Y cuando llegó la 338ª noche

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Ella dijo:

"... Ha dicho un poeta:


¡Las morenas tienen en sí un sentido oculto! ¡Si lo adivinas, tus ojos no se dignarán mirar nunca a las demás mujeres!


¡Las encantadoras saben del arte sutil con todos sus rodeos, y se lo enseñarían hasta al ángel Harut!


Otro ha dicho:


¡Amo a una morena encantadora, cuyo color me hechiza, y cuya cintura es recta como una lanza!


¡Cuántas veces me arrebató la sedosa manchita negra, tan acariciada y tan besada, que adorna su cuello!


¡Por el color de su piel lisa, por el perfume delicioso que exhala, se parece al tallo oloroso del áloe!


Y cuando la noche tiende el velo de las sombras, la morena viene a verme. Y la sujeto junto a mí, hasta que las mismas sombras sean del color de nuestros sueños!


"Pero tú ¡oh amarilla! estás marchita como las hojas de la mulukhia (Liliácea comestible) de mala calidad que se coge en Bab El-Luk y que es fibrosa y dura.

"Tienes el color de la marmita de barro cocido que utiliza el vendedor de cabezas de carnero.

"Tienes el color del ocre y el de la grama.

"Tienes una cara de cobre amarillo, parecido a la fruta del árbol Zakum, que en el infierno da como frutos cráneos diabólicos.


"Y de ti ha dicho el poeta:


¡La suerte me ha dado una mujer de color amarillo tan chillón, que me da dolor de cabeza, y mi corazón y mis ojos se estremecen de malestar!


¡Si mi alma no quiere renunciar a verla por siempre, para castigarme me daré tan grandes golpes en la cara que me arrancaré las muelas!"


Cuando Ali El-Yamaní oyó estas palabras, se estremeció de placer, y se echó a reír de tal modo, que se cayó de espaldas, después de lo cual dijo a las dos jóvenes que se sentaran en sus sitios; y para demostrarles a todas el gusto que le había dado oírlas, les hizo regalos iguales de hermosos vestidos y pedrerías terrestres y marítimas.


Y tal es, ¡oh Emir de los Creyentes! prosiguió Mohammad El-Bassri, dirigiéndose al califa El-Mamún, la historia de las seis jóvenes, que ahora siguen viviendo muy a gusto unas con otras en la morada de su amo Alí El-Yamaní en Bagdad, nuestra ciudad".

Extremadamente encantado quedó el califa con esta historia, y preguntó: "Pero ¡oh Mohammad! ¿sabes siquiera en dónde está la casa del amo de esas jóvenes, y podrías ir a preguntarle si quiere vendérmelas? ¡Si accede, cómpramelas y tráemelas!"

Mohammad contestó: "Puedo decir ¡oh Emir de los Creyentes! que estoy seguro que el amo de estas esclavas no querrá separarse de ellas, porque le tienen enamorado hasta el extremo". Y El-Mamún dijo: "Lleva contigo como precio de cada una diez mil dinares, o sea sesenta mil en total. Los entregarás de mi parte a ese Alí-El-Yamaní y le dirás que deseo sus seis esclavas".

Oídas estas palabras del califa, Mohammad El-Bassri se apresuró a coger la cantidad consabida y fué a buscar al amo de las esclavas, al cual manifestó el deseo del Emir de los Creyentes. Alí El-Yamaní, en el primer impulso, no se atrevió a negarse a la petición del califa, y habiendo cobrado los sesenta mil dinares, entregó las seis esclavas a Mohammad El-Bassri, que las condujo enseguida a presencia de El-Mamún.

El califa al verlas, llegó al límite del encanto, tanto por lo vario de sus colores como por sus maneras elegantes, su ingenio cultivado y sus diversos atractivos. Y le dio a cada una en su harem, un sitio escogido, y durante varios días pudo gozar de sus perfecciones y de su hermosura.

A todo esto, el primer amo de las seis, Alí El-Yamaní, sintió pesar sobre sí la soledad, y empezó a lamentar el impulso que le había hecho ceder al deseo del califa. Y un día falto ya de paciencia, envió al califa una carta llena de desesperación, en la cual, entre otras cosas tristes, había los versos siguientes:


¡Llegue mi desesperado saludo a las hermosas de quienes está separada mi alma! ¡Ellas son mis ojos, mis orejas, mi alimento, mi bebida, mi jardín y mi vida!


¡Desde que estoy lejos de ellas, nada distrae mi dolor, y hasta el sueño ha huído de mis párpados!


¿Por qué no las tengo, más celoso que antes, encerradas las seis en mis ojos, y por qué no he bajado mis párpados como tapices encima de ellas?


¡Oh dolor, oh dolor! iPreferiría no haber nacido, a caer herido por las flechas -¡sus miradas mortales!- y sacadas de la herida!


Cuando el califa El-Mamún recorrió esta carta, como tenía el alma magnánima, mandó llamar en seguida a las seis jóvenes, les dió a cada una diez mil dinares y vestidos maravillosos y otros regalos admirables, y las mandó devolver a su antiguo amo.

No bien Alí El-Yamaní las vio llegar, más bellas que antes y más ricas y más felices, alcanzó el límite de la alegría, y siguió viviendo con ellas entre delicias y placeres, hasta el día de la última separación.


Pero -prosiguió Schehrazada no creas, ¡oh rey afortunado! que todas las historias que has oído hasta ahora puedan valer de cerca ni de lejos lo que la Historia prodigiosa de la Ciudad de Bronce, que me reservo contarte la noche próxima, si quieres.

Y la pequeña Doniazada exclamó: "¡Oh, qué amable sería, Schehrazada, si entretanto nos dijeras siquiera las primeras palabras!"


Entonces Schehrazada sonrió y dijo:


"Cuentan que había un rey (¡Alah sólo es rey!) en la ciudad de...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Historia prodigiosa de la Ciudad de Bronce

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Dijo Schehrazada:

Cuentan que en el trono de los califas Ommiadas, en Damasco, se sentó un rey (¡sólo Alah es rey!) que se llamaba Abdalmalek ben-Merwán. Le gustaba departir a menudo con los sabios de su reino acerca de nuestro señor Soleimán ben-Daúd (¡con él la plegaria y la paz!), de sus virtudes, de su influencia y de su poder ilimitado sobre las fieras de las soledades, los efrits que pueblan el aire y los genios marítimos y subterráneos.

Un día en que el califa, oyendo hablar de ciertos vasos de cobre antiguo, cuyo contenido era una extraña humareda negra de formas diabólicas, asombrose en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos tan verídicos, hubo de levantarse entre los circunstantes el famoso viajero Taleb ben-Sehl, quien confirmó el relato que acababan de escuchar, y añadió: "En efecto, ¡oh Emir de los Creyentes! esos vasos de cobre no son otros que aquellos donde se encerraron, en tiempos antiguos, a los genios que se rebelaron ante las órdenes de Soleimán, vasos arrojados al fondo del mar mugiente, en los confines del Moghreb, en el Africa occidental, tras de sellarlos con el sello temible. Y el humo que se escapa de ellos es simplemente el alma condensada de los efrits, los cuales no por eso dejan de tomar su aspecto formidable si llegan a salir al aire libre".

Al oír tales palabras, aumentaron considerablemente la curiosidad y el asombro del califa Abdalmalek, que dijo al Taleb ben-Sehl: "¡Oh Taleb, tengo muchas ganas de ver uno de esos vasos de cobre que encierran efrits convertidos en humo! ¿Crees realizable mi deseo? Si es así, pronto estoy a hacer por mí propio las investigaciones necesarias. Habla". El otro contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! Aquí mismo puedes poseer uno de esos objetos, sin que sea preciso que te muevas y sin fatigas para tu persona venerada. No tienes más que enviar una carta al emir Muza, tu lugarteniente en el país del Moghreb. Porque la montaña a cuyo pie se encuentra el mar que guarda esos vasos está unida al Moghreb por una lengua de tierra que puede atravesarse a pie enjuto. ¡Al recibir una carta semejante, el emir Muza no dejará de ejecutar las órdenes de nuestro amo el califa!"

Estas palabras tuvieron el don de convencer a Abdalmalek, que dijo a Taleb en el instante: "¿Y quién mejor que tú ¡oh Taleb! será capaz de ir con celeridad al país del Moghreb, con el fin de llevar esa carta a mi lugarteniente el emir Muza? Te otorgo plenos poderes para que tomes de mi tesoro lo que juzgues necesario para gastos de viaje, y para que lleves cuantos hombres te hagan falta en calidad de escolta. Pero date prisa, ¡oh Taleb!" Y al punto escribió el califa una carta de su puño y letra para el emir Muza, la selló y se la dio a Taleb, que besó la tierra entre las manos del rey, y no bien hizo los preparativos oportunos, partió con toda diligencia hacia el Moghreb, adonde llegó sin contratiempos.

El emir Muza le recibió con júbilo y le guardó todas las consideraciones debidas a un enviado del Emir de los Creyentes; y cuando Taleb le entregó la carta, la cogió, y después de leerla y comprender su sentido, se la llevó a sus labios, luego a su frente y dijo: "¡Escucho y obedezco!" Y enseguida mandó que fuera a su presencia el jeique Abdossamad, hombre que había recorrido todas las regiones habitables de la tierra, y que a la sazón pasaba los días de su vejez anotando cuidadosamente, por fechas, los conocimientos que adquirió en una vida de viajes no interrumpidos. Y cuando presentóse el jeique; el emir Muza le saludó con respeto y le dijo: "¡Oh jeique Abdossamad! He aquí que el Emir de los Creyentes me transmite sus órdenes para que vaya en busca de los vasos de cobre antiguos, donde fueron encerrados por nuestro Soleimán ben-Daúd los genios rebeldes. Parece ser que yacen en el fondo de un mar situado al pie de una montaña que debe hallarse en los confines extremos del Moghreb. Por más que desde hace mucho tiempo conozco todo el país, nunca oí hablar de ese mar ni del camino que a él conduce; pero tú, ¡oh jeique Abdossamad! que recorriste el mundo entero, no ignorarás sin duda la existencia de esa montaña y de ese mar!

Reflexionó el jeique una hora de tiempo, y contestó: "¡Oh emir Muza ben-Nossair! No son desconocidos para mi memoria esa montaña y ese mar; pero, a pesar de desearlo, hasta ahora no puedo ir donde se hallan; el camino que allá conduce se hace muy penoso a causa de la falta de agua en las cisternas, y para llegar se necesitan dos años y algunos meses, y más aún para volver, ¡suponiendo que sea posible volver de una comarca cuyos habitantes no dieron nunca la menor señal de su existencia, y viven en una ciudad situada, según dicen; en la propia cima de la montaña consabida, una ciudad en la que no logró penetrar nadie y que se llama la Ciudad de Bronce!"

Y dichas tales palabras, se calló el jeique, reflexionando un momento todavía; y añadió: "Por lo demás, ¡oh emir Muza! no debo ocultarte que ese camino está sembrado de peligros y de cosas espantosas, y que para seguirle hay que cruzar un desierto poblado por efrits y genios, guardianes de aquellas tierras vírgenes de la planta humana desde la antigüedad. Efectivamente, sabe ¡oh Ben-Nossair! que esas comarcas del extremo Occidente africano están vedadas a los hijos de los hombres. Sólo dos de ellos pudieron atravesarlas: Soleimán ben-Daúd, uno, y El-Iskandar de Dos-Cuernos, el otro. ¡Y desde aquellas épocas remotas, nada turba el silencio que reina en tan vastos desiertos! Pero si deseas cumplir las órdenes del califa e intentar, sin otro guía que tu servidor, ese viaje por un país que carece de rutas ciertas, desdeñando obstáculos misteriosos y peligros, manda cargar mil camellos con odres repletos de agua y otros mil camellos con víveres y provisiones; lleva la menos escolta posible, porque ningún poder humano nos preservaría de la cólera de las potencias tenebrosas cuyos dominios vamos a violar, y no conviene que nos indispongamos con ellas alardeando de armas amenazadoras e inútiles. ¡Y cuando esté preparado todo, haz tu testamento, emir Muza, y partamos!...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.



Y cuando llegó la 340ª noche

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Ella dijo:

"...Y cuando esté preparado todo, haz tu testamento, emir Muza, y partamos!"

Al oír tales palabras, el emir Muza, gobernador de Moghreb, invocando el nombre de Alah, no quiso tener un momento de vacilación; congregó a los jefes de sus soldados y a los notables del reino, testó ante ellos y nombró como sustituto a su hijo Harún. Tras de lo cual, mandó hacer los preparativos consabidos, no se llevó consigo más que algunos hombres seleccionados de antemano, y en compañía del jeique Abdossamad y de Taleb el enviado del califa, tomó el camino del desierto, seguido por mil camellos cargados con agua y por otros mil cargados con víveres y provisiones.

Durante días y meses marchó la caravana por las llanuras solitarias, sin encontrar por su camino un ser viviente en aquellas inmensidades monótonas cual el mar encalmado. Y de esta suerte continuó el viaje en medio del silencio infinito, hasta que un día advirtieron en lontananza como una nube brillante a ras del horizonte, hacia la que se dirigieron. Y observaron que era un edificio con altas murallas de acero chino, sostenido por cuatro filas de columnas de oro que tenían cuatro mil pasos de circunferencia. La cúpula de aquel palacio era de oro y servía de albergue a millares y millares de cuervos, únicos habitantes que bajo el cielo se veían allá. En la gran muralla donde abríase la puerta principal, de ébano macizo incrustado de oro, aparecía una placa inmensa de metal rojo, la cual dejaba leer estas palabras trazadas en caracteres jónicos, que descifró el jeique Abdossamad y se las tradujo al emir Muza y a sus acompañantes:


¡Entra aquí para saber la historia de los dominadores!


¡Todos pasaron ya! ¡Y apenas tuvieron tiempo para descansar a la sombra de mis torres!


¡Los dispersó la muerte como si fueran sombras! ¡Los disipó la muerte como a la paja el viento!


Con exceso se emocionó el emir Muza al oír las palabras que traducía el venerable Abdossamad, y murmuró: "¡No hay más Dios que Alah!" Luego dijo: "¡Entremos!" Y seguido por sus acompañantes, franqueó los umbrales de la puerta principal y penetró en el palacio.

Entre el vuelo mundo de los pajarracos negros, surgió ante ellos la alta desnudez granítica de una torre cuyo final perdíase de vista, y al pie de la cual se alineaban en redondo cuatro filas de cien sepulcros cada una, rodeando un monumental sarcófago de cristal pulimentado, en torno del cual se leía esta inscripción, grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías:


¡Pasó cual el delirio de las fiebres la embriaguez del triunfo!


¿De cuántos acontecimientos no hube de ser testigo?


¿De qué brillante fama no gocé en mis días de gloria?


¿Cuántas capitales no retemblaron bajo el casco sonoro de mi caballo?


¿Cuántas ciudades no saqueé, entrando en ellas como el simún destructor? ¿Cuántos imperios no destruí, impetuoso como el trueno?


¿Qué de potentados no arrastré a la zaga de mi carro?


¿Qué de leyes no dicté en el universo? ¡Y ya lo veis!


¡La embriaguez de mi triunfo pasó cual el delirio de la fiebre, sin dejar más huella que la que en la arena pueda dejar la espuma!


¡Me sorprendió la muerte, sin que mi poderío la rechazase, ni lograran mis cortesanos defenderme de ella!


Por tanto, viajero, escucha las palabras que jamás mis labios pronunciaron mientras estuve vivo:


¡Conserva tu alma! ¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es calma de la vida! ¡Mañana se apoderará de ti la muerte!


Mañana responderá la tierra a quien te llame: "¡Ha muerto!"! ¡Y nunca mi celoso seno devolvió a los que guarda para la eternidad!


Al oír estas palabras que traducía el jeique Abdossamad, el emir Muza y sus acompañantes no pudieron por menos de llorar. Y permanecieron largo rato en pie ante el sarcófago y los sepulcros, repitiéndose las palabras fúnebres. Luego se encaminaron a la torre, que se cerraba con una puerta de dos hojas de ébano, sobre la cual se leía esta inscripción, también grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías:


¡En el nombre del Eterno, del Inmutable!


¡En el nombre del Dueño de la furia y del poder!


¡Aprende, viajero que pasas por aquí, a no enorgullecerte de las apariencias, porque su resplandor es engañoso!


¡Aprende con mi ejemplo a no dejarte deslumbrar por ilusiones que te precipitarían en el abismo!


¡Voy a hablarte de mi poderío!


¡En mis cuadras, cuidadas por los reyes que mis armas cautivaron, tenía yo diez mil caballos generosos!


¡En mis estancias reservadas tenía yo como concubinas mil vírgenes escogidas entre aquellas cuyos senos son gloriosos y cuya belleza hace palidecer el brillo de la luna!


¡Diéronme mis esposas una posteridad de mil príncipes reales, valientes cual leones!


¡Poseía inmensos tesoros: y bajo mi dominio se abatían los pueblos y los reyes, desde el Oriente hasta los límites extremos de Occidente, sojuzgados por mis ejércitos invencibles!


¡Y creí eterno mi poderío y afirmada por los siglos de los siglos la duración de mi vida, cuando de pronto se hizo oír la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no muere!


¡Entonces reflexioné acerca de mi destino!


¡Congregué a mis jinetes y a mis hombres de a pie, que eran millares, armados con sus lanzas y con sus espadas!


Y a presencia de todos ellos hice llevar mis arquillas y los cofres de mis tesoros, y les dije a todos:


"¡Os doy estas riquezas, estos quintales de oro y plata si prolongáis por un día mi vida sobre la tierra!"


¡Pero se mantuvieron con los ojos bajos, y guardaron silencio!


¡Hube de morir a la sazón! ¡Y mi palacio se tornó en asilo de la muerte!


¡Si deseas conocer mi nombre, sabe que me llamé Kusch ben-Scheddad ben-Aad el Grande!


Al oír tan sublimes verdades, el emir Muza y sus acompañantes prorrumpieron en sollozos y lloraron largamente. Tras de lo cual penetraron en la torre, y hubieron de recorrer inmensas salas habitadas por el vacío y el silencio. Y acabaron por llegar a una estancia mayor que las otras, con bóveda redondeada en forma de cúpula, y que era única de la torre que tenía algún mueble. El mueble consistía en una colosal mesa de madera de sándalo, tallada maravillosamente, y sobre la cual se destacaba, en hermosos caracteres análogos a los anteriores, esta inscripción:


¡Otrora se sentaron a esta mesa mil reyes tuertos y mil reyes que conservaron bien sus ojos! ¡Ahora son ciegos todos en la tumba!


El asombro del emir Muza hubo de aumentar frente a aquel misterio, y como no pudo dar con la solución, transcribió tales palabras en sus pergaminos; luego, conmovido en extremo, abandonó el palacio y emprendió de nuevo con sus acompañantes el camino de la Ciudad de Bronce...


En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.



Pero cuando llegó la 341ª noche

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Ella dijo:

... y emprendió de nuevo con sus acompañantes el camino de la Ciudad de Bronce.

Anduvieron uno, dos y tres días, hasta la tarde del tercero. Entonces vieron destacarse a los rayos del rojo sol poniente, erguida sobre un alto pedestal, la silueta de un jinete inmóvil que blandía una lanza de larga punta, semejante a una llama incandescente del mismo color que el astro que ardía en el horizonte.

Cuando estuvieron muy cerca de aquella aparición, advirtieron que el jinete, y su caballo, y el pedestal eran de bronce, y que en el palo de la lanza, por el sitio que iluminaban aún los postreros rayos del astro, aparecían grabadas en caracteres de fuego estas palabras:

¡Audaces viajeros que pudisteis llegar, hasta las tierras vedadas, ya no sabréis volver sobre vuestros pasos!


¡Si os es desconocido el camino de la ciudad, movedme sobre mi pedestal con la fuerza de vuestros brazos, y dirigíos hacia donde yo vuelva el rostro cuando quede otra vez quieto!


Entonces el emir Muza se acercó al jinete y le empujó con la mano. Y súbito, con la rapidez del relámpago, el jinete giró sobre sí mismo y se paró volviendo el rostro en dirección completamente opuesta a la que habían seguido los viajeros. Y el jeique Abdossamad hubo de reconocer que, efectivamente, habíase equivocado y que la nueva ruta era la verdadera.

Al punto volvió sobre sus pasos la caravana, emprendiendo el nuevo camino, y de esta suerte prosiguió el viaje durante días y días, hasta que una noche llegó ante una columna de piedra negra, a la cual estaba encadenado un ser extraño del que no se veía más que medio cuerpo, pues el otro medio aparecía enterrado en el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra, diríase un engendro monstruoso arrojado allí por la fuerza de las potencias infernales. Era negro y corpulento como el tronco de una palmera vieja, seca y desprovista de sus palmas. Tenía dos enormes alas negras, y cuatro manos, dos de las cuales semejaban garras de leones. En su cráneo espantoso se agitaba de un modo salvaje una cabellera erizada de crines ásperas, como la cola de un asno silvestre. En las cuencas de sus ojos llameaban dos pupilas rojas, y en la frente, que tenía dobles cuernos de buey, aparecía el agujero de un solo ojo que abríase inmóvil y fijo, lanzando iguales resplandores verdes que la mirada de tigres y panteras.

Al ver a los viajeros, el busto agitó los brazos dando gritos espantosos y haciendo movimientos desesperados como para romper las cadenas que le sujetaban a la columna negra. Y asaltada por un terror extremado, la caravana se detuvo allí sin alientos para avanzar ni retroceder.

Entonces se encaró el emir Muza con el jeique Abdossamad y le preguntó: "¿Puedes ¡oh venerable! decirnos qué significa esto?" El jeique contestó: "¡Por Alah, ¡oh emir! que esto supera a mi entendimiento!" Y dijo el emir Muza: "¡Aproxímate, pues, más a él, e interrógale! ¡Acaso él mismo nos lo aclare!"

Y el jeique Abdossamad no quiso mostrar la menor vacilación, y se acercó al monstruo, gritándole: "¡En nombre del Dueño que tiene en su mano los imperios de lo Visible y de lo Invisible, te conjuro a que me respondas! ¡Dime quién eres, desde cuándo estás ahí y por qué sufres un castigo tan extraño!"

Entonces ladró el busto. Y he aquí las palabras que entendieron luego el emir Muza, el jeique Abdossamad y sus acompañantes. "Soy un efrit de la posteridad de Eblis, padre de los genios. Me llamo Daesch ben-Alaemasch, y estoy encadenado aquí por la Fuerza Invisible hasta la consumación de los siglos.

"Antaño, en este país, gobernado por el rey del mar, existía en calidad de protector de la Ciudad de Bronce un ídolo de ágata roja, del cual yo era guardián y habitante al propio tiempo, porque me aposenté dentro de él; y de todos los países venían muchedumbres a consultar por conducto mío la suerte y a escuchar los oráculos y las predicciones augurales que hacía yo.

"El rey del Mar, de quien yo mismo era vasallo, tenía bajo su mando supremo al ejército de los genios que se habían rebelado contra Soleimán ben-Daúd; y me había nombrado jefe de ese ejército para el caso de que estallara una guerra entre aquél y el señor formidable de los genios. Y, en efecto, no tardó en estallar tal guerra.

"Tenía el rey del Mar una hija tan hermosa, que la fama de su belleza llegó a oídos de Soleimán, quien deseoso de contarla entre sus esposas, envió un emisario al rey del Mar para pedírsela en matrimonio, a la vez que le instaba a romper la estatua de ágata y a reconocer que no hay más Dios que Alah, y que Soleimán es el profeta de Alah. Y le amenazaba con su enojo y su venganza si no se sometía inmediatamente a sus deseos.

"Entonces congregó el rey del Mar a sus visires y a los jefes de los genios, y les dijo: "Sabed que Soleimán me amenaza con todo género de calamidades para obligarme a que le dé mi hija y rompa la estatua que sirve de vivienda a vuestro jefe Daesch ben-Alaemaseh. ¿Qué opináis acerca de tales amenazas? ¿Debo inclinarme o resistir? "

Los visires contestaron: "¿Y qué tienes que temer del poder de Soleimán, ¡oh rey nuestro!? ¡Nuestras fuerzas son tan formidables como las suyas por lo menos, y sabremos aniquilarlas!"

Luego encaráronse conmigo y me pidieron mi opinión. Dije entonces: "¡Nuestra única respuesta para Soleimán será dar una paliza a su emisario!" Lo cual ejecutose al punto. Y dijimos al emisario: "¡Vuelve ahora para dar cuenta de la aventura a tu amo!"

"Cuando enterose Soleimán del trato inflingido a su emisario, llegó al límite de la indignación, y reunió en seguida todas sus fuerzas disponibles, consistentes en genios, hombres, pájaros y animales. Confió a Assaf ben-Barkhia el mando de los guerreros humanos, y a Domriat, rey de los efrits, el mando de todo el ejército de genios, que ascendía a sesenta millones, y el de los animales y aves de rapiña recolectados en todos los puntos del universo y en las islas y mares de la tierra.

Hecho lo cual, yendo a la cabeza de tan formidable ejército, Soleimán se dispuso a invadir el país de mi soberano el rey del Mar. Y no bien llegó, alineó su ejército en orden de batalla.

"Empezó por formar en dos alas a los animales, colocándolos en líneas de a cuatro, y en los aires apostó a las grandes aves de rapiña, destinadas a servir de centinelas que descubriesen nuestros movimientos, y a arrojarse de pronto sobre los guerreros para herirles y sacarles los ojos. Compuso la vanguardia con el ejército de hombres, y la retaguardia con el ejército de genios; y mantuvo a su diestra a su visir Assaf ben-Barkhia y a su izquierda a Domriat, rey de los efrits del aire. El permaneció en medio, sentado en su trono de pórfido y de oro, que arrastraban cuatro elefantes. Y dió entonces la señal de la batalla.

"De repente hízose oír un clamor que aumentaba con el ruido de carreras al galope y el estrépito tumultuoso de los genios, hombres, aves de rapiña y fieras guerreras; resonaba la corteza terrestre bajo el azote formidable de tantas pisadas, en tanto que retemblaba el aire con el batir de millones de alas, y con las exclamaciones, los gritos y los rugidos.

"Por lo que a mí respecta, se me concedió el mando de la vanguardia del ejército de genios sometidos al rey del Mar. Hice una seña a mis tropas, y a la cabeza de ellas me precipité sobre el tropel de genios enemigos que mandaba el rey Domriat...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

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