como dos montañas desquiciadas, y se acometieron con furor, aullando con la fuerza de los demonios. Luego se separaron e hicieron varias evoluciones, y volvieron a encontrarse con rabia en un nuevo asalto, parando los golpes mutuos con una destreza y una rapidez maravillosas que llevaban a los ojos la estupefacción. Y la polvareda que los cascos de los caballos levantaban les hurtaba a las miradas a veces; y era tan fuerte el calor abrumador, que las piedras llameaban cual tizones. Y duró la lucha una hora con igual heroísmo por una y otra parte.

Pero el patricio Barbut, que perdió alientos el primero, quiso acabar ya; y se cambió la maza de armas de la mano derecha a la mano izquierda, asió una de sus cuatro javelinas y la lanzó contra la princesa, acompañándola de un grito semejante al estrépito del trueno. Y se escapó de su mano el arma cual relámpago que cegase la mirada. Pero la princesa la vió venir, esperó a que estuviese próxima, y la desvió prestamente con un revés de su alfanje; y la javelina fué silbando a hundirse a lo lejos en la arena. Y cuando el ejército todo vió aquello, se sintió poseído de asombro.

Entonces Barbut cogió una segunda javelina, y la disparó con furor, gritando: "¡Hiera y mate!" Pero la princesa evitó el tiro y lo hizo inútil. Y la tercera y la cuarta javelinas corrieron la misma suerte. Entonces Barbut, tremendo de furor y loco de humillación, tomó otra vez su maza con la mano derecha, rugió como un león, y la lanzó con toda la fuerza de su brazo, apuntando a su adversaria. Y la enorme maza hendió pesadamente el aire y llegó hasta Mariam, la cual hubiese sido aplastada sin remedio, si la heroína no la cogiese al vuelo y la retuviese en la mano; pues Alah habíala dotado de destreza, de astucia y de fuerza. ¡Y la blandió ella a su vez! Y las miradas de quien la veía cegaban de admiración. Y como una loba, corrió hacia el patricio y le gritó, mientras su respiración silbaba cual la víbora cornuda: "¡Mal hayas, maldito! ¡Ven aquí para aprender a manejar una maza de armas...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 710ª noche

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Ella dijo:

"... Y como una loba, corrió hacia el patricio, y le gritó, mientras su respiración silbaba cual la víbora cornuda: "¡Mal hayas, maldito! ¡Ven aquí para aprender a manejar una maza de armas!"

Cuando el patricio Barbut vió que su adversaria blandía de aquel modo la maza en el aire, creyó que cielo y tierra desvanecíanse a su vista. Y desalentado, olvidando todo valor y toda presencia de ánimo, volvió la espalda, protegiéndose en su fuga con el escudo. Pero la princesa heroica le siguió de cerca, le apuntó, y haciendo voltear la pesada maza de armas, se la lanzó a la espalda. Y la maza voltigeante fué a caer sobre el escudo con más fuerza que una roca disparada por una máquina de guerra. Y derribó del caballo al patricio, rompiéndole cuatro costillas. Y rodó él por el polvo, se revolcó en su sangre y arañó la tierra con sus uñas. Y fué la suya una muerte sin agonía, porque Azrael, ángel de la muerte, se acercó a él a última hora, y le arrancó el alma, que fué a rendir cuenta de sus errores y de su descreimiento a Quien conoce los secretos y penetra los sentimientos.

Entonces la princesa Mariam, a galope tendido, hizo rozar la tierra el vientre de su caballo, recogió la enorme lanza de su enemigo muerto, y se alejó a alguna distancia. Y allá hundió en tierra profundamente la lanza, y haciendo cara a todo el ejército de su padre, detuvo bruscamente su caballo dócil, se apoyó en la larga lanza, y se mantuvo inmóvil en aquella actitud con la cabeza erguida y provocadora. Y de tal modo, formando un solo cuerpo con su caballo y su lanza clavada en el suelo, era inquebrantable como una montaña e inmutable como el Destino.

Cuando el rey de los francos vió sucumbir de tal suerte al patricio Barbut, en su dolor se golpeó el rostro, desgarró sus vestiduras y llamó al segundo patricio jefe de su ejército, que se llamaba Bartú y era un héroe reputado entre los francos por su intrepidez y su valor en los combates singulares. Y le dijo: "¡Oh patricio Bartú! ¡A ti te incumbe ahora vengar la muerte de Barbut, hermano tuyo en armas!" Y el patricio Bartú contestó, inclinándose: "¡Escucho y obedezco!" Y lanzando su caballo a la arena, corrió hacia la princesa.

Pero la heroína, siempre en la misma actitud, no se movió: y su corcel se mantuvo firme y apuntalado sobre sus patas como un puente. Y he aquí que llegó a ella el galope furioso del patricio, que había soltado las riendas a su caballo y acudía enristrando su lanza cuyo hierro se asemejaba al aguijón del escorpión. Y se verificó tumultuosamente el doble choque.

Entonces avanzaron un paso todos los guerreros para ver mejor las terribles maravillas de aquel combate, parecido al cual jamás lo habían presenciado sus ojos. Y corría por todas las filas un escalofrío de admiración.

Pero ya los adversarios, envueltos en espesa polvareda, se asaltaban de un modo salvaje, y hacían gemir el aire con los golpes que se distribuían. Y así combatieron durante mucho rato, con la rabia en el alma y lanzándose injurias espantosas. Y el patricio no tardó en reconocer la superioridad de su enemiga, y se dijo: "¡Por el Mesías, que llegó la hora de manifestar todo mi poder!" Y asió una pica mensajera de muerte, la enarboló y la lanzó apuntando a su adversaria, y gritando: "¡Para ti!"

¡Pero no sabía que la princesa Mariam era la heroína incomparable de Oriente y de Occidente, la amazona de tierras y desiertos, y la guerrera de llanuras y montañas!

Había ella observado el movimiento del patricio y comprendido su intención. Y cuando la pica enemiga partió al vuelo en dirección suya, esperó que rozase su pecho, la cogió al vuelo de pronto, y encarándose con el patricio estupefacto, le hirió en mitad del vientre con aquella arma, que le salió centelleante por las vértebras dorsales. Y cayó él cual una torre que se derrumba; y el ruido de sus armas hizo retemblar los ecos. Y su alma fué a reunirse para siempre con la de su compañero en las llamas inextinguibles encendidas por la cólera del Juez Supremo...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 711ª noche

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Ella dijo:

"... Y cayó él cual una torre que se derrumba; y el ruido de sus armas hizo retemblar los ecos. Y su alma fué a reunirse para siempre con la de su compañero en las llamas inextinguibles encendidas por la cólera del Juez Supremo.

Entonces la princesa Mariam hizo de nuevo caracolear a su caballo en torno del ejército, gritando: "¿En dónde están los esclavos? ¿En dónde están los jinetes? ¿En dónde están los héroes? ¿En dónde está el visir tuerto, ese perro cojo? ¡Que se presente aquí, si tiene valor para ello, el más valiente de vosotros! ¡Vergüenza sobre vosotros, ¡oh cristianos! que tembláis ante el brazo de una mujer!

Al oír y ver todo aquello, el rey de los francos, extremadamente mortificado, y muy desesperado por la pérdida de sus dos patricios, hizo ir al tercero, que se llamaba Fassián, es decir, el Pedorro, ya que era famoso por sus follones y sus cuescos, y también era un pederasta ilustre, y le dijo: "¡Oh Fassián, cuya pederastia es tu principal virtud! ¡a ti te corresponde ahora combatir con esa maldita, y vengar con su muerte la de tus compañeros!" Y después de responder con el oído y la obediencia, el patricio Fassián lanzó su caballo al galope, soltando tras de sí un trueno de cuescos retumbantes, capaces de hacer blanquear de terror los cabellos de un niño en la cuna, y de henchir las velas de un navío.

Pero ya, por su parte, Sett Mariam había tomado campo, y había lanzado a Lahik en un galope más rápido que el relámpago que brilla y el granizo que cae. Y saltaron ambos uno sobre otro como dos carneros, y se encontraron con tanta violencia, que se hubiera creído el suyo el choque de dos montañas. Y el patricio, precipitándose sobre la princesa, dió un grito estridente y le tiró un derrote furibundo. Pero lo evitó ella con ligereza, paró diestramente la lanza de su adversario y la rompió en dos. Luego, en el momento en que el patricio Fassián, impulsado por la velocidad adquirida, pasaba junto a ella, se volvió de pronto, efectuando un giro rápido, y con el mango de su propia lanza le hirió ambos hombros con tanta violencia, que le hizo perder los estribos. Y acompañando aquel movimiento con un grito terrible, se precipitó sobre él, que yacía de espaldas, y le metió la lanza por la boca, y le clavó en el suelo la cabeza, hundiendo profundamente en tierra la punta del arma.

Al ver aquello, todos los guerreros quedaron mudos de estupefacción al pronto. Luego sintieron de improviso pasar sobre sus cabezas el escalofrío del pánico; porque ya no sabían si la heroína que acababa de realizar tales hazañas era una criatura humana o un demonio. Y volviendo la espalda, trataron de salvarse por medio de la fuga, azotando el viento con sus piernas. Pero Sett Mariam echó a correr tras ellos, devorando a su paso la distancia. Y les alcanzaba por grupos o separadamente, les hería con su alfanje, voltigeante, y les hacía beber de un trago la muerte, sumergiéndoles en el océano de los destinos.

¡Y estaba tan alegre su corazón, que parecíale que el mundo no podría contenerlo! Y mató a los que mató, e hirió a los que hirió, y cubrió de muertos la tierra en todos sentidos. Y con los brazos alzados al cielo en señal de desesperación, el rey de los francos huía con sus guerreros corriendo en medio de sus tropas desbandadas, de sus patriarcas y de sus sacerdotes, como correría en medio de un rebaño de carneros el pastor perseguido por la tempestad. Y la princesa no cesó de perseguirles de aquel modo, haciendo una gran matanza, hasta el momento en que el sol se cubrió por completo con el manto de la palidez.

Sólo entonces pensó Mariam en detener su carrera victoriosa. Volvió, pues, sobre sus pasos, y fué en busca de su bienamado Nur, que ya comenzaba a inquietarse por ella, y reposó en sus brazos aquella noche, olvidando con las caricias compartidas y las voluptuosidades del amor, los peligros que acababa de afrontar para salvarle y librarse por siempre de sus perseguidores cristianos. Y al día siguiente, después de discutir ampliamente acerca del paraje que habitarían mejor en adelante, decidieron probar el clima de Damasco. Y se pusieron en camino para aquella ciudad deliciosa.

¡Y he aquí lo referente a ellos!

En cuanto al rey de los francos, cuando estuvo de regreso en Constantinia, con la nariz bastante alargada y el saco de su estómago revuelto a causa de la muerte de sus tres patricios Barbut, Bartú y Fassián, y a causa también de la derrota de su ejército, convocó su Consejo de Estado, y después de exponer su desgracia con los menores detalles, preguntó qué partido debía tomar. Y añadió: "¡Ya no sé adónde habrá ido esa hija de los mil cornudos del impudor! Pero me inclino a creer que habrá ido a algún país musulmán de esos en que dice que los hombres son machos robustos e incansables! ¡Porque esa hija de zorra es un tizón inflamado del infierno! ¡Y los cristianos no le parecían lo bastante membrudos para calmar sus deseos incesantes! ¡Os pido, pues, que me digáis ¡oh patriarcas! qué debo hacer en tan enojosa situación!" Y tras de reflexionar durante una hora de tiempo, los patriarcas y los monjes y los grandes del reino contestaron: "Nosotros creemos ¡oh rey del tiempo! que, después de lo que ha pasado, ya no te queda más que un partido que tomar, y es enviar, con regalos, una carta al poderoso jefe de los musulmanes, al califa Harún Al-Raschid, que es señor de las tierras y de los países adonde van a llegar ambos fugitivos; y en esa carta que has de escribirle de tu puño y letra, le harás toda clase de promesas y juramentos de amistad para que acceda a detener a los fugitivos y a enviarlos con escolta a Constantinia. ¡Y no por eso te comprometerás ni nos comprometeremos a nada con ese jefe de descreídos, sino que, en cuanto nos devuelva a los fugitivos, nos apresuraremos a exterminar a los musulmanes de la escolta y a olvidar nuestros juramentos y nuestros compromisos, como tenemos costumbre de hacer cuantas veces celebramos un tratado con esos infieles, sectarios de Mahomed!" Así hablaron los patriarcas y consejeros del rey de los francos. ¡Malditos sean en esta vida y en la otra por su descreimiento y por su felonía...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 712ª noche

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Ella dijo:

"... Así hablaron los patriarcas y consejeros del rey de los francos. ¡Malditos sean en esta vida y en la otra por su descreimiento y por su felonía!

Y he aquí que el rey de los francos, que tenía un alma tan mala como la de sus patriarcas, no dejó de seguir aquel consejo lleno de perfidia. ¡Pero ignoraba que, tarde o temprano, la perfidia se vuelve siempre contra sus autores, y que el ojo de Alah vela siempre por sus creyentes y les defiende contra las emboscadas de sus inmundos enemigos!

Tomó, pues, un papel y un cálamo y escribió en caracteres griegos al califa Harún Al-Raschid una carta en que, después de las fórmulas más respetuosas y más llenas de admiración y de amistad, le decía:


"¡Oh poderoso emir de nuestros hermanos los musulmanes! tengo una hija desnaturalizada, llamada Mariam, que se ha dejado seducir por un joven egipcio de El Cairo, el cual me la raptó y la condujo a los países que se hallan bajo tu reino y tu dominación. Por consiguiente, te suplico ¡oh poderoso emir de los musulmanes! que te sirvas hacer las pesquisas necesarias para dar con ella, y me la envíes cuanto antes con una escolta de seguridad.

"¡Y yo, en cambio, colmaré de honores y consideraciones a esa escolta que has de enviarme con mi hija, y haré todo lo que pueda serte grato! Por tanto, para mostrarte mi agradecimiento y darte prueba de mis sentimientos de amistad, te prometo, entre otras cosas, mandar edificar una mezquita en mi capital por los arquitectos que tú mismo escojas. Y además, te enviaré riquezas indiscutibles, como jamás las ha visto parecidas el hombre: jóvenes comparables a huríes, jóvenes imberbes como lunas, tesoros que no podrá destruir el fuego, perlas, pedrerías, caballos, yeguas y potros, camellas y crías de camello, y mulas con cargas preciosas conteniendo los mejores productos de nuestro clima. ¡Y si no te bastara todo eso, disminuiré los confines de mi reino para aumentar tus dominios y tus fronteras! ¡Y sello con mi sello estas promesas yo, César, rey de los adoradores de la Cruz!"


Y después de sellar esta carta, el rey de los francos se la entregó al nuevo visir que había nombrado en lugar del viejo tuerto y cojo, y le dirigió estas palabras: "Si obtuvieras audiencia de ese Harún, le dirás: "¡Oh poderosísimo califa! vengo a reclamar cerca de ti a nuestra princesa: porque tal es el motivo de la importante misión que nos está confiada: ¡Si acoges favorablemente nuestra demanda, puedes contar con el agradecimiento de nuestro señor el rey, que te mandará los más ricos presentes!" Luego, para excitar aun más el celo de su visir, a quien enviaba como embajador, el rey de los francos le prometió a él también, si tenían un feliz éxito su embajada, darle a su hija en matrimonio y colmarle de riquezas y de prerrogativas. Después le despidió, y le recomendó expresamente que entregara la carta al propio califa. Y tras de besar la tierra entre las manos del rey, se puso en camino el visir.

Y he aquí que, después de un largo viaje, llegó con su séquito a Bagdad, donde empezó por tomarse un descanso de tres días. Luego preguntó dónde estaba el palacio del califa, y cuando se lo indicaron, se presentó en él para pedir audiencia al Emir de los Creyentes. Y cuando se le introdujo en el diwán de las recepciones, el visir, postrándose a los pies del califa, besó por tres veces la tierra entre sus manos, le dijo en pocas palabras el objeto de la misión que le estaba confiada, y le entregó la carta de su señor el rey de los francos, padre de la princesa Mariam. Y Al-Raschid desprecintó la carta, la leyó, y tras de darse cuenta de todo su alcance, se mostró propicio a la demanda que contenía la esquela, aunque procedía de un rey descreído. E hizo escribir inmediatamente a los gobernadores de todas las provincias musulmanas para darles las señas de la princesa Mariam y de su acompañante, con orden expresa de hacer todas las pesquisas necesarias para dar con ambos, amenazándoles con los peores castigos en caso de fracaso o negligencia, encargándoles que los enviaran a su corte sin tardanza y con buena escolta tan pronto como los descubrieran. Y a caballo o a lomos de dromedarios de carrera, partieron correos en todas direcciones, llevando cada cual una carta para un walí de provincia. Y mientras tanto, el califa retuvo consigo en el palacio al embajador franco y a todo su séquito. ¡Y he aquí lo referente a estos diversos reyes y a sus negociaciones!

¡Pero he aquí ahora lo referente a ambos amantes! Cuando la princesa hubo derrotado por sí sola al ejército de su padre el rey de los francos, y dejó para pasto de buitres a los tres patricios que midieron sus fuerzas con ella, se encaminó a Siria con Nur, y llegó felizmente a las puertas de Damasco. Pero como viajaban por etapas pequeñas, deteniéndose en los sitios hermosos para entregarse a las manifestaciones de su amor, y no se preocupaban de las emboscadas que pudieran tenderles sus enemigos, llegaron a Damasco algunos días más tarde que los veloces correos del califa, los cuales les habían precedido y comunicaron al walí de la ciudad las órdenes concernientes a ambos. Y como no sospechaban lo que les esperaba allí, dieron su nombre sin desconfianza a los espías de la policía, que les reconocieron al punto y los mandaron detener por los guardias del walí. Y sin pérdida de tiempo, los guardias les hicieron retroceder en su camino, sin permitirles la entrada en la ciudad, y rodeándoles de armas amenazadoras les obligaron a acompañarles a Bagdad, adonde llegaron extenuados de fatiga al cabo de diez días de marcha forzada a través del desierto. Y fueron introducidos en el diwán de audiencias por los guardias del palacio...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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