Pero cuando llegó la 350ª noche

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Ella dijo:

... Cuando acabó de escribir esta carta, la dobló, la selló y me la entregó, y al mismo tiempo deslizó en mi bolsillo, sin dar lugar a que yo lo impidiese, una bolsa que contenía mil dinares de oro, y que me decidí a guardar como recuerdo de los buenos servicios que presté antaño a su difunto padre, el digno síndico, y en previsión del porvenir. Me despedí entonces de Sett Badr y me dirigí a la morada de Jobair, emir de los Bani-Schaibán, a cuyo padre, muerto hacia muchos años, conocí asimismo.

Cuando llegué al palacio del emir Jobair, me dijeron que también estaba de caza, y esperé su regreso. No tardó en llegar, y en cuanto supo mi nombre y mis títulos, me rogó aceptase su hospitalidad y considerase su casa como propia. Y enseguida fue a hacerme honores él en persona.

Por lo que a mí respecta. ¡oh Emir de los Creyentes! al advertir la cumplida belleza del joven me quedé sorprendido, y sentí que mi razón me abandonaba definitivamente. Y al ver él que yo no me movía, creyó que era la timidez lo que me retenía, y fue hacia mí sonriéndose, y me abrazó, según costumbre, y creí abrazar en aquel momento al sol, a la luna y al universo entero con todo su contenido. Y como había llegado la hora de reponer fuerzas, el emir Jobair me cogió de un brazo y me hizo sentarme a su lado en un cojín. Y enseguida pusieron la mesa los esclavos ante nosotros.

Era una mesa llena de vajilla del Khorassán, de oro y de plata, y que ostentaba cuantos manjares fritos y asados pudiesen desear el paladar, la nariz y los ojos. Entre otras cosas admirables, había allí aves rellenas de alfónsigos y de uvas, y pescados servidos en buñuelos de galleta, y especialmente una ensalada de verdolaga, a cuyo solo aspecto se me hacía agua la boca. No hablaré de las demás cosas, por ejemplo, de un maravilloso arroz con crema de búfalo, en el que de buena gana hubiera hundido mi mano hasta el codo, ni de la confitura de zanahorias con nueces, que tanto me gusta -¡oh! estoy seguro de que algún día me hará morir-, ni de las frutas, ni de las bebidas.

¡Sin embargo, ¡oh Emir de los Creyentes! te juro por la nobleza de mis antecesores que reprimí los impulsos de mi alma y no probé bocado! Por el contrario, esperé a que mi huésped me instase con mucho ahínco a servirme de aquello, y le dije: "¡Por Alah! hice voto de no tocar ninguno de los manjares de tu hospitalidad, emir Jobair, mientras no accedas a una súplica que es el móvil de mi visita a tu casa!" El me preguntó: "¿Puedo al menos ¡oh mi huésped! saber, antes de comprometerme a una cosa tan grave y que me amenaza con que renuncies a mi hospitalidad, cuál es el objeto de esta visita?" Por toda respuesta, saqué yo de mi pecho la carta y se la di.

La cogió, la abrió y la leyó. Pero al punto la rompió, arrojó a tierra los pedazos, los pisoteó, y me dijo: "¡Ya lbn Al-Mansur! pide cuanto quieras y te será concedido al instante. ¡Pero no me hables del contenido de esta carta, a la que no tengo nada que contestar!"

Entonces me levanté y quise marcharme enseguida, pero me retuvo asiéndome de la ropa, y me suplicó que me quedase, diciéndome: "¡0h mi huésped! ¡si supieras el motivo de mi repulsa, no insistirías ni por un instante! ¡Tampoco creas que eres el primero a quien se ha confiado semejante misión! ¡Y si lo deseas, te diré exactamente las palabras que te encargó ella me dijeses!" Y me repitió al punto las palabras consabidas, con tanta precisión como si hubiese estado en presencia nuestra en el momento en que se pronunciaron.

Luego añadió: "¡Créeme que no debes ocuparte de ese asunto! ¡Y quédate en mi casa para descansar todo el tiempo que tu alma anhele!"

Estas palabras me decidieron a quedarme. Y pasé el resto del día y toda la noche comiendo, bebiendo y disfrutando con el emir Jobair. No obstante, como no oía cantos ni música, me asombré al advertir tal excepción de las prácticas establecidas en los festines; y por último hube de decidirme a manifestar al joven emir mi sorpresa. Enseguida vi ensombrecerse su rostro y noté en él un gran malestar; luego me dijo: "Hace ya mucho tiempo que suprimí los cantos y la música en mis festines. ¡Sin embargo, en vista de tu deseo, voy a satisfacerlo!"

Y al instante hizo llamar a una de sus esclavas, que se presentó con un laúd indio, guardado en un estuche de raso, y se sentó delante de nosotros, preludiando inmediatamente en veintiún tonos distintos. Reanudó después el primer tono y cantó:


¡Con los cabellos despeinados, lloran y gimen en el dolor las hijas del Destino, oh alma mía!

¡La mesa, empero, está cargada con los manjares más exquisitos, son aromáticas las rosas, nos sonríen los narcisos y ríe en la jofaina el agua!


¡Oh alma mía, alma triste, ármate de valor! ¡De nuevo lucirá en los ojos la esperanza un día, y beberás en la copa de la dicha!


Pasó después a un tono más triste, y cantó:


¡Quien no saboreó las delicias del amor ni gustó su amargura, no sabe lo que pierde al perder a un amigo!


¡Quien no llegó a sufrir las heridas del amor, no puede saber los tormentos deleitosos que proporcionan!


¿Dónde están las noches dichosas pasadas junto a mi amigo, nuestros retozos amables, nuestros labios unidos, la Miel de su saliva? ¡Oh dulzura! ¡oh dulzura!


¡Nuestras noches hasta el amanecer, nuestros días hasta la puesta del sol! ¿Qué hacer ¡oh corazón roto! contra los decretos de un destino cruel?


Apenas la cantora dejó expirar estas últimas quejas, cuando vi que mi joven huésped caía desvanecido lanzando un grito doloroso. Y me dijo la esclava: "¡Tú tienes la culpa, ¡oh jeique! Porque hace largo tiempo que evitamos cantar delante de él, a causa del estado de emoción en que se pone y de la agitación que le produce todo poema amoroso". Y lamenté mucho haber sido causante de un accidente de mi huésped, e invitado por la esclava, me retiré a mi estancia para no importunarle más con mi presencia.

Al día siguiente, en el momento en que me disponía a partir y rogaba a uno de los servidores que transmitiese a su amo mi agradecimiento por aquella hospitalidad, se presentó un esclavo, que me entregó una bolsa con mil dinares, rogándome que la aceptara como compensación por el anterior trastorno, y diciéndome que estaba encargado de recibir mis adioses. Entonces, sin haber conseguido nada, abandoné la casa de Jobair y regresé a la de aquella que me había enviado.

Al llegar al jardín, encontré a Sett Badr, que me esperaba a la puerta, y sin darme tiempo de abrir la boca, me dijo: "¡Ya lbn Al-Mansur, sé que no tuviste éxito en tu misión!" Y me relató punto por punto todo lo acaecido entre el emir Jobair y yo, haciéndolo con tanta exactitud que sospeché pagaba espías que la tuviesen al corriente de lo que pudiera interesarla.

Y le pregunté: "¿Cómo te hallas tan bien informada, ¡oh mi dueña! ? ¿Acaso estuviste allí sin ser vista?" Ella me dijo: "¡Ya lbn Al-Mansur! has de saber que los corazones de los amantes tienen ojos que ven lo que ni suponer podrían los demás! ¡Pero yo sé que tú no tienes la culpa de la repulsa! ¡Es mi destino!" Luego añadió, levantando los ojos al cielo: "¡Oh Señor, dueño de los corazones, soberano de las almas, haz que en adelante me amen sin que yo ame nunca! ¡Haz que lo que resta de amor por Jobair en este corazón se desvíe hacia el corazón de Jobair, para tormento suyo! ¡Haz que vuelva a suplicarme que le escuche, y dame valor para hacerlo sufrir!"

Tras de lo cual me dio las gracias por lo que me presté a hacer en su favor, y se despidió de, mí. Y volví al palacio del emir Mohammad, y desde allí regresé a Bagdad.

Pero al año siguiente hube de ir nuevamente a Bassra, según mi costumbre, para ventilar mis asuntos, porque debo decirte ¡oh Emir de los Creyentes! que el emir Mohammad era deudor mío, y no disponía yo de otro medio que aquellos viajes regulares para hacerle pagar el dinero que me adeudaba. Y he aquí que al día siguiente de mi llegada me dije: "¡Por Alah! tengo que saber en qué paró la aventura de los dos amantes!"

Encontré cerrada la puerta del jardín, conmoviéndome con la tristeza que emanaba el silencio reinante en torno mío. Miré entonces por la rejilla de la puerta, y vi en medio de la avenida, bajo un sauce de ramas lagrimeantes, una tumba de mármol completamente nueva todavía, y cuya inscripción funeral no pude leer a causa de la distancia. Y me dije: "¡Ya no está ella aquí! ¡Segaron su juventud! ¡Qué lástima que una belleza semejante se haya perdido para siempre! ¡La debió desbordar la pena, anegándola el corazón... !


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 351ª noche

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Ella dijo:

"¡... Qué lástima que una belleza semejante se haya perdido para siempre! ¡La debió desbordar la pena, anegándola el corazón!" Con el pecho oprimido por la angustia, me decidí entonces a personarme en el palacio del emir Jobair. Allá me esperaba un espectáculo más entristecedor aún. Todo estaba desierto; los muros derrumbábanse ruinosos; habíase secado el jardín, sin la menor huella de que le cuidase nadie. Ningún esclavo guardaba la puerta del palacio, y no había ningún ser vivo que pudiera darme noticia de quienes habitaron en el interior. Ante aquel espectáculo, me dije desde lo profundo de mi alma: ¡También ha debido morir él!"

Muy triste, muy apenado, me senté luego a la puerta, e improvisé esta elegía:


¡Oh moradal ¡En tus umbrales me detengo para llorar con tus piedras al recuerdo del amigo que ya no existe!


¿Dónde está el huésped generoso, cuya hospitalidad se hacía extensiva pródigamente a los viajeros?


¿Dónde están los amigos pletóricos de alegría que te habitaron en la época de tu esplendor, palacio?


¡Sigue su ejemplo, tú que pasas; pero no olvides, por lo menos, los beneficios de que todavía hay señales, a pesar de las ruinas del tiempo!


Mientras yo me dejaba llevar de la tristeza que me poseía, expresándola de aquel modo, apareció un criado, que avanzó hacia mí, diciéndome con acento violento: "¡Cállate, viejo jeique! ¡Te va en ello la vida! ¿Por qué dices cosas fúnebres a nuestra puerta?" Yo contesté: "¡Me limitaba a improvisar versos a la memoria de un amigo entre mis amigos, que habitaba esta casa y se llamaba Jobair, de la tribu de los Bani-Schaibán". El esclavo replicó: "¡El nombre de Alah sea con él y en torno de él! Ruega por el Profeta, ¡oh jeique! Pero ¿por qué dices que ha muerto el emir Jobair? ¡Glorificado sea Alah! ¡Nuestro amo está con vida, siempre en el seno de los honores y de las riquezas!" Pero yo exclamé: "¿A qué obedece, entonces, ese ambiente de tristeza esparcido por la casa y el jardín?" El contestó: "¡Al amor! El emir Jobair está con vida; pero es lo mismo que si se contara en el número de los muertos. Tendido yace en su lecho sin moverse; y cuando tiene hambre, nunca dice: "¡Dadme de comer!", y cuando tiene sed, no dice nunca: "¡Dadme de beber!"

Al oír estas palabras del negro, dije: "¡Por Alah sobre ti, oh rostro blanco! ve en seguida a participarle mi deseo de verle! Dile: "¡Es Ibn Al-Mansur quien espera a tu puerta!" Se fué el negro, y al cabo de algunos instantes, volvió para avisarme que su amo podía recibirme. Y me hizo entrar, diciéndome: "Te advierto que no se enterará de nada de lo que le digas, a no ser que sepas conmoverle con ciertas palabras".

Efectivamente, encontré al emir Jobair tendido en su lecho, con la mirada perdida en el vacío, muy pálido y adelgazado el rostro y desconocido en verdad. Le saludé al punto, pero no me devolvió la zalema. Le hablé; pero no me contestó: Entonces me dijo al oído el esclavo: "No comprende más lenguaje que el de los versos". ¡Por Alah, que no encontré nada mejor para entrar en conversación con él!

Me abstraje un instante; luego improvisé estos versos con voz clara:


¿Anida todavía en tu alma el amor de Sett Badr, o hallaste el reposo tras las zozobras de la pasión?

¿Pasas siempre en vigilia tus noches, o al fin conocen tus párpados el sueño?


¡Si aún corren tus lágrimas, si aún alimentas con la desolación a tu alma, sabe que llegarás al colmo de la locura!


Cuando oyó él estos versos, abrió los ojos y me dijo: "¡Bien venido seas, Ibn Al-Mansur! ¡Las cosas tomaron para mí un carácter grave!" Yo contesté enseguida: "¿Puedo, al menos, señor, serte de alguna utilidad?" El dijo: "¡Eres el único que puede salvarme todavía! ¡Tengo el propósito de mandar a Sett Badr una carta por mediación tuya, pues tú eres capaz de convencerla para que me responda!" Yo contesté: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos!"

Reanimado entonces, se incorporó, desenrolló una hoja de papel en la palma de la mano, cogió un cálamo y escribió:


"¡Oh dura bienamada! He perdido la razón y me debato en la desesperanza. Antes de este día creí que el amor era una cosa fútil, una cosa fácil, una cosa leve. Pero, al naufragar en sus olas, vi ¡ay! que para quien en él se aventura es un mar terrible y confuso. A ti vuelvo con el corazón herido, implorando el perdón para lo pasado. ¡Ten piedad de mí y acuérdate de nuestro amor! Si deseas mi muerte, olvida la generosidad".


Selló entonces la carta y me la entregó. Aunque yo ignoraba la suerte de Sett Badr, no dudé: cogí la carta y regresé al jardín. Crucé el patio, y sin previa advertencia entré en la sala de recepción.

Pero cuál no sería mi asombro al advertir sentadas en las alfombras a diez jóvenes esclavas blancas en medio de las cuales se encontraba llena de vida y de salud, pero en traje de luto, Sett Badr, que se apareció como un sol puro a mis miradas asombradas.

Me apresuré a inclinarme deseándole la paz; y no bien me vio ella entrar, me sonrió devolviéndome mi zalema, y me dijo: "¡Bien venido seas, lbn Al-Mansur! ¡Siéntate! ¡Tuya es la casa!" Entonces le dije: "¡Aléjense de aquí todos los males, oh mi dueña! Pero ¿por qué te veo en traje de luto?" Ella contestó: "¡Oh, no me interrogues, lbn Al-Mansur! ¡Ha muerto la gentil! En el jardín pudiste ver la tumba donde duerme". Y vertió un mar de lágrimas, mientras intentaban consolarla todas sus compañeras.

Ante todo, creí un deber por mi parte guardar silencio; luego dije: "¡Alah la tenga en su misericordia! ¡Y caigan, en cambio, sobre ti, todas las bienandanzas que la vida reservaba aún a esa joven y dulce favorita tuya por quien lloras! ¡Parece mentira que haya muerto!" Ella dijo: "¡Pues murió la pobre!"

Aprovechándome entonces del estado de postración en que se hallaba, la entregué la carta, que hube de sacar de mi cinturón. Y añadí: "¡De tu respuesta ¡oh mi dueña! depende su vida o su muerte! Porque, en verdad, la única cosa que le ata a la tierra todavía es la espera de esta respuesta".

Cogió ella la carta, la abrió, la leyó, sonrió, y dijo: "¿Ha llegado ahora a semejante estado de pasión él, que no quería leer mis cartas otras veces? ¡Fue preciso que guardara yo silencio desde entonces y desdeñara verle, para que volviese a mí más inflamado que nunca!"

Yo contesté: "Tienes razón, y hasta te cabe el derecho de hablar aún con más amargura...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 352ª noche

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Ella dijo:

"... y hasta te cabe el derecho de hablar aún con más amargura. Pero el perdón de las faltas es patrimonio de las almas generosas. Y además, ¿qué harías en este palacio sola con tu dolor, después de haber muerto la gentil amiga que te consolaba con su dulzura?" Al oír estas palabras, se llenaron de lágrimas sus ojos, y permaneció pensativa durante una hora. Tras lo cual me dijo: "Creo que dijiste verdad, lbn Al-Mansur. ¡Voy a contestarle!"

Entonces ¡oh Emir de los Creyentes! cogió papel y escribió una carta, cuya elocuencia emocionante no sabrían igualar los mejores escribas de tu palacio. No me acuerdo de los términos exactos de aquella carta pero en substancia decía así:


"A pesar del deseo, ¡oh mi amante! jamás he comprendido el motivo de nuestra separación. Reflexionando bien, es posible que en el pasado errara yo. Pero el pasado ya no existe, y los celos, cualesquiera sean, deben morir con la víctima de la Separadora.

"Déjame que te tenga ahora al alcance de mi vista, para que descansen mis ojos como no lo harían con el sueño.

"Juntos entonces, beberemos nuevamente los tragos refrigerantes; y si nos embriagamos, no podrá censurarnos nadie".


Selló luego la carta y me la entregó; y le dije: "¡Por Alah! ¡he aquí lo que apacigua la sed del sediento y cura las dolencias del enfermo!" Y me disponía a despedirme para llevar la buena nueva al que la esperaba, cuando me detuvo ella aún para decirme: "¡Ya Ibn Al-Mansur, puedes añadir también que esta noche será para nosotros dos una noche de bendición!"

Y lleno de alegría corrí a casa del emir Jobair, a quien encontré con la mirada fija en la puerta por donde debía yo entrar.

Cuando hubo leído la carta y comprendió su alcance, lanzó un gran grito de alegría y cayó desvanecido. No tardó en volver en sí, y preguntóme, todavía anhelante: "Dime, ¿fue ella misma quien redactó esta carta? ¿Y la escribió con su mano?" Yo le contesté: "¡Por Alah que no supe hasta ahora que se pudiese escribir con los pies!"

Por lo demás, ¡oh Emir de los Creyentes! apenas había yo pronunciado estas palabras, cuando oímos detrás de la puerta un tintinear de brazaletes y un ruido de cascabeles y seda, viendo aparecer, un instante más tarde, a la joven en persona.

Como no puede describirse con la palabra dignamente la alegría, no trataré de hacerlo en vano. Sólo he de decirte ¡oh Emir de los Creyentes! que ambos amantes corrieron a echarse en brazos uno de otro, entusiasmados y con las bocas juntas.

Cuando salieron de su éxtasis, Sett Badr permaneció de pie, rehusando sentarse a pesar de las instancias de su amigo. Me extrañó aquello mucho, y hube de preguntarle a qué obedecía. Ella me dijo: "¡No me sentaré hasta que se formalice nuestro pacto!" Dije yo: "¿Qué pacto, ¡oh mi dueña!?" Ella dijo: "Es un pacto que sólo incumbe a los enamorados".

Y se inclinó al oído de su amigo y le habló en voz baja. El contestó: "¡Escucho y obedezco!" Y llamó a uno de sus esclavos, dándole una orden; y el esclavo desapareció.

Algunos instantes después, vi entrar al kadí y a los testigos, que extendieron el contrato de matrimonio de ambos amantes, y se fueron luego, llevando un regalo de mil dinares que les dio Sett Badr. Quise igualmente retirarme; pero no lo consintió el emir, que hubo de decirme: "¡No se dirá que tuviste únicamente parte en nuestras tristezas, sin participar de nuestra alegría!" Y me invitaron a un festín que duró hasta la aurora. Entonces me dejaron retirarme a la estancia que habíanme reservado.

Al despertarme por la mañana, entró en mi estancia un esclavo que llevaba una jofaina y un jarro, e hice mis abluciones, y recé mi plegaria matinal. Tras de lo cual fui a sentarme en la sala de recepción donde vi llegar a poco a los dos esposos, que salían del hammam, frescos aún, después de dedicarse a sus amores. Les deseé una mañana dichosa y les cumplimenté, felicitándoles e invocando bienandanzas sobre ellos; luego añadí: "Soy feliz por haber contribuido en algo a vuestra unión. Pero ¡por Alah! emir Jobair, si quieres darme una prueba de tu estimación para conmigo, explícame qué fue lo que pudo en otro tiempo irritarte hasta el punto de hacer que, para tu desgracia, te separaras de tu enamorada Sett Badr. Ella misma me describió la escena de la pequeña esclava, besándola y mimándola después de haberle peinado y trenzado los cabellos. ¡Pero me parece inadmisible, emir Jobair, que sólo aquello pudiera ocasionar tu resentimiento y no tuvieras otra causa de enojo u otras pruebas y sospechas!"

A estas palabras, el emir Jobair sonrió y me dijo: "Ibn Al-Mansur, tu sagacidad es exclusivamente maravillosa. Ahora que la favorita de Sett Badr ha muerto, se extinguió mi rencor. Puedo, pues, revelarte sin misterio el origen de nuestra desavenencia. Proviene sencillamente de una broma que me gastó, como si ambas fuesen las culpables de ella, un barquero que las llevó en su barca cierto día en que fueron a pasear por el agua.

Me dijo: "Señor, ¿cómo miras siquiera a una mujer que se burla de ti con una favorita a la que ama? Porque has de saber que en mi barca estaban apoyadas con indolencia una contra otra, y cantaban cosas muy inquietantes acerca del amor de los hombres. Y terminaron sus cánticos con estos versos:


¡Menos ardiente que mis entrañas es el fuego; pero en cuanto me acerco a mi amo, el incendio se apaga, y el hielo es menos frío que mi corazón ante sus deseos!


¡Pero no le ocurre así a mi amo! ¡En él, lo que debe estar duro, es blando, y lo que debe tener tierno es duro; pues duro es su corazón como la roca, y su otra cosa es blanda como el agua!


Entonces yo, al oír del barquero semejante relato, sentí oscurecerse el mundo ante mis ojos, y corrí a casa de Sett Badr, donde vi lo que vi. Y bastó aquello para confirmar mis sospechas...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 353ª noche

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Ella dijo:

"... corrí a casa de Sett Badr, donde vi lo que vi. Y bastó aquello para confirmar mis sospechas. Pero gracias a Alah se ha olvidado todo ahora!"

Me rogó entonces que, como prueba de su gratitud por mis buenos oficios, aceptase la suma de tres mil dinares; y le reiteré yo mis cumplimientos..."

lbn Al-Mansur interrumpió de pronto su relato porque acababa de oír un ronquido que le cortó la palabra. Era el califa que dormía profundamente, dominado al fin por el sueño que hubo de producirle esta historia. Así es que, temiendo despertarle, lbn Al-Mansur se evadió dulcemente por la puerta que más dulcemente aún le abrió el jefe de los eunucos.


Y acabando de hablar, Schehrazada se calló un instante, miró al rey Schahriar, y le dijo: "¡En verdad, oh rey afortunado, que me asombra que con esta historia no te haya también rendido el sueño!" El rey Schahriar dijo: "¡Nada de eso! ¡Te equivocas, Schehrazada! No siento ganas de dormir esta noche; ¡y ten cuidado, no vaya a ser que, si no me cuentas enseguida una historia instructiva, ponga en práctica la amenaza de Al-Raschid a su portaalfanje!

Por ejemplo, ¿no sabrías decirme algunas palabras acerca del remedio que hay contra las mujeres que atormentan a sus esposos con un deseo de carne nunca satisfecho, y les abren así la puerta de la tumba?"

Al oír estas palabras, Schehrazada reflexionó un instante, y dijo: "¡Precisamente, oh rey afortunado, de ninguna historia me acuerdo tan bien como de una referente a ese asunto, y que en seguida voy a contarte!"



Y dijo Schehrazada:



Historia de Wardan, el carnicero, y de la hija del visir

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Se cuenta, entre diversos cuentos, que había en El Cairo un hombre llamado Wardán, que tenía el oficio de carnicero, expendedor de carne de carnero. Todos los días veía entrar en su tienda a una joven espléndida de cuerpo y de rostro, pero con los ojos muy fatigados, y las facciones muy ajadas, y la tez palidísima. Y siempre llegaba seguida de un mandadero cargado con su canasta, escogía el trozo más tierno de carne y también las criadillas de un carnero, pagaba todo con una moneda de oro que pesaba dos dinares o más, metía su compra en una canasta del mandadero, y continuaba su marcha por el zoco, parándose en todas las tiendas y comprando algo a cada mercader. Y continuó conduciéndose así durante un largo espacio de tiempo, hasta que un día el carnicero Wardán, intrigado al límite de la intriga por el aspecto y el silencio y las maneras de su joven clienta, resolvió aclarar la cosa para librarse de los pensamientos que acerca de ello le asaltaban.

Por cierto que encontró precisamente la ocasión que buscaba, una mañana en que vio pasar solo por delante de la tienda al mandadero de la joven. Le detuvo, le puso en la mano una cabeza de carnero lo más excelente posible, y le dijo: "¡Oh mandadero, recomienda bien al dueño del horno que no ase demasiado la cabeza, para que no pierda sabor!" Luego añadió: "¡Oh mandadero, estoy muy perplejo con motivo de esa joven que todos los días te toma a su servicio! ¿Quién es y de dónde viene? ¿Qué hace con esas criadillas de carnero? Y sobre todo, ¿por qué tiene tan fatigados los ojos y las facciones?" El otro contestó: "¡Por Alah! que estoy tan perplejo como tú por lo que a ella respecta! Enseguida voy a decirte cuanto sé, ya que tu mano es generosa con los pobres como yo. ¡Escucha! Una vez terminadas todas sus compras, adquiere aún en casa del mercader nazareno de la esquina, un dinar o más de cierto precioso vino añejo, y me lleva cargado así hasta la entrada de los jardines del gran visir. Allí me venda los ojos con su velo, me coge de la mano y me conduce hasta una escalera, por cuyos escalones baja conmigo, para luego descargarme mi banasta, darme medio dinar por mi trabajo y una banasta vacía en lugar de la mía, y conducirme de nuevo, con los ojos vendados siempre, hasta la puerta de los jardines, donde me despide hasta el día siguiente. ¡Y no pude saber nunca lo que hace con esa carne, con esos frutos, con esas almendras, con esas velas, y con todas las cosas que me hace llevar hasta esa escalera subterránea!" El carnicero Wardán contestó: "¡No haces más que aumentar mi perplejidad, oh mandadero!" Y como llegaban otros clientes, dejó al mandadero y se puso a despacharles.

Al día siguiente, después de pasarse la noche pensando en aquel estado de cosas que le preocupaba en extremo, vio llegar a la misma hora a la joven seguida del mandadero. Y se dijo: "¡Por Alah, que esta vez, cueste lo que cueste, he de saber lo que quiero saber!" Y luego que la joven se alejó con sus diversas compras, el carnicero encargó a su dependiente que tuviese cuidado de la tienda en lo que afectaba a venta y compra, y se puso a seguirla de lejos, procurando no ser advertido. De esta suerte caminó detrás de ella hasta la entrada de los jardines del visir, y se escondió detrás de los árboles para esperar el regreso del mandadero, a quien vio, en efecto, con los ojos vendados y conducido de la mano por las avenidas. Después de una ausencia de algunos instantes, la vio volver a la entrada quitarle el velo de los ojos del mandadero, despedirle, y aguardar a que hubiese desaparecido el tal mandadero para entrar de nuevo al jardín.

Entonces salió él de su escondite y la siguió con los pies descalzos, ocultándose tras los árboles. De esta suerte la vio llegar ante un peñasco, tocarlo de cierta manera, haciéndolo girar sobre sí mismo, y desaparecer bajo tierra. Esperó entonces algunos instantes, y se acercó al peñasco, con el que manipuló del propio modo, consiguiendo hacerlo girar. Se hundió entonces bajo tierra, colocando otra vez el peñasco en su sitio, y he aquí contado por él mismo lo que vio.


Dijo:

"Al principio no distinguí nada en la oscuridad subterránea; luego acabé por vislumbrar un pasillo, en el fondo del cual se filtraba la luz; le recorrí, siempre descalzo y conteniendo la respiración, y llegué a una puerta tras de la que percibí risas y gruñidos. Apliqué un ojo a una ranura por la que pasaba un rayo de luz, y vi enlazados sobre un diván a la joven y un mono enorme, de rostro completamente humano, haciendo contorsiones y movimientos. Al cabo de algunos instantes se desenlazó de él la joven, se puso en pie y se despojó de toda su ropa para tenderse de nuevo en el diván, pero enteramente desnuda. Y enseguida saltó sobre ella el mono, y la cubrió, cogiéndola en sus brazos.

Y cuando acabó su cosa con ella, se levantó, descansó un instante, y luego la poseyó otra vez, cubriéndola. Se levantó después, y descansó otra vez, pero para caer de nuevo sobre ella y poseerla, y así lo hizo diez veces seguidas de la misma manera, mientras ella, por su parte, le otorgaba cuanto de más fino y delicado otorga la mujer al hombre. Tras de lo cual, cayeron ambos desvanecidos en un aniquilamiento. Y ya no se movieron.

Yo quedé estupefacto...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 354ª noche

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Ella dijo:

... Yo quedé estupefacto. Y dije desde el fondo de mi alma: "¡Ahora o nunca es la ocasión!" Y empujando con un hombro, derribé la puerta y me precipité en la sala blandiendo mi cuchillo de carnicero, tan afilado, que cortaba el hueso mejor que la carne.

Me abalancé resueltamente sobre el enorme mono, del que no se movió ni un solo músculo de tanto como sus ejercicios le habían extenuado; le apoyé con brusquedad mi cuchillo en la nuca, y de un golpe le separé del tronco la cabeza. Entonces la fuerza vital que residía en él salió de su cuerpo con gran estrépito, estertores y convulsiones, hasta el punto de que la joven abrió de repente los ojos y me vio con el cuchillo lleno de sangre en la mano. Lanzó entonces tal grito de terror, que por un momento creí verla expirar sin remedio. No obstante, al ver que yo no la quería mal, pudo recobrar su ánimo poco a poco y reconocerme. Entonces me dijo: "¿Es así ¡oh Wardán! como tratas a un cliente fiel?" Yo le dije: "¡Oh enemiga de ti misma! ¿Acaso no hay hombres, para que recurras a semejante procedimiento?" Ella me contestó: "¡Oh Wardán, escucha primeramente la causa de todo eso, y tal vez me disculpes!

"Sabrás, en efecto, que soy la hija única del gran visir. Hasta la edad de quince años he vivido tranquila en el palacio de mi padre; pero un día me enseñó un negro lo que tenía yo que aprender, y me tomó lo que de mí podía tomarse. Por lo demás, debes saber que no hay nada como un negro para inflamarnos nuestro interior a las mujeres, sobre todo cuando el terreno ha sentido ese abono negro la primera vez. Así es que no te extrañe saber que mi terreno se quedó tan excitado desde entonces, que se hacía necesario lo regase el negro a todas horas sin interrupción.

"Al cabo de cierto tiempo, murió el negro en la tarea, y yo conté mi pena a una vieja del palacio, que me había conocido desde la infancia. La vieja bajó la cabeza y me dijo: "Lo único que en adelante puede reemplazar junto a ti a un negro, hija mía, es el mono. Porque nadie más fecundo en asaltos que un mono".

"Me dejé persuadir por la vieja, y un día, al ver pasar bajo las ventanas del palacio a un domador de monos que hacía ejecutar cabriolas a sus animales me descubrí el rostro de repente a la vista del más corpulento de entre ellos, que estaba mirándome. En seguida rompió él su cadena, y sin que pudiese detenerle su amo, huyó por las calles, dio un gran rodeo, entró en el palacio por los jardines, y corrió directamente a mi estancia, donde al punto me cogió en sus brazos, e hizo lo que hizo diez veces seguidas sin interrumpirse.

"Pero he aquí que mi padre acabó por enterarse de mis relaciones con el mono, y creí que aquel día me mataba. Entonces, como no podía prescindir de mi mono en lo sucesivo, hice que labraran para mí en secreto este subterráneo, donde le encerré. Y yo misma le traía de comer y de beber, hasta hoy en que la fatalidad te hizo descubrir mi escondrijo y te impulsó a matarle. ¡Ay! ¿Qué será de mí ahora?"

Entonces traté de consolarla, y le dije para calmarla: "Ten la seguridad ¡oh mi señora! que puedo reemplazar junto a ti al mono. ¡Ya lo verás cuando probemos, porque estoy reputado como cabalgador!" Y por cierto que aquel día y los siguientes hube de demostrarla que mi brío superaba al del difunto mono y al del difunto negro.

Aquello, sin embargo, no pudo prolongarse del mismo modo mucho tiempo; porque, al cabo de algunas semanas, yo me perdía allí dentro como en un abismo sin fondo. Y la joven, por el contrario, veía de día en día aumentar sus deseos y progresar su fuego interno.

En tan embarazosa situación, hube de recurrir a la ciencia de una vieja a quien yo conocía como incomparable en el arte de preparar filtros y confeccionar remedios para las enfermedades más rebeldes. Le conté la historia desde el principio hasta el fin, y le dije: "Ahora, mi buena tía, quiero pedirte que me prepares algo capaz de aplacar los deseos de esta mujer y de calmar su temperamento". Ella me contestó: "¡Nada más fácil!"

Dije: "¡Me confío enteramente a tu ciencia y a tu sabiduría!"

Entonces cogió ella una marmita, en la que echó once granos de altramuz de Egipto, una onza de vinagre virgen, dos onzas de lúpulo y algunas hojas de digital. Hizo hervir todo durante dos horas, escurrió cuidadosamente el líquido, y me dijo: "Ya está el remedio". Entonces le rogué que me acompañara al subterráneo; y allí me dijo: "¡Conviene que la cabalgues hasta que caiga extenuada!"

Y se retiró al pasillo para esperar a que se ejecutase su orden.

Hice lo que me pedía, y con tanto acierto, que la joven perdió el conocimiento. Entonces entró la vieja en la sala, y después de recalentar el líquido consabido, lo echó en una vasija de cobre y lo colocó entre los muslos de la hija del visir. Le dio fumigaciones que le penetraron muy adentro en las partes fundamentales, y debieron producir un efecto radical, porque de pronto vi caer entre los muslos separados dos objetos que empezaron a agitarse. Los examiné de cerca, y vi que eran dos anguilas, una amarilla y otra negra.

Al ver las dos anguilas...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 355ª noche

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Ella dijo:

... Al ver las dos anguilas, la vieja llegó al límite del júbilo, y exclamó: "¡Da las gracias a Alah, hijo mío! ¡El remedio produjo efecto! Porque has de saber que estas dos anguilas eran la causa del deseo insaciable de que fuiste a quejarte a mí. Una de las anguilas ha nacido de las cópulas con el negro, y la otra de las cópulas con el mono. ¡Ahora que han sido desalojadas, la joven gozará de un temperamento moderado y no volverá a mostrarse fatigosa y desordenada en sus deseos!"

Y efectivamente, noté que desde que volvió en sí la joven, no pedía que satisfacieran sus sentidos.

Y la encontré tan tranquila, que no dudé en pedirla en matrimonio. Consintió porque se había acostumbrado a mí. Y desde entonces vivimos juntos la vida más dulce entre las delicias más perfectas, después de recoger en nuestra casa a la vieja que había realizado curación tan asombrosa, enseñándonos el remedio contra los deseos inmoderados.

¡Glorificado sea el Viviente que no muere nunca y tiene en su mano los imperios y los reinados!"


Y continuó Schehrazada: "Tal es ¡oh rey afortunado! todo cuanto sé acerca del remedio que ha de aplicarse a las mujeres de temperamento demasiado molesto". Y dijo el rey Schahriar: "¡Hubiera querido conocer esa receta el año último, para hacer fumigar a la maldita a quien sorprendí en el jardín con el esclavo negro! ¡Pero ahora, Schehrazada, vas a dejar las historias científicas, y a contarme esta noche, si puedes, una historia más asombrosa que todas las ya oídas, porque me siento el pecho más oprimido que de costumbre!"

Y contestó Schehrazada: "¡Sí, puedo!" y al punto dijo:



Historia de la reina Yamlika, Princesa Subterránea

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Se cuenta que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y de los siglos, había un sabio entre los sabios de Grecia que se llamaba Danial. Tenía muchos discípulos respetuosos, que escuchaban su enseñanza y se aprovechaban de su ciencia; pero le faltaba el consuelo de un hijo que pudiese heredarle sus libros y sus manuscritos. Como ya no sabía qué hacer para obtener este resultado, concibió la idea de rogar al Dueño del cielo que le concediese semejante favor. Y el Altísimo que no tiene portero en la puerta de su generosidad, escuchó el ruego, y en aquella hora y aquel instante hizo que quedase encinta la esposa del sabio.

Durante los meses que duró el embarazo de su esposa, se dijo el sabio Danial, que ya se veía muy viejo: "¡La muerte está cercana, y no sé si el hijo que voy a tener podrá encontrar un día intactos, mis libros y mis manuscritos!" Y desde entonces consagró todo su tiempo a resumir en algunas hojas cuanta ciencia contenían sus diversos escritos. Llenó así con una letra muy menuda cinco hojas, que encerraban la quintaesencia de todo su saber y de los cinco mil manuscritos que poseía. Luego las releyó, reflexionó, y le pareció que hasta en aquellas cinco hojas había cosas que podían quintaesenciarse aún más. Entonces consagró todavía un año a la reflexión, y acabó por resumir las cinco hojas en una sola, cinco veces más pequeña que las primeras. Y cuando terminó aquel trabajo, sintió que estaba próximo su fin.

Entonces, para que sus libros y sus manuscritos no llegasen a ser propiedad de otro, el viejo sabio los tiró hasta el último al mar, y no conservó más que la consabida hojita de papel. Llamó a su esposa encinta, y le dijo: "Acabó mi tiempo, ¡oh mujer! y no me es dable educar por mí mismo al hijo que nos concede el cielo y a quien no he de ver. Pero le dejo por herencia esta hojita de papel, que solamente le darás el día en que te pida la parte que le corresponde de los bienes de su padre. Y si llega a descifrarla y a comprender su sentido, será el hombre más sabio del siglo. ¡Deseo que se llame Hassib!" Y tras de haber dicho estas palabras, el sabio Danial expiró en la paz de Alah.

Se le hicieron funerales, a los que asistieron todos sus discípulos y todos los habitantes de la ciudad. Y todos le lloraron mucho y tomaron parte en el duelo por su muerte.

He aquí que algunos días después la esposa de Danial echó al mundo un niño varón, muy proporcionado, a quien se le llamó Hassib, cumpliendo la recomendación del difunto. Al mismo tiempo mandó convocar la madre a los astrólogos, quienes, una vez hechos sus cálculos y terminada su observación de los astros, sacaron el horóscopo del niño, y dijeron: "¡Oh mujer! tu hijo vivirá largos años si escapa a un peligro que está suspendido sobre su juventud. Si evita este peligro, alcanzará un grado sumo de ciencia y de riqueza". Y se fueron por su camino.

Cuando tuvo el niño la edad de cinco años, su madre le llevó a la escuela para que aprendiese algo allí; pero no aprendió nada absolutamente. Le sacó ella entonces de la escuela, y quiso que abrazara una profesión; pero pasaron muchos años sin que el muchacho hiciese nada, y llegó a la edad de quince sin aprender nada tampoco, y sin lograr un medio de vida con qué contribuir a los gastos de su madre. Se echó a llorar entonces ella, y las vecinas le dijeron: "Sólo el matrimonio podría darle aptitud para el trabajo; porque entonces verá que cuando se tiene una mujer hay que trabajar para sostenerla".

Estas palabras decidieron a la madre a ponerse en movimiento y a buscar entre sus conocimientos una joven; y habiendo encontrado una que era de su conveniencia, se la dio en matrimonio. Y el joven Hassib fue perfecto para con su esposa, y no la desdeñó, sino todo lo contrario. Pero continuó sin hacer nada y sin aficionarse a trabajo alguno.

Y he aquí que en la vecindad había leñadores, que dijeron a la madre un día: "Compra a tu hijo un asno, cuerdas y un hacha, y déjale ir a cortar leña a la montaña con nosotros. Luego venderemos la leña y repartiremos el provecho con él. De esta manera podrá ayudarte en tus gastos y sostener mejor a su esposa.

Al oír tales palabras, la madre de Hassib, llena de alegría, le compró en seguida un asno, cuerdas y un hacha, y se lo confió a los leñadores, recomendándoselo mucho; y los leñadores, le contestaron: "No te preocupes por eso. ¡Es hijo de nuestro amo Danial, y sabremos protegerle y velar por él". Y le llevaron consigo a la montaña, donde le enseñaron a cortar leña y a cargarla a lomos del asno para venderla luego en el mercado. Y Hassib se aficionó en extremo a este oficio, que le permitía pasearse a la vez que ayudar a su madre y a su esposa.

Y un día entre los días, cuando cortaban leña en la montaña, les sorprendió una tempestad, acompañada de lluvia y de truenos, que hubo de obligarles a correr para refugiarse en una caverna situada no lejos de allí, y en la cual encendieron lumbre para calentarse. Y al mismo tiempo encargaron al joven Hassib, hijo de Danial, que hiciese leños para alimentar el fuego.

Mientras Hassib, retirado en el fondo de la caverna, se ocupaba en partir madera, oyó de pronto resonar su hacha sobre el suelo con un ruido sonoro, como si en aquel sitio hubiese un espacio hueco bajo tierra. Empezó entonces a escarbar con los pies, y puso a la vista una losa de mármol antiguo con una anilla de cobre...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 356ª noche

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Ella dijo:

... Una losa de mármol antiguo con una anilla de cobre. Al ver aquello, llamó la atención a sus compañeros, que acudieron y consiguieron levantar la losa de mármol. Y dejaron entonces al descubierto una cueva muy ancha y muy profunda, en la que se alineaba una cantidad innumerable de ollas que parecían viejas, y cuyo cuello estaba sellado cuidadosamente. Bajaron entonces por medio de cuerdas a Hassib al fondo de la cueva, para que viese el contenido de las ollas y las atase a las cuerdas con objeto de que las izaran a la caverna.

Cuando bajó a la cueva el joven Hassib, empezó por romper con su hacha el cuello de una de las ollas de barro, y al punto vio salir de ella una miel amarilla de calidad excelente. Participó su descubrimiento a los leñadores, quienes, aunque un poco desencantados por encontrar miel donde esperaban dar con un tesoro de tiempos antiguos, se alegraron bastante al pensar en la ganancia que había de procurarles la venta de las innumerables ollas con su contenido. Izaron, una tras otra, todas las ollas, conforme las ataba el joven Hassib, cargándolas en sus asnos en vez de la leña, y sin querer sacar del subterráneo a su compañero, marcharon a la ciudad todos, diciéndose: "Si le sacáramos de la cueva, nos veríamos obligados a partir con él el provecho de la venta. ¡Además, es un bribón, cuya muerte será para nosotros preferible a su vida!"

Y se encaminaron, pues, al mercado con sus asnos, y comisionaron a uno de los leñadores para que fuese a decir a la madre de Hassib: "Estando en la montaña, cuando estalló la tempestad sobre nosotros, el asno de tu hijo se dio a la fuga y obligó a tu hijo a correr detrás de él mientras los demás nos refugiábamos en una caverna. Quiso la mala suerte que de repente saliera de la selva un lobo y matara a tu hijo, devorándole con el asno. ¡Y no hemos encontrado otras huellas que un poco de sangre y algunos huesos!"

Al saber semejante noticia, la desgraciada madre y la pobre mujer de Hassib se abofetearon el rostro y cubriéronse con polvo la cabeza, llorando todas las lágrimas de su desesperación. ¡Y esto por lo que a ellas se refiere!

En cuanto a los leñadores, vendieron las ollas de miel a un precio muy ventajoso, y realizaron una ganancia tan considerable, que cada uno de ellos pudo abrir una tienda para vender y comprar. Y no se privaron de ningún placer, comiendo y bebiendo a diario las cosas más excelentes. ¡Y esto por lo que a ellos se refiere!

¡Pero he aquí lo que al joven Hassib le acaeció! Cuando vio que no le sacaban de la cueva, se puso a gritar y a suplicar, pero en vano, porque ya se habían marchado los leñadores, y tenían resuelto dejarle morir sin socorrerle. Trató entonces de abrir en las paredes agujeros donde enganchar manos y pies; pero comprobó que las paredes eran de granito y resistían al acero del hacha. Entonces no tuvo límites su desesperación, e iba a lanzarse al fondo de la cueva para dejarse morir allí, cuando de pronto vio salir de un intersticio de la pared de granito a un escorpión, que avanzó hacia él para picarle. Aplastóle de un hachazo, y examinó el intersticio consabido, por el que vio se escapaba un rayo de luz. Se le ocurrió entonces la idea de meter por aquel intersticio la hoja del hacha, apalancando fuertemente. Y con gran sorpresa por su parte, pudo de tal modo descubrir una puerta, que se alzó poco a poco, mostrando una abertura lo bastante amplia para dar paso a un cuerpo de hombre.

Al ver aquello, no dudó un instante Hassib, penetrando por la abertura, y se encontró en una larga galería subterránea, de cuya extremidad venía la luz. Durante una hora estuvo recorriendo la tal galería, y llegó ante una puerta considerable de acero negro, con cerradura de plata y llave de oro. Abrió aquella puerta, y de repente hallóse al aire libre, en la orilla de un lago, al pie de una colina de esmeralda. En el borde del lago vio un trono de oro resplandeciente de pedrerías, y a su alrededor, reflejándose en el agua, sillones de oro, de plata, de esmeralda, de cristal, de acero, de madera de ébano y de sándalo blanco. Contó estos sillones, y supo que su número era de doce mil, ni más ni menos. Cuando hubo acabado de contarlos, y de admirar su belleza, y el paisaje, y el agua que los reflejaba, fue a sentarse en el trono de en medio para gozar mejor del espectáculo maravilloso que ofrecían el lago y la montaña.

Apenas habíase sentado en el trono de oro el joven Hassib, cuando oyó un son de címbalos y de gongs, y de pronto vio avanzar por la falda de la colina de esmeralda una fila de personas que se desplegaba hacia el lago, deslizándose más que caminando; y no pudo distinguirlas a causa de la distancia. Cuando estuvieron más cerca, vio que eran mujeres de belleza admirable, pero cuya extremidad inferior terminaba como el cuerpo alargado y reptador de las serpientes. Su voz era muy agradable, y cantaban en griego loas a una reina que él no veía. Pero enseguida apareció detrás de la colina un cuadro formado por cuatro mujeres serpentinas, que llevaban en sus brazos, alzados por encima de su cabeza, un gran azafate lleno de oro, en el que se mostraba la reina sonriente y llena de gracia. Avanzaron las cuatro mujeres hasta el trono de oro, del que Hassib se apresuró a alejarse, y colocaron allí a su reina, arreglándola los pliegues de sus velos, y se mantuvieron detrás de ella, en tanto que cada una de las demás mujeres serpentinas habíase deslizado hacia uno de los sillones preciosos dispuestos alrededor del lago. Entonces con una voz de timbre encantador, dijo la reina algunas palabras en griego a las que la rodeaban; y al punto dieron una señal los címbalos, y todas las mujeres serpentinas entonaron un himno griego en honor de la reina y se sentaron en los sillones.

Cuando acabaron su canto, la reina, que había notado la presencia de Hassib, volvió la cabeza gentilmente hacia él y le hizo una seña para animarle a que se aproximara. Y aunque muy emocionado, se aproximó Hassib, y la reina le invitó a sentarse, y le dijo: "¡Bien venido seas a mi reino subterráneo, ¡oh joven a quien el destino propicio condujo hasta aquí! Ahuyente de ti todo temor, y dime tu nombre, porque soy la reina Yamlika, princesa subterránea. Y todas estas mujeres serpentinas son súbditas mías. Habla, pues, y dime quién eres, y cómo pudiste llegar hasta este lago, que es mi residencia de invierno y el sitio donde vengo a pasar algunos meses cada año, dejando mi residencia veraniega del monte Cáucaso".

Al oír estas palabras, el joven Hassib, tras de besar la tierra entre las manos de la reina Yamlika, se sentó a su diestra en un sillón de esmeralda, y dijo: "Me llamo Hassib, y soy hijo del difunto Danial, el sabio. Mi oficio es el de leñador, aunque hubiese podido llegar a ser mercader entre los hijos de los hombres, o hasta un gran sabio. ¡Pero preferí respirar el aire de las selvas y montañas, pensando que habría siempre tiempo para encerrarse, después de la muerte, entre las cuatro paredes de la tumba!"

Luego contó con detalles lo que le había ocurrido con los leñadores, y cómo, por efecto del azar, pudo penetrar en aquel reino subterráneo.

El discurso del joven Hassib complació mucho a la reina Yamlika, que le dijo: "¡Dado el tiempo que estuviste abandonado en la fosa, debes tener bastante hambre y bastante sed, Hassib!" E hizo cierta seña a una de sus damas, la cual se deslizó hasta el joven llevando en su cabeza una bandeja de oro llena de uvas, granadas, manzanas, alfónsigos, avellanas, nueces, higos frescos y plátanos. Luego, cuando hubo él comido y aplacado su hambre, bebió un sorbete delicioso contenido en una copa tallada en un rubí. Entonces se alejó con la bandeja la que le había servido, y dirigiéndose a Hassib le dijo la reina Yamlika: "¡Ahora, Hassib, puedes estar seguro de que mientras dure tu estancia en mi reino no te sucederá nada desagradable. Si tienes, pues, intención de quedarte con nosotras a orillas de este lago y a la sombra de estas montañas una semana o dos, para hacerte pasar mejor el tiempo te contaré una historia que servirá para instruirte cuando estés de regreso en el país de los hombres!"

Y entre la atención de las doce mil mujeres serpentinas sentadas en los sillones de esmeralda y de oro, la reina Yamlika, princesa subterránea, contó en lengua griega lo siguiente al joven Hassib, hijo de Danial, el sabio:



Historia de Belukia

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"Has de saber ¡oh Hassib! que en el reino de Bani-Israil había un rey muy prudente que en su lecho de muerte llamó a su hijo, heredero de su trono, y le dijo: "¡Oh hijo Belukia, te recomiendo que cuando tomes posesión del poder hagas por ti mismo inventario de cuantas cosas hay en este palacio, sin que dejes de examinar nada con la mayor atención!"

Entonces, el primer cuidado del joven Belukia al convertirse en rey fué pasar revista a los efectos y tesoros de su padre, y recorrer las diferentes salas que servían de almacén a todas las cosas preciosas acumuladas en el palacio. De este modo llegó a una sala retirada, en la que halló una arquilla de madera de ébano colocada encima de una columnata de mármol blanco que se elevaba en medio de la habitación. Belukia apresuróse a abrir la arquilla de ébano, y encontró dentro de ella un cofrecillo de oro. Abrió el cofrecillo de oro, y vio un rollo de pergamino, que desplegó al punto.

Y decía en lengua griega: Quien desee llegar a ser dueño y soberano de los hombres, de los genios, de las aves y de los animales, no tendrá más que encontrar el anillo que el profeta Soleimán lleva al dedo en la Isla de los Siete Mares que le sirve de sepultura. Ese anillo mágico es el que Adán, padre del hombre, llevaba al dedo en el paraíso antes de su pecado, y que se lo quitó el ángel Gobrail, donándoselo al prudente Soleimán más tarde. Pero ningún navío podría intentar surcar los piélagos y llegar a esa isla situada allende los Siete Mares. Sólo llevará a cabo esta empresa quien encuentre el vegetal con cuyo jugo basta frotar la planta de los pies para poder caminar por la superficie del mar. Ese vegetal se encuentra en el reino subterráneo de la reina Yamlika. Y únicamente esta princesa sabe el lugar dónde crece tal planta; porque conoce el lenguaje de las plantas y las flores todas, y no ignora ninguna de sus virtudes. Quien quiera dar con este anillo, vaya primero al reino subterráneo de la reina Yamlika.

iY si es tan dichoso que triunfa y se apodera del anillo, no solamente podrá entonces dominar a todos los seres creados, sino que también penetrará en la Comarca de las Tinieblas para beber en la Fuente de Vida, que da belleza, juventud, ciencia, prudencia e inmortalidad!


Cuando hubo leído este pergamino el príncipe Belukia, convocó seguida a los sacerdotes, magos y sabios de Bani-lsrail...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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